El origen del Mesías fue de esta manera. María, su madre, estaba comprometida en matrimonio con José y, antes de que ellos empezaran a vivir juntos, sucedió que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. Su marido José, que era justo, no queriendo denunciarla, decidió romper su compromiso en secreto. Así lo tenía pensado cuando en sueños el Ángel del Señor se le apareció y le dijo: «José, hijo de David, no temas aceptar a María, tu mujer, porque lo engendrado en ella proviene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados». Todo esto sucedió para que se cumpliera el anuncio del Señor por medio del profeta, que dice: Miren que la virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán por nombre Emmanuel, que traducido significa: Dios con nosotros. Cuando José despertó del sueño, hizo lo que el Ángel del Señor le había mandado, y recibió a su mujer (Mt 1,18-24).
Con la proximidad de la Navidad, la figura de Juan Bautista, presente en las recientes celebraciones dominicales, pasa a ocupar una posición más marginal. En el IV domingo de Adviento, la liturgia invita a reflexionar sobre el Emmanuel, el Dios con nosotros, anunciado a Acaz en la profecía de Isaías (primera lectura), y sobre la figura de José en el Evangelio. Ambos acogen el anuncio de manera diferente: Acaz se muestra desconfiado y no pide señales; José, en cambio, es el «hombre justo», capaz de escuchar la voz de Dios y de confiarse a Él. El texto, sin embargo, quiere interpelarnos también a nosotros, para que comprendamos mejor quién es el Padre de Jesús y el papel que desempeña José.
Para entender el episodio es importante recordar que María y José son muy jóvenes: no tienen más de quince años y ya deben afrontar los problemas de la vida. Entre ellos existe un compromiso matrimonial, aunque aún no han comenzado a convivir. Cuando María comunica a su prometido que está embarazada, se comprende el desconcierto de José, que viene a conocer el misterio que está tomando vida en el seno de su prometida. El Evangelio afirma que José, «hombre justo», intuye que detrás de todo ello se oculta un designio divino más grande que él. Aunque sabe que no tiene derechos sobre el niño que está por nacer, no sabe cómo comportarse concretamente. Solo piensa en retirarse por considerarse indigno. De este modo pierde la dote, algo que para él no es importante. Movido por el afecto hacia María, piensa «romper su compromiso en secreto» para protegerla, evitando así exponerla a acusaciones públicas o al escándalo.
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Pero los planes de Dios son distintos. «No temas aceptar a María, tu mujer», le dice el ángel. De ella nacerá un hijo por obra del Espíritu, al que llamarás Jesús, «el que salva». El anuncio es necesario porque, junto a la maternidad divina y virginal de María, se requiere la paternidad legal de José: solo así el niño accede a la descendencia davídica y mesiánica y puede insertarse en la sociedad. Un hijo de padre desconocido no tenía derecho a la palabra en público en el mundo judío. Jesús, para anunciar el Evangelio, necesita por tanto de la paternidad legal de José. Y el hombre justo acepta su papel, en silencio, confiándose a Dios. José es el santo silencioso: de él no se transmite ni una sola palabra. Así nos enseña a comprender el lenguaje de Dios: es el lenguaje del silencio, y Dios habla verdaderamente, de manera misteriosa, en el silencio. No se le puede escuchar en el estruendo de la vida, sino solo en el recogimiento. Además, para nosotros, que a veces valoramos a una persona por sus discursos brillantes, hay mucho que aprender: en la vida cuentan los hechos.
Al decir su «sí», José cumple la misión de padre de Jesús, un niño al que hay que custodiar, y de esposo de María, a quien debe acompañar día tras día: no piensa en sí mismo ni en su propio provecho, no reclama derechos ni privilegios, no se defiende de Dios, sino que está atento a la voz de lo alto que lo interpela y le pide ponerse al servicio del plan de salvación. Qué implica esto en lo cotidiano no se le dice; solo se le pide —como a María— que se confíe a Dios. He aquí la vocación del creyente silencioso: entregarse por completo para que la Palabra de Dios se haga carne y vida en Jesús, el Emmanuel, el Dios con nosotros que viene en la santa Navidad.
León XIV: «El odio y la violencia corren el riesgo, como en un plano inclinado, de desbordarse a medida que la miseria se expande entre los pueblos. […] Precisamente el deseo de comunión, el reconocernos hermanos, es el antídoto contra todo extremismo. ¡Que en Navidad haya paz!».


