PSICOLOGÍA

Los derechos de la infancia

© bernard-hermant / unsplash

En las civilizaciones antiguas —griega, romana y también hebrea— no se daba gran consideración a los niños. La elevada mortalidad infantil, la precariedad de las condiciones de vida a las que estaba expuesta la infancia y la selección ejercida por la sociedad mediante la eliminación de los más débiles hacían que los niños, salvo que provinieran de familias nobles o ricas, fuesen tratados sin atenciones ni cuidados particulares, como una especie de «realidad inconsistente». En el mundo griego, el término népios, que propiamente indica «niño», significaba también «ingenuo», «necio»; en el mundo romano, los niños que morían antes de haber cambiado los dientes de leche no tenían derecho a funeral y la familia no estaba obligada al luto. También en el mundo hebreo la situación era similar, aunque por razones distintas: los niños no tenían ningún valor porque no eran capaces de observar la Ley. Tampoco se apartaban de esta interpretación reductiva y humillante los propios apóstoles de Jesús, que reprochaban con dureza a quienes permitían que los niños se acercaran al Señor (cf. Mc 10,13; Mt 19,13; Lc 18,15).

El advenimiento del cristianismo

Con el advenimiento del cristianismo, la situación cambió radicalmente. La predicación evangélica realizó un vuelco de los valores, y para Jesús el niño se convirtió en emblema de la disposición necesaria para entrar en el reino de los cielos: «Les aseguro que si ustedes no cambian y no se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los Cielos» (Mt 18,3). En un período histórico y en una cultura en los que a la infancia no se le atribuía un valor propio, la frase resulta misteriosa, si no paradójica, porque ciertamente no está pronunciada en sentido metafórico o provocador. Y, sin embargo, el Señor pide «hacerse» como los niños, no «permanecer niños» ni «volver a ser» niños; y en este «hacerse» se expresa toda la parábola del crecimiento humano, ese proceso de formación necesario para ser dignos de entrar en el Reino.

En la historia de la humanidad, las referencias significativas dirigidas a los niños son pocas; algunas revisten un valor particular y merecen ser recordadas. En el Talmud babilónico (una obra de los siglos III-V) se sostiene que la profecía, en su forma específica, cesó con la destrucción del Primer Templo. Cuando murieron los últimos profetas —Ageo, Zacarías y Malaquías— el Espíritu Santo se apartó de Israel[1]. Según algunos rabinos, la profecía habría pasado a los sabios. Sin embargo, para otros habría permanecido en los enfermos mentales y en los niños, como testimonia el rabí Yojanán: «Desde el día en que el Templo fue destruido, la profecía fue quitada a los profetas y dada a los locos y a los niños»[2]. Aunque estas palabras reflejan un contexto polémico, motivado por la continua autoproclamación de supuestos profetas y liberadores de Israel, la referencia a los niños queda igualmente envuelta en misterio. No obstante, dado que la tarea del profeta era llamar al pueblo a la palabra de Dios y exhortarlo a la conversión, el niño podría interpretarse como un modelo profético, en virtud de su actitud de escucha de la palabra de Dios y de confianza en el Señor.

En la Regla de san Benito hay una referencia interesante a los jóvenes y a la obligación que tiene el abad de consultarlos. Antes de tomar una decisión importante, es de hecho su deber escuchar a todos los miembros de la comunidad, prestando particular atención a los más jóvenes. También se explicita el motivo: «Hemos dicho que se consulte a toda la comunidad, porque a menudo es precisamente al más joven a quien el Señor revela la mejor solución»[3].

El reconocimiento del valor del niño

A lo largo de los siglos no se encuentran afirmaciones relevantes sobre los niños, y hay que llegar hasta nuestros días para encontrar testimonios que reconozcan su valor. Pablo Picasso, por ejemplo, al salir de una exposición de dibujos infantiles, dijo: «Me tomó cuatro años pintar como Rafael, pero me llevó toda una vida aprender a dibujar como un niño»[4].

