El aporte de la antropología
Uno de los propósitos de la antropología consiste en favorecer la autocomprensión del ser humano, es decir, activar un proceso de toma de conciencia de las dinámicas existenciales y culturales en las que este se desenvuelve. Se trata de un proceso liberador, porque permite elegir quién queremos ser, en lugar de sufrir pasivamente los cambios que ocurren dentro de nosotros y a nuestro alrededor.
Sin embargo, un límite de la antropología está dado por el hecho de que solo puede ofrecer claves de interpretación, debido a la complejidad del ser humano y a la variedad de las condiciones sociales en las que vive, así como a esa dimensión de misterio que es inseparable de toda persona. Podemos, por tanto, describir aquellas dinámicas que están presentes, en mayor o menor medida, en cada uno de nosotros, sin pretender que sean exhaustivas o que se vivan siempre del mismo modo.
Una de las posibles claves de interpretación es la comprensión de nuestro tiempo como un paso desde la época del logos, entendido como la centralidad de la razón analítica y la exaltación de una lógica rigurosa como estructura fundamental de la comunicación, a la época del pathos, es decir, del resurgimiento desbordante de la expresión emotiva.
Esta distinción parece análoga a la que Friedrich Nietzsche identificaba —en sentido inverso— al hablar del nacimiento de la tragedia, entre lo dionisíaco y lo apolíneo. Quisiéramos, por tanto, partir de esta intuición de Nietzsche para comprender de qué modo nuestra época puede considerarse como el triunfo de lo dionisíaco, tal como él efectivamente había previsto. Al recorrer las observaciones del filósofo alemán, emergerá también el posible camino hacia una recomposición vital de aquella fractura entre razón y emoción que hoy habita en el corazón del ser humano.
Dionisíaco y apolíneo
Aunque Nietzsche volvió varias veces sobre la relación entre estos dos términos, es en El nacimiento de la tragedia[1] donde presenta el desarrollo del arte, a partir precisamente de la tragedia antigua, como una relación entre lo dionisíaco y lo apolíneo. Se trata, ante todo, de una pareja de términos que no es simplemente antitética, sino fraterna. Lo dionisíaco y lo apolíneo son, de hecho, dos instintos que se manifiestan en todo arte, aunque solo en la tragedia ática se funden y concilian plenamente, y de modo particular, según Nietzsche, únicamente en la obra de Esquilo.
Desde el punto de vista de los géneros artísticos, una primera distinción —ya presente en una conferencia del filósofo de 1870[2]— es la que separa las artes visuales, que son expresión más evidente del instinto apolíneo, del arte musical, que en cambio manifiesta plenamente el espíritu dionisíaco. Los cortejos dionisíacos serían, en efecto, la cuna del drama antiguo, que consistía fundamentalmente solo en el coro. En esas representaciones, el único héroe presente en escena era precisamente Dioniso. Tales representaciones no implicaban la presencia de un verdadero público, como solemos imaginar a partir de las formas posteriores de la tragedia: el público estaba implicado dentro del propio coro y podía reflejarse en él.
Para explicar mejor esta distinción, Nietzsche recurre a dos imágenes. Lo apolíneo es, en efecto, la visión, pero más propiamente la visión onírica, el sueño. Este anima la escultura, la pintura y la poesía épica. Pero lo importante que hay que subrayar en esta concepción de lo apolíneo es su relación con el principium individuationis: al estar ligado a la visión, tiende a definir, a dar límites, sustrayéndose así a la posibilidad de la inmersión en el todo[3].
Lo dionisíaco está representado, en cambio, por la embriaguez; va, por tanto, más allá de la lucidez de las reglas. Es el arte desprovisto de imágenes. Por eso se expresa en la música, que nos pone en relación con los universalia ante rem, a diferencia de los conceptos, que son los universalia post rem, y de la realidad, que está constituida por los universalia in re[4]. Lo dionisíaco es propiamente la pérdida del principium individuationis, precisamente porque habita antes de las cosas. Podríamos decir también que es la verdadera metafísica, mientras que lo apolíneo es el reino de la ontología, ya que se concentra en la visión del ente individual.
Retomando un ejemplo de Arthur Schopenhauer, Nietzsche compara al hombre que se deja guiar por el principio de razón con un navegante que surca los mares en una frágil embarcación, pero que, precisamente por ello, corre el riesgo de ser sumergido por las montañas de agua que lo rodean[5]. El principio apolíneo acompaña al hombre en este viaje entre la tranquila seguridad de poder comprender la realidad y el horror desmesurado cuando se da cuenta de que este principio no funciona. Apolo, en efecto, es el dios de la bella apariencia: el término alemán Schein indica también la apariencia, el fenómeno, la individuación.
