Biblia

Un ícono eclesial: Juan 21

La pesca milagrosa, Rafael Sanzio (1515-1516)

El Evangelio de Juan concluye con una escena extraordinaria y memorable: la aparición de Cristo resucitado a los discípulos a orillas del lago de Tiberíades. Esta escena tan visual está inmersa en una luz pascual. La perícopa de Juan 21,1-14 es, para el Evangelio de Juan, lo que el relato de los discípulos de Emaús es para el Evangelio de Lucas, es decir, una composición en la que el autor despliega todo su talento literario y desarrolla toda su teología de la Iglesia.

Es una escena llena de familiaridad y cotidianidad, que habla a todos. Su significado general es claro, y sin embargo son muchos los detalles que suscitan curiosidad. Incluso los niños son muy hábiles para detectar las diversas incongruencias que jalonan el pasaje. Lejos de ser elementos anecdóticos más o menos extravagantes, nos parece que tales «detalles» no lo son en absoluto y que permiten al autor revelar aspectos importantes de su proyecto teológico.

Aunque numerosos indicios apoyan la hipótesis de que se trata efectivamente de un epílogo añadido posteriormente al Evangelio[1], resulta igualmente evidente que se han construido muchos vínculos con el resto del Evangelio[2], en particular con el capítulo 6, que describe la multiplicación de los panes y los peces a orillas del mar de Galilea, es decir, de Tiberíades (cf. Jn 6,1.16.17.18.19.25).

En este artículo, tras presentar de manera sucinta el sentido evidente del pasaje, proponemos detenernos en cada uno de estos enigmas para ofrecer una posible interpretación.

Una escena con un mensaje sencillo

Lo que en efecto llama la atención del lector común es la absoluta claridad del mensaje principal. El grupo de los discípulos está reunido bajo la autoridad de Pedro. Comprometidos en su misión de pescadores, se enfrentan con el fracaso, porque, sin su Maestro, no pueden hacer nada. Jesús resucitado, que siempre permanece misteriosamente irreconocible y, sin embargo, bien presente, se da a conocer y, siguiendo sus indicaciones, la pesca se vuelve milagrosa. Esta escena de abundancia situada en Galilea nos recuerda los otros dos «signos» – término que Juan prefiere al de «milagro», usado en los sinópticos – ocurridos en Galilea: el signo de Caná y el de la multiplicación de los panes y los peces, que también fueron milagros de sobreabundancia.

El autor precisa – precisión curiosa, pues, ¿por qué indicarnos en este episodio el pueblo galileo de uno solo de los siete discípulos? – que Natanael, mencionado anteriormente una sola vez, en Jn 1,45, era originario de Caná. Como si nos dijera: «Lector, acuérdate de lo que pasó en Caná e imagina el desenlace de este relato». Por otra parte, cuando vemos la abundancia de peces y a Jesús que da a los discípulos el pan y los peces (cf. 21,13), ¿cómo no pensar en el capítulo 6?: «Entonces Jesús tomó los panes, dio gracias y los repartió entre ellos; lo mismo hizo con los peces, dándoles todo lo que qui­sieron» (Jn 6,11). Así como el Jesús terreno se ocupaba de sus discípulos – y de las multitudes –, así también lo hace el Jesús resucitado. Existe una continuidad profunda: es verdaderamente el mismo hombre. Y esa distribución pasa ahora a través de la Iglesia reunida bajo la autoridad del pastor supremo, que es Pedro, el único que arrastra la red hasta la orilla.

Los comentaristas católicos no son los únicos que leen en Jn 21 una afirmación del papel central de Pedro. Como escribe el biblista protestante Jean Zumstein, «nadie duda, en efecto, de que la imagen de Pedro arrastrando (εἵλκυσεν) a la orilla la red llena de peces (v. 11) tenga un sentido simbólico» y de que «su preeminencia pastoral […] encuentre aquí su expresión simbólica»[3]. Es igualmente evidente que la dialéctica entre Pedro y el «discípulo amado» concluye en una fuerte comunión. Por primera vez, el discípulo amado transmite sus conocimientos a otro de los discípulos[4], y precisamente al primero de ellos, Pedro. Mientras que en la carrera al sepulcro el discípulo amado se había apresurado y había llegado primero, aquí se limita a comunicar su discernimiento y deja que sea Pedro quien llegue primero a Jesús. Las comunidades joánicas no desean guardar celosamente para sí su luz o su conocimiento del Resucitado. Más en general, esto nos hace comprender que la Iglesia es un lugar en el que los discípulos se revelan mutuamente la presencia del Señor viviente. Es una magnífica definición de la Iglesia, sin celos ni egoísmos, sin apropiaciones ni exclusivismos. Ya no existe la competencia de la carrera: «En el ciclo pascual es el discípulo amado (y no Pedro) quien había ganado la carrera hacia la tumba, signo de su mayor celo»[5].

