El primero de noviembre se celebra la solemnidad de Todos los Santos y, al día siguiente, la conmemoración de los fieles difuntos. Esta cercanía no es casual y nos invita a reflexionar sobre el vínculo entre la santidad y la memoria de nuestros seres queridos.
¿Quiénes son estos «santos»? Son personas que acogieron el Evangelio y lo testimoniaron en su vida, pero que no son recordadas en el calendario litúrgico. Pasaron por este mundo sin dejar huella; como nosotros, vivieron nuestra misma vida, atravesaron nuestras mismas dificultades. No conocemos sus nombres, sus rostros, sus historias, pero la Iglesia nos pide hoy recordarlos solemnemente en la liturgia. Ellos comparten la comunión con el Resucitado, redimidos por la sangre del Cordero.
La primera lectura de la Misa lo expresa con un lenguaje fuerte. Cuando el vidente del Apocalipsis pregunta quiénes son los que están de pie ante el trono de Dios, vestidos con túnicas blancas y tan numerosos que nadie puede contarlos, se le responde: «Son los que vienen de la gran tribulación. Ellos han lavado y blanqueado sus túnicas en la sangre del Cordero» (Ap 7,14). Han sufrido, han tenido fe, han esperado y han permanecido fieles al Señor: la pasión y la muerte del Cordero los ha redimido y sus vestiduras se han vuelto blancas. El «blanco» en el Apocalipsis es signo de la resurrección, de la victoria sobre el mal. La fidelidad al Señor, la perseverancia, no son una realidad incolora e indolora, sino que llevan en sí el signo de la pasión y de la cruz. La túnica blanca es también la que nosotros vestimos el día de nuestro bautismo y simboliza la resurrección, la alegría, la comunión con el Señor.
Los santos —nos anuncia el Evangelio de hoy y también el de los difuntos— han vivido las Bienaventuranzas: fueron pobres, misericordiosos, constructores de paz, personas verdaderas y transparentes, que supieron perdonar y amar; y en medio de las persecuciones —maltratados, golpeados, injustamente insultados— prefirieron la muerte antes que renegar de su fidelidad al Señor.
La conmemoración de los difuntos quiere ser la culminación de la fiesta de Todos los Santos. Es una oración universal para que nuestros seres queridos, incorporados a Cristo por el bautismo, alcancen la plena comunión con el Señor resucitado. Sin embargo, el recuerdo no atraviesa nuestra vida sin dolor y nos enfrenta al vacío que deja la ausencia de las personas amadas: padres, cónyuges, hijos, hermanos, amigos. La memoria de los difuntos está velada por las lágrimas: el llanto forma parte de nuestra existencia. Incluso Jesús, frente a la tumba de Lázaro, lloró porque amaba a su amigo (Jn 11,33-35: es otro de los Evangelios del domingo).
Escribía Dietrich Bonhoeffer: «No hay nada que pueda sustituir la ausencia de una persona querida. Es falso decir que Dios llena el vacío. No lo llena en absoluto, sino que lo mantiene abierto, ayudándonos así a conservar nuestra antigua comunión mutua, aunque sea en el dolor». Y el dolor nos enfrenta a la realidad de la muerte, de toda muerte, también de la nuestra. Quisiéramos alejarla, pero en realidad ella se convierte en compañera de nuestra vida.
La muerte forma parte de la vida: para entrar en comunión con el Señor, es necesario atravesar el «morir», como Él y junto a Él. Jesús comparte nuestro mismo destino y muere como nosotros, aunque su muerte es distinta: para nosotros es consecuencia de nuestra condición creatural y del pecado; para Él, en cambio, es un «entregarse» (Gal 2,20), un donarse por nuestra salvación (cf. Jn 19,30), para que ninguno de los que el Padre le ha confiado se pierda y para resucitarlos en el último día (cf. Jn 6,39). Por eso la Iglesia nos invita a orar por los difuntos. En cada celebración de la Misa se invoca el perdón divino «por todos nuestros hermanos y hermanas que se durmieron en la esperanza de la resurrección y, en tu misericordia, por todos los difuntos, para que sean admitidos a contemplar la luz de tu rostro» (Plegaria Eucarística II).
A partir del siglo X, esta oración se eleva precisamente al día siguiente de la fiesta de Todos los Santos: en la solemne celebración, el sacerdote recuerda a todos los difuntos cuya fe solo el Señor conoce. De este modo, nos invita a orar por nuestros seres queridos y por aquellos en los que nadie piensa o reza. Sin olvidar a los muertos por el hambre, a las víctimas de las injusticias, a los inocentes asesinados.
En estos dos días recemos de modo particular por los muertos santos de todas las guerras.