Precisamente este principium individuationis es, para Nietzsche, la causa de todo mal, porque impide la fusión mística con el todo. La búsqueda de la claridad nos lleva a permanecer en la superficie de las cosas, ya que solo podemos ver un ente a la vez; por eso, cada mirada sobre un fenómeno nos aparta de la posibilidad de experimentar la totalidad. Por el contrario, lo dionisíaco es la embriaguez que implica la pérdida de sí, por lo que el sujeto se identifica con el todo, del mismo modo que el espectador de la tragedia ática se confundía con el coro.
Lo dionisíaco llegará a convertirse progresivamente, para Nietzsche, también en sinónimo de la visión anticristiana; tanto es así que, aunque rara vez y solo hacia el final de su vida, encontramos en él la expresión «Dioniso contra el Crucificado», utilizada a veces incluso como una especie de firma del autor. Dioniso Zagreo[6] y Cristo tienen en común el martirio, pero, mientras el Dios de la cruz invita a redimirse de la vida, por considerarla en sí misma inmoral, Dioniso representa la felicidad eterna y la regeneración a través del dolor.
Uno de los aspectos originales de la interpretación que Nietzsche da al desarrollo de la tragedia es la alianza entre Sócrates y Eurípides. En efecto, si este último representa a quien mató la tragedia, Sócrates es quien inspiró ese suicidio (en el sentido de que con Eurípides la tragedia se mata a sí misma). Ambos, por lo demás, están unidos en la profecía del oráculo de Delfos, que los considera el primero y el segundo hombre más sabio.
Aquel que ha obligado al espíritu dionisíaco a huir es, por tanto, Sócrates, en cuanto portador de una visión del saber caracterizada por la ciencia, el optimismo, la dialéctica, la reflexión y la lógica, aspectos que son incompatibles e irreconciliables con el mito. El socratismo, que habla a través de Eurípides, no deja espacio al mito y destruye la tragedia antigua. En la tragedia de Eurípides se pone en marcha un proceso de racionalización por el cual el espectador no se pierde en la escena, sino que intenta comprenderla continuamente. Este proceso encontrará su culminación en la Poética de Aristóteles, quien, no por casualidad, hablará de la narración —y ante todo de la tragedia— como de una trama construida mediante la conexión lógica entre las acciones: el mythos se convierte, para Aristóteles, en una imitación de la naturaleza de los acontecimientos, mimesis praxeos[7].
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Con Sócrates asistimos, según Nietzsche, al ascenso del hombre teórico, símbolo de la cultura alejandrina. Se trata de un hombre animado por el optimismo lógico y el placer del conocimiento, convencido de los resultados a los que puede conducir el principio de causalidad, es decir, la posibilidad de remontarse a los principios de los fenómenos. Todo, por tanto, parece claro, y el saber es considerado como una medicina universal capaz de resolver los problemas de la existencia. En realidad, el hombre alejandrino, según la relectura propuesta por el filósofo alemán, no es más que un bibliotecario, un corrector de pruebas que se vuelve ciego entre el polvo de los libros y los errores tipográficos[8]. En otras palabras, podríamos decir que es un hombre que recorre lo ya dado analizando sus conexiones, pero sin ninguna creatividad y sin descubrir lo que hay más allá de la apariencia.
El motivo por el cual la reflexión de Nietzsche puede ayudarnos a comprender nuestro tiempo reside también en la convicción del filósofo alemán de que el espíritu no dionisíaco —por ciertos aspectos, podríamos decir incluso el cristianismo, en su interpretación— no ha destruido por completo la concepción trágica del mundo. Esta visión dramática solo se ha visto obligada a refugiarse en los infiernos y a dar lugar a un culto secreto. Lo que asusta, escribe el filósofo, es pensar que el hombre de cultura haya sido concebido únicamente en la forma del erudito, es decir, con una mentalidad optimista que se ilusiona con ser ilimitada[9]. Nietzsche, en cambio, estaba convencido de que su época estaba viviendo el renacimiento de la tragedia, y nada podría poner en duda su fe en un inminente florecimiento de la antigüedad helénica.
