ECOLOGÍA

La Agenda 2030 para el desarrollo y las religiones

© Guillaume de Germain/Unsplash

Introducción

Los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) establecidos el año 2015 en la Agenda 2030 son el resultado de un largo proceso de deliberación y reflejan un amplio consenso internacional respecto de los grandes retos que enfrenta la humanidad en el siglo XXI[1].

Resulta evidente que científicos, economistas, ingenieros, políticos, sociólogos y hasta militares tienen sobrados motivos para interesarse por los ODS. La contaminación, la disrupción de los patrones climáticos, la destrucción de la capa de ozono, la degradación del suelo, la erosión, la acidificación de los océanos, la pérdida de biodiversidad, el agotamiento de recursos renovables y no renovables o el desequilibrio de los ciclos del nitrógeno y el fósforo – por nombrar sólo algunos de los principales problemas y límites planetarios señalados por la comunidad científica – son razones más que suficientes para movilizar a los principales actores que conforman la sociedad.

Cuestiones vitales para el futuro de nuestra civilización y en apariencia tan dispares como la disponibilidad de agua, la protección frente a las radiaciones ultravioletas, la seguridad alimentaria, la propagación de enfermedades, la productividad agrícola, la salud pública, el riesgo financiero, la estabilidad política, la seguridad nacional o los flujos migratorios están – directa o indirectamente – relacionadas, siendo el objeto de estudio de los múltiples análisis especializados de carácter interdisciplinar que han conducido a la formulación de los ODS.

Entre los interlocutores que convoca la Agenda 2030, sin embargo, llama la atención que no aparezcan actores globales tan influyentes como las grandes tradiciones religiosas. Para unos, este silencio es lógico ya que las religiones no deberían involucrarse en un debate técnico, ajeno a cuestiones de fe. Para otros, sin embargo, la exclusión de la religión de los debates sobre el desarrollo y la sostenibilidad resulta injustificada no sólo por las graves implicaciones morales de estas cuestiones sino también porque, en un mundo donde la inmensa mayoría de la población encuentra su visión de la realidad, su fuente de sentido y su guía ética en una tradición espiritual, resulta evidente que el actor confesional no puede quedar al margen. Ahora bien, para justificar la entrada de las religiones en el foro interdisciplinar de la sostenibilidad, debemos preguntarnos primero: ¿Qué motiva su interés por la cuestión? ¿Qué legitima su intervención? Y, sobre todo: ¿En qué consiste su potencial contribución?

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En este artículo proponemos diez motivos que justifican la implicación confesional. Son motivos que ofrecen tanto claves de lectura de las declaraciones religiosas de los últimos años como estrategias para la transformación personal, institucional y social. Todos ellos coinciden con dimensiones estructurales de la experiencia espiritual, con «tradiciones profundas» compartidas por las diversas confesiones.[2] Se trata de la dimensión profética, ascética, penitencial, apocalíptica, sacramental, soteriológica, mística, sapiencial, comunitaria y escatológica que atraviesa la experiencia espiritual de la humanidad. La articulación de estos diez elementos permite esbozar los contornos de un ethos medioambiental interreligioso.

Dimensión «profética»

La injusticia que genera la degradación de la naturaleza ha sido la entrada principal al debate ecológico para las grandes religiones. En el caso de las religiones bíblicas, la denuncia de la degradación social ligada al deterioro ambiental resuena con la tradición profética.[3] Si los profetas de Israel clamaron ante la corrupción de las relaciones sociales, económicas, políticas y religiosas de su época, hoy día esa denuncia se extiende también a la relación con la creación y, de forma indirecta y diferida, a nuestra relación con las futuras generaciones y con el prójimo lejano.

Tras la revolución tecnológica y la acelerada globalización económica y cultural de las últimas décadas, el círculo de consideración moral no puede restringirse ya al tiempo presente ni a nuestra pequeña comunidad local. El limitado marco espaciotemporal de la ética ha quedado desbordado de forma irreversible. La proliferación de armas de destrucción masiva y el peligro de un holocausto nuclear en la segunda mitad del siglo XX puso ya sobre la mesa con toda su crudeza la radical novedad que la era tecnológica introducía en la ética y la política convencional.