Hay otro indicio semántico luminoso. Cuando los discípulos llegan a la orilla, ven un fuego, más precisamente un brasero, designado con el término bastante raro ἀνθρακιάν, que anteriormente había sido usado una sola vez, en Jn 18,18, cuando Pedro negó a Jesús. Antes incluso de escuchar la triple misión reasignada a Pedro (cf. Jn 21,15.16.17), el lector intuye que él es rehabilitado en su misión, a pesar de su negación (ya anunciada por Jesús), y que su fe había experimentado solamente un «eclipse» (según la bella expresión de Lucas, en Lc 22,32). El sentido primario del texto es claro y comprensible para padres e hijos, adultos y niños. Pero ¿por qué hay tantos detalles sorprendentes?

Pasemos ahora a los enigmas o detalles extraños que jalonan el pasaje. Son numerosos, y los niños son muy hábiles para descubrirlos.

¿Por qué los discípulos se dedican a su antiguo oficio?

Es la primera pregunta que hacen los niños: ¿por qué los apóstoles no están predicando? ¿Por qué parecen haber vuelto a su antiguo trabajo, como si no hubiera pasado nada, como si no hubiera tenido lugar la resurrección de Jesús? Esto resulta aún más sorprendente si se considera que el texto se preocupa en precisar que se trata de la «tercera» aparición del Resucitado. Están, pues, «oficialmente informados», por usar una expresión jurídica. Además, han recibido el Espíritu Santo (cf. Jn 20,22-23), que debería darles autoridad y confianza para superar dudas y miedos. «Los discípulos, según el cap. 21, adoptan una conducta por lo menos sorprendente: vuelven a Galilea para retomar su oficio de pescadores, como si no conocieran la buena nueva de la resurrección»[6].

A nuestro parecer, el texto deja entender que, en realidad, ellos ya están comprometidos en la labor apostólica, que la pesca es aquí al mismo tiempo real y metafórica o parabólica. ¿Por qué esta aparente discrepancia? Puede suceder que, incluso en la vida misionera, uno se enfrente al fracaso y a la tentación del desánimo. ¡Incluso siendo apóstol! Que se trate verdaderamente de una misión se deduce del hecho de que es Pedro quien propone ir a pescar. La noche puede existir, con su doble connotación de confrontación con el mal y de desolación persistente, incluso para pescadores experimentados. Esta puesta en escena nos habla precisamente de la misión, de sus fracasos y de sus éxitos. Solo Jesús puede permitir a los apóstoles hacer fructificar su esfuerzo.

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¿Por qué los discípulos son solo siete? ¿Y por qué dos de ellos son anónimos?

Como todo lector de la Biblia sabe, el número «siete» expresa una totalidad, pero ese mismo lector, no necesariamente ingenuo, se sorprenderá al no encontrar aquí a los «Doce» – conocidos gracias a Juan, que los menciona en Jn 6,67 – o bien, como hace Mateo en Galilea, a los «Once» (cf. Mt 28,16). Sin duda, Lucas había introducido ya una doble agrupación entre la misión de los Doce, por un lado (cf. Lc 9), y la de los 72, por otro (cf. Lc 10), que representaban la universalidad de las naciones según una tradición que se remonta al Génesis. Pero, como en Lucas, esto le permite al autor del cuarto Evangelio dar a entender que hay otros apóstoles además de los Doce.