A nuestro parecer, el espíritu dionisíaco ha resurgido hoy con fuerza, en contraposición a un enfoque apolíneo que ha intentado borrar la dimensión más creativa e intuitiva de la vida. Sin embargo, de este modo se ha vuelto a afirmar una fractura en el ser humano, que le impide integrar de manera positiva las distintas dimensiones de su alma.
Un último aspecto, que no solo resulta problemático sino que, por desgracia, también es indicativo de la conflictividad de nuestra época, consiste en la conexión que Nietzsche establece entre el reaparición del instinto dionisíaco y la afirmación del espíritu alemán. El filósofo consideraba, en efecto, que el espíritu alemán, a pesar de las apariencias, vivía un tiempo de reposo y de sueño, del que habría de resurgir indemne en su prodigiosa salud, como un caballero sumido en el sopor[10]. Un día —escribe Nietzsche— el espíritu alemán se descubrirá despierto, matará a los dragones, aniquilará a los enanos malignos, despertará a Brunilda[11], y ni siquiera la lanza de Wotan[12] podrá cerrarle el paso[13]. El filósofo está convencido de que el genio alemán ha sufrido una larga humillación y se ha «convertido en extranjero en su propia casa y en su patria, al servicio de enanos malignos»[14].
Estas afirmaciones, a la luz del curso de la historia, suenan hoy particularmente nefastas y nos hacen comprender la urgencia de considerar con atención y respeto los movimientos que tienen lugar en las distintas culturas. Dado que la componente dionisíaca recorre efectivamente la historia, es necesario reconocerla e intentar reconducirla al cauce de una reconciliación con la dimensión apolínea, de modo que ningún instinto sea sacrificado.
Precisamente para contribuir a esta tarea, quisiéramos proponer releer nuestra época, en analogía con lo afirmado por Nietzsche, como un tiempo de fractura en acto, igualmente peligroso, entre la dimensión del pathos y la del logos.
«Logos» y «pathos»
Así como Nietzsche contempla la tragedia antigua y su evolución para mostrar la historia de la relación entre lo dionisíaco y lo apolíneo, también nosotros podemos observar el modo en que nos contamos a nosotros mismos para comprender el paso de la época del logos a la del pathos, es decir, de un largo periodo en el que la racionalidad fue puesta en el centro como la única y más elevada forma de expresión del ser humano, al momento actual que estamos viviendo, en el que la dimensión emotiva reivindica una atención y un espacio de los que en los siglos anteriores no había gozado. Este paso encierra en sí ciertos riesgos, pero al mismo tiempo abre perspectivas que deben ser escuchadas para una realización cada vez más plena de lo humano.
El modo en que nos narramos constituye una representación de nosotros mismos. Dado que la era de las redes sociales ofrece múltiples ocasiones para relatar la propia experiencia, podemos intentar comprender qué imagen de lo humano emerge de esos relatos. La época posmoderna, analizada en un célebre texto por Jean-François Lyotard[15], se caracterizaba por la incredulidad hacia las metanarraciones: las grandes visiones del mundo, que se proponían como miradas globales e interpretativas de la realidad, habían llegado a su fin, incapaces de cumplir la función para la que habían nacido. Lyotard se refiere al marxismo, al psicoanálisis y a la religión.
Sin embargo, el fin de las metanarraciones dejó en el terreno algo que Lyotard no había previsto: el hecho de que los grandes relatos fueron eficazmente sustituidos por micronarraciones, que caracterizan el modo de comunicación de nuestra época. Se trata de convicciones sin complejidad que guían e influyen en la opinión pública no mediante razonamientos rigurosos y articulados, sino a través de afirmaciones que tocan la esfera emotiva e inducen a actuar sin pensar demasiado. Desde el punto de vista comunicativo, las micronarraciones adoptan la forma de eslóganes: enunciados breves y funcionales que no están destinados a ser puestos en duda, sino solo a ser acogidos y compartidos. Si se observa bien, las micronarraciones o eslóganes evocan en cierto modo la naturaleza del mito, que antes del siglo V a. C. servía para organizar el conocimiento sin una lógica estricta: era una manera de darse explicaciones allí donde el problema permanecía envuelto en el misterio.
