La educación católica, en muchas partes del mundo, sigue buscando su razón de ser, como de hecho ha ocurrido siempre a lo largo de la historia. En esta etapa del siglo XXI, el problema no radica únicamente en la incertidumbre a la que deben hacer frente casi todas las instituciones que operan dentro de un contexto cada vez más cambiante y complejo, en el que las políticas públicas resultan a veces hostiles. La cuestión también tiene que ver con la disminución de las vocaciones religiosas, a causa de la cual los carismas deben ser transmitidos por laicos comprometidos —con resultados no siempre uniformes—, así como con el desarrollo de la educación pública (sobre todo en los contextos más pobres) y de la privada no confesional (a menudo concebida como un simple negocio). Todo esto impulsa a las congregaciones religiosas y a las diócesis a interrogarse sobre su identidad y su papel dentro de la amplia oferta educativa de cada país.
En esta búsqueda de su razón de ser, el desafío no pasa únicamente por la necesaria innovación pedagógica, la imprescindible atención a las lenguas extranjeras o la propuesta en términos humanos y de valores. Tampoco se trata de promover un retorno al pasado ni de restablecer modalidades propias del siglo XIX. El espíritu de la tradición, conviene decirlo claramente, es otra cosa. Se trata de una búsqueda que debe situarse en el marco mismo de la identidad cristiana y que interpela el papel de los cristianos y de sus instituciones en el siglo XXI, no en otras épocas. No debemos olvidar que, mientras muchas parroquias se vacían de jóvenes, en las escuelas la Iglesia sigue manteniendo un espacio significativo de contacto con ellos. Lo cual no significa necesariamente que la tarea sea fácil, pero esto no nos exime de la responsabilidad de intentar interpretar los «signos de los tiempos»[1] y de adaptarnos a los cambios de la sociedad y de la Iglesia, así como a los vientos del Espíritu Santo[2].
Los tres estadios de la fe en las escuelas católicas
Hay una pregunta a la que debemos responder y que puede servirnos de inspiración en esta ardua tarea: ¿qué papel tiene la fe en los distintos centros escolares? No hablamos solo de su función como ideal o de su capacidad para contentar a las instancias directivas de la escuela. La cuestión se refiere al grado de urgencia que reviste la fe en cada institución educativa en comparación con otros asuntos relevantes, como la sostenibilidad económica, la calidad de la enseñanza o la seguridad de los alumnos.
Para responder a este interrogante, es necesario observar el contexto actual y compararlo con épocas pasadas. En este sentido, presentaremos tres etapas distintas que las culturas occidentales han atravesado en algún momento y que están estrechamente relacionadas con el proceso de secularización, cuyas consecuencias también experimenta la educación católica. Se trata, por supuesto, de situaciones porosas —como todo lo humano—, pero que pueden ayudarnos a definir mejor el papel que atribuimos a la fe.
A este respecto, tomaremos en consideración un episodio del Evangelio, el de la ofrenda de la viuda (cf. Mc 12,38-44), que aparece después de la mención, por parte de Jesús, del mandamiento más importante sobre el cual se fundan los preceptos esenciales para los cristianos (cf. Mc 12,29-31). Este episodio es relevante porque, precisamente en función de la importancia atribuida a la fe, es posible transmitirla a la comunidad educativa y tomar decisiones cruciales respecto a las cuestiones que puedan surgir a corto, mediano y largo plazo. Además, es necesario determinar qué imagen de Dios prevalece en el carisma —si la de un Dios juez o la de un Dios misericordioso—, pues de ella derivan distintas visiones éticas. Y no hace falta ser teólogo para comprender que el lugar que se otorga a la fe influirá en nuestra manera de percibir, afrontar y vivir nuestra pertenencia a la Iglesia.
La fe como obligación
La primera etapa nos remite a una época en la que la fe era vista como una obligación y la identidad católica constituía una realidad compartida, ni siquiera remotamente puesta en duda, en la medida en que era aceptada sin cuestionamientos ni compromisos por todos los implicados. Así se vivió durante siglos en la mayor parte del mundo. Era una época de pre-secularización, en la que la fe impregnaba la dimensión cultural y social de todas las comunidades. Salirse de ese marco significaba desafiar —directa o indirectamente— el sistema. Obviamente, en muchos casos esa religiosidad contenía en sí una fuerte componente política, social y estructural, que ponía el acento más en las normas a seguir que en la dimensión trascendente. Gracias a ese mecanismo, su cadena de transmisión resultaba natural, eficaz y duradera. En ese escenario crecieron y vivieron muchos de nuestros antepasados, de los cuales solo algunos pasaron a las etapas siguientes, ya que con frecuencia se trataba de una fe vacía y carente de contenido, vinculada a una dimensión social de tipo asistencialista, alejada de las actuales propuestas de justicia social en consonancia con la doctrina social de la Iglesia.
