«Había un hombre rico que se vestía con ropa fina y lino, y cada día celebraba grandes banquetes. Junto a la puerta del hombre rico se hallaba tirado un pobre, cubierto de llagas, llamado Lázaro, a quien los perros iban a lamer sus llagas, y que deseaba saciar su hambre con las migajas que caían de la mesa del rico. Un día, el pobre murió y los ángeles lo llevaron y lo pusieron junto a Abrahán. El rico también murió y fue sepultado. Cuando estaba en el abismo, en medio de los tormentos, levantó la mirada y desde lejos, vio a Abrahán y a Lázaro, que estaba a su lado. Entonces gritó con fuerza: “¡Padre Abrahán!, te ruego que te compadezcas de mí y envíes a Lázaro para que moje con agua la punta de su dedo y me refresque la boca, porque este fuego me atormenta”. Abrahán le respondió: “Hijo, recuerda que recibiste bienes en tu vida y Lázaro, en cambio, recibió males. Ahora él recibe el consuelo, mientras que tú eres torturado. Además, entre nosotros y ustedes hay un gran abismo, de modo que los que quieren pasar de aquí a donde están ustedes no pueden hacerlo, como tampoco se puede cruzar desde allí a donde estamos nosotros”. Entonces el rico le dijo: “Te ruego, padre Abrahán, que lo mandes a casa de mi familia, donde tengo cinco hermanos, para que les advierta y no vengan también ellos a este lugar de tormentos”. Abrahán le dijo: “Tienen a Moisés y a los Profetas, ¡que los escuchen!” El rico replicó: “No lo harán, padre Abrahán, pero si alguno de los muertos va a visitarlos se convertirán” Y Abrahán le respondió: “Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos tampoco se convertirán”».
En la primera lectura, una profecía de Amós dirigida a los «indolentes de Sión y a los que se sienten seguros» (Am 6,1), es un presagio de un trágico final. En un par de generaciones, Asiria arrasará el Reino del Norte, justo en el momento de su máxima expansión y esplendor económico. Amós subraya la razón de fe que sostiene su juicio: la seguridad que da la riqueza no solo es pasajera, sino que se opone al designio divino. El acomodado no se preocupa ni de los pobres ni de Dios.
En la parábola de Lucas, Jesús habla a los fariseos y utiliza las imágenes de los rabinos para representar la relación entre la vida terrena y el más allá. Aquí los temas de la primera lectura se aplican a la existencia personal: la irresponsabilidad causada por el exceso de bienestar; el primado de la realidad histórica, donde Dios ya ha dado todo lo necesario para orientar al hombre hacia la felicidad eterna, sin necesidad de milagros. El sentido de la existencia viene de su calidad trascendente (la bienaventuranza de la pobreza, el inevitable martirio del justo), y no de una vida terrena miserable o lujosa.
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Lázaro es imagen del pobre y, de algún modo, prefigura a Jesús crucificado: que es precisamente la condición para salvarse, pues la fidelidad auténtica hace conformes al Siervo sufriente. Lázaro es un pobre que concentra en sí todas las pobrezas posibles; yace en el suelo, tal vez paralítico; resulta repugnante, además de lleno de dolores, por las llagas de su cuerpo; no es capaz de apartar a los perros que, lamiéndole las heridas, aumentan su tormento. Deseaba saciarse de lo que caía de la mesa del rico, es decir, de las migajas con las que durante la comida uno se limpiaba las manos y luego las arrojaba al suelo. De suyo solo tiene un nombre: «Lázaro», que en hebreo significa «Dios ayuda». Esa es su fe; eso es todo lo que posee. El rico, en cambio, es infiel al sentido de su propio «ser rico»: el deber de percatarse del pobre que está a la puerta de su casa.
Lo definitivo se construye en lo momentáneo: de ahí también la separación irrevocable entre el rico y el pobre. La eternidad del castigo es obra de quien no tuvo ojos para ver al pobre.
«Si alguno de los muertos va a visitarlos se convertirán» (Lc 16,30), dice el rico en medio de los tormentos. Uno que resucite será sin duda su salvación. Pero el padre Abrahán niega ese principio, pues ya tienen a Moisés y a los profetas: la Palabra de Dios. Nosotros somos más afortunados: tenemos a un Resucitado. Pero ¿cuál es nuestra fe? Cuando Jesús resucitado apareció en el cenáculo, sus discípulos lo tomaron por un fantasma (Lc 24,37). Hay entonces algo que cuenta más que una aparición: fiarse de Dios y creer en su Palabra.
También la segunda lectura (1Tm 6,11ss) contiene una breve exhortación a la fidelidad y al difícil testimonio que esta comporta, siguiendo el ejemplo de lo que dijo Jesús. La fidelidad cristiana tiene una meta, no solo un término final, en la Parusía: es el encuentro con el Señor glorioso.
León XIV: «No hay futuro basado en la violencia, en el exilio forzado, en la venganza. Los pueblos necesitan paz: quien de verdad los ama, trabaja por la paz».