Personajes

La devoción de Lutero por María

Virgen del Magnificat, Sandro Botticelli (1481)

En una reciente biografía sobre Lutero, el historiador Heinz Schilling ha recordado la devoción del Reformador hacia María, Madre de Jesús, y su sensibilidad teológica por el tema mariológico, posteriormente olvidada por sus seguidores. Schilling describe, entre los trabajos realizados por Lutero en 1521, el comentario al cántico de la Virgen: «terminó la interpretación del Magnificat tomado de Lucas 1, 46-55, el canto de alabanza de la Madre de Jesús, que le era muy querido. Contrariamente a las posteriores desvalorizaciones de María por parte de los epígonos, el propio Reformador veía en ella la quintaesencia del ser humano elegido por la libre gracia de Dios, escogida no por sus propios méritos, sino como “simple sierva”. María era para él, en cierto modo, el arquetipo bíblico de la elección por gracia»[1].

Es sabido que los protestantes no rezan ni veneran a la Madre de Dios. Sin embargo, Lutero escribió un comentario al Magnificat que es una de sus obras maestras: lo traduce al alemán y lo comenta precisamente en 1520, año crucial de su vida, porque corresponde al período de elaboración de los textos programáticos de la Reforma[2]. En el mismo dramático año de 1520, el papa León X, al conminarlo con la excomunión mediante la bula Exsurge Domine, le impone que se retracte de una serie de proposiciones contenidas en sus escritos en el plazo de sesenta días; de lo contrario, el monje deberá ser conducido a Roma para ser juzgado. Al expirar el plazo de la notificación, el 10 de diciembre de 1520, Lutero quema los libros de derecho canónico y, junto con ellos, una copia de la bula papal, en el basurero de la ciudad.

Por desgracia, los acontecimientos vinculados a la amenaza de excomunión impiden al Reformador llevar a término el comentario: la dedicatoria está fechada el 10 de marzo de 1521; pocos días después habría de iniciarse el viaje para comparecer ante el emperador en la Dieta de Worms.

Tras la conclusión del interrogatorio ante Carlos V, en el que se niega a retractarse de lo escrito en sus libros, Lutero obtiene un salvoconducto para regresar a Wittenberg, pero durante el viaje es secuestrado y desaparece sin dejar rastro. En realidad, se trata de un secuestro simulado por orden del príncipe elector Federico el Sabio, que quiere proteger al monje, profesor de su Universidad. Lutero es recluido en el castillo de Wartburg, una fortaleza inaccesible del bosque de Turingia, donde no puede comunicarse con nadie. De este modo dispone de todo el tiempo necesario para retomar la escritura: concluye la exégesis del salmo del Buen Pastor, termina el comentario al Magnificat y envía el manuscrito a Spalatino para que lo lleve a la imprenta[3]. El interés por la Palabra de Dios se vuelve cada vez más apremiante, hasta el punto de que, en diciembre de 1521, comienza la versión del Nuevo Testamento en alemán.

El Magnificat no es el único escrito en el que Lutero trata explícitamente de María. Habla de ella en numerosas ocasiones en las predicaciones (alrededor de unas ochenta), en las cartas y en las conversaciones de sobremesa. Existe también un comentario al Ave María, que compone en 1522 y que incluye en el Librito de oraciones (Bettbüchlein)[4].

La dedicatoria del «Magnificat»

El Magnificat está dedicado al duque Juan Federico de Sajonia, sobrino de Federico el Sabio, como signo de gratitud por su intervención ante su tío para que la causa de Lutero fuera tratada en Alemania y no en Roma. El joven envió a Lutero una nota en la que le comunicaba que su gestión había tenido éxito.