Si atendemos al texto evangélico, se trata de la misma fe practicada en tiempos de Jesús —con maestros, sacerdotes, fariseos y saduceos ligados al poder dominante—, que no contemplaba opciones alternativas y que otorgaba al cristianismo un carácter no solo cultural, sino también social y político, tal como ocurría cuando el Templo de Jerusalén estructuraba, por así decirlo, la sociedad. Es precisamente en este tipo de contexto donde surgieron y se desarrollaron muchas de las instituciones escolares religiosas en Europa y América.
Sin embargo, es necesario reconocer que aquellos tiempos quedaron atrás desde hace ya varias décadas, aunque persisten huellas residuales en el imaginario de muchas personas, sobre todo entre quienes no comparten esa visión, tanto dentro como fuera de la Iglesia. En definitiva, se trata de una propuesta que puede fácilmente volverse proselitista y nostálgica, y en la cual la diversidad y la libertad difícilmente encontraban espacio, pues no existía otra manera de concebir la realidad.
En el caso de la Iglesia, esa pertenencia se convertía en una verdadera militancia, en la medida en que la fe ocupaba en el pasado un papel central en la sociedad y era percibida como un ideal al que aspirar. Al mismo tiempo, esta concepción de la fe como algo obligatorio puede implicar el riesgo de concebir —consciente o inconscientemente— la fe misma desde una dinámica de poder, ya que es sobre la práctica de la fe que se sostiene el propio sistema.
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La fe como contingencia
La segunda etapa, que constituye la evolución lineal —aunque no irreversible— de la anterior, marca el paso, natural y necesario, de la imposición a la posibilidad, es decir, de lo obligatorio a lo contingente. Es el fruto de un proceso, en cierto sentido inevitable, de secularización, así como de un profundo cambio en las ideas, las tendencias y los paradigmas. Al principio, este proceso contribuyó a dar oxígeno a la Iglesia y a las diversas instituciones educativas, porque abrió las puertas al pluralismo, a una idea de justicia social y de apertura a la novedad, a la libertad y a la diversidad; asimiló valores fundamentales, apuntó hacia una fe más auténtica y estableció un diálogo más amplio con otras realidades. La identidad cristiana se manifiesta en las obras y puede disimularse para dialogar con otras perspectivas, ideas e intereses; aunque animada por buenas intenciones, esta orientación corre el riesgo de disolver la dimensión religiosa en favor de la opción por el servicio (cf. Mt 5,13). De todos modos, este enfoque de la fe fue en su momento muy positivo, y no se puede negar que dio sus frutos.
Esta propuesta pone claramente el acento en la posibilidad —y, por tanto, en la libertad— de hacer de la fe una elección personal (como sigue ocurriendo hoy, a diferencia de lo previsto en el paradigma anterior). La norma pierde peso y la inmanencia gana terreno. Un ejemplo elocuente son aquellos padres que posponen el bautismo de sus hijos hasta que sean adultos, para que puedan elegir con conocimiento de causa, aunque no actuarían del mismo modo con el aprendizaje de idiomas, las actividades deportivas o el uso de la tecnología. Otro ejemplo son quienes miran con indiferencia la pérdida de una vocación cristiana —porque, después de todo, es una consecuencia inevitable de la libertad individual—, sin tener en cuenta el dolor que esa pérdida causa al pueblo de Dios en su conjunto. Como se ve, este énfasis en la libertad va a veces en detrimento de la fe, que pasa a ocupar un segundo plano en la escala de valores, tanto en relación con uno mismo como con los demás, simplemente porque ahora «vende» menos, al competir con muchas otras propuestas. Según este paradigma, lo importante es que las personas se sientan libres de cultivar una fe auténtica, y no tanto que tengan cualquier tipo de fe, aunque sea frágil, como ocurre en muchos casos.
Este modelo nació en una época en la que la influencia de la religión seguía siendo fuerte, y fue favorecido por el creciente impacto del marketing y del liberalismo económico, que alimentaron los deseos del consumidor mediante un mercado agresivo y estrategias publicitarias específicas, todo ello acompañado de una desconfianza de la religión hacia la tecnología y de una forma de concebir la fe como una práctica perteneciente al ámbito privado, del mismo modo que lo es el consumismo.
