FILOSOFÍA Y ÉTICAACÉNTOS

La prudencia

¿Una virtud que ha desaparecido?

Prudenza, giustizia e pace, Jürgen Ovens, 1662

Un patrimonio olvidado

En el imaginario actual, la prudencia está asociada sobre todo a un proceder lento y pormenorizado (como en la conducción automovilística) o a una indecisión de fondo para evitar riesgos o, peor todavía, a una forma de pusilanimidad o cobardía que impide tomar una posición[1]. Valoraciones, estas, que en gran parte heredamos del pensamiento moderno.

Para los antiguos, en cambio, la prudencia era considerada la virtud más bella que el hombre tenía a disposición, guía de todas las demás (auriga virtutum), porque permite reconocer el objetivo fundamental de la vida en una situación concreta, y, sobre todo, porque identifica los medios adecuados para poder alcanzarlo. Los griegos la designaban con la palabra phronēsis (sabiduría), un término que originalmente hacía referencia al diafragma (frēn), sede de la respiración, de la sensibilidad y de la actividad cognitiva del alma, la dimensión más íntima del hombre[2]. El sabio mantiene la razón en buena salud y por eso puede gobernarse a sí mismo. Para Aristóteles, la tarea de la sabiduría consiste en educar la sensibilidad, la energía indispensable para realizar el bien (Topica, V, 8; 138 b 2-5): es la tarea esencial de la razón práctica (Ética Nicomaquea, VI, 5). Por esto, la sabiduría es el eje de la vida moral, porque la meta de esta disciplina no es, agrega Aristóteles, conocer el bien, sino ser buenos. Cicerón traduce phronēsis por prudentia, definiéndola: «la ciencia de las cosas que se deben buscar o rehuir» (De officiis, I, 153).

Como se puede observar incluso a partir de esta simple exploración, no solo la sabiduría-prudencia, sino también la misma filosofía moral se presentan con características bien diversas a las de la aproximación intelectualista propia de la época moderna, a la búsqueda de reglas y definiciones precisas, vaciando de esta forma la razón práctica de la dimensión afectiva. Al respecto, la posición de Kant es emblemática: razón y emoción son enemigos declarados; por ello la elección del bien debe prescindir de cualquier aspecto pasional y realizarse exclusivamente sobre la base de la razón pura. Kant enuncia con claridad las causas de este contraste: «Estar sujetos a emociones y pasiones es siempre una enfermedad del alma, porque ambas excluyen el dominio de la razón»[3]. Se trata de una posición antitética respecto de la de Santo Tomás: «El modo de la virtud, que consiste en la perfecta voluntad, no puede estar despojada de la pasión, no porque la voluntad dependa de la pasión, sino porque a una voluntad perfecta en una naturaleza pasiva necesariamente la sigue la pasión» (De Veritate, q. 26, a. 7, ad 2; cfr a. 1).

Tomás, al comienzo de la segunda parte de la Suma Teológica, observa que: «En materia moral, efectivamente, las consideraciones generales resultan menos útiles, ya que las acciones se desarrollan en el plano de lo particular» (Sum. Theol. II-II, prol.). Para vivir bien debemos saber cómo comportarnos concretamente, y, sobre todo, estar suficientemente motivados para hacerlo. Es por esto que sin la prudencia no se puede hablar de moral.

¿Qué es la prudencia?

Tomás toma la etimología del término de Isidoro de Sevilla: prudencia como porro videns, capacidad de mirar adelante, de mirar lejos, de prever y proveer, de ver el posible punto de llegada de un pensamiento o de una elección mediante comparaciones (collatio) con lo sucedido en el pasado (cfr Sum. Theol. II-II, q. 47, a. 1). Este significado prospectivo se confirma en el hecho de que la palabra latina prudens es la forma contraída de providens (providencia): el prudente es providente, es el que ve antes, mira más allá de la situación puntual.