La razón de la dedicatoria es clara: del gobernante dependen el bien y la salvación de muchas personas, pero también —si gobierna mal y sin misericordia— la ruina de muchos. El poder pone de manifiesto la naturaleza del ser humano, pues el corazón humano, que por naturaleza es carne y sangre, se vuelve temerario y olvida a Dios, no respeta a los súbditos y persigue aquello que desea, hasta convertirse en un monstruo. Por ello Lutero recuerda las palabras del Apóstol: «El que preside, hágalo con diligencia» (Rm 12,8).

Ahora bien, en la Escritura, para cuantos desean gobernar bien y ser verdaderamente príncipes para la salvación del pueblo, nada es más útil que la meditación del Magnificat. En él María canta del modo más dulce el temor de Dios y las cualidades del Señor, pero antes aún describe las obras de Dios en las personas de toda condición social.

La dedicatoria concluye con una oración: «Que la dulce Madre de Dios me conceda el Espíritu, para que pueda explicar con provecho y para bien este su canto, de modo que Vuestra Gracia y todos nosotros podamos obtener de él una inteligencia que nos guíe a la salvación y a una vida digna de alabanza, de manera que después, en la vida eterna, podamos celebrar y cantar este eterno Magnificat. Así lo quiera Dios, Amén»[5].

Para Lutero, el himno debería ser aprendido de memoria por todos, y es loable que la Iglesia lo cante solemnemente cada día en las Vísperas, que cierran la jornada. Por último, señala también la belleza de la melodía que acompaña al Magnificat[6].

La dulce Madre de Dios

Los títulos «bendita Madre de Dios», «amable» o «dulce Madre de Cristo» aparecen en varias ocasiones en el comentario y señalan un modo afectuoso, propio de la conciencia cristiana, de subrayar la maternidad divina de María. Adquiridos a lo largo de los siglos y muy presentes a finales de la Edad Media, estos títulos revelan también los signos de la devoción de Lutero en sus años juveniles, que permanecen aún vivos en su obra como Reformador.

La denominación «Madre de Dios» pretende proclamar el prodigio que Dios ha obrado en ella: María «ha sido creada de la nada, como todas las criaturas»[7]. El Magnificat proclama: «El Poderoso ha hecho en mí grandes cosas» (Lc 1,49). Y Lutero comenta: «Las “grandes cosas” no son otra cosa que esto: que María ha llegado a ser Madre de Dios; en esta obra le han sido concedidos tantos y tan grandes bienes que nadie puede comprenderlos. En efecto, de aquí le procede todo honor y toda bienaventuranza, y a ello se debe su posición singular por encima de todos en todo el género humano. Nadie es semejante a ella, pues ha tenido del Padre celestial un Hijo, y un Hijo semejante. Y ella misma no puede darle un nombre, por su inmensa grandeza, y debe limitarse a rebosar de amor, tratándose de cosas tan grandes que no pueden expresarse con palabras ni medirse. Por eso se ha concentrado todo su honor en una sola palabra, llamándola “Madre de Dios”; nadie puede decir de ella o a ella cosa mayor, aunque tuviera tantas lenguas como hojas o hierbas, como estrellas en el cielo y como arena en el mar. También el corazón debe considerar qué significa ser Madre de Dios»[8].

Para Lutero, la maternidad divina revela asimismo la iniciativa de Dios para nuestra salvación. Dios da el primer paso hacia nosotros, nos llama, nos sostiene y nos salva de manera gratuita y libre. La gracia exige únicamente nuestra acogida en la fe, y no presupone mérito alguno ni cualidad alguna, ni pretensión alguna por parte nuestra. María es el signo más grande de la iniciativa maravillosa de Dios en la historia humana, donde Él revela la gracia y la misericordia precisamente en la pequeñez, en la pobreza, en la indignidad de la muchacha de Nazaret. Y María, en la fe, lo reconoce como su Señor y Salvador, de quien ha recibido todo don.