Además, esta visión puede verse contaminada por una cierta forma de laicismo —presente en algunas áreas de la sociedad— que pretende eliminar la fe del ámbito público con el propósito de favorecer una supuesta paz social. Una postura que, en parte, se inspira en la Ilustración y en el anticlericalismo, muy desconfiado de la devoción popular y que considera la religión como una especie de etapa previa a la cultura, cercana a la superstición. La única fe aceptada —según esta perspectiva, coherente con cierta filosofía contemporánea— es aquella comprometida y existencial, además de tolerante con los no creyentes. Al mismo tiempo, los defensores de esta visión consideran conveniente ofrecer a las personas vulnerables únicamente medios de subsistencia e instrucción, pero no un apoyo a la fe, porque —según ellos— no estarían preparadas para vivirla plenamente, ya que tienen otras urgencias más apremiantes que atender. El resultado de esta actitud es transformar la fe en un asunto reservado a las élites y a las clases sociales más elevadas. Son los mismos que proponen eliminar ciertos ritos y símbolos religiosos para que nadie se sienta excluido, y renunciar a las manifestaciones explícitas de la propia fe para no herir la sensibilidad de los demás.
Esta perspectiva no niega la dimensión de la fe, pero la considera un elemento accesorio, útil solo para quien lo desee, sin capacidad de interpelar al no creyente, visto como un potencial cliente. La fe, en suma, es percibida únicamente como una posibilidad, como una propuesta dirigida a quienes ya están interesados, como uno de los tantos servicios que ofrece la escuela. Es el mismo principio aplicado por los ricos en el episodio de la ofrenda de la viuda, donde se muestra claramente que su contribución al templo, por elevada que sea, no constituye en absoluto su prioridad (cf. Mc 12,41). La fe se convierte así —tanto en el plano personal como en el institucional— en algo opcional, como una asignatura escolar cualquiera.
Esto resulta particularmente evidente en el período de las fiestas navideñas, durante el cual el mensaje cristiano se diluye y se confunde entre una multitud de mensajes de carácter puramente consumista; un modelo que se ha impuesto incluso en muchas escuelas religiosas y que es fruto del paradigma de la hiperespecialización profesional, según el cual la acción pastoral se considera algo separado, que no debe «contaminar» el resto del trabajo educativo. En este sentido, la transmisión de la fe y la pastoral terminan estando destinadas solo a unos pocos alumnos, sin implicar al conjunto de la escuela, y se diluyen entre las innumerables actividades culturales, recreativas y deportivas que suelen desarrollarse en los centros escolares de nuestros países y ciudades.
Si la etapa anterior se caracterizaba por una pertenencia a la Iglesia vivida como militancia, aquí la pertenencia se convierte en algo contingente, que puede existir o no. Por supuesto, hay aspectos claramente positivos, como el intento de incluir a los no creyentes, la participación de los laicos, la actitud de diálogo heredada del Concilio Vaticano II, la apertura a las novedades y la atención a ciertas cuestiones sociales. Además, la religión deja de estar sometida al poder y pasa a depender de la voluntad de las personas, con la consecuente pérdida de centralidad de la institución-Iglesia, que a veces se percibe como un precio que hay que pagar por la fe.
Los caminos eclesiales pueden ser inconstantes, marcados por un compromiso intermitente, según las circunstancias de la vida. En este sentido, es frecuente escuchar testimonios de personas que intentan vivir su fe en los márgenes de la Iglesia o que cultivan una espiritualidad fuera de la religión, con resultados a menudo dudosos, sobre todo cuando, con el paso del tiempo, se pierde el vínculo con la comunidad y con los ritos característicos de la tradición católica.
La fe como necesidad
La tercera y última etapa es aquella en la que se sitúan muchas escuelas que, en pleno siglo XXI, representan puntos de referencia para la acción pastoral, así como una superación de las etapas anteriores que —hay que reconocerlo— fueron, no obstante, necesarias y oportunas. Este es el fruto de los cambios sociales que están ocurriendo en muchas sociedades secularizadas; de hecho, forma parte del proceso de postsecularización[3] de una sociedad en la que el elemento religioso es más débil y escasean las personas consagradas, de modo que los laicos terminan asumiendo nuevos roles.
