«Con la venida del Hijo del hombre sucederá como en tiempos de Noé. Como en aquellos días antes del diluvio, la gente comía, bebía y se casaba hasta el momento en que Noé entró en el arca, sin darse cuenta de nada hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos. Así también será la venida del Hijo del hombre. Entonces, de dos que estén en el campo, uno será tomado y el otro dejado; de dos mujeres que estén juntas moliendo grano, una será tomada y la otra dejada. Por tanto, estén vigilantes, porque no saben el día en que regresará su Señor. Entiendan que si el dueño de una casa supiera a qué hora va a llegar el ladrón, estaría vigilando y no dejaría que asaltara su casa. Por eso también ustedes estén preparados, porque a la hora menos pensada vendrá el Hijo del hombre» (Mt 24,37-44).
Con el primer domingo de Adviento comienza el nuevo año litúrgico —el año A— y, en los domingos, leeremos el Evangelio de Mateo, el Evangelio del Emmanuel, «Dios con nosotros». Hallamos esta afirmación al inicio, en Mt 1,23, en el nombre que el ángel anuncia a José; resuena al final del relato, en el último versículo (28,20: «Yo estoy con ustedes todos los días»); la encontramos en el centro del Evangelio (18,20: «Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, yo estoy allí en medio de ellos»).
La primera lectura de Isaías se abre con una invitación: «Vengan, subamos al monte del Señor» (Is 2,3), donde está el Templo, signo de la presencia de Dios. «Confluirán hacia él todas las naciones, para que el Señor nos enseñe sus caminos y podamos caminar por sus sendas». En la vida todos tenemos hambre y sed de justicia, pero la justicia no se encuentra en nuestros caminos; más aún, el mal entra a menudo en el mundo porque cada uno sigue sus propias vías, fundadas en su propio interés: estas no dan paz ni alegría, sino que provocan conflictos y guerras. En cambio, la voz del Señor nos orienta hacia la paz, hacia el bien común, hacia la felicidad. Entonces «romperán sus espadas para forjar arados, y sus lanzas para hacer hoces; y no aprenderán ya el arte de la guerra».
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El estribillo del Salmo es una invitación para comenzar bien nuestro itinerario de Adviento: «¡Vamos con alegría al encuentro del Señor!» (Sal 121). En él se habla de paz, de alegría, de fidelidad a la ley del Señor, de bendición para todos.
A estas dos invitaciones parece oponerse el Evangelio, que nos presenta un movimiento contrario. El Señor viene hacia nosotros, sale a nuestro encuentro. Una visita misteriosa, pero real: «No sabemos en qué día vendrá…». Por eso debemos estar preparados y vigilantes, pues podría llegar por sorpresa, en un momento que no imaginamos.
He aquí las dos características del tiempo litúrgico que comienza: tiempo de adviento y tiempo de espera. El Señor viene (adventus, en latín, indica la llegada de un personaje importante); pero es también tiempo de espera por un acontecimiento que está por suceder y que nos implica personalmente.
Este tiempo de espera es muy importante para el ser humano: «El hombre siempre espera algo, siempre tiende a superar su condición presente; siempre hay un mañana pensado y esperado como compensación de las angustias de hoy. Se espera el amor. Se espera la riqueza, o al menos el bienestar. Se espera un hijo. Se espera un trabajo. Se espera poder dejar la chabola y tener una casa. El enfermo espera sanar. El emigrante, el exiliado, el soldado, esperan volver; el preso, salir. La prostituta espera poder dejar su oficio; el esclavo, el explotado, el oprimido, ser liberado. Cuando toda espera se frustra, cuando ya no hay nada que esperar de la vida, es el final. Cuando ya no se puede esperar un don, un alivio, una liberación, un socorro, un futuro, es la muerte. […] Así, la mayor desolación es la que viene del ser humano, la que llega cuando uno se da cuenta de que ya no puede esperar nada del hombre» (R. La Valle).
La novedad del Adviento consiste en que se nos da una espera; y se restituye incluso a quienes la habían perdido: a los pobres, a los emigrantes, a los desesperados, a los abandonados por todos. La novedad es precisamente Dios mismo que viene en Jesús (el adventus): de ahí la invitación a salir a su encuentro con alegría.
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