Los motivos fundamentales que llevaron a los Padres de la Iglesia a escribir sus obras fueron el celo apostólico y el cuidado pastoral. No podemos afirmar que estudiaran y escribieran sobre la palabra de Dios por motivos puramente intelectuales: claramente, su propósito era conformar la vida cristiana a la voluntad de Dios.
Esto se manifestó de diversas maneras, ya que las circunstancias exigían respuestas diferenciadas. Junto a obras destinadas a fomentar el crecimiento espiritual del rebaño que les había sido confiado, encontramos otras que, basándose siempre en la Escritura, intentaban dar respuesta a problemas surgidos en la vida de la comunidad. Estas trataban de responder a cuestiones doctrinales, a problemas de vida moral, a cómo vivir conforme a la voluntad de Dios en una circunstancia histórica concreta, a cuestiones sobre la muerte y la resurrección.
En este intento de dar respuestas directas y positivas a los interrogantes de la comunidad, también se encuentran obras polémicas, destinadas a defender al rebaño de los errores que podían perjudicarlo.
Los Padres eran conscientes de que la Escritura es la base de todo el cuerpo doctrinal, pero también sabían que no siempre ofrece una respuesta directa a quien la interroga. Por eso, debían buscar en la palabra de Dios aquellos indicios que los ayudaran a discernir cómo responder a nuevos interrogantes en situaciones diversas. De hecho, el Señor había dicho a sus discípulos: «Todavía tengo muchas cosas que decirles, pero ustedes no las pueden comprender ahora. Cuando venga el Espíritu de la Verdad, él los introducirá en toda la verdad» (Jn 16,12-13).
El conocimiento de la verdad es un don del Espíritu: es Dios mismo quien conduce a ese conocimiento, y lo hace de forma gradual. Los autores antiguos reconocían en esas palabras una doble invitación, ya que no se trata de un proceso meramente intelectual de desarrollo teológico, sino más bien de un discernimiento espiritual sobre la voluntad de Dios orientada a la salvación del ser humano.
En estas páginas nos acercaremos a una obra polémica de san Agustín, De baptismo contra donatistas, en la que, además del problema concreto que debe resolver (sobre el sacramento del bautismo), el obispo de Hipona desarrolla una serie de criterios sobre el proceso de descubrimiento de la verdad. No aborda el problema desde una perspectiva puramente intelectual. Veremos que hay un concepto de fondo relacionado con la comprensión de la Iglesia.
La participación de Agustín en la controversia donatista
En la controversia contra los donatistas[1], Agustín tuvo que defender la enseñanza de la Iglesia desde diversos puntos de vista. La pretensión donatista de formar una Iglesia de justos comenzó con un problema de política eclesiástica. En efecto, en el año 311, Donato y setenta de sus seguidores se rebelaron contra la elección de Ceciliano como obispo de Cartago, porque lo consideraban un lapsus («caído»)[2]. Este era el término que se usaba para designar a aquellos cristianos que habían apostatado durante una persecución, al no haber sabido resistir la presión de sus perseguidores. Cuando los donatistas hablaban de lapsi, se referían concretamente a quienes, durante la persecución de Diocleciano, habían entregado los libros sagrados a la autoridad imperial.
Este hecho, que al principio constituía un problema de política eclesial, se convirtió luego en un problema teológico, ya que los donatistas debían justificar sus afirmaciones sobre los lapsi, lo que dio lugar a un debate sobre los sacramentos. Los donatistas sostenían que los sacerdotes o los obispos caídos en la apostasía no solo perdían el estado de gracia, sino que, al haber perdido el Espíritu Santo, no podían administrar válidamente los sacramentos, ya que no eran capaces de transmitir el Espíritu, que ya no estaba en ellos. De aquí surge la disputa sobre el carácter de los sacramentos, es decir, quién confiere el sacramento: ¿el ministro, o toda la Iglesia en nombre de Cristo?
Este debate obligó a los contendientes a desarrollar otros conceptos más generales, para poder enmarcar el problema. Por lo tanto, la discusión se trasladó a la cuestión de la comprensión de la Iglesia, de su constitución y de las características de quienes la componen.
