Biblia

Si ustedes, que son malos…

El regreso del hijo pródigo, Rembrandt (entre 1626 y 1669)

Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar y, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar así como Juan enseñó a sus discípulos». Jesús les respondió: «Cuando ustedes oren, digan: “Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, danos cada día el pan que necesitamos, perdona nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todos los que nos ofenden, y no nos pongas a prueba”».

Después Jesús agregó: «Supongamos que alguno de ustedes tiene un amigo y va a verlo a medianoche para decirle: “¡Amigo!, préstame tres panes, porque uno de mis amigos llegó de viaje, está en mi casa y no tengo nada que ofrecerle”. Si el otro, desde adentro, le contesta: “¡No me molestes!, la puerta ya está cerrada y mis niños y yo estamos acostados; no puedo levantarme para dártelos”, yo les aseguro que, si no se levanta para dárselos por ser su amigo, se levantará por su insistencia, dándole todo lo que necesita». «Yo les digo: pidan y Dios les dará; busquen y encontrarán; llamen y Dios les abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, Dios le abrirá. ¿Hay entre ustedes algún padre que le da una serpiente a su hijo si le pide un pescado? ¿O le da un escorpión si el hijo le pide un huevo? Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!»

«Si ustedes, que son malos…» (Lc 11,13): es el único pasaje del Evangelio en el que, sin rodeos, Jesús dice lo que somos. ¡Somos malos! Y, sin embargo, a pesar de ello, sabemos dar cosas buenas a nuestros hijos, porque en nosotros permanece la imagen de Dios, la huella de su paternidad. Cuánto más, entonces, vuestro Padre dará el Espíritu a quienes se lo pidan. Jesús, de manera sorprendente e inesperada, nos enseña cuál debería ser el fundamento de toda nuestra oración: el Espíritu Santo en nosotros (cf. Rm 8,26). En la vida de oración, el Espíritu produce sus frutos (cf. Gal 5,19-23).

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Jesús estaba en oración. Los discípulos lo notan y tal vez lo admiran al ver cómo oraba y… cuánto oraba. Jesús oraba con frecuencia. Oraba de día, antes de las comidas, en los momentos fundamentales de su misión; oraba en el Templo y, a veces, pasaba noches enteras en oración (Lc 6,12). La unión con el Padre era el centro del anuncio evangélico, el alimento de su vida. Por eso los discípulos le piden que les enseñe a orar, como lo había hecho Juan el Bautista con los suyos. Entonces Jesús enseña el Padre Nuestro, la única oración que les propone. Única y maravillosa: en ella está todo el Evangelio. Dios es nuestro Padre, debemos hacer su voluntad, orar por el Reino. Luego, la petición del pan cotidiano, del perdón y de no ser abandonados a la tentación.

Finalmente, el Señor cuenta una parábola que podría definirse como la de la oración indiscreta y descarada. Es medianoche. Alguien llama a la puerta de un amigo: «Necesito urgentemente tres panes, porque ha llegado de improviso un amigo y no tengo nada que ofrecerle». El amigo le dice que no lo moleste, porque ya ha extendido las esteras y los niños están dormidos (las casas eran muy pequeñas). Para darle el pan, tendría que despertarlos a todos. Imposible. Sin embargo –dice Jesús– si no se los da por ser su amigo, lo hará por su insistencia y desfachatez.

La parábola responde también a una pregunta que a menudo nos hacemos. ¿Por qué, si Dios es un amigo, aunque conoce nuestras necesidades, no nos concede lo que pedimos? ¿Por qué a veces parece incluso un enemigo? Su silencio, su ausencia precisamente en aquellas peticiones que para nosotros son urgentes, en esos momentos importantes, nos desconciertan; parecen golpearnos en lugar de ayudarnos…

Quizás debemos aprender a rezar mejor el Padre Nuestro, a comprender que el Señor ya sabe lo que necesitamos antes de que se lo pidamos, y que gastar palabras –como hacen los paganos– no sirve de nada (cf. Mt 6,7 ss). San Agustín nos anima: la oración es la fuerza del hombre y la debilidad de Dios. Se ve claramente en la primera lectura, en el diálogo entre Abraham y Dios, su amigo, que le confía el mal de Sodoma y el propósito de destruirla. Pero si en la ciudad hay diez justos, ¿destruirás al impío con los justos? Dios promete solemnemente: «No la destruiré» (Gn 18,32).

León XIV: «La paz es un deseo de todos los pueblos y es un grito doloroso de aquellos desgarrados por la guerra».

Giancarlo Pani
Es un jesuita italiano. Entre 1979 y 2013 fue profesor de Historia del Cristianismo de la Facultad de Letras y Filosofía de la Universidad de La Sapienza, Roma. Obtuvo su láurea en 1971 en letras modernas, y luego se especializó en la Hochschule Sankt Georgen di Ffm con una tesis sobre el comentario a la Epístola a los Romanos de Martín Lutero. Entre 2015 y 2020 fue subdirector de La Civiltà Cattolica y ahora es escritor emérito.

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