La época de los eslóganes está claramente marcada por la centralidad de la palabra. Pero no se trata ya de una palabra cuidada, compleja o noble, sino de una palabra lanzada, rápida, emotiva. Uno de los eslóganes que se encuentra detrás de la representación en las redes sociales es que todos queremos estar en escena. Así como Nietzsche había observado que en el origen de la tragedia solo existía el coro y no había una distinción entre el espectador y la representación escénica, del mismo modo las redes sociales han eliminado la distancia entre autor y lector, entre actor y público. Toda la realidad se ha convertido en una especie de teatro inmersivo. En uno de los bestsellers de los años setenta, donde encontramos los pródromos de la cultura actual, hablando de las aventuras que pueden experimentarse viajando en moto, Robert Maynard Pirsig escribió: «En moto el marco desaparece. Tienes un contacto total con todo. Ya no eres un espectador, estás dentro de la escena, y la sensación de presencia es abrumadora»[16].
La tradición occidental, que desde Aristóteles se orienta hacia el conocimiento, ha puesto en el centro la racionalidad lógica. Las obras lógicas de Aristóteles eran conocidas y comentadas en la Edad Media. Agustín conocía sin duda las Categorías. La moral cristiana ha situado su fundamento en la razón, puesto que la ley natural se refiere a la ley conforme a la naturaleza racional de la persona. Solo en el siglo XIX asistimos al intento de Gottlob Frege de proponer un nuevo modelo lógico, distinto del aristotélico. Esta centralidad de la razón, que a menudo se ha transformado en un «optimismo ingenuo», por usar los términos de Nietzsche, ha estado acompañada paralelamente por el prejuicio y el temor hacia la componente emotiva.
Una larga y antigua tradición ha mirado con desconfianza las pasiones: ya los estoicos, por ejemplo, las consideraban una aberración de la razón, una diastrophē. A diferencia de los enemigos externos, reconocibles, las pasiones son vistas como un parásito que se adhiere a la razón y se alimenta de ella misma[17]. Por eso Cicerón afirmó que «hay que arrancar de raíz los errores que están en la base de la pasión, no podarlos»[18].
La tradición cristiana acentuó aún más la dimensión de la lucha interior, que fue configurándose en términos de una lucha espiritual —ciertamente a partir de la predicación de Pablo— entre los deseos de la carne y los del espíritu (cf. Gál 5,17). Pero sucede algo nuevo precisamente gracias a la aportación de la espiritualidad cristiana de los primeros siglos: se comienza a pensar que los afectos son movidos, en realidad, por los pensamientos. Por tanto, el verdadero enemigo al que hay que enfrentarse, dicen los Padres del desierto, son los propios pensamientos, que tienen el poder de mover y condicionar los afectos: «La guerra a través de los pensamientos es más ardua que la que tiene lugar por medio de los objetos». Es necesario mantenerse como centinelas, en la puerta del corazón, para vigilar y discernir los pensamientos[19].
Debemos, pues, resignarnos —concluirá más tarde Blaise Pascal— a convivir con esta guerra interior entre pasiones y razón[20]. Nunca encontraremos la paz. A lo sumo, podemos esperar breves y precarias treguas[21]. Estamos condenados a un continuo fluctuar en un mar en tempestad, sin poder hallar jamás un equilibrio definitivo[22].
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René Descartes, en cambio, no se resignará ante el conflicto entre pasiones y razón, sino que buscará una mediación. Existen, de hecho, ciertas reglas que deben aplicarse para gestionar el desorden de las pasiones: es necesario conocer el territorio, es decir, el espíritu, el propio mundo interior en el que las pasiones se mueven; hay que escuchar y obedecer a la razón, sin dejarse distraer; y conviene mantener una mirada realista sobre los bienes que se poseen, en lugar de intentar emplear recursos de los que no se dispone[23]. Las pasiones, dice Descartes, son como una lente de aumento; por eso es preciso redimensionar siempre aquello que vemos a través de ellas[24].
Solo con Baruch Spinoza es posible captar una visión más conciliadora e integrada del ser humano: no hay enemigos, sino únicamente elementos diversos que forman parte de la naturaleza de las cosas. No se debe temer a las tormentas o al frío, porque forman parte de la naturaleza; más aún, nos ayudan a conocerla. Del mismo modo, las pasiones no son enemigos que haya que combatir, sino elementos de la naturaleza humana que incluso pueden ayudarnos a conocernos a nosotros mismos[25].
Si los afectos se interpretan como un problema o una distorsión, es inevitable que se busque una cura para ellos, como en el caso de un paciente enfermo. Tal vez por eso, cuando —en la segunda mitad del siglo XIX— nace la psicología experimental, la filosofía se libera de la cuestión de los afectos, delegándola a la nueva disciplina. Solo recientemente la filosofía ha vuelto a interesarse por las dinámicas afectivas, comprendiendo que no es posible una antropología ni una reflexión cultural sin tener en cuenta esta dimensión del ser humano. De hecho, la filosofía se sitúa en una posición privilegiada para realizar una mediación y una síntesis entre los distintos enfoques de la cuestión de los afectos.