Juan nombra en primer lugar a Simón Pedro, y este hecho anuncia claramente el papel primario que pronto le será conferido solemnemente. Luego introduce a Tomás, ya conocido desde Jn 11,16, con el mismo sobrenombre «Dídimo» (gemelo), uno de los Doce; pero en lugar de continuar con los nombres esperados, menciona a Natanael. Este último había sido introducido en Jn 1,45, porque Felipe lo había conducido a Jesús, pero no formaba parte de los Doce. Natanael, el «outsider», se revela como alguien que siempre había permanecido fiel a Cristo, desde la Galilea. Está allí para que el lector recuerde el signo de la abundancia en Caná.

Luego se nombran los «hijos de Zebedeo». Nosotros, los cristianos, los conocemos bien, pero es la primera vez que son mencionados así en el Evangelio de Juan. Además, el hecho de que los apóstoles fueran pescadores se revela recién en este pasaje, porque el evangelista no lo había dicho antes. Es un argumento sólido para sostener que el Evangelio de Juan presupone el conocimiento de los Evangelios que lo precedieron. Estos siete discípulos simbolizan a todos los apóstoles cristianos, cualquiera que sea su origen, galileo o judío[7].

Finalmente, tenemos dos discípulos anónimos, uno de los cuales parece ser precisamente el «discípulo amado», oculto de manera anónima dentro del grupo. También aquí el evangelista, después de haber introducido a Natanael en el grupo, deja entender que este discípulo no es uno de los Doce. Nos lo ha presentado como alguien conocido por el sumo sacerdote (cf. Jn 18,15), y por lo tanto probablemente originario de Jerusalén, o al menos habitante de Judea (como otros eminentes discípulos de los primeros tiempos, tales como Cleofás, José de Arimatea y María, madre de Juan Marcos). Según la opinión común de los comentaristas, este discípulo es el origen de la tradición joánica. Probablemente joven en el momento de la pasión de Jesús, vivió durante mucho tiempo, sobreviviendo unos treinta años a los apóstoles Pedro, Pablo y Santiago, lo que explica la referencia, en Jn 21,22-23, al rumor según el cual no moriría antes del regreso del Señor. Son claramente los fieles de este apóstol quienes pusieron por escrito la versión final del Evangelio de Juan.

Estos nombres no están ahí por casualidad. Como siempre en el Nuevo Testamento, están ligados a cuestiones de legitimidad, que aquí es fundamental: ¿puede la tradición que está detrás de Juan reivindicar un vínculo con los Doce? Quizá no, pero el fundador del grupo trabajó en estrecho contacto con Pedro. Por eso Juan convierte a todos estos hombres en pescadores (¡un oficio muy poco probable para personas de Jerusalén!). Esto confirma la hipótesis formulada anteriormente, según la cual el texto está hablando de misión y no pretende hacernos creer que todos los apóstoles, galileos o judíos, fueran pescadores.

¿Por qué Jesús los llama «hijitos»?

Ese desconocido en la orilla se dirige a los pescadores llamándolos «hijitos» (παιδία). No es ni su modo habitual de hablar, ni tampoco una manera común de dirigirse a pescadores desconocidos para preguntarles si tienen algo de pescado. Ciertamente, esto confiere a la escena un aire bucólico y familiar bastante simpático, que resalta aún más la respuesta seca y desilusionada de los pescadores: «¡No!».

Anteriormente, en el Evangelio de Juan, Jesús ya los había llamado «hijitos» (Jn 13,33), aunque con otra palabra griega (τεκνία). La referencia es interesante, porque ese versículo hablaba del poco tiempo que le quedaba a Jesús para estar con sus discípulos: «Hijos míos, ya no estaré mucho tiempo con ustedes; me buscarán». Pues bien, ahora Jesús ha vuelto de verdad: él está siempre presente y lo estará para siempre, nos dice el evangelista. Además, aquel versículo precedía inmediatamente al anuncio de la negación de Pedro (cf. Jn 13,38), y el capítulo 21 trata expresamente de la plena restauración de la relación entre Simón Pedro y Jesús. El término «hijitos» es claramente afectuoso y familiar. Un gran estudioso de Juan, Yves Simoens, lo comenta así: «Cuando viene, resucitado, [Jesús] se presenta como una madre»[8]. Y añade: «El mismo término se emplea en la Primera carta de Juan para los “niños” de la comunidad, que en 2,18 designan a todos los miembros de la comunidad»[9]. También otros exégetas han destacado esta relación[10].