En ese contexto, Agustín escribió una serie de obras, entre las cuales se encuentra el Tratado sobre el bautismo contra los donatistas (De baptismo contra donatistas = Baut.). En él desarrolla el tema sacramental, con el fin de rechazar la práctica introducida por los donatistas de volver a bautizar a quienes habían recibido el bautismo de ministros que ellos consideraban lapsi. Los donatistas se consideraban a sí mismos una Iglesia de justos frente a la otra Iglesia —con la que, sin embargo, compartían la doctrina y las costumbres—, a la que consideraban compuesta por personas indignas.
En estas páginas no hablaremos de la doctrina del bautismo ni de los sacramentos en general tal como la desarrolla Agustín; prestaremos atención, en cambio, a sus argumentaciones, en particular a aquellas que se refieren a la tradición.
Agustín debía abordar este tema porque los donatistas, para sostener su práctica sacramental y su decisión de separarse de la Iglesia católica, se remitían a la autoridad del santo mártir Cipriano, obispo de Cartago[3]. En efecto, este sostenía que el bautismo conferido por herejes y cismáticos era inválido, y que quienes lo habían recibido debían ser bautizados nuevamente si querían ingresar en la Iglesia católica[4].
Al inicio de su obra, Agustín distingue los dos problemas que está por tratar: «Así, con la ayuda de Dios, en esta obra no sólo tomo a pecho rechazar las objeciones que en esta materia nos presentan los donatistas, sino también explicar lo que el Señor me sugiera sobre la autoridad del bienaventurado mártir Cipriano, en la que ellos pretenden apoyar su impiedad para poder resistir los ataques de la verdad» (De baptismo I, 1, 1).
Por tanto, desarrollará dos temas que aparecen relacionados: la doctrina católica negada por los donatistas y la autoridad de Cipriano que, según ellos, confirmaba su decisión de separarse de la Iglesia católica.
Inscríbete a la newsletter
Agustín explica que se trata de un tema poco claro, y que durante el período de las persecuciones fue muy debatido por obispos que ciertamente buscaban la verdad. Él afirma que «la oscuridad de esta controversia [sobre el bautismo] hizo que ilustres varones y aun obispos animados de gran caridad, quedando siempre a salvo la paz, discutieran entre sí y fluctuaran de tal modo que no coincidían los variados estatutos de los concilios en sus diversas regiones, hasta que, disipadas todas las dudas, se confirmó en un concilio plenario de todo el orbe cuál era el pensamiento seguro de salvación» (De baptismo I, 7, 9).
Esto indica que obispos de gran prestigio tenían ideas opuestas, como es el caso de Cipriano de Cartago y del papa Esteban[5]. Agustín también hace referencia al Concilio de Cartago (256), que confirmaba la posición de Cipriano, y al Concilio de Arlés (314), que confirmaba la de Esteban, hasta que el Concilio de Nicea (325) aprobó la praxis de aceptar el bautismo conferido por herejes y cismáticos. «En efecto – dice el obispo de Hipona – en aquellos tiempos, antes que la unanimidad de toda la Iglesia hubiera confirmado con la sentencia del concilio plenario lo que se debía hacer en esta cuestión, le pareció a él, reunido con cerca de ochenta obispos africanos, que era preciso bautizar de nuevo a todo aquel que venía a la Iglesia habiendo recibido el bautismo fuera de la comunión de la Iglesia católica» (De baptismo I, 18, 28).
Distinción entre ortodoxia y ortopraxis
Agustín distingue dos niveles sobre los que pretende discutir con los donatistas: la ortodoxia, es decir, la opinión correcta (doxa) sobre una cuestión de fe, que en este caso concierne a la doctrina del sacramento junto con su praxis; y la ortopraxis[6], que tiene en cuenta el modo en que se vive y se actúa en la Iglesia. Esta distinción condena la práctica de los donatistas, porque ellos «quieren apoyarse carnalmente en su autoridad cuando en realidad es su caridad la que los fulmina espiritualmente» (ibíd.).
Basándose en la autoridad de Cipriano, los donatistas permanecieron firmes en sus posturas, diferentes de las del resto de la Iglesia y, fundándose en esta opinión, formaron una secta propia, rompieron la unidad del Cuerpo y carecieron de caridad.