En la era del antropoceno[4], la era geológica en la que el ser humano se ha convertido en la principal fuerza de transformación planetaria, la denuncia profética resulta crucial. A esta conclusión han llegado, por ejemplo, el judaísmo: «Instamos a quienes se han centrado en la justicia social a que aborden la crisis climática, y a quienes se han centrado en la crisis climática a que aborden la justicia social»[5].

Las tradiciones religiosas proponen un ejercicio de «doble escucha» – de la tierra y de los pobres, del momento presente y de la historia pasada, del contexto local y de la dinámica global, de los signos externos y de las pulsiones internas – que complementa los análisis meramente técnicos. Así lo afirma Francisco en Laudato si’: «Es fundamental buscar soluciones integrales que consideren las interacciones de los sistemas naturales entre sí y con los sistemas sociales. No hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socioambiental» (LS 139).

Dimensión «ascética»

Junto a la imprescindible contribución profética, la experiencia espiritual de la humanidad posee recursos enormemente valiosos que otros actores no son capaces de proponer o desarrollar. Por ejemplo, las prácticas ascéticas que articulan la praxis histórica de las grandes tradiciones religiosas y filosóficas[6]. Prácticas – como el ayuno, la abstinencia, la peregrinación o la limosna – orientadas a purificar la relación con Dios y con el prójimo, y en las que la austeridad, el desprendimiento y la simplicidad de vida son signos de una vida espiritual integrada.

En la lucha contra el consumismo compulsivo, el «descarte» y la cultura del «usar y tirar» las religiones están llamando a la sobriedad y la autocontención, una cuestión que la comunidad científica, el mundo empresarial o la clase política tienen dificultades para plantear.

Francisco ha puesto el énfasis en la cuestión del sobreconsumo: «tenemos un superdesarrollo derrochador y consumista, que contrasta de modo inaceptable con situaciones persistentes de miseria deshumanizadora» (LS 109).

Ante esta situación, las religiones articulan un discurso alternativo que resuena con una tradición multisecular que valora la simplicidad de vida, la solidaridad y la renuncia a los excesos. La tradición ascética posee un gran potencial para catalizar transformaciones comunitarias. El caso de la comunidad hindú es quizá el más radical, dado que llega a recomendar la renuncia al consumo de carne como modo de prevenir el cambio climático: «A nivel personal, podemos reducir este sufrimiento comenzando a transformar nuestros hábitos, simplificando nuestras vidas y deseos materiales, y no tomando más que nuestra parte razonable de los recursos. Adoptar una dieta vegetariana es uno de los actos más poderosos que una persona puede tomar para reducir el impacto ambiental»[7].

Aquí encontramos una de las contribuciones más originales y valiosas de la espiritualidad al debate contemporáneo de la sostenibilidad, porque las comunidades religiosas no proponen una mera renuncia voluntarista, sino que invitan a descubrir el carácter sacramental de la realidad y permanecer abiertos a la posibilidad de una experiencia mística en el encuentro con la naturaleza.

Dimensión «penitencial»

La sabiduría de los procesos expiatorios, articulados mediante complejos ritos de purificación religiosa, resultan de gran ayuda en un momento en el que el ser humano toma conciencia de las consecuencias socioambientales de sus decisiones cotidianas. La denostada categoría teológica de «pecado» adquiere también, a la luz de la crisis ecológica, una inesperada actualidad que demanda ampliar su significado: «Las tres relaciones vitales [con Dios, con el prójimo y con la tierra] se han roto, no sólo externamente, sino también dentro de nosotros. Esta ruptura es el pecado. La armonía entre el Creador, la humanidad y todo lo creado fue destruida por haber pretendido ocupar el lugar de Dios, negándonos a reconocernos como criaturas limitadas» (LS 66).