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La estructura del «Magnificat» y su interpretación

Para comprender la estructura del cántico es preciso advertir que la Virgen María habla de su experiencia del Espíritu de Dios[9]. La luz del Espíritu Santo le enseña a comprender lo grande que la Palabra de Dios ha obrado en su vida: el Señor eleva lo que es bajo, abaja lo que es alto, quiebra lo que está intacto y repara lo que está quebrado. «Todas sus obras hasta el fin del mundo son tales que aquello que es nada, pequeño, despreciado, miserable y muerto, Él lo hace precioso, honorable, bendito y vivo; por el contrario, todo lo que es algo, honorable, precioso, bienaventurado y vivo, Él lo reduce a la nada, a algo mezquino, despreciable, miserable y muerto»[10]. Para Lutero, la característica divina consiste en mirar hacia abajo, hacia la indigencia y la miseria[11]. Aquí emerge la theologia crucis: el punto central de la interpretación dialéctica del Magnificat es la cruz de Cristo, el corazón del mensaje evangélico. En la realidad de la total desposesión, de la insipiencia y de la impotencia, se revelan paradójicamente la riqueza, la sabiduría y la omnipotencia de Dios.

«Dios nos ha destinado también a la muerte y ha dado a sus amados hijos y cristianos la Cruz de Cristo»[12], que se convierte así en el signo de quien ama, de quien se hace hombre para servirnos, de quien se hace prójimo hasta dar la vida para salvarnos. Por tanto, Dios revela su santidad y su poder en la debilidad del Hijo, en el sufrimiento, en la persecución injusta, en la condena y en la muerte: precisamente el misterio de una cruz que, sin embargo, abre un horizonte de luz y de esperanza.

Lutero se aparta del modo tradicional de representar a la Virgen para orientarse hacia un plano histórico y existencial, y al mismo tiempo ideal: no se pregunta quién es María, sino cómo vive María. De este modo, la vida de la Madre de Dios se convierte para el cristiano en un modelo al que mirar e inspirarse. Y puesto que la característica de María es la aceptación del misterio de Dios y de su voluntad, ella representa para nosotros un arquetipo espiritual de santidad[13]. La grandeza de María reside enteramente en el fiat que pronuncia en la fe, es decir, en su disponibilidad para cumplir la voluntad de Dios, más aún, en ofrecer su propia nada para que la gracia divina la colme.

«Mi alma engrandece al Señor» (Lc 1,46)

Lutero comenta el cántico dividiéndolo en dos partes: la primera se refiere a los dones que María ha recibido de Dios; la segunda concierne a la obra que Dios ha realizado en la historia. El método que emplea Lutero consiste en comentar el texto palabra por palabra, de modo que aflore el valor y la dignidad de la Madre de Dios y, al mismo tiempo, su nada y su fe.

El cántico «brota de una pasión y de una alegría sin límites, y en él el alma y la vida de María se elevan espiritualmente desde lo más íntimo. Por eso ella no dice: “Yo engrandezco al Señor”, sino “mi alma”»[14]. En griego, «el alma» es la vida; por tanto, toda la vida de María se eleva en el amor, en la alabanza de Dios y en la alegría que está en Él. María está inundada por el Espíritu, y la alegría que experimenta es signo de una obra que es únicamente divina.

Lutero se detiene largamente en el verbo magnificat. Ante todo, observa que es el título del cántico, como el encabezamiento de un libro; luego explica su significado y anuncia su contenido. «Magnificar» significa «hacer grande», «exaltar», «tener a alguien en gran estima», es decir, «alabar las grandes obras de Dios para fortalecer nuestra fe, consolar a los humildes e infundir temor a todos los poderosos de la tierra. Este triple fin debemos descubrirlo en el himno y reconocer que María no cantó solo para sí, sino para todos nosotros, para que imitáramos su canto»[15].