Ortodoxia y ortopraxis son dos caras de la misma moneda. Agustín insiste en la necesidad de vivir la caridad, citando el pasaje de Pablo: «Aunque yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como una campana que resuena o un platillo que retiñe» (1 Cor 13,1).
La ortopraxis: el primado de la caridad
Un solo criterio guía la ortopraxis: la caridad (cf. De Baptismo III, 16, 21). En el De doctrina christiana (DC), hablando de la interpretación de la Escritura, Agustín había explicado que toda la palabra de Dios tiene como tema la caridad, el amor a Dios y al prójimo (DC I, 25, 39). Al mismo tiempo, además de ser el tema fundamental de toda la Escritura, la caridad se convierte en criterio de juicio de toda interpretación de la palabra de Dios. Si la interpretación no lleva al crecimiento del amor a Dios y al prójimo, es una interpretación equívoca y debe corregirse, porque traiciona la intención del autor (cf. DC I, 36, 40).
En la obra Tratado sobre el bautismo contra los donatistas, Agustín hace el mayor elogio de Cipriano: «No quiso el Señor hacer ver a varón tan grande que no obraba bien, para que quedara de manifiesto su piadosa caridad y humildad en la conservación de la paz saludable de la Iglesia y fuera ello una advertencia, por decirlo así, medicinal, no sólo para los cristianos de entonces, sino también para los posteriores. Cierto que un obispo de valor tan extraordinario, de Iglesia tan noble, de tal genio, de tal elocuencia, de virtud tan grande, tenía distinta opinión de la que había de confirmar con más diligente investigación la verdad; y cierto también que muchos de sus colegas, aunque todavía no estaba nítidamente claro, mantenían firmemente creencias que había tenido la costumbre de la Iglesia y abrazó después todo el orbe católico. Sin embargo, no se separó de la comunión de los que tenían diferente opinión, y aun más, no dejó de tratar de convencer a los otros que se soportaran mutuamente en el amor, procurando mantener la unidad del espíritu en el vínculo de la paz» (De baptismo I, 18, 28).
De hecho, en la praxis Cipriano no siguió su propia opinión, sino que, para mantener el vínculo de la paz, prefirió aceptar la diversidad de opiniones: « Y así, permaneciendo la unión del cuerpo, si tenía lugar alguna debilidad en determinados miembros, cobraría con la curación de éstos mayor vigor que si hubieran muerto por la separación, no sirviéndole de nada una cura diligente. […] Pero no era él un hijo de la perdición […]; era un hijo de la paz de la Iglesia, que a pesar de la lucidez de su mente, no pudo ver algunas verdades, a fin de que a través de él se pudiera ver algo más elevado. Así dice el Apóstol: Y me queda por señalaros un camino excepcional. […] No llegó Cipriano del todo a penetrar el secreto profundo del sacramento; pero si, conociendo todos los sacramentos, no tuviera caridad, no sería nada. Y aun con menor penetración, conservó ésta con humildad, fidelidad y fortaleza, y mereció llegar a la corona del martirio […]. Por consiguiente, si aquel santo varón tenía sobre el bautismo alguna opinión diferente de la auténtica, que consolidó después con una reflexión más minuciosa y diligente, no por ello dejó de permanecer en la unidad católica, compensando esa deficiencia con la abundancia de su caridad y purificándola con el hierro de su martirio» (De baptismo I, 18, 28).
Aquí notamos que san Agustín distingue dos aspectos: por una parte, una opinión discutida sobre la cual puede haber desacuerdo; por otra, la caridad, que es la guía de las acciones y del comportamiento eclesial. La diferencia de opiniones no puede destruir la caridad ni ser causa de división en la Iglesia. En esto, Cipriano constituye un ejemplo, al contrario de lo que pretendían los donatistas.
Estos dicen la verdad cuando «afirman: “Cipriano, cuyos excelentes méritos y doctrina conocemos, con la aprobación de muchos coepíscopos suyos, determinó en un concilio que no tenían el bautismo los herejes y cismáticos, esto es, todos los que están fuera de la comunión de la única Iglesia; y, por esto, todo el que hubiera sido bautizado por ellos, al venir a la Iglesia deberá ser bautizado”» (De Baptismo II, 1, 2). Pero ellos carecen de caridad cuando se basan en su pensamiento para hacer lo que él no hizo, es decir, separarse de quienes no pensaban como él.