María Montessori, en el siglo pasado, escribía: «Si existe para la humanidad una esperanza de salvación y de ayuda, esta ayuda no podrá venir sino del niño, porque en él se construye al hombre»[5]. Y continuaba afirmando que el hombre que se construye es el hombre nuevo, capaz a su vez de construir una sociedad nueva: «El niño posee un poder interior que puede guiarnos hacia un futuro más luminoso. La educación no debería limitarse a transmitir conocimientos, sino que debe tomar caminos nuevos, apuntando al desarrollo de las capacidades potenciales del hombre. ¿Cuándo debería comenzar tal educación? […] Los científicos y psicólogos han llegado a la conclusión de que los dos primeros años de vida son los más importantes. […] La energía constructiva del niño, viva y dinámica, ha permanecido ignorada durante milenios, y es una mina de tesoros mentales, así como los hombres que primero pisaron la superficie de la tierra nada sabían de las inmensas riquezas en sus profundidades. El hombre está tan lejos de darse cuenta de las energías ocultas en el mundo psíquico del niño que, desde el principio, no hizo más que reprimirlas y reducirlas a polvo. Ahora, por primera vez, alguien ha llegado a intuir la existencia de este tesoro, que nunca ha sido aprovechado, un tesoro más valioso que el oro: el alma misma del hombre»[6].

Estos testimonios, aunque de épocas, inspiraciones, contextos y finalidades completamente diferentes, tienen en común el alto reconocimiento del niño como punto de referencia, modelo y parámetro.

Nuestros maestros

Los últimos 100 años de investigaciones científicas han confirmado estas afirmaciones. Los maestros del siglo pasado, desde Freud hasta Piaget, de Vygotskij a Bruner, enseñaron y demostraron que, sin duda, la etapa más importante en la vida de una mujer o de un hombre es la primera infancia. A una periodista que le preguntaba cuál había sido el año más importante de su vida, Freud respondió sin vacilar: «Ciertamente, el primero».

Efectivamente, en los primeros días, meses y años de vida, los niños realizan un desarrollo cognitivo y social impresionante, sentando los cimientos sobre los cuales se apoyarán los conocimientos y habilidades que la familia, la escuela y la sociedad les ofrecerán a lo largo de la vida. Lamentablemente, el gran desarrollo y la crucialidad de este período inicial de la vida sufre, por así decirlo, el mismo problema que las comunes fundaciones de un edificio: no se ven, no se les presta atención. Por su parte, el niño naturalmente no puede darse cuenta ni recordar este rápido desarrollo exponencial; y, desgraciadamente, casi nunca los padres están preparados para valorar y guiar esta experiencia decisiva de su hijo. Cuando un niño entra por primera vez en un aula escolar a los seis años, se estima que casi el 80 % de sus potencialidades ya se ha desarrollado.

Estas indicaciones hoy son confirmadas por las investigaciones más recientes en neuropsicología: muestran que la actividad neuronal de los primeros períodos de la vida tiene una intensidad que nunca se repetirá más adelante. Por ello, podemos decir que las cosas más importantes suceden «antes». Esta consideración va totalmente en contra de la evaluación normal y aparentemente indiscutida de la experiencia escolar, según la cual las cosas importantes vendrán «después». Parece natural pensar que la escuela infantil prepara para la primaria, ésta para la secundaria, y así sucesivamente hasta la universidad. Pero las investigaciones científicas indican lo contrario.

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A pesar de todo lo dicho, hoy el niño sigue siendo subestimado, no reconocido, poco valorado en sus cualidades y potencialidades. Continúa siendo considerado un «todavía no», un ser en construcción, en preparación, que gracias a la familia, la educación y la escuela se convertirá en un futuro ciudadano. El hecho de considerar al niño como futuro ciudadano es funcional, porque permite a los adultos presentarse ante él como modelos para su futuro, ya sea como padres o como docentes. Sin embargo, esta es una propuesta fuertemente conservadora, porque propone como modelo para el mañana el hoy que somos nosotros, que en realidad es nuestro ayer.

La «Convención internacional sobre los derechos del niño»

Este lugar común también fue rotundamente y formalmente desmentido el 20 de noviembre de 1989, cuando las Naciones Unidas aprobaron la Convención internacional sobre los derechos del niño[7]. Esta convención confirma de manera más solemne y vinculante los derechos reconocidos por la Declaración de los Derechos del Niño de 1959[8], como el derecho a la vida, a la salud, a la familia, a la educación, a no ser explotados ni en el trabajo, ni sexualmente, ni en la guerra; pero además añade algunos artículos relativos a la «ciudadanía», donde se reconoce a los niños como ciudadanos desde el nacimiento.

