Biblia

La constancia que salva

Jerusalén, Muro de las Lamentaciones

Al oír que algunos comentaban que el Templo estaba adornado con piedras hermosas y ofrendas excelentes, Jesús dijo: «De todo lo que ustedes ven, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra: ¡todo será destruido!».

Ellos le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo sucederá eso? ¿Cuál será la señal de que todo eso está por suceder?». Él les dijo: «Estén atentos. No se dejen engañar, porque muchos vendrán utilizando mi nombre diciendo: “¡Soy yo! ¡El tiempo se acerca!” ¡No vayan detrás de ellos! Cuando oigan hablar de guerras y sublevaciones, no se aterroricen por eso. Primero tendrán que suceder todas esas cosas, pero el final no llegará tan pronto».

Entonces Jesús añadió: «Una nación se levantará en guerra contra otra y un reino contra otro. En muchos lugares se producirán grandes terremotos, hambre y pestes, y en el cielo se verán grandes señales que producirán terror».

«Pero antes de que sucedan estas cosas, a ustedes los detendrán y perseguirán, los entregarán a las sinagogas y los encarcelarán, los llevarán ante los reyes y gobernadores a causa de mi nombre. Estas cosas les sucederán para que den testimonio de mí. Tengan presente que no deberán preparar su defensa, porque yo les daré una palabra y una sabiduría a las que ninguno de sus enemigos podrá oponerse ni contradecir. Serán entregados por sus padres y hermanos, por sus familiares y amigos. A algunos de ustedes los matarán y, por mi causa, serán odiados por todos. Pero no se perderá ni un solo cabello de su cabeza. Gracias a su constancia salvarán su vida» (Lc 21,5-19).

El templo de Jerusalén es la obra maestra de Herodes: su construcción duró 42 años y fue concluída en el año 64 d.C. En ella trabajaron unos cien mil albañiles y mil sacerdotes, encargados de las partes sagradas. Seis años después, en el 70, fue destruido por los romanos. De esas maravillas —dice Jesús— no quedará piedra sobre piedra.

En Jerusalén, todavía hoy, cuando se visita el muro occidental con sus espléndidas piedras blancas y la explanada del templo, uno queda impresionado por su belleza, su inmensidad, su luminosidad (a la que se accede desde las calles estrechas y oscuras de la Ciudad Vieja). Parecería imposible destruir una maravilla semejante, construida con piedras gigantescas. Y sin embargo, Jesús lo profetiza. ¿Cuándo ocurrirá? —preguntan preocupados los discípulos—. Para ellos, la destrucción del templo significa el fin del mundo…

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Jesús no responde al «cuándo» ni al «cómo», sino que anuncia una realidad nueva: el fin (en griego télos) del mundo es también su finalidad (télos), el propósito que da sentido a la vida presente, a nuestra vida. El fin del mundo es, por tanto, nuestro encuentro con el Padre. Aquel que nos creó nos quiere consigo: nacemos de sus manos, vivimos en sus manos y volvemos a sus manos. Unas manos que no son de juicio ni de condena, sino que expresan el corazón, la atención y el afecto de un Padre.

Jesús también quiere liberarnos del miedo y de la angustia ante la muerte, ya que el fin del mundo alude también a nuestra propia muerte. El miedo genera el deseo de salvarse a toda costa: eso alimenta el egoísmo, el interés por el propio bien sin tener en cuenta a los demás, raíz de todo mal. El Señor nos dice que no nos dejemos atemorizar por los profetas de desgracias, ni por las catástrofes que ocurrirán, ni siquiera por las «guerras», las hambrunas, las pestes, los terremotos o los signos aterradores del cielo. Nos enseña a dejarnos guiar por la confianza en el Padre, que nunca abandona a nadie. Incluso en medio de las persecuciones, las traiciones y las contradicciones de la vida a causa del Evangelio, Él nos inspirará lo que debemos decir: será nuestro testimonio.

La conclusión: «Gracias a su constancia salvarán su vida». El término que usa Jesús para decir «constancia» significa resistir (upoménein), no rendirse ni desanimarse, sino luchar para que Él nos dé fuerza y palabra en ese momento dramático: un momento que puede durar toda la vida.

Malaquías profetiza en la primera lectura (3,19-20) «el día del Señor». Será un día ardiente como un horno para los soberbios y los prepotentes, pero un día luminoso para los justos y para quienes han honrado su nombre. Pablo reprende a los Tesalonicenses (2 Tes 3,11) porque, ante la inminencia de la venida de Cristo, no trabajan y viven a costa de los demás. Nos preparamos para el día del Señor con el servicio y la fidelidad al trabajo.

Una enseñanza de los antiguos Padres: ¡la mejor preparación para la muerte consiste en vivir bien cada día!

León XIV: «A los muertos en guerra se los honra con el alto el fuego y con el compromiso por la paz».

Giancarlo Pani
Es un jesuita italiano. Entre 1979 y 2013 fue profesor de Historia del Cristianismo de la Facultad de Letras y Filosofía de la Universidad de La Sapienza, Roma. Obtuvo su láurea en 1971 en letras modernas, y luego se especializó en la Hochschule Sankt Georgen di Ffm con una tesis sobre el comentario a la Epístola a los Romanos de Martín Lutero. Entre 2015 y 2020 fue subdirector de La Civiltà Cattolica y ahora es escritor emérito.

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