Este año se cumple el 50º aniversario de la muerte de Hannah Arendt (1906-1975), figura destacada de la filosofía (aunque ella nunca se reconoció como tal) de ámbito alemán e inglés, pero también conocida por su compromiso civil y político y por su profundo análisis de los terribles acontecimientos del siglo XX, que vivió en primera persona y que confluyeron en escritos memorables. En muchos de estos aspectos, su producción puede considerarse sin duda pionera.
La vida
Hannah Arendt nace en Hannover el 14 de octubre de 1906. Su familia, de extracción burguesa, se había distanciado desde hacía tiempo de las tradiciones judías. Hannah pierde a su padre a los siete años y es educada por su madre, de tendencias socialdemócratas e inspirada en Rosa Luxemburg. Durante sus años universitarios tiene ocasión de asistir a las clases de algunos de los más importantes representantes del pensamiento filosófico y teológico de la época (Romano Guardini, Rudolf Bultmann, Edmund Husserl, Karl Jaspers y Martin Heidegger, con quien también mantuvo una relación sentimental). Se licencia con una tesis sobre el amor en san Agustín, dirigida por Karl Jaspers.
Tras la llegada de Hitler al poder, se ve obligada a huir a París y luego a Estados Unidos, donde enseña filosofía política en Princeton, Berkeley y Chicago, y también se dedica activamente al tema del judaísmo, aunque sus posiciones —muy críticas hacia la política nacionalista y hostiles a la presencia de los árabes residentes en Palestina— no encuentran consenso, condenándola al aislamiento. Una situación que se agravará aún más con la publicación del libro sobre el proceso a Adolf Eichmann.
Hannah muere repentinamente en Nueva York, a causa de un ataque al corazón, el 4 de diciembre de 1975, mientras trabajaba en las Gifford Lectures (una serie de conferencias que deben impartirse en una de las antiguas universidades escocesas, a las que cada año se invita a una figura considerada de gran relevancia en el mundo cultural), posteriormente recogidas en el libro La vida del espíritu.
Su trayectoria intelectual, extremadamente rica y articulada, puede comprenderse repasando sus principales obras.
El totalitarismo
Los orígenes del totalitarismo, publicado en 1951, es la obra que dio fama a Arendt y sigue siendo una de las más importantes del siglo XX desde el punto de vista histórico-político. La hipótesis de fondo es que el totalitarismo es un fenómeno radicalmente distinto de las formas políticas del pasado y del presente, como el absolutismo y la dictadura. Lo que caracterizó la peculiaridad del nazismo y del estalinismo (el fascismo no se toma en consideración) es la consecuencia directa de una visión «atomística» de los seres humanos, privados de un espacio público de discusión sobre el bien común y considerados como meros engranajes del sistema, sin ningún valor en sí mismos, puesto que son fácilmente intercambiables[1].
La obra se divide en tres partes. En primer lugar, se examina el fenómeno del antisemitismo, considerado un presupuesto indispensable del totalitarismo (una sección particular está dedicada al caso Dreyfus). Sigue el análisis del imperialismo y del ascenso de la burguesía, que monopolizaron la historia europea desde la segunda mitad del siglo XIX hasta la Primera Guerra Mundial. La crisis del imperialismo, unida al antisemitismo —que atribuye a la «conjura judía internacional» el motivo de la derrota— conducen al totalitarismo, un ejercicio del poder que justifica mediante la ideología la necesidad del terror, aplicado en las formas más diversas (directrices del jefe supremo, partido único, propaganda, policía secreta, negación de la vida privada, campos de concentración y de exterminio). El resultado final es «el infierno»: el aniquilamiento psicológico y físico de cualquiera que pueda pensar de manera diferente, llevado a cabo en la más absoluta indiferencia[2].