Un punto común en la reflexión sobre los afectos es su relación con la dimensión cognitiva. Señalemos como ejemplo tres perspectivas —en los ámbitos psicológico, filosófico y neurocientífico— con el fin de proponer una síntesis que surja de este diálogo interdisciplinar.
La Rational Emotive Therapy (RET) de Albert Ellis propone, ya desde su nombre, una interacción entre el aspecto emocional y la dimensión cognitiva[26]. La RET pretende ayudar a las personas a modificar las emociones que impiden su bienestar mediante una reformulación de su visión del mundo. Las emociones, por tanto, ya no son consideradas como un enemigo del pensamiento, sino como consecuencias de los pensamientos. Se trata, pues, de un desplazamiento de la raíz del problema, que deja de situarse en la esfera afectiva para ubicarse en la esfera cognitiva.
Uno de los eslóganes de la psicología cognitiva —que retoma un aforismo atribuido a Epicteto, filósofo estoico— afirma, en efecto, que «no son las cosas en sí las que nos molestan, sino la opinión que tenemos de ellas»[27]. Lo que sentimos ante un acontecimiento o una situación no es causado por el propio acontecimiento, sino por la creencia que precede a la emoción. Lo que sentimos es el resultado de nuestra interpretación de la realidad. La mayoría de los trastornos emocionales no depende, según Ellis, de conflictos pulsionales, sino de transformar los deseos y las preferencias en exigencias y deberes[28].
De manera análoga, desde el punto de vista filosófico, Martha C. Nussbaum reúne, en el título de uno de sus textos más conocidos, la dimensión cognitiva y la emotiva: La inteligencia de las emociones[29]. Retomando la teoría estoica de las emociones como juicios valorativos, la autora identifica en la inteligencia el recurso que nos permite afrontar el esfuerzo del mundo emocional, del mismo modo que el niño se refugia en el sueño para afrontar la fatiga del mundo en el que, de pronto, se ha encontrado[30]. Al igual que para Ellis, también para Nussbaum las emociones son interpretaciones eudemonísticas de la realidad, en el sentido de que sentimos emociones ante objetos que hemos interpretado a la luz de nuestro bienestar[31].
Las soluciones propuestas por Ellis y Nussbaum corren, paradójicamente, el riesgo de resolver el problema del conflicto mediante una intelectualización. Así, el pensamiento —para gran satisfacción de la filosofía— vuelve a ser el protagonista incluso de la vida afectiva. Parece casi la revancha de los estoicos y de Descartes: la rectitud de la razón y la vigilancia del intelecto resuelven la cuestión de los afectos indeseados. Se trata, sin embargo, de una intelectualización que olvida la componente biológica. Las neurociencias nos permiten, en este punto, recuperar dicha dimensión, aportando una distinción valiosa entre emociones y sentimientos.
Nos referimos sobre todo al trabajo de un neurocientífico como António Rosa Damásio, que desde siempre mantiene un diálogo con figuras significativas de la filosofía[32]. Para él, las emociones representan la componente neurobiológica y se manifiestan en el teatro del cuerpo. Por eso son públicas, porque son visibles para quien observa mi cuerpo. E incluso si no tuvieran una manifestación somática, seguirían siendo visibles para cualquiera que empleara un instrumento de exploración diagnóstica capaz de registrar lo que ocurre en el cerebro. Los sentimientos, en cambio, tienen lugar en el teatro de la mente; son imágenes mentales y, por tanto, privadas, accesibles solo a su legítimo propietario[33]. Pero, en la descripción de Damásio, el sentimiento no se opone a la emoción pública, ya que la emoción constituye el sustrato necesario del sentimiento y el sentimiento, a su vez, una interpretación de la emoción. El sentimiento viene, por tanto, a ser la percepción de un estado del cuerpo y, al mismo tiempo, de un pensamiento sobre ese estado corporal[34].