A partir de ese momento, decir que los niños son «futuros ciudadanos» no es correcto; de hecho, es una falsedad. Y, naturalmente, esto modifica o debería modificar profundamente nuestras relaciones con la infancia, porque debemos aceptar a los niños como tales, tal como son hoy, con su diversidad. De hecho, será precisamente esta diversidad la que constituya la contribución más importante que ellos podrán aportar a nuestras escuelas, nuestras ciudades y nuestra política.

Además, precisamente porque son reconocidos como ciudadanos, junto al derecho a la protección y al cuidado, los niños pueden reclamar su derecho a la participación y a expresar sus opiniones sobre los asuntos que les conciernen (art. 12), el derecho a la palabra (art. 13), el derecho de libre asociación (art. 15) y el derecho al tiempo libre y al juego (art. 31).

La de 1989 es la Convención más reconocida en absoluto, habiendo sido ratificada por casi todos los países del mundo[9], pero también es casi completamente desconocida. Es interesante notar que el artículo 42 dice: «Los Estados [partes] se comprometen a dar a conocer ampliamente los principios y disposiciones de la presente Convención, por medios activos y adecuados tanto para los adultos como para los niños». Por tanto, es necesario que la conozcan los adultos, para que no olviden respetarla y cumplir los deberes que impone y los derechos que promete; pero también que la conozcan los niños, para que puedan exigir su cumplimiento y protestar cada vez que los adultos lo olviden.

En los primeros años tras su ratificación en Italia, en 1991, en algunas ciudades se distribuyeron a los estudiantes copias de la Convención el 20 de noviembre; pero ciertamente esto no puede considerarse un «dar a conocer ampliamente». De hecho, después de repetidas comprobaciones, se observa que los derechos protegidos por esta Convención siguen siendo desconocidos para políticos, administradores, educadores y padres. Probablemente muchos saben de los compromisos asumidos respecto al hambre, las enfermedades, la ignorancia y la explotación, pero casi nadie sospecha que también se trata de ciudadanía, del derecho a la palabra, a la libre expresión y asociación de los niños.

El interés superior del niño

El artículo 3 afirma que en cada situación el interés del niño debe considerarse siempre superior[10]: esto significa que cada vez que dicho interés entre en conflicto con los intereses de otros, debe prevalecer.

Es sorprendente notar cómo las afirmaciones que hacen los adultos cuando se trata de los niños son siempre absolutas, sin reservas, radicales y generosas hasta el exceso. Dado que casi todos los países del mundo han adherido a esta Convención, el interés de los niños debería prevalecer sobre el de los demás; en realidad, en la práctica, estas promesas no solo se incumplen, sino que además resultan desconocidas. Con respecto al artículo 3, podemos preguntarnos por qué, por ejemplo, un niño debe dejar de tomar leche materna a los cuatro o cinco meses. ¿Es por su bien? ¿Y por qué los niños deben permanecer en un jardín de infancia o escuela primaria durante ocho horas consecutivas? ¿Es por su interés? Evidentemente no, sino por la utilidad de los padres, o mejor dicho, para ajustarse al horario laboral de sus padres.

Hay niños menores de tres años que viven en la cárcel con sus madres. ¿Es esto su interés? Ciertamente no. Si se respetara el artículo 3, en el caso de mujeres en prisión, la necesidad primaria del niño impondría que madre e hijo vivieran en su hogar, en razón de la dignidad del niño y de su cuidado. Los adultos deberían encontrar otras formas de protegerse frente a la peligrosidad social de las madres. Si se cumpliera el artículo 3, cuando nace un niño en una familia, todas las reglas y los horarios deberían cambiar para respetar su interés, incluidos los horarios de trabajo, para que los padres puedan dedicarle todo el tiempo necesario. No es casualidad que los países del norte contemplen dos años de maternidad: numerosas investigaciones demuestran, además, que solo en apariencia este período prolongado sería un gasto social, porque, en realidad, los niños que han podido ser amamantados y cuidados durante más tiempo resultan generalmente más sanos, y por lo tanto cuestan menos a la sociedad.

El derecho a la participación

El artículo 12 afirma el derecho de los niños a expresar su opinión sobre las cuestiones que les conciernen, especialmente en los procedimientos judiciales y administrativos, teniendo en cuenta su edad y madurez[11]. Se trata de una «promesa» enorme, cuya realización, bajo la guía de educadores y padres, favorece su crecimiento intelectual, moral y espiritual.