La parte final del libro subraya la influencia de la ideología, porque el Estado totalitario mantiene un estrecho vínculo con esta inédita visión de la historia, de la vida y del hombre, donde nada tiene ya valor salvo los postulados de una doctrina capaz de justificar cualquier acción posible: «La sociedad de los moribundos, en la que se inflige un castigo sin relación alguna con un delito, la explotación se practica sin obtener beneficio y el trabajo se realiza sin producir nada, es un lugar donde a diario se genera el sinsentido. Y, sin embargo, en el contexto de la ideología totalitaria, nada podría ser más sensato y lógico: si los internados son parásitos, es lógico que se les mate con gas; si son unos degenerados, no se debe permitir que contaminen a la población; si tienen un “alma de esclavos” (Himmler), no tiene sentido perder el tiempo intentando reeducarlos»[3].
Si el nazismo y el estalinismo parecen pertenecer al pasado, la situación es distinta en lo que concierne a la ideología: esta, en efecto, no ha sido refutada en el plano cultural. Por ello, el totalitarismo sigue siendo un peligro constante, que «nos estará pisando los talones en el futuro» y reaparece puntualmente en cada crisis de las democracias, presentándose como la solución fuerte, capaz de ofrecer estabilidad y seguridad, suprimiendo la protesta y el debate, y sobre todo la libertad, que sigue siendo la condición de la vida humana y la garantía de todo nuevo comienzo. Libertad que Arendt, al cierre del libro, sintetiza con una frase de san Agustín: Initium ut esset, creatus est homo («Para que hubiera un comienzo, fue creado el ser humano»).
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«Vita activa»
Si el totalitarismo tiene sus raíces en la eliminación de la dimensión pública y política, es allí donde se debe trabajar para que ese espectro no vuelva a presentarse. Y a la política como actividad suprema del ser humano está dedicada la obra Vita activa, publicada en 1958. La hipótesis central del libro es que la desaparición de la polis griega ha conllevado la desaparición paralela de la acción política, del discurso y del debate público, reemplazados por actividades orientadas a la mera supervivencia, como el hacer y el trabajar. El subtítulo — La condición humana, que es el título de la edición española — es emblemático y marca la distancia respecto de la tradición clásica: «Arendt habla de “condición” y no de “naturaleza” humana. La diferencia no es menor: la única afirmación que podemos hacer sobre la llamada “naturaleza” de los hombres, observa Arendt, es que son seres condicionados»[4]. Se trata, sin embargo, de un condicionamiento que no anula la libertad; en última instancia, nunca es determinante. Esto puede observarse también en la presentación de las tres modalidades fundamentales de la condición humana: el trabajo, la fabricación y la acción.
A diferencia del trabajo, orientado a garantizar la supervivencia de quien carece de medios de sustento (por eso, en la Antigüedad, era la actividad propia de los esclavos), la fabricación caracteriza al ser humano como faber, rasgo preponderante de la era moderna que marca la diferencia respecto de épocas anteriores: «La obra de nuestras manos, distinta del trabajo de nuestro cuerpo —el homo faber, que hace y literalmente “obra”, distinto del animal laborans, que trabaja y “se mezcla con”— fabrica la infinita variedad de cosas cuya suma total constituye el mundo artificial del ser humano»[5].
La tercera modalidad —la acción— es propia de la esfera política. Es el peldaño supremo, porque prescinde de las cosas e implica la relación, el lenguaje, la pluralidad, «la condición —no solo la conditio sine qua non, sino la conditio per quam— de toda vida política»[6]. La política confiere al ser humano una segunda vida —la vida pública— que se añade a la dimensión privada y convierte el discurso en una suerte de acción. Esto es lo que diferencia la acción política de la acción violenta, que degrada la condición humana al estado servil, privándola de su capacidad de persuasión y de progreso. La vida privada sigue siendo la condición previa para la política, porque provee lo necesario para la existencia; es el ámbito de lo prepolítico. Pero solo en la actividad política el ser humano se reconoce libre, plenamente vivo, liberado de las actividades orientadas a satisfacer las necesidades naturales.
Sin embargo, la polis griega conoció en su interior una progresiva decadencia, ante todo en el plano especulativo, con Platón y Aristóteles, que contrapusieron la vida activa a la vida contemplativa, privilegiando esta última. Otro motivo de crisis de la acción política, hasta su desaparición, proviene de la moderna revolución científica, que consagra el predominio del homo faber y el consecuente materialismo propio del animal laborans.