La tarea específica de la prudencia es, ante todo, la de prefigurar el recorrido adecuado para alcanzar el fin. No establece el fin último, el bien a realizar, que no es objeto de deliberación (cfr Sum. Theol. I-II, q. 57, a. 5), sino que predispone los medios.

De ahí la importancia fundamental de la prudencia en el proceso de discernimiento para tomar las decisiones correctas en la propia vida[4]. Su vínculo con la providencia muestra, además, su dimensión religiosa, de participación en la sabiduría divina, que da luz y fuerza para realizar el bien. Tomás precisa que en esta difícil tarea podemos recurrir a un precioso don del Espíritu Santo, el consejo, que otorga luz al intelecto y fuerza a la voluntad: «La prudencia, que implica rectitud de la razón, es perfeccionada y ayudada al máximo por el Espíritu Santo, y esto es propio del don del consejo. En consecuencia, el don del consejo corresponde a la prudencia, ayudándola y perfeccionándola» (Sum. Theol. II-II, q. 52, a. 2).

Esta docilidad libera de la angustia de creer que todo descansa en nuestras propias fuerzas. Curiosamente, Tomás observa que este complemento necesario para la deliberación había sido reconocido con claridad ya por Aristóteles: «Y también dice el Filósofo [Ética Eudemia 7, 14] que aquellos que son movidos por instinto divino no les conviene aconsejarse por la razón humana, sino que sigan el instinto interior, porque son movidos por un principio mejor que la razón humana» (Sum. Theol. I-II, q. 68, a. 1).

La racionalidad de la prudencia: la «vis cogitativa»

La importancia de la prudencia para la ética proviene del hecho de que expresa una racionalidad completamente especial, síntesis entre la dimensión sensible y la intelectual, que Tomás llama vis cogitativa. Al presentarla, compara el conocimiento humano con el aprendizaje animal. Todo cachorro, por ejemplo, posee desde su nacimiento una serie de informaciones indispensables para vivir, como estirar su boca para alcanzar la ubre de la madre; o, para el caso de la oveja, alejarse cuando ve un lobo, aunque sea la primera vez que ve uno. Esta capacidad, fundamento de lo que hoy llamamos «instinto», Tomás la designa con el nombre de vis aestimativa. Tiene la función de dar una evaluación inmediata de la situación particular, a la que sigue una respuesta en términos de atracción (como la búsqueda del alimento) o de fuga (como la oveja frente al lobo; cfr Sum. Theol. I, q. 78, a. 4).

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Retomando el análisis de Aristóteles, Tomás afirma que el hombre no solo tiene la capacidad de conocer las situaciones particulares, sino también de modificarlas, de reelaborar en un nivel diferente lo que aprendió a partir de sus sentidos, gracias a la facultad llamada «imaginación»[5]. En el hombre, a diferencia del animal, la sensibilidad está bajo el dominio de la razón y de la voluntad, gracias a la vis cogitativa: «Lo que en los otros animales es llamada facultad estimativa natural, en el hombre es llamada cogitativa, porque descubre dichas intenciones por comparación. Por eso, es llamada también razón particular, a la que los médicos le asignan un determinado órgano que es la parte media de la cabeza, y, así, compara las intenciones particulares como la facultad intelectiva compara las universales» (Sum. Theol. I, q. 78, a. 4).

Frente a una situación determinada, el hombre puede reaccionar de diversas maneras: puede, por ejemplo, decidir no comer por seguir un ideal más grande, o afrontar un peligro mortal para mantenerse fiel a un valor. Esta plasticidad es la base del progreso en el conocimiento y permite modificar el comportamiento al incorporar las lecciones de la experiencia. Los instintos, por el contrario, son extremadamente precisos y regulados: cuando un pájaro construye un nido, realiza una serie de operaciones muy elegantes, y no parece evaluar diversas posibilidades para luego escoger una; se observa una suerte de predisposición que orienta la evaluación. Es por esto que los instintos no se aprenden: un perro no aprenderá nunca a construir un nido para pájaros.