Desde 1991 existe un proyecto, La ciudad de los niños[12], que propone a los alcaldes escuchar y tener en consideración la opinión de los niños para gobernar mejor y salvar nuestras ciudades. Hay varias razones que justifican esta iniciativa, aparentemente excesiva y extravagante. La primera ya ha sido expuesta: la ciencia nos dice que los niños son competentes, capaces de expresar su opinión y de contribuir a la mejora de su entorno.

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La segunda razón es de carácter moral: los adultos, especialmente los varones, han pensado siempre que el «poder» les correspondía de forma exclusiva. Históricamente, la gestión del poder por parte de los hombres se ha justificado como sentido de responsabilidad, deber y servicio. Sin embargo, la historia enseña que han ejercido el poder a su manera, y a menudo de la peor forma. No es difícil demostrarlo si observamos los distintos aspectos de nuestra gestión del planeta: estamos usando el medio ambiente como si fuéramos la última generación sobre la tierra, como si no tuviéramos nada que dejar a hijos y nietos; la injusticia social en el mundo aumenta y los ricos se vuelven cada año más ricos y los pobres más pobres; a pesar de la dura lección del siglo pasado, nuestros países siguen participando en guerras y produciendo armas; los accidentes de tráfico son la primera causa de muerte hasta los 26 años; por primera vez en la historia, la generación que vendrá después de la nuestra tendrá una esperanza de vida menor que la nuestra; después de la última guerra mundial, hemos reconstruido las ciudades según nuestras necesidades de adultos y las de nuestros automóviles.

Existe, además, una tercera razón, muy interesante y fascinante: las propuestas que surgen de los «Consejos de los niños» son muy cercanas a las de los científicos y expertos (urbanistas, sociólogos, psicólogos, pediatras, ambientalistas) y casi siempre lejanas a las de los políticos y administradores.

A pesar de todo esto, sigue siendo impensable proponer a los alcaldes la formación de «Consejos de los niños», a los directores escolares la creación de «Consejos de alumnos», a los jefes de los departamentos de larga estancia en hospitales la creación de «Consejos de los niños», o, en general, dar la palabra a los niños para conocer su punto de vista, sus necesidades y sus propuestas. Y, sin embargo, este tipo de escucha podría sin duda mejorar la ciudad, la escuela, el hospital y nuestra sociedad en su conjunto.

El derecho al juego

El artículo 31 de la Convención afirma el derecho de los niños al descanso, al tiempo libre y a dedicarse al juego[13]. La versión original inglesa es aún más contundente: «to engage in play» («comprometerse con el juego»). La Convención reconoce mediante dos artículos el derecho a la educación[14] y el derecho al juego[15], subrayando la importancia de ambas experiencias. El problema es que, mientras el derecho a la educación es unánimemente reconocido, respetado e incluso convertido únicamente en deber, el derecho al juego sigue siendo considerado por el mundo adulto como una eventualidad, una posibilidad que disminuye con el crecimiento (y con las obligaciones escolares), y en cualquier caso no se reconoce como un derecho cotidiano ni como una necesidad para el correcto desarrollo de los niños y adolescentes.

Si es cierto que el máximo desarrollo en la vida se produce en el periodo inicial, este tiene lugar gracias al juego. El juego debe ser reconocido como una experiencia fundamental que debe continuar a lo largo de toda la vida, aunque ciertamente con una importancia primaria en la infancia. Sin embargo, para poder jugar deben respetarse algunas condiciones indispensables: una autonomía suficiente, amigos con quienes compartirlo, tiempo libre, un espacio adecuado y estructuras apropiadas. Por desgracia, hoy estas cinco condiciones han casi desaparecido por completo.

Para jugar con otros, los niños deben poder salir de casa sin el acompañamiento de los adultos, vivir la experiencia de la aventura, del descubrimiento, del encuentro y también del riesgo, junto a amigos y amigas, para luego volver a casa y contarlo.

Para jugar con otros es necesario disponer de tiempo libre, el que promete la Convención, un tiempo del que los niños siempre dispusieron hasta hace 30 o 40 años y que ha desaparecido de la vida de nuestros hijos y nietos. El tiempo de los niños de hoy se consume entre las muchas (¿demasiadas?) horas de escuela, las dedicadas a hacer deberes, y las actividades de la tarde realizadas en escuelas de fútbol, danza, inglés, cerámica o música, que siguen siendo escuelas. Las horas que quedan las absorbe la televisión o, cada vez más, el móvil, la consola o el smartphone. Hay que devolver a los niños su tiempo libre.