Obviamente, hablar de libertad en un contexto en el que todos lo hacen no constituye una novedad. Afortunadamente, en el siglo XXI es un hecho asumido en la mayoría de las sociedades democráticas. Y, aunque algunos aún agiten fantasmas y alimenten falsos mitos, casi nadie —alumnos, familias, educadores— recuerda ya los tiempos en que «religión» rimaba con «imposición».
Tampoco son particularmente nuevos los temas de la diversidad, el pluralismo y la apertura a otras identidades, no solo porque se hable mucho de ellos y estén de moda, sino también porque basta entrar en cualquier escuela para darse cuenta de que ciertos valores forman ya parte de la realidad cotidiana, afortunadamente aceptada casi en todas partes, con algunas contraposiciones que, sin embargo, resultan en su mayoría fecundas.
Ni los teólogos ni la propia Iglesia soñarían hoy con proponer la fe como una obligación, ya que eso sería completamente contraproducente. Al mismo tiempo, muchas personas —creyentes y no creyentes— apoyan diversas causas sociales, mientras que muchos alumnos extranjeros —creyentes, pero no cristianos— asisten a escuelas católicas porque buscan de todos modos una educación religiosa y aspiran a integrarse en el país de inmigración; el conocimiento y la práctica de la religión son medios legítimos y muy útiles para este propósito. Lo mismo ocurre con muchas familias no creyentes, que prefieren ofrecer a sus hijos una experiencia basada en principios morales, en la cultura del trabajo y en los valores católicos antes que optar por la neutralidad de la enseñanza pública.
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He aquí, pues, que después de la fe como obligación y la fe como contingencia, se pasa a la fe como necesidad: del posible al plausible. La idea es la formulada por el Papa Benedicto XVI, y reiterada por el Papa Francisco, según la cual «la Iglesia no crece por proselitismo, sino por atracción»[4].
La fe, por tanto, aun siendo un don de Dios, debe concebirse también como una necesidad antropológica del ser humano, como algo esencial y constitutivo que llena la vida de las personas. Un recurso al que la gente recurre en los momentos más importantes de su vida: desde los matrimonios hasta los funerales, desde la muerte de los padres hasta el bautismo de los hijos. En este sentido, lo que proponen las escuelas es una invitación proactiva a la fe. Si volvemos al episodio de la ofrenda de la viuda, esta considera la fe como algo fundamental, y por eso entrega todo lo que tiene.
En esta nueva fase, la transmisión de la fe deja de ser algo residual y pasa a implicar todas las demás dimensiones de la escuela, configurándose como un signo de identidad que moviliza a todos los miembros de la comunidad educativa para mantenerlo vivo. Es el paso de una escuela con pastoral a una escuela pastoral, en la que todos sus componentes están concentrados en la obra de transmisión y práctica de la fe, cada uno aportando su contribución. Como es natural, esto ocurre en escuelas frecuentadas por alumnos con un perfil sociocultural elevado, pero curiosamente también se da allí donde los alumnos son más vulnerables, en contextos muy secularizados con un alto porcentaje de no cristianos, porque todo depende de la importancia que decidamos atribuir a la fe y de la capacidad de diálogo.
Esto repercute positivamente en el diálogo interreligioso, ya que una práctica sana de la fe permite que personas de distintas confesiones convivan pacíficamente y vivan plenamente su propia espiritualidad, como ha subrayado el Papa Francisco en la encíclica Fratelli tutti[5]; ocultar la fe, en cambio, solo conduce al conflicto y a la confrontación. Es la antítesis del laicismo, que niega la fe y reduce la experiencia religiosa a un hecho meramente privado[6]. En este sentido, las escuelas católicas están llamadas a promover la práctica individual de la fe y a afirmar institucionalmente el valor de la fe católica como elemento fundamental y como factor identitario de las escuelas religiosas, deseable para todos los alumnos. Si queremos hacer una comparación con el mundo de la repostería, la fe es como el sabor dulce, que debe impregnar todas las partes del pastel y no puede reducirse simplemente a la clásica guinda.
La pertenencia a la Iglesia, de este modo, no puede vivirse como una obligación. La voluntad y la libertad son valores necesarios y positivos, así como también lo son las infinitas posibilidades de realización que ofrece el mundo. En este sentido, la opción consiste en vivir la pertenencia a la Iglesia como un camino necesario —alguien incluso podría llamarlo una «vocación»— que hace mejor al mundo y a las personas mismas, vivido como un seguimiento profundo del Señor junto a otros. Al asumir la naturaleza santa y, al mismo tiempo, pecadora de la Iglesia, el cristiano acepta como válida, libre y necesaria la opción de pertenecer, sin la cual le resultaría muy difícil vivir plenamente la fe cristiana. Una fe que no oculta la fragilidad, pero que se revela como un apoyo fundamental, especialmente en los momentos de gran dificultad.