El sentimiento se presenta, por tanto, como el lugar de unidad de la persona: una unidad que el sujeto experimenta específicamente en el ejercicio de la decisión. Las respuestas emocionales, en efecto, resultan insuficientes cuando la persona se enfrenta a situaciones complejas que requieren creatividad, juicio y procesos decisionales. Sin embargo, no hay sentimiento sin emoción. Como ha observado el propio Damásio, sus pacientes que, aun sin presentar déficits cognitivos, eran incapaces de tomar decisiones, sufrían un daño neurológico que les impedía experimentar emociones sociales, como la vergüenza, la culpa o la compasión[35]. Damásio ha demostrado, en la práctica, que en las decisiones complejas la facultad intelectual debe interactuar con la componente emotiva, la cual, a su vez, se basa en el correcto funcionamiento de una parte del cerebro. En otras palabras, el buen funcionamiento de la persona requiere la interacción integrada de la componente física con la capacidad de sentir emociones y con la habilidad de interpretarlas.
Qué podemos aprender
Lo que surge de este análisis nos lleva a mirar con preocupación la escisión entre pathos y logos en la cultura actual. La era de la secularización, delineada con precisión en un célebre texto de Charles Taylor[36], parece haber llegado a su fin, y con ella parece haber terminado la época del logos, dando paso precisamente a la del pathos. Estamos, en cierto modo, ante el triunfo de lo dionisíaco, tal como lo había profetizado Nietzsche. Si Aristóteles iniciaba la Metafísica con la convicción de que «todos los seres humanos por naturaleza desean saber»[37], la nueva metafísica comienza con la constatación de que «todos desean expresar lo que sienten». También por eso, desde hace ya algún tiempo, el mercado monitorea nuestras reacciones emocionales como datos que pueden utilizarse para orientar las decisiones y las compras de las personas[38].
Precisamente por ello puede parecer paradójica la protesta de algunos estudiantes que, en la sesión de los exámenes de Estado de 2025 en Italia, se negaron a realizar la prueba oral, estando ya seguros de su promoción por la puntuación obtenida en las pruebas escritas[39]. Dicha protesta parece contradecir lo que venimos afirmando, puesto que se trata de jóvenes que no quisieron hablar, que no comunicaron, aunque pertenecen a la era de las redes sociales, en la cual todos quieren contarse. Por otra parte, la motivación de la protesta es significativa: estos estudiantes criticaron un modelo de escuela que, según ellos, estaría basado únicamente en la evaluación del aprendizaje, generando un sistema competitivo sin prestar ninguna atención a su historia personal. El motivo de la protesta, por tanto, parece confirmar lo que estamos sosteniendo: estos jóvenes sienten la necesidad de ser vistos y de narrarse a sí mismos, y, dado que la escuela parece rechazar esta necesidad, la cuestionan.
La época del pathos representa la fractura entre lo apolíneo y lo dionisíaco. Esto puede verse, por ejemplo, en la manera de percibir la dimensión del límite. La embriaguez de lo dionisíaco, que permite ir más allá del principium individuationis, es también la condición de la creatividad, posible solo cuando se acepta abandonar una repetitividad analítica estéril. El límite debe ser superado, pero no ignorado. Ignorar el límite —captado, en cambio, por el instinto apolíneo— es, a su vez, la condición de la identidad. El límite es la frontera que me permite saber dónde estoy y quién soy. Tratar de trascender el límite no significa convencerse de que no existe o de que representa algo negativo. El rechazo dionisíaco del límite se expresa en la cultura contemporánea como horror ante el sufrimiento y el envejecimiento, o como escándalo frente a la discapacidad. La promesa del transhumanismo consiste precisamente en la ilusión de superar el límite.
Si, a partir de los años setenta, surgió la necesidad de la desestructuración en generaciones que habían crecido bajo la firme afirmación del primado de la razón apolínea, hoy se siente la necesidad de una reestructuración para afrontar el triunfo incondicional de lo dionisíaco: se trata de recuperar la capacidad de interpretar el sentido de las cosas y de reencontrar la inclinación a desear como confrontación generativa con el límite[40]. Un ejemplo de este triunfo de lo dionisíaco está representado por la película de Paolo Sorrentino La gran belleza (2013), en la que encontramos precisamente la desestructuración de lo que Aristóteles había propuesto en la Poética como modo de construir una narración, es decir, la necesidad —para hacer verosímil un relato— de mostrar el nexo causal entre los episodios[41]. En La gran belleza asistimos a una sucesión de escenas sin ninguna conexión entre sí. Ya Zygmunt Bauman había considerado esta fragmentación de la vida en episodios inconexos como típica de la era posmoderna, en la cual el ser humano parece coleccionar perlas sin la capacidad de enlazarlas con un hilo: «La época posmoderna —escribe Bauman— está dividida en episodios que no siguen ningún orden lógico coherente, sino que parecen sujetos a todo tipo de remezclas. Su sucesión no está preordenada de ningún modo, como lo estaría en la disposición de las perlas en un hilo»[42].