Vita activa también concluye con una cita latina, esta vez de Catón: Numquam se plus agere quam nihil cum ageret, numquam minus solus esse quam solus esset («Nunca es un hombre más activo que cuando no hace nada; nunca está menos solo que cuando está solo consigo mismo»). Al citarla, la filósofa expresa el deseo de una revalorización de la facultad de pensar, presente en todo ser humano y que nunca puede apagarse del todo.
El análisis de Vita activa, por un lado, capta las raíces de la crisis del pensamiento político, pero por otro resulta en varios sentidos parcial en el plano histórico. Según Aristóteles, es precisamente la política la que constituye el vértice de las facultades humanas (hasta el punto de definir al ser humano como «por naturaleza un animal político», Política 1253a): es una de las expresiones más adecuadas de la vida contemplativa y no se opone en absoluto a ella[7].
La banalidad del mal
Arendt es conocida sobre todo por el gran público gracias a su detallado relato del proceso a Eichmann (considerado el principal ideador y ejecutor de la «solución final», que llevó al exterminio de seis millones de judíos), celebrado en Jerusalén del 11 de abril al 15 de diciembre de 1961. Como enviada del semanario The New Yorker, Arendt escribió una serie de artículos que confluyeron en el libro publicado en 1963, Eichmann in Jerusalem: A Report on the Banality of Evil.
Para la filósofa judía, Eichmann no es en absoluto un monstruo, un desequilibrado mental ni siquiera un genio del mal: es un hombre común, obtuso, un ejemplo perfecto de lo que sucede cuando a la atrofia del pensamiento se une la ideología masificante (los dos temas investigados, no por casualidad, en sus obras anteriores), dando lugar a esa estructura del mal propia del totalitarismo, constituido por personas normales que realizan con total ordinariedad cosas horribles: «El problema del caso Eichmann era que había muchos hombres como él, y que esos muchos no eran ni perversos ni sádicos, sino que eran, y siguen siendo, terriblemente normales. Desde el punto de vista de nuestras instituciones jurídicas y de nuestros cánones éticos, esta normalidad es más aterradora que todas las atrocidades juntas, porque implica, como ya se dijo en Núremberg, que este nuevo tipo de criminal, verdaderamente hostis generis humani, comete sus crímenes en circunstancias que casi le impiden advertir o sentir que actúa mal»[8].
Este embotamiento de la conciencia, junto con la tergiversación del lenguaje mediante la cual la ideología oculta el verdadero significado de las acciones (el exterminio se convierte en «solución final», las inyecciones letales en «vacunaciones», las cámaras de gas en «desinfección», los hornos crematorios en «ascenso al cielo»), había sido claramente reconocido por Arendt en su análisis del totalitarismo: «Dentro de la estructura organizativa, mientras permanece compacta, los miembros fanatizados no pueden ser alcanzados ni por la experiencia ni por el razonamiento; la identificación con el movimiento y el conformismo absoluto parecen haber destruido la propia capacidad de experiencia, incluso cuando es extrema, como la tortura o el miedo a la muerte»[9].
En el Estado totalitario, las personas, si quieren vivir, deben suprimir su propia conciencia: el único valor reconocido es la obediencia a las órdenes del jefe, que establece lo que debe hacerse, simplemente porque «debe» hacerse. Se trata de una siniestra aplicación del imperativo categórico kantiano, en el cual Eichmann se había inspirado explícitamente: «Actúa de tal manera que el Führer, si tuviera conocimiento de tus acciones, las aprobaría»[10]. En este contexto, cualquiera puede cometer acciones horribles sin percibir su gravedad y ser posteriormente capaz de integrarse perfectamente en la sociedad, como ocurrió precisamente con la mayoría de los jerarcas nazis en la posguerra. Philip Zimbardo, autor de un estudio detallado sobre este fenómeno, resume así la cuestión: «Si pones a personas buenas en un lugar malo, ¿prevalecen ellas o el lugar las corrompe? ¿La violencia, endémica en la mayoría de las prisiones reales, habría estado ausente en una prisión llena de buenos chicos burgueses?»[11].