La observación es fascinante, pero nosotros proponemos otra interpretación. Sabemos cuánto insiste el Evangelio de Juan en la unidad esencial entre el Padre y el Hijo. Contiene esta afirmación fundamental: «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10,30). ¿No es poner estas palabras en boca de Jesús una manera, al mismo tiempo discreta y poderosa, de subrayar la unidad esencial entre el Padre y el Hijo, hasta el punto de que el Hijo ahora puede hablar abiertamente como el Padre? Esta es la perspectiva teológica fundamental de todo el Evangelio de Juan, a la que aquí se hace alusión.

El lenguaje teológico que caracterizaba los discursos de Jesús en Juan desaparece en Jn 21: Jesús habla el lenguaje simple de lo cotidiano. Y sin embargo, es precisamente el Hijo, unido desde la eternidad al Padre, quien habla. ¿Cómo hacer percibir mejor esta realidad sino usando la palabra «hijitos», dado que Jesús tanto amaba pronunciar la palabra «Abbá» mientras estaba con sus discípulos? Si un lector distraído pensara que el Padre ha desaparecido en este capítulo, debe dejar resonar esta pequeña palabra para reencontrarlo. Como en la Carta robada de Edgar Allan Poe, el Padre se esconde en el Hijo, pero habla a través de su boca.

¿Por qué hay que echar la red por el lado «derecho» de la barca?

Jesús pide a los discípulos que echen la red por el lado «derecho» de la barca. ¿Por qué esta precisión? Si hay peces, están en todas partes alrededor de la barca; y además… ¿acaso él es pescador? ¿Qué puede saber? Diversos comentaristas se limitan a observar que «el lado derecho […] es el positivo; cf. Mc 16,5; Lc 1,11; Mt 25,33»[11], es decir, el lado afortunado. Probablemente esto sea cierto, pero nos parece algo reductivo.

A nuestro juicio, el lado derecho no puede sino remitir a la crucifixión, cuando un soldado traspasa el costado de Jesús (cf. Jn 19,34). Y ese costado atravesado evoca, a su vez, el inicio de Ezequiel 47: «El hombre llevón otra vez a la entrada del Templo, y observe que debajo del umbral del Templo brotaba agua. Iba en dirección este, hacia donde mira la fachada del Templo. El agua descendía por el lado derecho del Templo, al sur del altar» (Ez 47,1). Es de la cruz de donde proviene la sorprendente fecundidad de Cristo. Todos los comentaristas subrayan cómo, para Juan, la hora de la cruz es ya el lugar de la gloria de Cristo. También podría pensarse que se trata de una alusión a la profecía de Zacarías: «Mirarán hacia mí, a quien traspasaron» (Zc 12,10).

Nos inclinamos por Ezequiel, porque creemos que la abundancia de peces y el número 153 hacen también referencia a ese capítulo claramente escatológico: es una revelación de los ríos de gracia que brotan del templo. Jesús es el verdadero templo del que mana la gracia sobreabundante del Padre. Pero esto el lector podrá comprenderlo solo después de leer, en este artículo, el párrafo sobre el significado del número 153.

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¿Por qué Simón se viste antes de lanzarse al agua?

¡Este detalle divierte siempre a los niños y los hace reír a carcajadas! En efecto, parece realmente inusual vestirse antes de tirarse al agua. La simbología de la vestidura en el Nuevo Testamento – y en el judaísmo intertestamentario – es clara: representa la vestidura nueva del bautizado y de aquel que puede presentarse ante Dios con un corazón recto. Así como el joven que traiciona a Jesús huye desnudo al inicio de la pasión en Marcos (cf. Mc 14,52), así también el bautizado salvado, el vencedor, «vestirá de blanco, y no borraré su nombre del Libro de la vida» (Ap 3,5).