Prosiguiendo, Agustín cita el ejemplo de Pedro, quien aceptó ser corregido por Pablo (cf. Gal 2,11-14): «Si Pedro, contra la norma de la verdad que luego mantuvo la Iglesia, pudo forzar a los gentiles a las prácticas judías; ¿por qué no pudo Cipriano, contra la norma de la verdad que luego mantuvo la Iglesia, obligar a los herejes o cismáticos a bautizar de nuevo? No pienso causar afrenta alguna al obispo Cipriano al compararlo, por lo que atañe a la corona del martirio, con el apóstol Pedro […]. ¿Quién ignora, en efecto, que su primacía del apostolado debe anteponerse a cualquier otro episcopado? Claro que aunque tan distante la categoría de las cátedras, una sola es la gloria de los mártires
Si, por tanto, Pedro, contra la norma de la verdad, que la Iglesia luego siguió, pudo obligar a los gentiles a judaizar, ¿por qué no pudo Cipriano obligar a los herejes o cismáticos a ser bautizados de nuevo, contra la norma de la verdad que luego toda la Iglesia sostuvo? No me parece en absoluto ofensivo comparar al obispo Cipriano con el apóstol Pedro en lo que respecta a la corona del martirio. […] ¿Quién no sabe, en efecto, que aquel primado apostólico debe preferirse a cualquier episcopado? Pero si hay una gran diferencia en la gracia de sus respectivas sedes, única es la gloria del martirio. […] El mismo Cipriano manifestó bien claramente querer estar en la unidad de la paz, aun con aquellos que sobre esto tenían diversa opinión» (De Baptismo II, 1, 2).
La conclusión, a este respecto, es clara y definitiva: «Acostumbráis a objetarnos la carta de Cipriano, la opinión de Cipriano, el concilio de Cipriano: ¿por qué os agarráis a la autoridad de Cipriano en pro de vuestro cisma y rechazáis su ejemplo en pro de la paz de la Iglesia?» (De Baptismo II, 3, 4).
APOYA A LACIVILTACATTOLICA.ES
La ortodoxia: la fe al servicio de la caridad
El segundo nivel que Agustín indica y estudia es el de la ortodoxia. Comienza constatando que, en el caso particular del problema del bautismo —que es lo que le interesa—, ningún pasaje de la Escritura confirma una u otra posición. Posteriormente —en el resto del Libro I— desarrollará la argumentación bíblica para atacar la actitud obstinada de separación por parte de los donatistas, quienes rompen la unidad de la Iglesia.
El obispo de Hipona propone los criterios teológicos que deben guiar la solución de las dudas en estos casos oscuros: la autoridad, primaria e indiscutible, de la Escritura, y la autoridad de los maestros de la Iglesia en la búsqueda de la verdad.
La Sagrada Escritura tiene una autoridad suprema e indiscutible. «Pero ¿quién ignora que la santa Escritura canónica, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, está contenida en sus propios límites, y que debe ser antepuesta a todas las cartas posteriores de los obispos, de modo que a nadie le es permitido dudar o discutir sobre la verdad o rectitud de lo que consta está escrito en ella?» (ibíd.). En cuanto al caso que está tratando, Agustín no considera que la Escritura le proporcione una respuesta. Sin embargo, partiendo de la Escritura, describirá cómo debe ser la respuesta en términos de ortopraxis. La caridad es el mandamiento principal, y ninguna cuestión disputada sobre la doctrina puede justificar la ruptura de la unidad, de la paz y de la concordia. Agustín cita, entre otros, los siguientes textos: Ef 4,2-3; Lc 10,6; 1 Cor 12,31–13,1; Jn 13,34; Gal 5,22-23; Jn 15,2.