Una antropología integrada

A diferencia de los animales, el hombre retoma y reelabora las impresiones sensibles hasta el punto de construir con la imaginación objetos que no existen (como el centauro, el hipogrifo o una montaña de oro). La vis cogitativa cumple la importante función de bisagra entre sensibilidad e intelecto, moviendo a la voluntad a actuar. Es la prueba de la profunda unidad del conocer humano, un conocimiento que nace de lo particular y termina en lo universal, en el valor capaz de encarnarlo. El conocimiento humano es como un edificio que tiene cimientos y pisos diferentes pero unidos entre sí. Los sentidos constituyen el punto de partida, el material que la inteligencia desmaterializa (eso que los medievales llamaban fantasma) y elabora el concepto universal. A su vez, la vis cogitativa influye en la sensibilidad, dando lugar a lo que Tomás llama «pasiones del alma»[6].

Las pasiones surgen de la sensibilidad, pero son también un movimiento del alma: son el fruto de una valoración que involucra al cuerpo (cfr Sum. Theol. I-II, q. 23, a. 2). La ira es un ejemplo: uno puede decidir enojarse, adoptando una postura ante injusticias evidentes. Tal es, por ejemplo, la ira de Jesús: cuando ve a los mercaderes en el Templo (cfr Jn 2,14-18) sale, prepara cuidadosamente una cuerda, y luego da rienda suelta a su ira. Es como si dijera: «He visto esta ofensa y me enojaré dentro de dos horas, cuando todo esté listo». Es una ira deliberadamente suscitada por la voluntad a partir del conocimiento de algo.

Por otra parte, la razón está llamada a escuchar la sensibilidad, para ordenarla, convirtiéndola en un valioso aliado al servicio del bien. Al respecto, santo Tomás retoma una observación de Aristóteles: «Por eso dice el Filósofo, en el I Polit., que la razón prescribe al irascible y al concupiscible, no con autoridad despótica, que es propia del señor para con el esclavo, sino con autoridad política y real, que es la que se ejerce con hombres libres, no sometidos totalmente al imperio» (Sum. Theol. I-II, q. 17, a. 7).

La vis cogitativa puede hacerlo porque, a diferencia de la razón especulativa, concierne a lo particular, al objeto de la sensibilidad, y puede por lo tanto mover a la acción. Esta es la causa de su eficacia, porque gracias a ella conocemos el bien no solo como algo verdadero (como sucede con el conocimiento especulativo), sino como deseable, como bueno, como eso que mueve los afectos y facilita su consecución.

La vis cogitativa presenta, al mismo tiempo, una visión de la ética concreta y objetiva. Su modo de proceder integra estrechamente sensibilidad, intelecto y voluntad, de manera que se pueda alcanzar el bien deseado de forma ordenada, promoviendo a la persona en su integridad. En ausencia de pasiones se caería en el vicio de la insensibilidad (cfr Sum. Theol. II-II, q. 142, a. 1), que nos vuelve inhumanos, incapaces de piedad, ternura y misericordia.

Como sabemos, el aporte que estas diferentes facultades – sensibilidad, intelecto y voluntad – realizan en el ámbito de la toma de decisiones es una de las cuestiones más complejas e intrigantes del proceder humano.

También es interesante observar cómo esta noción, caída en desuso en filosofía, fue retomada por las ciencias humanas, en particular, por la psicología clínica – desde la Gestalt hasta la neurocirugía –, no en su materialidad, sino en su significado esencial: estas disciplinas revelan, en efecto, la contribución cognitiva de las emociones y su influencia en el razonamiento y sus procesos decisionales, a partir de lo que Aristóteles llamaba «sentido común», la facultad unificadora de la sensibilidad[7].

«Vis cogitativa» y prudencia

La vis cogitativa no es idéntica a la prudencia, pero es la facultad que la vuelve posible; su ejercicio repetido la convierte en una virtud, un habitus, literalmente una cosa que se posee, que pertenece al hombre prudente de manera estable, algo así como una segunda naturaleza. Tomás nos da una buena definición de la virtud: «virtud es lo que hace bueno al sujeto que la posee y a sus actos» (Sum. Theo. II-II, q. 47, a. 4). Conocer la situación concreta es un paso previo indispensable, pero no es lo mismo que ser prudentes, es decir, capaces de hacer el bien (cfr De Virtutibus in communi, a. 6, ad 1).