La ruptura de relaciones ya no se restringe al marco estrecho de las relaciones interpersonales; se extiende ahora hacia el futuro, hacia el «prójimo lejano» e, incluso, hacia el conjunto de las especies. De este modo, la ética teológica experimenta una triple expansión: espacial, temporal y cósmica.[8] El Patriarca ortodoxo Bartolomé I fue el primer líder espiritual que utilizó este duro lenguaje teológico en relación con la degradación medioambiental: «Que los seres humanos destruyan la diversidad biológica en la creación divina; que los seres humanos degraden la integridad de la tierra y contribuyan al cambio climático, desnudando la tierra de sus bosques naturales o destruyendo sus zonas húmedas; que los seres humanos contaminen las aguas, el suelo, el aire. Todos estos son pecados»[9].

También los líderes islámicos han afirmado: «Reconocemos la corrupción (fasād) que los seres humanos han causado en la Tierra debido a nuestra implacable búsqueda del crecimiento económico y el consumo».[10] Con un lenguaje análogo, la comunidad hindú ha llegado a una conclusión similar: «A menos que cambiemos la forma en que usamos la energía, la forma en que usamos la tierra, cómo cultivamos, cómo tratamos a otros animales y cómo usamos los recursos naturales, no haremos más que aumentar el dolor, el sufrimiento y la violencia»[11].

Dimensión «apocalíptica»

No resulta infrecuente percibir un tono catastrofista en el tratamiento que los medios de comunicación, la literatura y el cine hacen de las problemáticas ecológicas contemporáneas. Ambientadas en escenarios post-apocalípticos, muchas novelas y películas han abordado en las últimas décadas la posibilidad de un colapso global de los ecosistemas terrestres, imaginando la degradación económica, social y política que acarrearía[12].

Por un lado, hay quienes alertan de los peligros de una estrategia que a menudo crea un alarmismo injustificado, vaciando el discurso y desmovilizando. El pesimismo sobre el progreso humano y las posibilidades de la tecnología habría conducido a la «muerte del ambientalismo», tal y como se refleja en su incapacidad para estimular cambios culturales profundos[13]. Por otro lado, hay quienes plantean la conveniencia de este tipo de discurso como revulsivo capaz de cambiar la percepción, transformar el imaginario y catalizar la acción: «En Levítico 26, la Torá nos advierte que, si nos negamos a dejar descansar a la Tierra, ésta “descansará” de todos modos, a pesar de nosotros y sobre nosotros – a través de la sequía, el hambre y el exilio que convierten a todo un pueblo en refugiados. Esta antigua advertencia escuchada por un pueblo indígena en una estrecha franja de tierra se ha convertido ahora en una crisis de nuestro planeta en su conjunto y de toda la especie humana»[14].

La teología budista también alerta de las consecuencias kármicas de nuestras acciones, invitando al creyente a «adelantar el futuro», tomar conciencia de las implicaciones de sus decisiones presentes y actuar en consecuencia.

Dimensión «sacramental»

La visión sacramental permea todas las religiones. En el hinduismo, por ejemplo, el Śrīmad Bhāgavatam (11,2.41) afirma: «El éter, el aire, el fuego, el agua, la tierra, los planetas, todas las criaturas, las direcciones, los árboles y las plantas, los ríos y los mares, son todos órganos del cuerpo de Dios». Al recordarlo, afirman los líderes hindúes, «un devoto respeta todas las especies»[15].

En consonancia con la visión sacramental cristiana, Francisco ha afirmado también: «Es nuestra humilde convicción que lo divino y lo humano se encuentran en el más pequeño detalle contenido en los vestidos sin costuras de la creación de Dios, hasta en el último grano de polvo de nuestro planeta» (LS 9)[16]. La visión sacramental desborda el marco de los siete sacramentos y descubre en la creación entera un proto-sacramento, un signo visible de la presencia divina en todo lo creado.