Sin embargo, este gesto puede interpretarse también de manera concreta. Es lo que propone hacer otro biblista: «[Pedro] se ciñe la túnica corta alrededor del cuerpo para no verse impedido al nadar»[12]. Y añade con astucia que «este detalle narrativo prepara la imagen que le corresponde en el v. 18, cuando Jesús anuncia a Pedro: “Otro te ceñirá”: al gesto autónomo del discípulo corresponderá más tarde una pasividad forzada»[13]. Es poco probable que Pedro estuviera completamente desnudo, aunque solo fuera para pescar con sus compañeros. En cualquier caso, es evidente que «el hecho de ponerse una vestidura simboliza el respeto que tiene hacia su Señor»[14]. Una vez más, el genio del autor consiste en permitir una lectura simbólica, haciendo que el sentido primario resulte perfectamente comprensible. O bien Pedro se ciñe la vestidura porque quiere nadar más fácilmente, o bien se la pone porque no puede presentarse desnudo ante su Señor (si se acepta la hipótesis de que realmente estaba desnudo).

Pero este hecho significa también la condición del creyente, que debe comparecer vestido ante su Señor, acompañado de sus obras, como los invitados al banquete de bodas en la parábola de Mateo 22. En la tradición joánica, el Apocalipsis desarrolla ampliamente este tema: «A ella [= la esposa] se le concedió vestirse de un lino resplandeciente de blancura» (Ap 19,8). Si Pedro simboliza, en cierto sentido, a toda la Iglesia y, por extensión, a cada creyente, es natural que aparezca acompañado de su vestidura. En el momento en que había traicionado a Jesús, en cierto modo había abandonado su vestidura, como el joven de Marcos; por lo tanto, el hecho de reconocer a Jesús y la decisión de ir hacia él equivalen a recobrar su propia vestidura y su dignidad. Estamos en una luz pascual y, por ello mismo, también en una luz escatológica, aquella en la que el creyente recibe «la corona gloriosa y asimismo la vestidura de honor en la luz eterna»[15].

¿Por qué Juan nos dice que había 153 peces?

Esta es una pregunta que todos se hacen. El número es demasiado preciso para ser casual. Número triangular cuya base es 17, el 153 representa, según san Agustín, una doble totalidad: diez más siete, en una forma aún más perfecta[16]. ¿Pero es solo esto? Sin duda, siempre es prudente afirmar que «el número 153 sigue siendo un enigma»[17]. Sin embargo, siguiendo la línea de John Emerton, proponemos una lectura que nos parece más acorde con el texto[18].

El autor atrae la atención del lector hacia los peces, usando dos términos para nombrarlos[19], e invita al lector a indagar. Los textos de la Escritura que hablan de abundancia de peces no son muchos, y el más relevante, como ya hemos visto, es el capítulo 47 de Ezequiel, que menciona un término muy raro: la palabra hebrea «pez» en femenino, para indicar abundancia, y cuyo valor numérico es precisamente 17[20]. «Habrá allí peces en grandísima abundancia», leemos en Ez 47,9. Pero el paralelo no se detiene allí. La visión concluye con pescadores provistos de redes que unen las dos orillas del mar Muerto, desde la ribera hebrea, Engadí, hasta la moabita y pagana, Engalín: «Los pescadores se instalarán a sus orillas, desde Engadí hasta Engalín se tenderán las redes, y sus peces serán muy numerosos, de la misma especie que los del mar Mediterráneo» (Ez 47,10). Pues bien, Gadí tiene valor numérico 17 y Engalín 153. ¿Y cuál es el misterio proclamado por los cristianos del siglo I, por ejemplo en la carta a los Efesios, sino que, en la red de la única Iglesia, se da ya la unión entre judíos y paganos? «Porque él es nuestra paz: de los dos pueblos hizo uno solo» (Ef 2,14). Sería difícil encontrar un modo más eficaz de expresar la unidad de la Iglesia que refiriéndose a este texto, y por tanto, a este número.

Además, el autor se preocupa por señalar que se trataba de «peces grandes» (Jn 21,11). ¿Por qué esta adición aparentemente superflua? Si el número de peces es tan decisivo, ¿para qué especificar su tamaño? ¿Qué podría añadir? ¿Indicar riqueza y exceso? Probablemente el autor quiera significar que no existen diferencias entre los seres humanos. Así como Lucas, en la parábola del sembrador (cf. Lc 8,8), intuyendo el riesgo de establecer tres categorías de cristianos, eliminó los tres rendimientos de la semilla (30, 60, 100), de la misma manera Juan no quiere que uno se pregunte si pertenece a los peces pequeños o a los grandes. Un bautizado vale tanto como otro bautizado, y toda lógica gnóstica queda rechazada mediante este detalle aparentemente insignificante. No existe jerarquía entre los miembros de la Iglesia: cada pez es «grande» a los ojos de quien los cuenta, es decir, el Señor, y solo él.