Entonces, ¿la fe es una obligación, una posibilidad o una necesidad? Son tres etapas diferentes, y el paso de una a otra no siempre es fácil —sobre todo para quienes trabajan en el límite entre el aula y la oficina— ni tampoco irreversible. Por eso es necesario conocer bien el contexto social, eclesial y educativo. Además, los límites no siempre son fáciles de descifrar, y ciertos cambios requieren años. Sin embargo, el pluralismo que permea la realidad social de muchos países secularizados facilita el paso a la tercera etapa: aquella de una identidad católica clara y, al mismo tiempo, capaz de dialogar con otras religiones y perspectivas, dentro de la cual la fe se concibe como una necesidad para las personas, así como la piedra angular del pensamiento occidental y de la antropología cristiana.
Esta tercera etapa nos conduce a una pregunta más profunda: ¿creemos realmente que la fe hace mejor a la sociedad y a las personas? En definitiva, la educación católica no puede reducirse únicamente a una cuestión de libertad, de identidad cristiana entendida como un simple derecho. Debemos aspirar a algo más alto, partiendo de la convicción de que la fe es algo bueno que puede mejorar la sociedad en todos sus aspectos (como puede mejorarla la educación), sin hacer proselitismo, pero usando excelentes argumentos[7] y teniendo en cuenta la realidad actual, con sus luces y sombras.
La fe como espacio para encontrar la propia identidad
Quizá el argumento más importante a favor de la fe reside en la esencia de todas las instituciones eclesiales y en la lógica de la cultura contemporánea. Así como la cultura actual tiende a ocultar la fe, también somos cada vez más conscientes de la necesidad de conservar nuestra identidad. No como afirmación de uno mismo en contraposición a otras identidades, sino como un deseo profundo de autenticidad y de retorno a la esencia, a las raíces que nos conectan con nuestro origen y, al mismo tiempo, nos sostienen.
Como cristianos, nuestra identidad se manifiesta inevitablemente en la relación con Dios. Esto se evidencia especialmente en algunos episodios del Evangelio, como el Bautismo de Cristo[8], la Transfiguración[9] o la Crucifixión[10], o también en pasajes del Antiguo Testamento en los que se muestra cómo el pueblo de Israel reconoció su identidad a partir de Dios, o aún en el episodio en que Jesús llama a Pedro con el nombre de Cefas, identificándolo como pilar de la Iglesia[11]. Solo a partir de estos precedentes se puede profundizar en la cuestión de la identidad, porque es más fácil sentirse hijo o hija de alguien si se sabe quién es el padre y qué tipo de relación se tiene con él. Cuanto más intenso sea el vínculo, más fuerte será la percepción de la identidad. Por lo tanto, el cuidado de la fe dentro de una institución termina, lógicamente, favoreciendo su identidad cristiana, fortaleciendo también su capacidad de diálogo.
Si nos concentramos en la realidad sociocultural contemporánea, la era de la posverdad es el contexto ideal para acoger esta propuesta de identidad y diálogo. Es una época en la que, como sabemos, la verdad ya no es un valor agregado, en la que la autenticidad se confunde con la apariencia y lo superfluo con lo necesario. Por eso es necesario apostar por una propuesta de identidad auténtica, profunda, fundada, que remita a una verdad superior como Dios, para construir la casa sobre la roca[12]. De lo contrario, la identidad corre el riesgo de cambiar según las modas del momento. Es cierto que la identidad misma se fortalece a través del diálogo, porque gracias a los demás descubrimos quiénes somos realmente; pero en esta época la búsqueda del diálogo no puede ocurrir a costa de nuestra identidad, sino a partir del reconocimiento del otro y de la premisa de que el diálogo auténtico y sincero debe centrarse en la verdad[13].
No debemos olvidar que «católico» significa «universal», como reiteró el Papa Francisco con ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud en Lisboa, recordando que en la Iglesia hay espacio para «todos, todos, todos»[14]. En una época en la que, con la complicidad de las redes sociales, imperan la polarización y la agresividad, este posible diálogo entre creyentes y no creyentes contiene ya en sí mismo un signo profético y, además, favorece, como subrayaba Benedicto XVI, el trabajo por la justicia y la paz[15]. Curiosamente, de este modo se activa una tensión fecunda entre identidad y diálogo[16], como entre inmanencia y trascendencia, que, lejos de producir vencedores y vencidos, puede generar un intercambio profundo.