Este enfoque estructural de las derivas destructivas (que desmiente la clásica explicación de la «manzana podrida») había sido captado con lucidez por Arendt, quien advirtió, además de la «banalidad de Eichmann», la pasividad y la complicidad no solo de toda una nación, sino también de la propia comunidad judía. Por estos motivos, el libro provocó reacciones indignadas en el mundo judío y entre los intelectuales europeos y estadounidenses, y la propia Arendt fue objeto de graves amenazas en el plano personal.
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Pero la enviada de The New Yorker no fue la única en percibir estos aspectos inquietantes del caso. Simon Wiesenthal, quien coordinó la operación que llevó a la captura de Eichmann, no ocultó su sorpresa y decepción cuando finalmente lo tuvo delante. Ante él se encontraba un hombrecillo pequeño, calvo, tímido, lleno de tics, sin aparentes señales de maldad o siquiera de agresividad: «No había nada de diabólico en él; parecía más bien un contador que tiene miedo de pedir un aumento de sueldo». Wiesenthal quedó, en cambio, impresionado por su manera de hablar, fría, metálica, que no dejaba entrever emociones o sentimientos de ningún tipo[12].
¿Es posible contrarrestar el totalitarismo?
El impacto de los hechos del Holocausto y del caso Eichmann confirmó en Arendt la necesidad de promover el debate público y las instituciones democráticas, consideradas garantías irrenunciables de la dignidad humana. Estos temas fueron el argumento de su último libro, La vida del espíritu. El proyecto de la obra preveía tres partes: pensar, querer, juzgar (esta última quedó inconclusa).
El espíritu no es perceptible por los sentidos: es el ámbito de lo invisible, del pensamiento, pero puede captarse en sus manifestaciones externas, como el lenguaje, la palabra y la metáfora. Esta última, en particular, gracias a la coexistencia de palabra e imagen, permite que el pensamiento se haga visible y entre en relación con el mundo de la sensibilidad, «precisamente porque permite “llevar más allá” – metaphorein – nuestras experiencias sensibles»[13]. El compromiso político es el fruto más relevante de la actividad de la mente, que es capaz de proteger a la sociedad de las derivas destructivas. El pensamiento surge, de hecho, de los «incidentes de las experiencias de la vida»[14].
El tema de la actividad política, aunque invocado varias veces a lo largo de sus escritos (como en la última parte de La condición humana), permanece sin embargo como el gran tema inacabado en la obra de Arendt: debía integrarse en la facultad del juicio, donde la voz de la conciencia se convierte en realización proyectual. Pero se trata precisamente de la parte de La vida del espíritu que quedó interrumpida.
El silencio sobre esta cuestión decisiva suscita, en cualquier caso, interrogantes sobre el significado general de su propuesta, sin duda admirable. Arendt señala la necesidad de «oasis éticos» que, en el desierto de las sociedades actuales, ayuden a vivir valorando la reflexión del pasado, pero habla de ellos solo de pasada, en algunas líneas de una obra también inconclusa. La propia imagen del oasis no se precisa; parece más bien una metáfora poética descrita en términos evanescentes: «huir del desierto, de la política, hacia… no importa dónde». Además, la imagen del desierto que avanza, en consonancia con el fuerte tono pesimista que caracteriza La condición humana, transmite un mensaje nihilista: era la imagen con la que el Zaratustra de Nietzsche mostraba las consecuencias de la muerte de Dios[15].
Considerando la profundidad de los análisis realizados por Arendt en el ámbito histórico, sociológico y cultural, no puede ocultarse cierta decepción ante esta especie de rendición especulativa cada vez que entra en esta temática que, más que ninguna otra, debería justificar el esfuerzo de pensar. Falta por completo la elaboración de una propuesta política capaz de dar respuesta a las cuestiones emergidas y de proteger al ser humano de las derivas destructivas que ella exploró durante tanto tiempo en sus obras principales. Como se ha señalado, «Hannah Arendt no ofrece modelos para la acción ni códigos a los que atenerse […]. Ella nos indica más bien una apertura a la libertad, sutil como el filo de un cuchillo, una brecha en el tiempo. Es en esa apertura donde opera el juicio, de manera plural, iluminando aquello que de otro modo sería olvidado»[16]. El tema de la «resistencia», de la rebelión, queda de hecho como la única propuesta aplicable para afrontar las desviaciones devastadoras que se agitan dentro y fuera de nosotros.