De estas observaciones se desprende la idea de que la tarea educativa que nos espera consiste en promover una recomposición de la fraternidad entre lo apolíneo y lo dionisíaco. Apolo debería volver a buscar los miembros de Zagreo, y Dioniso, a su vez, debería reconocer la contribución de Apolo en su renacimiento. La nueva época será entonces pato-lógica, no porque esté enferma, sino porque será capaz, finalmente, de construir un diálogo entre razón y sentimiento. Como ha mostrado Damásio, esta integración es necesaria para la capacidad decisional de la persona; pero también es cierto que, al educar en la capacidad de elegir, se activa precisamente este proceso de integración que da plenitud a nuestra humanidad.
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Nuestras citas a esta obra han sido tomadas de F. Nietzsche, La nascita della tragedia, Turín, Einaudi, 2009. ↑
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Cf. ibid., XXVI. ↑
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Cf. ibid., 29. ↑
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Cf. ibid., 153. ↑
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Cf. ibid., 29. ↑
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En los ritos órficos, Dioniso habría nacido de los restos desmembrados del dios Zagreo. Este último estaba destinado a suceder a Zeus, pero por envidia de Hera fue desmembrado y devorado por los titanes. Sus restos fueron encontrados y reunidos por Apolo. Su corazón, en cambio, fue encontrado por Atenea. ↑
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Cf. Aristóteles, Poética, 1450b 3. ↑
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Cf. F. Nietzsche, La nascita della tragedia, cit., 172. ↑
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Cf. ibid., 167. ↑
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Cf. ibid., 225. ↑
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Adormecida por un hechizo de Odín con una espina soporífera, Brunilda es despertada por Sigfrido, quien la despierta despojándola de su armadura. ↑
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La lanza Notung fue clavada por Wotan en un fresno y es símbolo de poder y destino. Solo Siegmund, hijo de Wotan, logrará extraerla, sellando así su destino como héroe. ↑
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Cf. F. Nietzsche, La nascita della tragedia, cit., 225. ↑
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Ibid., 226. ↑
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Cf. J.-F. Lyotard, La condizione postmoderna. Rapporto sul sapere, Milán, Feltrinelli, 1987, 6. La edición original es de 1979. ↑
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R. M. Pirsig, Lo Zen e l’arte della manutenzione della motocicletta, Milán, Adelphi, 1981, 14. La primera edición es de 1974. ↑
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Cf. R. Bodei, Geometria delle passioni. Paura, speranza, felicità: filosofia e uso politico, Milán, Feltrinelli, 2010, 206-209. ↑
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Cicerón, Tusculanae disputationes, IV, xxi, 47. ↑
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«Contra los que están en el mundo, los demonios luchan principalmente utilizando objetos, pero con los monjes lo hacen sobre todo mediante pensamientos. Debido a la soledad, de hecho, carecen de objetos. Y cuanto más fácil es pecar en pensamientos que en actos, tanto más difícil es la guerra mediante pensamientos que la que tiene lugar mediante objetos. De hecho, el intelecto es algo fácil de mover y difícil de retener de las fantasías ilícitas» (Evagrio Póntico [siglo IV], Tratado práctico, §48). ↑
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«Guerra intestina en el hombre entre la razón y las pasiones. Si solo tuviera la razón sin las pasiones… Si solo tuviera pasiones sin razón… Pero, como tiene ambas cosas, no puede estar sin guerra, ya que no puede tener paz con una si no está en guerra con las otras: así, siempre está dividido y en conflicto consigo mismo» (B. Pascal, Pensamientos, 316/388). ↑
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«La razón sigue existiendo y denuncia la bajeza y la injusticia de las pasiones, perturbando el sueño de quienes se abandonan a ellas; y las pasiones siguen vivas en quienes quieren renunciar a ellas» (ibid., 317/389). ↑
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«Ardemos en deseos de encontrar una estructura estable y una base segura sobre la que construir una torre que se eleve hasta el infinito; pero todos nuestros cimientos crujen y la tierra se abre hasta el abismo» (ibid., 84/223). ↑
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«De hecho, solo el deseo, el arrepentimiento y el remordimiento pueden impedirnos ser felices; si, por el contrario, hacemos todo lo que nos dicta nuestra razón, nunca tendremos motivos para arrepentirnos, aunque los acontecimientos nos demuestren que nos hemos equivocado, porque no sería culpa nuestra» (R. Descartes, Carta a Elisabeth, del 4 de agosto de 1645). ↑