Destruir la naturaleza supone destruir mediaciones privilegiadas de la vida sobrenatural. En este sentido, la celebración de los sacramentos y la práctica de la oración contemplativa pueden ser interpretadas como ejercicios de restauración, re-ligión (de re-ligar) o re-conciliación, ayudas para re-descubrir las mediaciones que sostienen la vida, poniendo de relieve cómo la vestigia Creatoris está presente en toda la realidad de la creación: «La contemplación es inútil; parte de una dimensión de la vida a la que no puede darse un valor utilitario preciso. De hecho, en su nivel más profundo, se resiste a ser forzada en esas categorías. Al mismo tiempo, es necesaria e importante (es decir, útil) para la tarea de renovar la cultura humana y sanar un mundo natural fragmentado y degradado»[17].

En síntesis, frente al panteísmo que diviniza la naturaleza, el materialismo que reduce todo valor del mundo natural a su uso instrumental y el racionalismo que idolatra la razón científico-técnica, la visión sacramental reconoce una dimensión sagrada en la creación, sin llegar a divinizarla.

Dimensión «soteriológica»

En una de sus muchas acepciones, el término religión significa re-ligar, es decir restaurar o restablecer relaciones rotas. La dimensión soteriológica – del griego σωτηρία (sōtēria, «salvación») y λογος (logos, «estudio de») – de la experiencia espiritual resulta central para las religiones, ya que permite sanar el desorden personal y comunitario en la relación con Dios, con el otro, con uno mismo y con la creación.

El movimiento medioambiental, desde sus orígenes hasta nuestros días, ha hecho también hincapié en esta cuestión. Los paisajes «salvajes» o poco transformados fueron percibidos como espacios restauradores y sanadores, como nuevos lugares de peregrinación donde poder encontrar descanso y restablecer la salud física y emocional. La declaración de espacios naturales protegidos —separados del resto del territorio, humanizado y transformado — refleja la función terapéutica que la nueva sensibilidad ecologista otorga a la naturaleza[18].

Sin embargo, la mayoría de las tradiciones insisten en la importancia de superar el planteamiento meramente terapéutico y concebir la salud de la naturaleza y del ser humano de forma conjunta. Así lo expresó la comunidad budista: «Necesitamos despertarnos y darnos cuenta de que la Tierra es nuestra madre, así como nuestro hogar, y en este caso el cordón umbilical que nos une a ella no puede ser cortado. Cuando la Tierra se enferma, nosotros nos enfermamos, porque somos parte de ella»[19].

Hay otro aspecto en relación con esta dimensión que resulta especialmente importante para las tradiciones religiosas: su carácter comunitario. Frente a los planteamientos individualistas, las religiones señalan que la salvación es una tarea colectiva que conduce a una visión relacional de la sociedad, en la que el creyente vive como miembro de una «sublime fraternidad con todo lo creado» (LS 221). Dicho de otro modo: nos salvaremos juntos, y sólo salvaremos a la creación de su destrucción si la salvamos juntos.

Dimensión «comunitaria»

Frente a las propuestas que buscan empoderar al consumidor, educar al ciudadano y movilizar al votante, las tradiciones religiosas insisten en que no podemos minusvalorar la acción comunitaria a la hora de articular respuestas operativas a los retos que enfrentamos. Las razones son de varios tipos.

La primera es de orden práctico. El individuo moderno queda desbordado por la complejidad y el número de decisiones que debe tomar y, por muy informado que esté y por muy bienintencionado que sea, necesita apoyarse y sostener su compromiso en redes más grandes: «no basta que cada uno sea mejor para resolver una situación tan compleja como la que afronta el mundo actual» (LS 219).

La segunda es de carácter espiritual: la convicción de conformar – junto al resto de formas de vida – una comunidad, «una sublime comunión» (LS 89)[20]. Para los líderes islámicos: «Dios – a quien conocemos como Alá – ha creado el universo en toda su diversidad, riqueza y vitalidad: las estrellas, el sol y la luna, la tierra y todas sus comunidades de seres vivos»[21].

En tercer lugar, saberse y sentirse parte de una red de relaciones requiere de un esfuerzo pedagógico. Aunque la ciencia ecológica nos ha mostrado sobradamente que somos «interdependientes y ecodependientes»[22], ese conocimiento no se traduce siempre en un cambio de conciencia y una transformación personal. Necesitamos interiorizar qué implica ser parte de una compleja red de interdependencias.