Todo esto pone de manifiesto la necesidad de un enfoque propiamente filosófico, sobre todo en el ámbito ético y metafísico, capaz no solo de justificar la plausibilidad de la protesta, sino sobre todo de dar razón de la dignidad del ser humano. Un enfoque del que, sin embargo, no se encuentra rastro en los escritos de la filósofa y que vuelve problemática la elaboración de cuestiones fundamentales, como, por ejemplo, los derechos humanos. Arendt afirma el «derecho a tener derechos»: estos «deberían permanecer válidos y reales incluso si solo existiera un hombre sobre la tierra; son independientes de la pluralidad humana y deberían, por tanto, conservar su valor incluso si un individuo fuera expulsado de la sociedad»[17].
Pero ¿sobre qué base puede resultar plausible tal declaración, dado que pocas líneas antes se había excluido su vínculo con Dios y con la naturaleza humana? La posición de Arendt es muy clara respecto de quien viola esos derechos, como en la Alemania nazi: «Culpa e inocencia ante la ley son dos entidades objetivas, y aunque ochenta millones de alemanes hubieran hecho lo mismo que tú, no por ello podrías ser disculpado»[18]. Pero ¿a qué «ley» se hace referencia? ¿Y con qué criterio juzgar «injusta» una ley y preferir otra?
En estas afirmaciones se oculta un problema enorme e irresuelto de la modernidad: la relación entre la ley positiva y la justicia. Sin la referencia a la ley natural, señalaba santo Tomás, la ley de un Estado se convierte en «corrupción de la ley», incluso si ha sido promulgada por una autoridad (cf. Summa Theologiae, I-II, q. 95, a. 2). Y es precisamente lo que ocurrió con las leyes raciales.
Joseph Pieper, al escribir su comentario al tratado tomista, tenía muy presentes las derivas de la dictadura nazi, que había puesto el fundamento de la ley en la mera decisión de la voluntad: una voluntad que, a diferencia de la de santo Tomás, no está informada por la razón, sino que se impone como voluntad irracional de poder, fin en sí misma.
La predilección de Arendt por el filósofo de Königsberg en la cuestión decisiva del juicio corre el riesgo de dejarla expuesta a estas aporías, y es significativo el debate reciente sobre los aspectos racistas presentes en el pensamiento de Kant[19]. El recurso de Eichmann a Kant, subrayado explícitamente por Arendt, por controvertido que sea, resulta inquietante: muestra cómo un enfoque meramente formal, como el de Kant, cuando se convierte en criterio de acción, puede conducir a atrocidades enormes respetando al pie de la letra las reglas[20].
Es la razón por la que Michel Onfray, en su libro ciertamente provocador Le songe d’Eichmann, asocia el kantismo con el nazismo. El filósofo francés observa cómo Eichmann respetó los cánones formales de la moral kantiana: en particular, la exclusión de los sentimientos en el momento de decidir. Kant afirmaba ciertamente que el ser humano debe ser considerado un fin y nunca un medio; sin embargo, esto se aplica precisamente a los seres humanos. En cambio, para el nazismo, los judíos no son considerados tales; por lo tanto, para ellos no vale el segundo postulado del imperativo categórico.
Sin un enfoque espiritual, se vuelve difícil justificar la dignidad y la igualdad de los seres humanos: esta es la enseñanza, lamentablemente ignorada, a la luz de las terribles ideologías racistas del siglo XX. En esta perspectiva, incluso la protesta corre el riesgo de permanecer como un mero flatus vocis, o de dar lugar a derivaciones violentas e irracionales, como el populismo, acercándose peligrosamente a la manera de razonar totalitaria.