«Y mi espíritu se alegra en Dios, mi Salvador» (Lc 1,47)

La Madre de Dios, «al encontrarse colmada de bienes inmensos, no se aferra a ellos ni busca en ellos su propio provecho, sino que conserva su espíritu puro en el amor y en la alabanza de la simple bondad divina. De este modo está pronta y dispuesta a consentir, si Dios quisiera despojarla de los bienes que le ha concedido y dejarle un espíritu pobre, desnudo y necesitado»[16]. María se halla colmada de honores, pero no se enorgullece. Se confía con alegría a la bondad divina en la fe; y no se alegra de los bienes recibidos de Dios, sino que se alegra únicamente de Dios, su Salvador. Para nosotros, en cambio, las riquezas, los honores y el poder son, la mayoría de las veces, una ocasión para obrar el mal, porque los consideramos una posesión de la que podemos disponer a nuestro antojo. Entonces nuestro salvador deja de ser Dios y pasan a serlo los bienes que Él nos ha dado, y casi parece que Él deba estar a nuestra disposición como un siervo[17].

«Porque se fijó en la humildad de su servidora» (Lc 1,48)

Algunos —dice Lutero— traducen «la humildad de su sierva», «como si la Virgen María hubiera puesto de relieve su humildad y se hubiera gloriado de ella»[18]. Por lo demás, quien se gloría de su propia humildad demuestra que ciertamente no es humilde, porque «delante de Dios nadie puede gloriarse de nada bueno sin pecado y perdición»[19]. El término «humildad» no es una buena traducción del griego tapeínōsis, que significa más bien «reducido a la nada», «abatido», «humillado»[20]. Por ello indica la conciencia de la propia miseria y de una condición despreciable.

Aquí la interpretación se aparta de la habitual en el ámbito ascético y monástico para orientarse hacia la Palabra de Dios. Pablo, en sus cartas, utiliza el término tapeinophrosýnē (Flp 2,3) en el sentido de cosas tenidas en poco, miserables, despreciadas[21]. En la Biblia el término se aplica a veces a los cristianos, llamados pauperes, afligidos, humillados[22]. Y Lutero traduce al alemán Nichtigkeit, es decir, «nulidad», «falta de valor». Esta versión adquiere «un relieve singular y se vuelve sintomática de una novedad impresionante»[23]. Lutero explica la «nada» de María a partir de la fe en el Señor que se inclina sobre la pobreza humana.

Por eso María, en su nulidad, no espera el honor de la Anunciación, y le resulta inverosímil el saludo del ángel, hasta el punto de quedar turbada por sus palabras (Lc 1,29)[24]. Las obras, incluso misteriosas, que Dios realiza en nosotros son ocasión para alabar su bondad, que gobierna nuestra vida. Por ello es necesario prestar atención a lo que Dios obra en nosotros, para luego alabar a Dios también por las obras que ha realizado en los demás[25].

«Todas las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc 1,48)

Conviene precisar la traducción: no tanto «me llamarán bienaventurada», sino «me beatificarán» o bien «me harán bienaventurada»[26]. No se trata de formas exteriores de homenaje «con discursos o palabras, o con genuflexiones, inclinaciones, reverencias, con pintar imágenes o construir iglesias»[27], sino de la eficacia de la Palabra de Dios que crea y renueva[28]. En otras palabras, María afirma que «la primera obra de Dios en ella es la mirada divina que se ha posado sobre ella. Esta es también la obra mayor, de la cual dependen todas las demás. […] En efecto, cuando sucede que Dios vuelve su rostro para mirar a alguien, este experimenta pura gracia y bienaventuranza, y todos los dones y todas las obras deben seguir a continuación»[29].

El gran acontecimiento de la historia es precisamente la mirada de Dios sobre María, de la cual nació Jesús, el Salvador. Para Lutero, María no afirma ni su dignidad ni tampoco su nulidad, sino únicamente la consideración que Dios ha tenido hacia ella. Dios habría podido elegir a la hija de Anás o de Caifás, que en aquel tiempo eran ciertamente más conocidas; y, sin embargo, la atención desde lo alto se dirigió precisamente a María, porque en ella no hay sino la gracia y la bondad divinas, sin mérito ni virtud propios. Un ejemplo ilustra lo dicho: «Cuando un príncipe tiende la mano a un pobre mendigo, no es la nulidad del mendigo lo que debe alabarse, sino la gracia y la bondad del príncipe»[30].