Por último, un concepto central en la historia del pensamiento social cristiano y en otras religiones y filosofías, el bien común, resulta también de gran valor en este debate. Ante el desgobierno y la acelerada degradación de los «bienes comunes globales» (LS 174), su recuperación resulta cada vez más oportuna.

Dimensión «mística»

No resulta nada sencillo definir qué es la mística. Resulta más fácil acercarse a los escritos y a la vida de los místicos para esbozar los rasgos de un tipo de experiencia espiritual que no es patrimonio exclusivo de unos pocos.

Esa parece ser también la estrategia de Francisco al confeccionar un «santoral ecológico» que esboza los elementos de una «mística ecológica» de inspiración cristiana. Concede un lugar preeminente a la tradición franciscana y benedictina, y propone – como modelos inspiradores de una vida reconciliada con Dios, con la humanidad y con la creación – a San Francisco de Asís, San Buenaventura, San Benito de Nursia, Santa Teresa de Lisieux, San Juan de la Cruz y al beato Carlos de Foucauld.

En otras tradiciones religiosas descubrimos también experiencias místicas en medio de la naturaleza en la vida de los grandes fundadores religiosos. A Moisés le son entregadas las tablas de la ley en lo alto del Sinaí, junto a la zarza ardiente; la iluminación del Buda acontece en un lugar retirado, bajo un ficus; el arcángel Gabriel dicta a Mahoma el Corán en la soledad de una cueva.

La experiencia mística conduce a percibir la interconexión y la armonía entre el Creador y la creación – su carácter fascinante – así como su dimensión sobrecogedora y amenazante – su carácter tremendo –, poniendo de manifiesto el carácter limitado de nuestra existencia y la necesidad de aceptar un código ético (la Torah, el mandamiento del amor o el Corán) o un proceso de transformación personal (el camino óctuple budista).

El monje vietnamita Thich Nhat Hanh se ha referido también a la necesidad de vivir de modo más consciente, compasivo y comprometido. Poniendo en diálogo la espiritualidad monástica budista con las urgentes cuestiones socioambientales contemporáneas, sugiere una serie de «Prácticas para una vida consciente» que podrían ayudar a vivir de modo más equilibrado y respetuoso con la naturaleza[23].

La meditación constante puede conducir a un tipo particular de «iluminación»: la lucidez para aceptar que vivimos en una casa con recursos finitos donde nuestras pulsiones narcisistas de consumo, prestigio y acumulación entran en colisión con un mundo finito y con las necesidades de nuestros hermanos y hermanas más pobres.

Dimensión «sapiencial»

La filosofía griega distinguió diversos tipos de conocimiento: technê (conocimiento técnico), phronêsis (sabiduría práctica), epistêmê (ciencia), sophia (sabiduría), etc. Articular estas dimensiones del conocimiento humano se ha tornado urgente en nuestra época ante la fragmentación y especialización académica, la saturación informativa, la dificultad para alcanzar acuerdos políticos y las inercias culturales que impiden desarrollar nuevos hábitos.

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¿Podrían las religiones convertirse en agentes de transformación cultural, cauces de diálogo e instancias generadoras de espacios interdisciplinares en los que resolver conflictos, alcanzar consensos y catalizar la acción colectiva? La respuesta no es evidente, porque antes requiere de un ejercicio de reconocimiento mutuo. Por un lado, las religiones deberían renunciar a su pretensión de verdad absoluta asumiendo humildemente sus límites epistemológicos, aceptando las conclusiones de la ciencia y delimitando su ámbito de autoridad. Por otro lado, para que el mundo académico, el movimiento ecologista y la clase política puedan sensibilizar y reorientar los hábitos sociales, deberían también asumir el alcance parcial de sus análisis, reconocer la relevancia del actor religioso y tomar en consideración todas las tradiciones sapienciales.