Hoy, que las identidades se consideran un valor añadido y se defienden con uñas y dientes, renunciar a la propia identidad, tanto a nivel individual como colectivo, significa exponerse al riesgo de disolverla en un mar de propuestas, ideas y discursos, perdiendo el rumbo y olvidando el sentido mismo de la propia existencia. Y la identidad cristiana no es cualquier identidad, porque en su ADN está la experiencia directa de Dios. Como cristianos, comprendemos quiénes somos realmente a partir de Dios, y renunciar a la fe significa renunciar a nosotros mismos. Si este elemento identitario no emerge en algún lugar, es fácil que otras marcas o referentes superen a las instituciones cristianas. Hoy, que el número de consagrados está disminuyendo, si las escuelas católicas renuncian a este patrimonio identitario, corren el riesgo de sucumbir y de desintegrarse ante las múltiples propuestas que llegan del exterior. La alternativa es intentar seguir siendo luz[17], y no solo sal, en un mundo que aún tiene sed de Dios.
En términos de viabilidad educativa y con la mirada puesta en el futuro, podemos prever que el número de católicos disminuirá, pero probablemente muchos de ellos elegirán una educación católica para sus hijos. Y entre las muchas propuestas educativas, las escuelas católicas podrán ser un referente para las familias que consideran la fe como algo bueno para sus hijos, y este elemento puede significar la supervivencia de muchos institutos. Sin embargo, si esta identidad católica no ha sido cultivada durante mucho tiempo, es difícil que aparezca de la noche a la mañana, porque los procesos educativos tienden a ser bastante lentos.
En definitiva, la misión educativa debe plantearse no solo a partir de Dios, o a través de Dios, sino también con Dios, y la tarea de la fe es ayudarnos a abrirnos a Dios en todas sus dimensiones, gracias a la presencia del Espíritu Santo que acompaña el camino de la comunidad educativa. Debemos, en definitiva, preguntarnos honestamente si todas las escuelas católicas, y las personas que en ellas trabajan, son capaces de «alabar, hacer reverencia y servir a Dios Nuestro Señor»[18] con las obras y con las palabras.
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Gaudium et spes (GS), n. 4. ↑
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«Jesús le decía a la gente: “Cuando ven aparecer una nube por el oeste, enseguida dicen que va a llover, y así sucede. Cuando sopla viento del sur dicen que va a hacer calor, y así sucede. ¡Hipócritas! Si saben interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no saben interpretar lo que está sucediendo en este momento?”» (Lc 12,54-56). ↑
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Cf. R. Ruiz Andrés, La secularización en España. Rupturas y cambios religiosos desde la sociología histórica, Madrid, Cátedra, 2022, 272-284. ↑
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Francisco, Discurso a los participantes de la Asamblea plenaria del Dicasterio para la comunicación, 23 de septiembre de 2019, en https://www.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2019/september/documents/papa-francesco_20190923_dicastero-comunicazione.html ↑
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Cf. Id., Encíclica Fratelli tutti (FT), n. 273. ↑
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Cf. Benedicto XVI, Encíclica Caritas in veritate (CV), n. 56. ↑
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Cf. 1 Pd 3,15. ↑
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Cf. Mt 3,13-17. ↑
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Cf. Mt 17,1-9. ↑
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Cf. Mt 27,54. ↑
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Cf. Jn 1,42. ↑
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Cf. Mt 7,24-27. ↑
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Cf. CV 4. ↑
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Francisco, Discurso a los jóvenes en el Parque Eduardo VII de Lisboa, 3 de agosto de 2023, en https://www.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2023/august/documents/20230803-portogallo-cerimonia-accoglienza.html ↑
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Cf. CV 57. ↑
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Cf. Congregación para la educación católica, La identidad de la escuela católica para una cultura del diálogo, 25 de enero de 2022, n. 72, www.vatican.va/roman_curia/congregations/ccatheduc/documents/rc_con_ccatheduc_doc_20220125_istruzione-identita-scuola-cattolica_sp.html ↑
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Cf. Mt 5,14. ↑
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Ignacio de Loyola, s., Ejercicios espirituales, n. 23. ↑
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