La escuela debe renunciar a mandar deberes para casa —inútiles para los objetivos que se proponen— porque los alumnos que más necesitan recuperar sus lagunas escolares casi nunca tienen familias capaces de ayudarlos en casa. Insistiendo en esta dirección, inevitablemente el único resultado es el deterioro de la relación de confianza y afecto entre alumnos y escuela, y últimamente también entre familias y escuela. Si es necesario reforzar los aprendizajes, estas actividades deben realizarse en la escuela, bajo la supervisión y garantía de los docentes. Por su parte, la familia debería reducir las actividades extraescolares (además costosas) de los hijos y permitirles salir de casa para jugar con sus amigos. Probablemente esta es también la única propuesta eficaz frente al poder de la televisión y de las tecnologías.

Para poder jugar es necesario disponer de un espacio adecuado. Es habitual acompañar cada día o con la mayor frecuencia posible a los hijos al parque infantil más cercano, donde los más pequeños pueden usar balancines, tiovivos, toboganes y columpios, y otras estructuras para subir y bajar, generalmente siempre iguales en todas las ciudades y países. Sin embargo, estos espacios no tienen ninguna relación con el juego creativo de los niños: son lugares de entretenimiento, de consumo de juegos, que no contemplan ninguna de las actividades de fantasía, creatividad y socialización típicas y necesarias en el juego verdadero.

Para poder jugar, los niños deben poder utilizar el espacio adecuado al juego que hayan elegido. Un espacio adecuado puede ser la escalera de casa, el patio, la acera, la plaza, el jardín, el parque o el cauce del río, pero nunca el parquecito con toboganes y columpios. El espacio adecuado para el juego de los niños es el espacio público y variado de la ciudad.

La responsabilidad de la ciudad y del entorno

El espacio público de la ciudad ha prácticamente desaparecido hoy en día. Diversas investigaciones muestran que está casi completamente y de forma constante privatizado por la presencia —en aparcamiento o en movimiento— de vehículos privados. El espacio público debe considerarse uno de los derechos fundamentales de ciudadanía, al igual que la salud y la educación. Pero mientras estos dos últimos dependen también de las regiones y del Estado, el espacio público depende únicamente de las ciudades: su restitución a las personas es un deber específico de los alcaldes y de sus administraciones.

Naturalmente, devolver el espacio público a las personas significa retirarlo a los automóviles, así como ampliar las aceras y estrechar los carriles, liberar las plazas de los aparcamientos y del tráfico, reducir el estacionamiento en superficie y liberar espacio en las inmediaciones de las escuelas. Espacio público significa dar prioridad a los peatones, a las personas, para que todos puedan salir de casa y desplazarse con seguridad y facilidad, incluidos quienes tienen discapacidades y los cochecitos con bebés, a menudo empujados por personas mayores. Debería significar que el recorrido de los peatones nunca pierda su parte de espacio, tanto en las aceras como en los pasos de peatones. Un niño del «Consejo de los niños» de Rosario, en Argentina, decía: «Hay que cuidar el espacio público porque para muchos es el único».

El 21 de febrero, una joven sueca, Greta Thunberg, habló ante la Comisión Europea para pedir compromisos concretos contra los cambios climáticos que están destruyendo el planeta y propuso con éxito una huelga escolar para recordar a todos que el mundo debe salvarse de la contaminación: el Global Strike for Future. No existe un mundo «B» de reserva, sino un único mundo del que todos formamos parte, pero que estamos arruinando. Parece realmente que se está cumpliendo la profecía de Elsa Morante en la novela El mundo salvado por los niños.

  1. Cf. A. Cohen, Il Talmud, Bari, Laterza, 1935, 161.

  2. Koren Talmud Bavli (The Noé Edition), Bava Batra, I, 12b, Jerusalén, Koren, 2016, 68.

  3. Regla III, 2. El texto remonta al año 534; cabe destacar que ya desde los 3 años los niños eran acogidos en el Monasterio (véase el capíutlo LIX, «Los pequeños oblatos»). Si bien es cierto que podían tranquilamente salirse antes de los 15 años, la mayoría permanecían toda la vida.