La tarea pedagógica a la que nos conducen las cuestiones socioambientales puede encontrar un aliado estratégico en la sabiduría religiosa. Como han señalado los líderes judíos: «pasamos de la sabiduría heredada a la acción en nuestro presente y nuestro futuro»[24].

Las tradiciones religiosas han ofrecido a lo largo de la historia una cosmovisión capaz de cohesionar la sociedad, configurar las tradiciones, las costumbres y los códigos éticos. Hoy esa visión se construye sobre las ciencias naturales, pero sin llegar a ofrecer una síntesis que armonice el orden social y articule la acción colectiva.

En el siglo XXI las comunidades religiosas están llamadas a releer sus textos sagrados y sus fuentes teológicas para encontrar inspiración y consuelo, concienciar a sus seguidores sobre su responsabilidad ecológica y promover prácticas transformadoras. Ellas pueden convertirse también en foros híbridos de escucha profunda y diálogo sincero, ámbitos sapienciales en los que un ethos medioambiental interreligioso e intercultural puede germinar.

Dimensión «escatológica»

Una crítica esgrimida contra la religión denuncia la excesiva confianza en una salvación futura, celestial, en el «más allá», en detrimento de un compromiso con el presente, la tierra y el «más acá». La esperanza en el futuro puede desactivar el compromiso por los asuntos temporales y rebajar la importancia de lo que sucede aquí y ahora. No es casual que grupos ultraortodoxos de diversas religiones destaquen por su escepticismo o abierto negacionismo de los problemas medioambientales.

El peligro de escapismo religioso es real, por ello quizá Francisco recuerda que, «mientras tanto, nos unimos para hacernos cargo de esta casa que se nos confió, sabiendo que todo lo bueno que hay en ella será asumido en la casa celestial» (LS 244). El creyente está llamado a un «mientras tanto», a vivir la tensión entre la esperanza futura y la tarea presente; a «hacerse cargo» de la casa común sabiendo que, en último término, el futuro del mundo no está en sus manos.

La esperanza, para la mayoría de las religiones, es un elemento constitutivo y un asidero ante las inevitables dificultades de la vida. Es también una de las motivaciones más profundas y el fundamento de su compromiso ético. En la declaración previa a la COP21, los líderes hindúes expresaron una llamada a la responsabilidad con el futuro y a la coherencia con la propia tradición recibida: «A través de esta combinación de acción significativa, transformación personal y servicio desinteresado, realizado como un acto de adoración, seremos capaces de hacer el tipo de transiciones internas y externas que requiere el abordaje del cambio climático. Al hacer esto estamos actuando de una manera profundamente dhármica, fiel a nuestro ethos, filosofía y tradición hindú»[25].

Conscientes de la acelerada degradación de la biosfera y de los riesgos que hemos generado, no podemos desviar la atención, ni ignorar la gravedad de la situación, ni diluir nuestra responsabilidad. Al contrario, la esperanza que brota de la fe conduce a encontrar caminos nuevos de salvación.

Conclusión

Iniciamos esta reflexión preguntándonos por el papel de las religiones en el urgente debate socioambiental. Esta pregunta nos ha conducido a identificar diez dimensiones estructurales de la experiencia religiosa que resultan relevantes en el foro contemporáneo de la sostenibilidad: profética, ascética, penitencial, apocalíptica, sacramental, soteriológica, mística, sapiencial, comunitaria y escatológica.

Las religiones solas no van a resolver el complejo reto de la sostenibilidad. Ahora bien, sin tomar en cuenta la contribución religiosa, su resolución tampoco será posible.

Las tradiciones religiosas han entrado a lo largo de los últimos 50 años en un ámbito relativamente nuevo – el de la sostenibilidad – entablando un diálogo fecundo con la sociedad civil, la comunidad científica y el mundo empresarial. Un diálogo de marcado carácter ecuménico e interreligioso en el que su voz está siendo escuchada con creciente interés.

  1. Este artículo está basado en mi trabajo anterior: J. Tatay, Creer en la sostenibilidad. Las religiones ante el reto medioambiental, Barcelona, Cristianisme i Justicia, 2019.