La prudencia presupone, en primer lugar, la rectitud del deseo (rectitudo appetitus), porque es en esta sede que se juega la evaluación operativa. Su característica peculiar consiste en ser, a la vez, virtud intelectual y moral: es recta razón concretamente en acción, que Tomás califica con la célebre definición de recta ratio agibilium (Sum. Theol. II-II, q. 47 a.2 s.c; I-II, q. 58, a. 3). Juzga la bondad de una cosa bajo el aspecto del bien, es decir, de cosa deseable hacia el cual se mueve para conseguirla: «Sin la prudencia, la vida moral puede parecer una orientación irracional hacia fines determinados, sin la guía activa y comprometida de la razón en el orden de la ejecución»[8].

El procedimiento prudencial

La razón práctica procede en tres etapas. Primero investiga, recoge información, luego juzga lo que debe hacer, a partir de los principios primarios del bien y del mal, mediante la facultad que Tomás llama sindéresis (una noción retomada también en los Ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola, a propósito de las Reglas para el discernimiento de los espíritus[9]), y al final decide. Para que la acción sea buena, se requiere que cada uno de los tres pasos sean buenos.

Es sobre todo el tercer momento, el imperium, el imperio, el acto peculiar de la prudencia, que la distingue de las demás virtudes intelectuales, pero también de una virtud práctica como el arte, orientada a la producción de obras externas, en las que la destreza y la habilidad son esenciales. Y, de hecho, mientras en el arte un error deliberado, que contradice voluntariamente la regla, es menos grave que un error realizado por ignorancia de la norma, en la prudencia sucede exactamente lo contrario. Esto porque en el arte la facultad que predomina es la rectitud del juicio, mientras que lo específico de la acción moral es el mandato, la rectitud de la voluntad (cfr Sum. Theol. II-II, q. 47, a. 8). Solo cuando interviene el imperio se puede hablar de vida moral.

De ahí la complejidad de esta virtud. Para actuar bien se requiere, en primer lugar, deliberar bien, gracias a una razón en armonía con la sensibilidad (la vis cogitativa). Pero esto no basta. Una vez que se sabe lo que es bueno, debemos actuar rápidamente. Aristóteles y Tomás están de acuerdo en destacar que el prudente delibera por mucho tiempo, pero decide en poco tiempo y ejecuta con prontitud lo que ha decidido.

Por lo tanto, la prudencia no es en absoluto sinónimo de postergación indefinida o habilidad para no tomar nunca posición, como se piensa mayoritariamente hoy. Al contrario, para Tomás su característica principal es la solicitud (literalmente, retomando de nuevo a Isidoro, ser solers citus, veloces y vivaces): una vez que la razón ha deliberado, la acción debe seguir rápidamente, porque la prudencia proporciona, más allá del conocimiento, también la fuerza para hacer el bien[10].

Esta rapidez es indispensable, porque al momento de decidir pueden surgir impedimentos emocionales, como el miedo o la ansiedad, que pueden hacer que se vuelva a poner en discusión sin motivo una buena decisión. La prudencia confiere suficiente certeza moral, pero no puede tener el rigor y la evidencia del saber especulativo. Quien, como el escrupuloso, busca la corroboración total, infalible, o cree que el tiempo y las fuerzas no son suficientes, no llegará nunca a una conclusión. Uno de los dramas de nuestra sociedad es la búsqueda de una certeza total en las elecciones que debemos realizar, lo cual tiene como consecuencia el aumento del espacio de la incertidumbre y la ansiedad[11].

Deliberación lenta y decisión rápida: estos son los pilares indispensables de la prudencia, una virtud que procede a dos velocidades. Pero si no hay suficiente certeza en los primeros dos momentos, entonces se debe esperar, pues faltan los elementos indispensables de referencia.