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Cf. H. Arendt, Le origini del totalitarismo, Milán, Edizioni di Comunità, 1967, 630. ↑
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Cf. ibid., 609. ↑
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Ibid., 626. ↑
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G. Fornero – S. Tassinari, Le filosofie del Novecento, Milán, Mondadori, 2002, 1009. ↑
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H. Arendt, Vita activa. La condizione umana, Milán, Bompiani, 2001, 97. ↑
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Ibid., 7. ↑
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Cf. G. Cucci, L’arte di vivere. Educare alla felicità, Milán, Àncora, 2019, 24-33. ↑
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H. Arendt, La banalità del male. Eichmann a Gerusalemme, Milán, Feltrinelli, 2023, 282. ↑
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Id., Le origini del totalitarismo, cit., 427. ↑
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Id., La banalità del male…, cit., 159; cf. 143. ↑
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Ph. Zimbardo, L’effetto Lucifero. Cattivi si diventa?, Milán, Raffaello Cortina, 2008, 27. Cf. G. Cucci – A. Monda, L’arazzo rovesciato. L’enigma del male, Asís (Pg), Cittadella, 2010. ↑
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Cf. S. Wiesenthal, Gli assassini sono tra noi, Milán, Garzanti, 1967, 98. Es significativa, también, la entrevista al comandante del lager de Treblinka, Franz Strangl, quien confiesa que pudo cumplir el encargo «dividiendo la conciencia en compartimentos estancos» (G. Sereny, In quelle tenebre, Milano, Adelphi, 1975, 214). ↑
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H. Arendt, La vita della mente, Bolonia, il Mulino, 1989, 197. ↑
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Id., Tra passato e futuro, Milán, Garzanti, 1991, 36. ↑
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Cf. Id., Che cos’è la politica?, Turín, Einaudi, 2006, 144-146; F. Nietzsche, Così parlò Zarathustra. Un libro per tutti e per nessuno, Milán, Adelphi, 1984, 371. ↑
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A. Del Lago, «Introducción», en H. Arendt, La vita della mente, cit., 58 s. Véase también Miguel Abensour: «¿Realmente intentaba la pensadora [Arendt] elaborar, construir una nueva filosofía política bajo el signo de la verdad y la autenticidad? Cabe dudarlo. ¿Se puede encontrar la verdadera esencia de algo “fundamentalmente falso”? Y, por otra parte, ¿cómo explicar que ella, que no tenía problemas para escribir, nunca pudiera terminar la obra que quería dedicar a la política y cuyos diferentes manuscritos se publicaron, tras su muerte, con el título ¿Qué es la política?» (M. Abensour, Hannah Arendt contro la filosofia politica?, Milán, Jaca Book, 2010, 160 s.). ↑
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H. Arendt, Le origini del totalitarismo, cit., 412. ↑
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Id., La banalità del male, cit., 284. ↑
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Cf. Id., Teoria del giudizio politico. Lezioni sulla filosofia politica di Kant, Génova, Il Nuovo Melangolo, 2005; G. Basile, «Kant y el racismo», en La Civiltà Cattolica, 7 de marzo de 2025, https://www.laciviltacattolica.es/2025/03/07/kant-y-el-racismo/ ↑
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Simona Forti señala al respecto: «Kant es el primero en revertir la imagen clásica de la ley, por lo que ya no es el bien lo que fundamenta la ley, sino la ley como tal la que se erige en bien. Si seguimos el razonamiento hasta la paradoja, podemos afirmar entonces que Eichmann tiene alguna buena razón para definirse kantiano. Eichmann es quien comete el mal, pero como efecto secundario de una acción que tiene como objetivo la conformidad con el bien, es decir, la conformidad con la ley en cuanto ley. Sobre estas premisas fue posible establecer la ecuación entre kantismo y nazismo […]: un código de normas, usos y costumbres que pueden sustituirse con la misma facilidad con la que se cambian las costumbres sociales» (www.istitutodegasperi-emilia-romagna.it/pdf-mail/182-13062014a3.pdf [último acceso el 20 de mayo de 2019]). ↑
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