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«Su misericordia se extiende de generación en generación sobre los que lo temen» (Lc 1,50)

Después de exaltar los bienes recibidos de Dios, en la segunda parte del cántico María proclama las obras de Dios en la historia de los hombres. Es ella quien nos enseña a reconocer los dones gratuitos y a magnificar al Señor. Muchos hombres inteligentes, e incluso filósofos, han intentado penetrar los signos de Dios y reconocerlos, pero han quedado cegados y no le han dado gracias: «La cosa más grande en el cielo y en la tierra es —si puede ser concedida a alguien— tener un recto conocimiento de Dios»[31].

La primera obra de Dios en nosotros es su misericordia, que es también «la obra más noble». Él es misericordioso «con todos aquellos que voluntariamente renuncian a su propia opinión, a su derecho, a su sabiduría y a todos los bienes espirituales para permanecer, por propia voluntad, pobres en espíritu»[32]. Se trata de un acto de abnegación rarísimo: los bienes espirituales constituyen un obstáculo mucho más radical que los bienes temporales para obtener la misericordia divina.

La segunda obra es la que humilla a los soberbios en los pensamientos de su corazón. Estos se asemejan a los judíos del tiempo de Jesús: «Estos doctos y santos no son en absoluto soberbios en sus vestiduras ni en sus actitudes; rezan mucho, ayunan mucho, predican y estudian mucho, incluso celebran la misa, mantienen la cabeza en actitud humilde y no visten ropas preciosas. […] Sin embargo, estos son los hombres más venenosos y nocivos de la tierra; la soberbia de su corazón es abismal, diabólica y cerrada a todo consejo. […] Juan los llama raza de víboras (Lc 3,7), y Cristo también (Mt 23,33)»[33]. Lutero los compara con los ricos y los poderosos: «Los ricos destruyen la verdad en sí mismos, los poderosos la alejan de los demás, pero los doctos la extinguen totalmente en sí misma y la sustituyen por la opinión de su corazón, de modo que la verdad ya no puede resucitar»[34].

La tercera obra consiste en juzgar a los poderosos: «Mientras exista el mundo, es necesario que haya autoridades, gobierno, poder y tronos. Pero Dios no tolera por mucho tiempo que [los poderosos] se sirvan de ellos de manera malvada y ofensiva para Él, con el fin de causar injusticia y violencia a los justos, que se complazcan en ello y se jacten, en lugar de usarlos con temor de Dios para su alabanza»[35]. Los soberbios, los ricos, los poderosos y cuantos se resisten al Señor son comparados por Lutero con la «manada de bestias» (los behemoth) del libro de Job (40,15–41,26)[36]: representan el orgullo y la arrogancia de quienes prescinden de Dios.

La cuarta obra es exaltar a los humildes, es decir, a aquellos que en el mundo no cuentan y no son absolutamente nada.

La quinta y la sexta obra se refieren a la suerte de los pobres y de los ricos: el Señor colma de bienes a los hambrientos y priva a los ricos de todo.

La obra más grande

Después de cantar las obras de Dios en ella y en todos los hombres, María concluye el Magnificat con «la obra más grande de todas las obras divinas, es decir, la encarnación del Hijo de Dios»[37]. Lo que ha sucedido en ella es para todo el mundo, en particular para Israel, el pueblo elegido. Aquí se pone de manifiesto el fundamento del Evangelio, según el cual toda enseñanza conduce a la fe en Cristo y al seno de Abraham[38]. Aunque la gran masa de los judíos se haya endurecido, sin embargo entre ellos hay siempre algunos que creen en Cristo. Por ello —advierte Lutero— deberíamos mostrarnos más atentos con respecto a los judíos.

