El pueblo estaba contemplando a Jesús crucificado. Los jefes se burlaban y le decían: «¡Salvó a otros! ¡Que se salve a sí mismo si este es el Mesías de Dios, el elegido!». Los soldados también se burlaban de él y, acercándose para ofrecerle vinagre, le decían: «¡Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo!». Encima de él había un cartel con la inscripción: «Este es el rey de los judíos».
Uno de los malhechores que estaba colgado junto a él lo insultaba y decía: «¿Acaso no eres el Mesías? ¡Sálvate a ti mismo y sálvanos a nosotros!». El otro lo reprendió, diciendo: «¿Ni siquiera respetas a Dios cuando estás sufriendo la misma pena? Nosotros padecemos justamente, porque recibimos lo merecido por lo que hemos hecho, pero él no hizo nada que merezca castigo». Y agregó: «¡Jesús, acuérdate de mí cuando entres en tu Reino!». Jesús le respondió: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,35-43).
Celebramos la conclusión del año litúrgico con la solemnidad de Cristo Rey del universo. La liturgia ayuda a comprender su significado: Jesús se ha convertido en Rey por medio de la cruz, es decir, del sufrimiento aceptado para salvarnos. Precisamente en la cruz se revela quién es el «Rey de los judíos», y en su máxima impotencia alguien comprende el misterio del Reino y del señorío de Jesús.
Lucas es el único entre los evangelistas que, en la pasión, narra el episodio de los dos ladrones, los criminales crucificados junto al Señor en el Calvario. Quizá no sea casualidad: quien durante su vida manifestó siempre su preferencia por los pecadores, los publicanos, las prostitutas, y hasta fue sospechado de ser su amigo (cf. Lc 7,34; Mt 11,18), se encuentra muriendo en medio de ellos. Tal es, de hecho, su muerte: aunque inocente (se repite hasta tres veces: Lc 23,14.15.22), Jesús es ejecutado como un criminal común.
Los Evangelios narran la humillación final. Los jefes del pueblo lo ridiculizaban: «Salvó a otros, que se salve a sí mismo si es el Mesías de Dios» (Lc 23,35). También los soldados romanos se unen al insulto. Finalmente, uno de los malhechores estalla con rabia: «¿Acaso no eres el Mesías? ¡Sálvate a ti mismo y sálvanos a nosotros!», como diciendo: un verdadero Mesías no puede permanecer tan inerme en la cruz…
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Pero Jesús no se salva a sí mismo. El milagro que se le pide con ira y con ánimo de desafío, Jesús lo ha utilizado solo como signo del amor del Padre, que remite a otra realidad: él no puede salvarse a sí mismo sin traicionar la misión que el Padre le ha confiado, que es enseñar a amar incluso a precio de la vida.
Y, sin embargo, en esa situación tan dramática, hay alguien que intuye el misterio que se esconde en el hombre crucificado: es el malhechor que reconoce su pecado, que tiene el valor de dirigirse al Señor y —caso raro en todo el Evangelio de Lucas— lo llama por su nombre, como se llama a un amigo, a un confidente, a alguien ante quien se abre el propio corazón para ser comprendidos: «Jesús, acuérdate de mí cuando entres a tu Reino» (Lc 23,42).
Ha ocurrido, en cualquier caso, un milagro: el dolor vivido con humildad y con verdad abre a la luz, mientras que la misma situación vivida ciegamente y con rabia lleva a la desesperación y a la blasfemia.
La respuesta de Jesús es inmediata: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso». Aquel hombre obtiene lo que solo el Señor podía darle: no bajar de la cruz, no una salvación temporal, sino la vida que dura para siempre, la salvación que es comunión con Cristo y solidaridad con los hermanos. Por más absurdo que pueda parecer, precisamente en la agonía, en el momento más humillante y pobre de su vida, desde el patíbulo de la cruz, Jesús anuncia la resurrección: no solo para sí y para aquel hombre crucificado, sino también para cuantos creerán en él.
En la primera lectura, David es aclamado rey por todas las tribus de Israel. Sobre su trono reinará para siempre Jesús, hijo de David, anuncia el Ángel a María (cf. Lc 1,32ss).
En la segunda, se revela el poder real de Cristo en la redención y remisión de los pecados: él es el principio y el fin de todo, el alfa y la omega de la historia, el Señor del universo (Col 1,12ss).
Recemos para que el Señor Jesús, Rey del universo y Señor de la historia, nos ayude
a realizar la paz.