Los enemigos de la prudencia

Tomás aclara que la prudencia no se pierde por un defecto de la memoria, por falta de conocimiento de la norma (como sostenía el intelectualismo socrático), sino por las pasiones desordenadas (cfr Sum Theol. II-II, q. 47, a. 16). La mala elección surge de una falta de armonía entre el intelecto y la sensibilidad (eso que Ignacio llama los «afectos desordenados»: cfr Ejercicios espirituales, n. 1); la persona se vuelve así incapaz de reconocer el bien en lo concreto, desatendiendo los valores esenciales para la vida.

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Entre las actitudes específicamente contrarias a la prudencia está el escrúpulo, que mencionábamos más arriba, o su contrario, la decisión tomada demasiado apresuradamente, presa de la ansiedad del momento, sin una adecuada deliberación. Esta es otra forma de imprudencia, incapaz de recorrer las etapas necesarias que conducen a una buena elección: la memoria del pasado, la inteligencia, la razón, la diligencia y, sobre todo, la docilidad (cfr Sum. Theol. II-II, q. 53, a. 3).

En su célebre «silogismo del intemperante», Aristóteles había tratado el tema del que descuida la regla, aun conociéndola, para seguir más bien la sugestión del momento[12]. Sabe lo que debe hacer, pero en la situación concreta prefiere ignorarlo y renuncia a lo que le sugiere la razón. La precipitación es un vicio que prolifera en la era de las redes sociales, en las que con facilidad se publican mensajes sin haberlos pensado y evaluado con calma, dando expresión al lado más superficial de sí mismos.

Una virtud olvidada

El tratado de Santo Tomás sobre la prudencia sigue siendo aún hoy el más completo y articulado que jamás se haya escrito. En la época moderna, como dijimos, el tema pierde rápidamente interés, incluso entre los exponentes de la segunda escolástica. Tomás de Vio – conocido como el Cayetano (1469-1534) – reserva un espacio extremadamente exiguo a la virtud de la prudencia en su célebre comentario a la Suma. Un siglo más tarde, Juan de Santo Tomás (1589-1644) ni siquiera la menciona, e insiste más bien en el papel de la conciencia en el obrar moral.

Sin embargo, es con Francisco Suárez (1548-1617) que el significado atribuido a la prudencia vive un punto de inflexión. El Doctor eximius, si bien partiendo de Tomás, extiende el significado, enfatizando la dimensión de proyección y precisión jurídica y política que caracterizará la dirección propia de la edad moderna, y que había encontrado su expresión más lograda en Maquiavelo[13]. Para el pensador florentino, la prudencia es ante todo objeto de maquinaciones para alcanzar el poder y astucia estratégica necesaria para conservarlo y triunfar sobre sus enemigos; cuando es necesario, esta exige realizar el mal. En este sentido la prudencia tiene un significado totalmente distinto de la tradición anterior, reduciéndose a mera astucia de gobierno, alejada de la sabiduría: «conviene que los buenos consejos, de cualquiera parte que vengan, dimanen de la prudencia del príncipe, y que ésta no dimane de los buenos consejos que él recibe»[14].

Así, incluso en el ámbito teológico es difícil encontrar ensayos y estudios sobre esta virtud decisiva de la vida moral. En su mayoría se trata de comentarios puntuales al texto de Tomás (Pieper, McCabe, Cessario). Los moralistas modernos tienden a reducir el tema a una colección de máximas y reflexiones proverbiales bastante genéricas (Montaigne, La Bruyère, La Rochefoucauld), a un conjunto de normas rigurosas pero abstractas (Kant, Spinoza), a una mera expresión subjetiva de emotividad, renunciando a una posible justificación de la misma (Diderot, Hume, Stevenson), o la ven como un modo de proceder en el ámbito económico (Zamagni, Yuengert). En el mejor de los casos se retoma la dimensión existencial de la sabiduría como «arte de vivir», contraponiéndola a la mentalidad alienada de la época tecnológica (Foucault, Heidegger, Arendt, Gadamer).