La búsqueda de la verdad consiste en un camino más sinuoso, porque el don del conocimiento no siempre se concede de una sola vez, sino que requiere un largo recorrido. Por tanto, los intentos de búsqueda humilde de la verdad deben tener en cuenta este proceso, buscar la verdad y pedir la gracia del discernimiento. En este camino, los maestros de la Iglesia deben buscar una respuesta, sabiendo que «las cartas de los obispos, de ahora o de hace tiempo, pero cerrado ya el canon de la Escritura, pueden ser corregidas por la palabra quizá más sabia de alguien más perito en la materia, por una autoridad de más peso o la prudencia más avisada de otros obispos, o por un concilio, si en ellas se encuentra alguna desviación de la verdad» (ibíd.).
En efecto, Agustín reconoce que hay un crecimiento en el conocimiento de la verdad y que es posible que quien posea mayor sabiduría o esté mejor versado pueda corregir una opinión expresada anteriormente por algún obispo. Pero no cualquiera puede hacerlo con la misma autoridad. Quien puede corregir es aquel que tiene mayor autoridad o una prudencia más lúcida. Y lo que Agustín dice de los obispos vale también para «los mismos concilios, celebrados en una región o provincia, que deben ceder sin vacilaciones a la autoridad de los concilios plenarios reunidos de todo el orbe cristiano. Y estos concilios plenarios a veces son corregidos por otros concilios posteriores, cuando mediante algún descubrimiento se pone de manifiesto lo que estaba oculto o se llega al conocimiento de lo que estaba oscuro» (De baptismo II, 3, 4). Los concilios regionales pueden ser corregidos por los concilios generales o ecuménicos, y estos últimos, a su vez, por concilios posteriores, cuando se progresa en el conocimiento de la verdad y lo que estaba oculto se vuelve más claro.
La última palabra, sin embargo, es una reafirmación del principio de la ortopraxis, que es la clave de la vida de la Iglesia: «¿Quién ignora que todo esto tiene lugar sin hinchazón alguna de sacrílega soberbia, sin arrogancia de cerviz altanera, sin emulación de lívida envidia, con santa humildad, con paz católica, con caridad cristiana?» (ibíd.).
Para Agustín está claro que subordinar la caridad a las ideas no es la manera de poner en práctica la enseñanza de la Escritura. Porque el apego excesivo a las propias ideas provoca divisiones. Y el obispo de Hipona distingue de nuevo dos niveles: «Como hombres que somos, estamos expuestos a la tentación de pensar sin ajustarnos a la realidad. Lo que supone presunción diabólica sería amar con exceso la propia opinión o envidiar a los mejores, llegando al sacrilegio de desgarrar la comunión y originar un cisma o una herejía» (De baptismo II, 5, 6).
Luego Agustín retoma el ejemplo dado por Cipriano. Este obispo no enseñó a subordinar la ortopraxis a la ortodoxia, sino todo lo contrario: «En ésta [la paz] siguió Cipriano, y llegó a través del martirio a la luz angélica por su tolerancia tan perseverante, no por haber derramado su sangre, sino por haberla derramado en la unidad, porque si entregara su cuerpo a las llamas y no tuviera caridad, de nada le aprovecharía» (De baptismo II, 5, 6).
La autoridad que los donatistas esgrimían para sostener sus ideas se vuelve contra ellos y los condena: «¿Por qué vosotros habéis roto con vuestra separación sacrílega el vínculo de la paz? Cipriano, y los restantes con quienes proclamáis vosotros que celebró tal concilio, permaneció en la unidad con los que tenían diversa opinión; ¿por qué vosotros habéis roto el vínculo de la paz? […] ¿Por qué levantasteis un altar enfrentado a todo el orbe?; ¿por qué no estáis en comunión con las Iglesias que sabéis fueron destinatarias de las cartas apostólicas que vosotros leéis y según las cuales decís que vivís? Responded: ¿Por qué os separasteis? A buen seguro, diréis, que para no perecer en la comunión de los malos» (De baptismo II, 6, 7).
Conclusión
Agustín desarrollará en otras obras el problema del cuerpo de la Iglesia y del hecho de que en ella conviven buenos y malos[7].
En la obra que hemos considerado, después de haber refutado el argumento de autoridad en el que se basaban los donatistas, el obispo de Hipona examina el sacramento del bautismo, afirmando su validez, ya que pertenece a Cristo y a la Madre Iglesia, y no al sacerdote individual, y no está condicionado por el hecho de que el sacerdote sea o no una persona digna. El don del Espíritu Santo, afirma Agustín, es un don de Cristo, y no del ministro que administra el sacramento (cf. De baptismo III, 11, 16).