La intercesión de María

A pesar de las polémicas que surgieron posteriormente en el luteranismo, según las cuales Cristo es el único mediador, el comentario al Magnificat comienza y termina con una clara referencia a la intercesión de María. Esto se ha visto en la oración inicial, en la que Lutero ruega a María que le «conceda el espíritu necesario para comentar este su canto del modo más útil y profundo»[39]. Y también al final, en la oración conclusiva para una justa comprensión del cántico: «Que Cristo nos la conceda por la intercesión y la voluntad de su amada Madre María. Amén»[40].

Ante afirmaciones de este tipo, que pueden parecer contradictorias con otras del mismo Lutero, es comprensible quedar perplejos. Pero son precisamente documentos de un testimonio que nos interpela y que hoy puede facilitar el diálogo ecuménico.

El «Ave María»

Al año siguiente, Lutero es excomulgado por Roma y proscrito por el Imperio. Sin embargo, en Wittenberg su obra continúa, y en 1522 publica un librito de oraciones en el que se encuentra también un breve escrito, de apenas tres páginas, sobre cómo rezar el Ave María[41].

En primer lugar, aconseja comenzar la oración con una bendición: «Oh Dios, que has creado una humanidad tan noble, sé bendito en María»[42]. Luego remite inmediatamente al Magnificat, como si en la exégesis del cántico hubiera alcanzado la expresión más alta de su propia devoción mariana[43]. Finalmente, exhorta a dirigir el propio corazón y la propia devoción a Cristo y a Dios, que son los artífices de tan grande gracia.

El Ave María es, por tanto, una oración de alabanza a Dios, nuestro Padre, porque María está «llena de gracia», colmada de toda bendición y libre de toda mancha de pecado[44]. El ser Madre de Dios había sido definido por Lutero como la primera y la más grande de todas las obras creadas[45]. La maternidad, que es la vocación de toda mujer, en María es solo don y gracia: no expresa lo que ella ha sido capaz de hacer, sino lo que el Espíritu ha creado en ella.

Por consiguiente, el centro de la oración no es en absoluto María. Si a veces, en la piedad popular, la Virgen es considerada una mediadora de gracias casi omnipotente, para Lutero el Ave María es una oración evangélica, conforme a la Palabra de Dios. La gracia y la bendición divinas resplandecen en la pobreza de una muchacha de Nazaret: «Quien ora no se dirige a María, no busca en ella un refugio, ni mucho menos es ella quien se le presenta como tal, sino que solo en Dios y en su gracia descansan toda certeza y esperanza cristianas»[46].

El modo de rezar el Ave María debe ser «espiritual» y se contrapone al de recitarlo de manera distraída y mecánica, es decir, al modo «corporal»[47]. El primero rinde un verdadero honor a María, mientras que el segundo ofende no solo a la Madre de Dios, sino también a Jesús, el fruto bendito de su vientre; en tal caso, sería mejor no rezar en absoluto[48]. Pero ¿quién ofende hoy a María? Aquellos que «no respetan» sus palabras en el Evangelio y carecen de fe. Lutero alude aquí tanto a los judíos como a los «papistas»: los primeros desprecian a la Madre de Jesús por su virginidad; los otros, es decir, el Papa y sus seguidores, la desprecian porque han dejado de lado el anuncio evangélico sobre María[49].