Pero no quedan huellas de las características esenciales de la prudencia, arriba recordadas, sin las cuales no es posible llevar una vida digna de este nombre: «La prudencia es la virtud más necesaria para la vida humana. Efectivamente, vivir bien consiste en obrar bien. Pero, para que uno obre bien no sólo se requiere la obra que se hace, sino también el modo de hacerla, esto es, que obre conforme a recta elección, y no por impulso o pasión» (Sum. Theol. I-II, q.57, a. 5).

Sin la deliberación de la prudencia, el edificio mismo de la filosofía podría derrumbarse. Es la parábola de la filosofía moderna mostrada elocuentemente por Alasdair McIntyre: «La apelación de Kant a la razón era heredera histórica y sucesora de las apelaciones de Diderot y Hume al deseo y las pasiones. El proyecto de Kant fue una respuesta histórica a esos fracasos como el de Kierkegaard lo fue al suyo […]. Así como Hume intenta fundamentar la moral en las pasiones porque sus argumentaciones han excluido la posibilidad de fundamentarla en la razón, Kant la fundamenta en la razón porque sus argumentaciones han excluido la posibilidad de fundamentarla en las pasiones, y Kierkegaard en una elección fundamental ajena a todo criterio porque a ello le impele la naturaleza de sus consideraciones, que excluyen tanto la razón como las pasiones»[15].

No obstante los múltiples intentos, el resultado más común es la rendición frente al inquietante advenimiento del nihilismo, que encuentra en Nietzsche su expresión más lograda.

Dos obstáculos, en particular, se interponen en el camino de una posible revaloración de la prudencia. El primero es la exclusión de una perspectiva trascendente, fuente principal de este saber que orienta a la beatitud, participación en la vida divina y fin propio de la vida humana (cfr Sum. Theol. I-II, qq. 1-4). El segundo gran obstáculo para la prudencia es el dualismo antropológico, que desde Descartes en adelante permanece como un supuesto que realmente nunca se ha cuestionado. Al proponer la separación entre razón y afectos, como hemos visto, se vuelve imposible la fundación misma del discurso moral: es el curioso punto de llegada de una época nacida bajo el símbolo de la exaltación de la razón como único criterio de valoración y de comportamiento.

