Nadie ha subido jamás al cielo sino aquel que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Y así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así también el Hijo del hombre tiene que ser levantado, para que todo el que crea en él tenga vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que todo el que crea en él no se pierda, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para que el mundo se salve por él (Juan 3,13-17).
La exaltación de la Cruz, el 14 de septiembre, recuerda —según la tradición— el hallazgo de las reliquias de la Cruz en el Calvario por parte de santa Elena, la madre de Constantino. Los orientales celebran hoy la Cruz como una solemnidad comparable a la Pascua: es nuestra salvación.
La exaltación de la Cruz se convierte así en ocasión para contemplar el misterio de la Cruz: una meditación particular, porque la Cruz de Jesús es la respuesta al misterio del sufrimiento y, sobre todo, del mal en el mundo. Es el anuncio dado a Nicodemo: «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito». Es la misión de Jesús: no ha venido para juzgar, ni para condenar, sino para salvar al mundo. Precisamente este mundo: el mundo en el que yo vivo, trabajo, sufro, espero, lucho, combato… cada día. Porque la vida no es fácil para nadie, sino que siempre está marcada por el mal, la injusticia, la falsedad, los abusos, la violencia, las enfermedades, la muerte. Y, por desgracia, ahora también por guerras que parecen no tener fin.
Pero no es fácil resignarse ante las injusticias, ante el mal, y cuando suceden, siempre constituyen una grave mortificación de la dignidad del hombre. Sin embargo, la esperanza de justicia permanece siempre: a veces se pospone para otro momento («¡Las cosas tendrán que cambiar!», aunque no queda claro cómo ni por qué), o se confía en la esperanza de una intervención divina («¡Debe haber un Dios!»). Otras veces sentimos dramáticamente el escándalo del mal y nos preguntamos: «¿Dónde está Dios? ¿Por qué Dios permite el mal? ¿Por qué Dios no arranca el mal del mundo?».
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El Evangelio de Juan responde a esta necesidad del hombre de un modo aparentemente desconcertante: si el hombre espera un Dios justiciero, su espera está destinada a quedar insatisfecha. La justicia de Dios es distinta de la que solemos entender. Dios vendrá a «hacer justicia», es decir, vendrá a hacernos justos, a salvarnos a todos. En Él, el hombre está llamado a participar en la santidad del Padre, y es gracias a esta vida nueva en la que estamos injertados que el mal, el abuso y la injusticia serán definitivamente vencidos. El Señor no vendrá a hacer justicia contra los hombres que han sido causa del mal, sino que vendrá a arrancar de raíz el mal mismo.
La clave de todo esto es la Cruz: quien espera una victoria fulgurante de Dios quedará desilusionado. Jesús venció el mal humildemente. El Padre permitió que el mal se ensañara contra Jesús, con su crucifixión —el castigo más grave para los esclavos asesinos—, para vencerlo de manera radical. Como dice el prefacio de la fiesta: «En el árbol de la Cruz tú, oh Dios, estableciste la salvación del hombre, para que donde surgía la muerte de allí brotara la vida, y quien del árbol había obtenido victoria, del árbol fuese derrotado por Cristo nuestro Señor».
Para nosotros es difícil aceptar este misterio: y, sin embargo, Jesús, muriendo, venció verdaderamente a la muerte; tomando sobre sí el mal del mundo y aceptándolo hasta la muerte, venció el mal; sufriendo el suplicio de la cruz, dio la vida por nuestra salvación.
Ante este misterio, he aquí el anuncio del Evangelio: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito». Jesús —nos recuerda la primera lectura— es como la serpiente que Moisés levantó en el desierto: es imagen del mal y de la muerte, pero también remedio contra el mal y la muerte porque es signo de un gesto de amor. Y es precisamente el amor el que salva al mundo.
León XIV: «Dios quiere la paz. ¡Las victorias de las armas son derrotas!».