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«Siempre hacen parecer mucho más grandes e importantes de lo que realmente son tanto los bienes como los males» (R. Descartes, Las pasiones del alma, art. 138). ↑
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Se trata del incipit del inconcluso Tractatus politicus. ↑
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La RET, según la definición dada por Ellis, es una teoría y una práctica psicoterapéutica que él comenzó a desarrollar en 1955, después de haber practicado durante mucho tiempo el psicoanálisis y haberlo encontrado ineficaz. Ellis comienza a utilizar la RET simplemente porque ve que sus técnicas funcionan. Solo posteriormente desarrolló una teoría al respecto: véase A. Ellis, «Teoria e prassi della RET (Rational-emotive therapy)», en V. F. Guidano – M. A. Reda (eds.), Cognitivismo e psicoterapia, Milán, FrancoAngeli, 1981, 219. ↑
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Aunque no propone una antropología propia, la RET se basa en algunas consideraciones: las personas piensan, sienten y se comunican de manera interactiva y transaccional; las emociones, los pensamientos y los comportamientos se influyen mutuamente; si cambiamos nuestra filosofía, logramos tener efectos más duraderos en nuestro comportamiento; los seres humanos poseen de manera muy especial y única la capacidad de pensar, simbolizar y filosofar: véase A. Ellis, «Teoria e prassi della RET (Rational-emotive therapy)», cit., 221. ↑
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Cf. ibid., 221 s. ↑
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Cf. M. C. Nussbaum, L’intelligenza delle emozioni, Bolonia, il Mulino, 2004 (en español: Paisajes del pensamiento. La inteligencia de las emociones, Paidós, 2008). ↑
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Cf. ibid., 34. ↑
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Cf. ibid., 47. ↑
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Cf. A. R. Damásio, L’errore di Cartesio. Emozione, ragione e cervello umano, Milán, Adelphi, 1995; Alla ricerca di Spinoza. Emozioni, sentimenti e cervello, ibid., 2003. ↑
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Cf. Id., Alla ricerca di Spinoza…, cit., 40. ↑
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«Un sentimiento [es] la percepción de un determinado estado del cuerpo, unida a la percepción de una determinada modalidad de pensamiento, así como de pensamientos con contenidos particulares» (ibíd., 108). ↑
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Damásio se refiere al famoso caso de Phineas Gage, el obrero de la construcción que en 1848 fue víctima de un accidente en el que una barra de hierro le atravesó el cráneo, causándole daños en la corteza frontal. Gage estaba colocando una carga explosiva en las vías férreas de Vermont para despejar el paso de una roca que obstruía el avance de la línea ferroviaria. No murió, sino que se recuperó de forma sorprendente. Sus capacidades cognitivas y perceptivas permanecieron inalteradas, pero su vida afectiva sufrió un cambio brusco. Parecía un niño sin conciencia alguna de lo que era importante y lo que no lo era. Estaba agitado y actuaba de forma obscena e incontrolada. Era incapaz de tomar decisiones y de mantener relaciones con las personas que le rodeaban. Parte de su sistema de valores se había mantenido, pero estaba desconectado de la realidad. ↑
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Cf. Ch. Taylor, A Secular Age, Cambridge, MA, Belknap Press, 2007. ↑
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Aristóteles, Metafísica, I, 980a 21. ↑
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Para mayor información sobre este tema, cf. R. Booth, «Facebook reveals news feed experiment to control emotions», en The Guardian (www.theguardian.com/technology/2014/jun/29/facebook-users-emotions-news-feeds), 30 de junio de 2014. ↑
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Cf. A. Carlino, «Maturità senza orale, la protesta che divide l’Italia: cosa c’è dietro il rifiuto degli studenti e perché il governo ora promette la bocciatura per chi “boicotta” l’esame di Stato», en Orizzontescuola.it, 11 de julio de 2025. ↑
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Cf. M. Recalcati, Cosa resta del padre? La paternità nell’epoca ipermoderna, Milán, Raffaello Cortina, 2011. ↑
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Cf. Aristóteles, Poética, 49a 25. ↑
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Cf. Z. Bauman – K. Tester, Società, etica, politica. Conversazioni con Zygmunt Bauman, Milán, Raffaello Cortina, 2002, 95. ↑
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