  1. Lapidario, como siempre, escribe Nietzsche: «Así he encontrado a más de una persona inteligente [prudente]: se cubría el rostro con velos y enturbiaba su agua para que nadie pudiera verla por dentro» (F. Nietzsche: «En el monte de los olivos», en Así habló Zaratustra, Buenos Aires, Educar, 107.)
  2. Cfr Homero, Ilíada, VI, 447; Platón, Timeo, 70a; Filebo, 26e; F. Sarri, Socrate e la nascita del concetto occidentale di anima, Milano, Vita e Pensiero, 1997, 62 s.
  3. I. Kant, Antropologia pragmatica, Roma – Bari, Laterza, 1993, s 73, 141. Por esto la prudencia, en cuanto mero conjunto de preceptos técnico-prácticos, es excluida de la filosofía moral (Id., Critica del giudizio, ibid, 1979, s 1, 10 s).
  4. «Conformarse con la recta razón es el fin propio de cualquier virtud moral […]. Ahora bien, incumbe a la prudencia determinar de qué manera y con qué medios debe el hombre alcanzar con sus actos el medio racional. En efecto, aunque el fin de la virtud moral es alcanzar el justo medio, éste solamente se logra mediante la recta disposición de los medios» (Sum. Theol. II-II, q. 47, a. 7).
  5. Cfr Aristóteles, De Anima, III, 433 b 29-39; L. Mazzone, La natura e la dinamica conoscitiva della ragione particolare. La «vis cogitativa» nell’antropologia di san Tommaso d’Aquino, Benevento, Ed. Passione Educativa, 2017.
  6. «En un segundo modo, (se produce esa continuidad) en tanto que el movimiento que va del alma a las cosas comienza en la mente, y procede hacia la parte sensitiva en cuanto que la mente rige las facultades inferiores, y de esa manera alcanza los singulares mediante una razón particular, que es una cierta potencia de la parte sensitiva, que compone y divide las intenciones individuales, que con otro nombre se llama cogitativa» (De Veritate, q. 10, a. 5).
  7. Cfr Th. V. Moore, Cognitive Psychology, Chicago, J. B. Lippincott & Co, 1939; R. Allers, «La vis cogitativa e la valutazione», en The News Scholasticism 15 (1941) 195-221; Id., «The Cognitive Aspect of Emotions», en The Thomist: A Speculative Quarterly Review 4 (1942/4) 589-648; A. Damasio, L’errore di Cartesio, Milano, Adelphi, 1995; M. Nussbaum, L’intelligenza delle emozioni, Bologna, il Mulino, 2008.
  8. T. Centi, «La prudenza», en Tommaso dAquino, s., La Somma Teologica, Firenze, Salani, 1966, vol. XVI, 211. Cfr Sum. Theol. II-II, q. 47, a. 5.
  9. Cfr Sum. Theol. I, q. 79, a. 12; Ignazio di Loyola, s., Esercizi spirituali, n. 314.
  10. «Según San Isidoro, en el libro Etymol.: Solícito significa sagaz y rápido, en cuanto que hay quien, por cierta habilidad del ánimo, es rápido para emprender lo que debe obrar. Esto corresponde a la prudencia, cuyo acto principal es el imperio para la acción sobre lo que previamente ha sido el objeto del consejo y del juicio. Por eso dice el Filósofo en VI Ethic. Que conviene obrar rápidamente una vez tomada la determinación, pero ésta se ha de tomar con calma. Por esa razón, la diligencia es propiamente acto de la prudencia» (Sum. Theol. II-II, q. 47, a. 9).
  11. Cfr G. Cucci, «I mille volti della paura», en La forza dalla debolezza. Aspetti psicologici della vita spirituale, Roma, AdP, 2011, 321-359.
  12. «Es obvio que quien obra con incontinencia no piensa que debería [obrar así], antes de encontrarse en medio de la pasión» (Aristóteles, Ética a Nicómaco, VII, 2, 1145b). Santo Tomás comenta de forma fulminante: «Es evidente que el incontinente, antes de que intervenga la pasión, no cree que hará eso que luego hará por pasión» (Comentario a la Ética a Nicómaco, n. 1341).
  13. La definición de Suárez («La prudencia es la regla suprema de las acciones humanas») se acerca más a la noción de ley de Santo Tomás («La ley es la regla y la medida de las acciones») que a la de virtud cardinal. Al respecto, observa Cintia Faraco: «Al vincular la prudencia a la justicia, ésta se entiende no en su acepción de virtud cardinal, sino en la mucho más terrenal y mundana de administrar y hacer justicia. Suárez, en esencia, multiplica los campos de aplicación de la prudencia, revistiéndola del pragmatismo que Maquiavelo, en sus obras, había descrito como el comportamiento del príncipe prudente» (C. Faraco, «Tra saggezza e realismo político: machiavellismi di Suárez», en Heliopolis 12 [2014/2] 131; cfr F. Suárez, De volontario et involontario in genere, deque actibus volontariis in speciali, en Opera Omnia, Paris, Vives, 1856, Tomo IV, tract. I, disp. IV, sect. III, par. 29; Sum. Theol. I-II, q. 90, a. 1).
  14. N. Maquiavelo, El Príncipe, Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2004, c. XXIII; cfr c. XV.
  15. A. MacIntyre, Tras la virtud, Madrid, Austral, 2014.
Giovanni Cucci
Jesuita, se graduó en filosofía en la Universidad Católica de Milán. Tras estudiar Teología, se licenció en Psicología y se doctoró en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana, materias que actualmente imparte en la misma Universidad. Es miembro del Colegio de Escritores de "La Civiltà Cattolica".

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