¿Por qué Jesús pidió pescado, si ya habían algunos al fuego?

He aquí una pregunta que no divierte a los niños, sino que más bien los deja perplejos. No comprenden el sentido de este curioso detalle, ni por qué Jesús pidió algo de lo que ya disponía. Naturalmente, la presencia del pan evoca la escena de Juan en la que Jesús multiplicó los panes y los peces: «Entonces Jesús tomó los panes, dio gracias y los repartió entre ellos; lo mismo hizo con los peces, dándoles todo lo que qui­sieron» (Jn 6,11). Y si la referencia a la Eucaristía es evidente, no conviene que Jesús mismo consuma algo[21]. Su papel es bendecir y distribuir; darse a sí mismo. Este detalle no es en absoluto secundario.

Además, Juan subraya la soberanía de Jesús y su acceso a todos los peces. No es que ignore el trabajo de los misioneros, ni que no cuente con ellos. Pero, al insistir de ese modo en la libertad de Cristo y en lo gratuito de la labor apostólica, el autor da a entender que los discípulos no deben considerarse indispensables ni volverse egocéntricos. Cristo cuenta con ellos, pero su acceso a todos los peces siempre le es posible de manera directa. ¿No había dicho él, también en este caso de forma enigmática: «Tengo además otras ovejas que no son de este corral, a las que también debo guiar» (Jn 10,16)?

Los apóstoles deben trabajar con celo y perseverancia, pero sin creer por ello que Cristo solo dispone de ellos para alcanzar a los peces. La red que recoge todos los peces – imagen de la Iglesia, «sacramento universal de salvación» (Lumen gentium, 48b) e «instrumento para la salvación de toda la humanidad» (Dominus Iesus, 22) –, antes confiada a los pescadores de Galilea, es entregada hoy a todos los apóstoles, sean galileos, judíos o provenientes de Tarso: «Los haré pescadores de hombres» (Mc 1,17). No existe misión más grande. Pero aquel fuego ya encendido, ya alimentado, es una poderosa llamada a la humildad de los apóstoles y un recordatorio de la suprema libertad de Cristo. Señor de la creación, él es capaz de atrapar cualquier pez cuando quiere.

Conclusión

El capítulo 21 de Juan – haya sido añadido posteriormente al resto del Evangelio, como parece más probable, o no – es un maravilloso ejemplo de fidelidad creativa al mensaje de la comunidad joánica y, más en general, al espíritu de Cristo resucitado. En él, Cristo ya no habla mediante grandes discursos teológicos, afirmando su identidad con el Padre (como en Jn 13-17), sino que se manifiesta de nuevo como aquel compañero de viaje conocido en Galilea, donde nutrió a sus discípulos (y no solo a los Doce) y decidió dar a Simón el nombre de Pedro-Kefa, para guiar el rebaño tras él: no en su lugar, porque él está siempre presente, sino en su nombre. Signo visible de comunión entre cristianos muy distintos entre sí. La comunidad joánica reafirma al mismo tiempo la legitimidad de su tradición, de su fundador y de sus enseñanzas, y su respeto sincero y absoluto por el papel eminente de Pedro.

El autor comunica su mensaje con un lenguaje sencillo y en una escena clara, sembrando el texto de anotaciones enigmáticas. Ninguna interpretación puede ni debe hacerse en contraste con el sentido primario del texto. Solo una gran mala fe hermenéutica permitiría extraer de este texto un mensaje gnóstico o esotérico, la revelación de un secreto oculto contrario al significado principal. Es sorprendente cómo, a lo largo de la historia, los comentaristas cristianos han competido en imaginación literaria o teológica para leer estos detalles, llegando a veces a conclusiones extrañas, pero sin jamás oscurecer el sentido principal del texto. No, se trata simplemente de poner a prueba la sagacidad de los lectores, para que, en la Iglesia, puedan reflexionar sobre tales detalles enigmáticos y comprender cómo no hacen más que resaltar aún más el significado evidente.