  4. M. Fagioli, Pablo Picasso. L’immaginazione al potere, Florencia, Clichy, 2014, 93.

  5. M. Montessori, Educazione per un mondo nuovo, Milán, Garzanti, 1991 (or. 1947), 12.

  6. Ibid., 12 s.

  7. Cf. el texto de la Convención en www.unicef.es. Se trata de la resolución 44/25 de la Asamblea General de las Naciones Unidas, del 20 de noviembre de 1989. Entró en vigor el 2 de septiembre de 1990. Italia ratificó la Convención con la ley n.º 176, de 27 de mayo de 1991: Ratificación y ejecución de la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño, celebrada en Nueva York el 20 de noviembre de 1989, publicada en el Boletín Oficial n.º 135, S.O., del 11 de junio de 1991. La Santa Sede ratificó la Convención el 20 de abril de 1990, depositando al mismo tiempo una reserva y tres interpretaciones declarativas.

  8. Esta declaración fue precedida en 1923 por un documento redactado en Ginebra por la Sociedad de Naciones y adoptado al año siguiente por la Asamblea General de la Sociedad de Naciones con la Declaración de los Derechos del Niño, en la que, sin embargo, se consideraba al niño como destinatario de derechos pasivos.

  9. En realidad, todos los países la han ratificado excepto Estados Unidos, algunos de cuyos estados, por cierto, prevén la pena de muerte para menores de 18 años.

  10. Art. 3: «En todas las decisiones relativas a los niños, ya sea en el ámbito de las instituciones públicas o privadas de asistencia social, los tribunales, las autoridades administrativas o los órganos legislativos, el interés superior del niño debe ser una consideración primordial».

  11. Art. 12: «1. Los Estados [que forman parte de él] garantizarán al niño que esté en condiciones de formarse un juicio propio el derecho de expresar su opinión libremente en todos los asuntos que le afecten, teniéndose debidamente en cuenta las opiniones del niño, en función de su edad y madurez. 2. A tal fin, se dará al niño la oportunidad de ser escuchado en cualquier procedimiento judicial o administrativo que le afecte, ya sea directamente, ya sea por medio de un representante o de un órgano apropiado, de manera compatible con las normas de procedimiento de la legislación nacional».

  12. Cf. F. Tonucci, La città dei bambini. Un modo nuovo di pensare la città, Bergamo, Zeroseiup, 2015; Id., Se i bambini dicono: adesso basta!, Bari, Laterza, 2002; e il sito web: www.lacittadeibambini.org

  13. Art. 31: «1. Los Estados [que forman parte de él] reconocen al niño el derecho al descanso y al tiempo libre, a dedicarse al juego y a las actividades recreativas propias de su edad y a participar libremente en la vida cultural y artística. 2. Los Estados respetarán y favorecerán el derecho del niño a participar plenamente en la vida cultural y artística y fomentarán la organización, en condiciones de igualdad, de medios apropiados de entretenimiento y de actividades recreativas, artísticas y culturales».

  14. Art. 28: «Los Estados […] reconocen el derecho del niño a la educación y, en particular, con el fin de garantizar el ejercicio de ese derecho de manera gradual y sobre la base de la igualdad de oportunidades: a) harán que la enseñanza primaria sea obligatoria y gratuita para todos; b) fomentarán la organización de diversas formas de enseñanza secundaria, tanto general como profesional, que estarán abiertas y serán accesibles a todos los niños, y adoptarán medidas adecuadas, como la gratuidad de la enseñanza y la concesión de una subvención económica en caso de necesidad; c) garantizarán a todos el acceso a la enseñanza superior por todos los medios apropiados, en función de las capacidades de cada uno; d) velarán por que la información y la orientación escolar y profesional sean abiertas y accesibles a todos los niños; e) adoptarán medidas para promover la regularidad en la asistencia a la escuela y la disminución de la tasa de abandono escolar».

  15. Art. 31: «1. Los Estados [que forman parte de él] reconocen al niño el derecho al descanso y al tiempo libre, a dedicarse al juego y a las actividades recreativas propias de su edad y a participar libremente en la vida cultural y artística».

Giancarlo Pani
Es un jesuita italiano. Entre 1979 y 2013 fue profesor de Historia del Cristianismo de la Facultad de Letras y Filosofía de la Universidad de La Sapienza, Roma. Obtuvo su láurea en 1971 en letras modernas, y luego se especializó en la Hochschule Sankt Georgen di Ffm con una tesis sobre el comentario a la Epístola a los Romanos de Martín Lutero. Entre 2015 y 2020 fue subdirector de La Civiltà Cattolica y ahora es escritor emérito.

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