Las últimas palabras ponen de relieve los rasgos polémicos del Reformador y son un claro indicio del proceso interior que está madurando en él y que presenta una progresión desde el comentario al Magnificat hasta el modo de rezar el Ave María, pasando por la traducción del Evangelio de Lucas que Lutero está concluyendo[50]. De este modo puede también sorprender la continua insistencia en la «nulidad» de María, que parece querer destruir en ella todo mínimo mérito y valor, hasta casi reducirla a un «vacío de humanidad»[51]. Por un lado, Lutero condena toda pretensión humana de salvarse con las propias fuerzas y con el propio empeño espiritual: en el comentario al Magnificat la Madre de Dios es exaltada precisamente como «el arquetipo bíblico de la elección por gracia»[52]. Por otro lado, la centralidad y la lógica del «solo Cristo» parecen querer alejar a María de la oración y de la piedad popular[53], cosa que Lutero no hizo, aunque sí redimensionó la figura de la Madre de Dios, quizá entonces excesivamente exaltada. Esto explica, sin embargo, el paso posterior, llevado a cabo por el luteranismo, que superó el límite que el Reformador había respetado.

  1. H. Schilling, Martin Lutero. Ribelle in un’epoca di cambiamenti radicali, Turín, Claudiana, 2016, 219.

  2. Se trata de una trilogía: A la nobleza cristiana de la nación alemana, en alemán, donde Lutero exhorta a los príncipes a hacerse cargo de la reforma de la Iglesia, dado que el clero, a quien correspondería tal tarea, la descuida; La cautividad babilónica de la Iglesia, en latín, con la nueva doctrina sobre los sacramentos y el rechazo de la transubstanciación en la Eucaristía y de la misa como sacrificio; La libertad del cristiano, en latín y alemán, con una carta dedicatoria a León X. En ella, Lutero explica que el cristiano vive una condición paradójica, ya que es interiormente libre y, al mismo tiempo, se pone al servicio de todos en todo.

  3. Cf. M. Luther, Weimarer Ausgabe [= WA], H. Böhlau, 1883-1929, Briefe 2, 354.

  4. Cf. Id., Das Ave Maria, en WA 10/II 407-409. Lutero no es el único que en esos años dedica un comentario al Magnificat; también Ecolampadio, el reformador de Basilea, publica en 1521 en Augusta, con el editor A. Cratander, un comentario al cántico, titulado De laudando in Maria Deo.

  5. El texto del Magnificat se enceuntra en la edición crítica WA 7, 544-604. Nosotros citaremos desde la siguiente versión italiana: M. Lutero, Commento al Magnificat, al Cuidado de R. M. Bruno, Sotto il Monte (Bg), Centro di Studi Ecumenici Giovanni XXIII, 1967.

  6. Cf. M. Lutero, Commento al Magnificat, cit., 13.

  7. Ibid., 57.

  8. Ibid., 56 ss.

  9. Cf. ibid., 17.

  10. Ibid.

  11. Cf. ibid., 19. El texto viene reforzado por una cita de la Primera Carta de San Pedro: «Dios resiste a los soberbios, pero da gracia a los humildes» (1 Pd 5,5).

    Il testo è rafforzato da una citazione della Prima lettera di Pietro: «Dio resiste ai superbi, ma dà grazia agli umili» (1 Pt 5,5).

  12. Ibid.

  13. Cf. D. M. Manzelli, «Prefazione», en M. Luther, Commento al Magnificat, cit., 8 s.

  14. Ibid., 25.

  15. Ibid., 29.

  16. Ibid., 36 s.

  17. Cf. ibid., 38.

  18. Ibid., 39.

  19. Ibid.

  20. Ibid.

  21. Véase ibid., 41. En su comentario a la Carta a los Romanos 12,16, Lutero había mencionado la diferencia entre humilis y tapeinosis: «En griego, una cosa es tapinosis […] “ignoble”, “de baja condición” (que es propiamente el significado latino, por lo que “humilde” es lo contrario de “lo que está en alto” y es “noble”); en cambio, otra cosa es tapinophrosynē, de “tapinos” y “phronin” [= phronein], que significa “tener pensamientos humildes”; y esto es la humildad, la capacidad de adaptarse a lo que está más abajo, sin despreciarlo porque cuenta menos» (M. Lutero, Lezioni sulla Lettera ai Romani [1515-1516], II, al cuidado de G. PANI, Génova, Marietti, 1992, 226).