  1. Cf. J. Zumstein, Il Vangelo secondo Giovanni. Volume 2 (13,1-21,25), Turín, Claudiana, 2017, 960-962. El autor concluye, en línea con la mayor parte de los comentaristas: «El cap. 21 es un añadido de un grupo perteneciente a la escuela joánica al evangelio ya constituido» (ibid., 962).

  2. Cf. Y. Simoens, Secondo Giovanni. Una traduzione e un’interpretazione, Bolonia, EDB, 1997. El autor afirma: «Las evidentes reminiscencias de los cc. 1-6, en lo que concierne a la primera sección del Evangelio, y luego de los cc. 13 y 18, en relación a la segunda parte, muestran que Jn 21 constituye uno de los pasajes principales del cuarto Evangelio como conjunto literario acabado» (ibid., 822).

  3. Cf. J. Zumstein, Il Vangelo secondo Giovanni…, cit., 971.

  4. Cf. ibid., 970.

  5. Ibid., nota 30.

  6. Ibid., 961.

  7. Cf. M.-E. Boismard – A. Lamouille, L’évangile de Jean, París, Cerf, 1972. Los autores observan: «los discípulos son siete y la palabra “discípulo” aparece siete veces (21,1.2.4.8.12.14)» (ibid., 478).

  8. Cf. Y. Simoens, Secondo Giovanni…, cit., 826. El autor agrega: «De esta manera, el vínculo entre Jesús y sus discípulos se muestra todavía más estrecho. ¡Ellos nacen de su resurrección!» (ibid.).

  9. Ibid.

  10. «Los conceptos de Juan 21 son cercanos a los de 1 Jn.; las dos obras pertenecen a un estado avanzado de la historia de la comunidad joánica» (J. Zumstein, Il Vangelo secondo Giovanni…, cit., 969, nota 24).

  11. Cf. J. Zumstein, Il Vangelo secondo Giovanni…, cit., 969, nota 25.

  12. Cf. X. Léon-Dufour, Lettura dell’evangelo secondo Giovanni, Cinisello Balsamo (Mi), San Paolo, 2007, 1218.

  13. Ibid.

  14. Cf. J. Zumstein, Il Vangelo secondo Giovanni…, cit., 970.

  15. Cf. A. Dupont-Sommer (ed.), La Bible. écrits intertestamentaires. Règle de la communauté, París, Gallimard, 1987, 18.

  16. Cf. M.-E. Boismard – A. Lamouille, L’évangile de Jean, cit., 485. Se trataría, por eso, de «un número triangular, que representaría al mismo tiempo la totalidad y la gran cantidad» (ibid.).

  17. J. Zumstein, Il Vangelo secondo Giovanni…, cit., 971. El autor agrega que este número «con toda probabilidad indica la sobreabundancia y, por eso mismo, la universalidad que caracteriza a la Iglesia Cristiana» (ibid.)

  18. Cf. M. Rastoin, «Encore une fois les 153 poissons (Jn 21,11), en Biblica 90 (2009) 84-92; J. A. Emerton, «The Hundred and Fifty-Three Fishes in John 21», en Journal of Theological Studies 9 (1958) 86-89.

  19. Tenemos ἰχθύς en los versículos 6; 8; 11 (el mismo término de Lc 5), y ὀψάριον en los versículos 9; 10; 13 (término usado en Jn 6,11).

  20. Según el procedimiento de la gematría, en la que cada letra tiene un valor numérico en base a su posición en el alfabeto (a=1, b=2 etc.).

  21. «Entonces se comprende que el alimento que Jesús ofrece es el que él mismo ha preparado para sus discípulos y, al mismo tiempo, el que ellos le traen a él»; «[Jesús resucitado] al consumirse a sí mismo, caería en una contradicción a nivel lógico y simbólico» (Y. Simoens, Secondo Giovanni…, cit., 830).

Marc Rastoin
Es un jesuita francés. Luego de obtener su título en Ciencias Políticas, entró a la Compañía de Jesús en 1988. Defendió su tesis sobre la Epístola a los Gálatas. Comprometido desde la infancia en el diálogo judeo-cristiano, es delegado del Padre General de la Compañía para las relaciones con el judaísmo desde 2014. Enseña el Nuevo Testamento en el Centro Sèvres de París y en el Institut Biblique de Rome.

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