La conclusión del obispo de Hipona es clara y convincente. De hecho, él dice que «puede acontecer que algunos de los bautizados fuera de la Iglesia sean considerados, mediante la presciencia de Dios, más justamente como bautizados dentro, ya que allí comenzó el agua a serles provechosa para la salvación; pues no puede decirse que hayan sido salvos de otra manera sino por el agua. Y, a su vez, otros, que parecía estaban bautizados dentro, mediante la misma presciencia de Dios sean considerados más justamente como bautizados fuera; ya que al usar mal del bautismo, mueren por el agua; lo cual no sucedió a nadie, sino a los que estaban fuera del arca» (De baptismo V, 28, 39).
Así como la caridad (ortopraxis) es más importante que la ortodoxia, también el corazón prevalece sobre el cuerpo. Por eso, «es ciertamente evidente que las expresiones “dentro de la Iglesia” y “fuera de la Iglesia” deben entenderse del corazón, no del cuerpo; ya que cuantos están dentro con el corazón se salvan en la unidad del arca por medio de la misma agua, mediante la cual cuantos están fuera con el corazón – lo estén o no con el cuerpo –, perecen por ser adversarios de la unidad» (ibíd.).
Agustín retoma este argumento en el libro siguiente y afirma que la unidad y la división están en el corazón del ser humano, al que Dios ve y conoce (cf. Mt 6,6): «según la presciencia de Dios, así como hay muchas ovejas errantes fuera, también hay muchos lobos que ponen asechanzas dentro; entre los cuales, no obstante, conoce el Señor quiénes son suyos, y éstos no escuchan más que la voz del pastor» (De baptismo VI, 1, 1).
Está claro que Agustín advierte sobre el uso de los términos «dentro» y «fuera». El hombre no puede poner límites a la Iglesia: solo la presciencia de Dios sabe quiénes son los suyos. El ser humano solo puede conocer lo exterior y corporal y, si juzga y actúa según lo corporal, corre el riesgo de convertirse en un «lobo» que arrebata y dispersa a las ovejas (cf. Jn 10,12).
Si reunimos ahora los elementos que Agustín nos ha mostrado respecto al desarrollo de la doctrina de la Iglesia, podemos destacar los siguientes puntos:
1. La reflexión teológica no es un valor absoluto: siempre está subordinada a la praxis de la caridad, de la paz y de la unidad de la Iglesia.
2. En la enseñanza de la doctrina, Agustín vuelve a distinguir entre lo que está claramente testimoniado en la Escritura y que no admite discusión, y lo que no está expuesto en la Escritura y está sometido a un proceso de búsqueda y de discernimiento por parte de la Iglesia y de las Iglesias.
3. Al mismo tiempo, en este proceso de discernimiento debe tenerse en cuenta la jerarquía de las autoridades: los obispos son maestros en sus Iglesias, pero las Iglesias apostólicas gozan de una autoridad mayor. De igual modo, los concilios provinciales tienen una autoridad menor que los concilios de la Iglesia universal.
4. También debe subrayarse el aspecto dinámico de este discernimiento. La opinión de un obispo o de un concilio puede ser corregida por otro obispo o concilio posterior. En todo ello hay un aspecto que vale la pena destacar: el reconocimiento del hecho de que el Espíritu que habló a los antiguos sigue hablando a la Iglesia.
5. Finalmente, puede observarse que el Hiponense concluye con el mismo argumento con el que había comenzado: la caridad es la única expresión de la Iglesia, es el mandamiento nuevo que Jesús nos dejó, y nada puede colocarse por encima de ella.
Esta es la respuesta que Agustín da a los donatistas respecto a la autoridad de sus argumentos. El riesgo debía de ser muy grande para su pequeño rebaño de Hipona ante la propuesta de una Iglesia de perfectos y justos, en la que no habría espacio para los imperfectos; sin embargo, es la estructura de la argumentación de san Agustín la que puede ayudarnos a mejorar nuestra visión de la historia de la teología y de la doctrina cristiana.
Copyright © La Civiltà Cattolica 2025
Reproducción reservada