  22. Lutero cita el Sal 116,10 («Qué grande es mi desgracia») y 1 Cor 1,27 («Dios eligió lo que el mundo tiene por necio, para confundir a los sabios»).

  23. B. Gherardini, Lutero-Maria. Pro o contro?, Pisa, Giardini, 1985, 51.

  24. Cf. M. Lutero, Commento al Magnificat, cit., 42.

  25. Cf. Ibid., 47.

  26. Ibid., 52.

  27. Ibid.

  28. Aquí Lutero interpretó la frase considerando a Dios como sujeto, mientras que el sujeto gramatical de «llamarán bienaventurada» son «todas las generaciones» (cf. B. Gherardini, Lutero-Maria. Pro o contro?, cit., 52).

  29. M. Lutero, Commento al Magnificat, cit., 49.

  30. Ibid., 41.

  31. Ibid., 62 s.

  32. Ibid., 72.

  33. Ibid., 78.

  34. Ibid., 78 s.

  35. Ibid., 81.

  36. Cf. ibid., 65 s.

  37. Ibid., 90.

  38. Cf. ibid., 96.

  39. Ibid., 13.

  40. Ibid., 98.

  41. Cf. M. Luther, Das Ave Maria, WA 10/2, 407-409. También se incluye el Ave María, tal y como se rezaba entonces, es decir, solo la primera parte, la bíblica, sin la segunda, la deprecatoria («Ruega por nosotros, pecadores…»), que aún no se había incorporado al uso en Alemania.

  42. Ibid., 407, 17-20.

  43. Cf. B. Gherardini, Lutero-Maria. Pro o contro?, cit., 122.

  44. Aquí Lutero traduce el latín gratia plena con Sie ist voller Gnade, mientras que en la versión del Nuevo Testamento, realizada unos meses más tarde, traducirá oldselige, «que eres graciosa», retomándolo del Nuevo Testamento de Erasmo. La Vetus latina había traducido gratificata, que es mucho más precisa tanto que la traducción de Lutero como la de Erasmo.

  45. Cf. M. Lutero, Das Ave Maria, cit., 408, 24-409, 3.

  46. Ibid., 407, 20-23.

  47. Lutero define los dos modos geistlich y leiblich (ibid., 409, 13-16).

  48. Ibid., 409, 20-23: «Entonces deja a un lado el Ave María y todas las demás oraciones. Porque de él está escrito: “Su oración se convertiría en pecado” (Salmo 108)» (cf. Sal 109,7).

  49. Aquí Lutero utiliza el verbo vermaledeinen, «maldecir, insultar»: ibíd., 409, 7 s.

  50. Cf. la nota 44.

  51. B. Gherardini, Lutero-Maria. Pro o contro?, cit., 299.

  52. H. Schilling, Martin Lutero…, cit., 219.

  53. Una vez establecido el principio del Solus Christus, Lutero saca las últimas consecuencias sobre la realeza de María, la Asunción y la Inmaculada Concepción, de las que ya se hablaba en aquella época. Para él es determinante el silencio de las Escrituras sobre estos temas (cf. B. Gherardini, Lutero-Maria. Pro o contro?, cit., 271-313; M. Brecht, Martin Luther. I. Sein Weg zur Reformation, 1483-1521, Stuttgart, Calwer Verlag, 152 s).

Giancarlo Pani
Es un jesuita italiano. Entre 1979 y 2013 fue profesor de Historia del Cristianismo de la Facultad de Letras y Filosofía de la Universidad de La Sapienza, Roma. Obtuvo su láurea en 1971 en letras modernas, y luego se especializó en la Hochschule Sankt Georgen di Ffm con una tesis sobre el comentario a la Epístola a los Romanos de Martín Lutero. Entre 2015 y 2020 fue subdirector de La Civiltà Cattolica y ahora es escritor emérito.

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