  2. Cfr L. L. Rasmussen, Earth-Honoring Faith. Religious Ethics in a New Key, New York, Oxford University Press, 2013.

  3. Cfr H. Marlow, Biblical Prophets: Contemporary Environmental Ethics, New York, Oxford University Press, 2009.

  4. Cfr. P. J. Crutzen, «Geology of Mankind», Nature, n. 415, 2002, 23.

  5. A Rabbinic Letter on the Climate Crisis, 29 de octubre de 2015. Cfr D. Howard, «Una dichiarazione islamica sul cambiamento climatico», en La Civiltà Cattolica, 2015, IV, 44-53.

  6. Cfr R. Read – S. Alexander – J. Garrett, «Voluntary Simplicity Strongly Backed by All Three Main Normative-Ethical Traditions», en Ethical Perspectives 25 (2018), 87-116.

  7. «Bhumi Devi Ki Jai!». A Hindu Declaration on Climate Change, 23 de noviembre de 2015.

  8. Cfr D. P. Scheid, The Cosmic Common Good: Religious Grounds for Ecological Ethics, Oxford, Oxford University Press, 2016.

  9. Bartolomé I, Discurso en Santa Bárbara, California, 8 de noviembre de 1997. Cfr E. Theokritoff, «Green Patriarch, Green Patristics: Reclaiming the Deep Ecology of Christian Tradition», en Religions, 8 (2017), 16.

  10. Islamic Declaration on Global Climate Change, 18 de agosto de 2015.

  11. «Bhumi Devi Ki Jai!»…, cit.

  12. Películas como The Road (2009) o The Book of Eli (2010) son buenas muestras del género. Este es también uno de los hilos argumentativos de películas tan taquilleras como Avatar (2009) o The Lord of the Rings (2001-2003). El carácter «revelador», apocalíptico, de la crisis medioambiental ha sido puesto de relieve por C. Godin, La haine de la nature, Ceyzérieu, Champ Vallon, 2012.

  13. Cfr M. Schellengerger – T. Nordhaus, Love Your Monsters: Postenvironmentalism and the Anthropocene, Oakland, Breakthrough Institute, 2011.

  14. A Rabbinic Letter on the Climate Crisis, cit.

  15. Cfr «Bhumi Devi Ki Jai!»…, cit.

  16. Cfr J. Hart, Sacramental Commons. Christian Ecological Ethics, Oxford, Rowman & Littlefield, 2006.

  17. D. E. Christie, The Blue Sapphire of the Mind. Notes for a Contemplative Ecology, New York, Oxford University Press, 2013, 325.

  18. Cfr H. Clinebell, Ecotherapy: Healing Ourselves, Healing the Earth, Minneapolis, Fortress Press, 1996.

  19. The Time to Act is Now: A Buddhist Declaration on Climate Change, 14 de mayo de 2015.

  20. Cfr D. Edwards, «“Sublime Communion”: The Theology of the Natural World in Laudato Si’», en Theological Studies, 77 (2016), 377-391.

  21. Islamic Declaration on Global Climate Change, cit.

  22. Cfr J. Riechmann, Interdependientes y ecodependientes. Ensayos desde la ética ecológica (y hacia ella), Barcelona, Proteus, 2012.

  23. Cfr T. Nhat Hanh, The World We Have: A Buddhist Approach to Peace and Ecology, Berkeley, Parallax Press, 2009.

  24. A Rabbinic Letter on the Climate Crisis, cit.

  25. «Bhumi Devi Ki Jai!»…, cit.

Jaime Tatay
Entró en la Compañía de Jesús en 1999 y se ordenó sacerdote en 2010. Es Ingeniero de Montes y doctor en Teología Moral. Su tesis doctoral fue sobre: «La recepción católica del reto de la sostenibilidad». En la actualidad es profesor en la Universidad Pontificia Comillas, donde imparte cursos de sostenibilidad y ética. Desde 2017 es director de la revista Razón y Fe.

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