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Fraternidad: desafío al Apocalipsis

© Marl Clevenger/Unsplash

El 9 de noviembre de 1989 caía el muro de Berlín. A partir de aquel día, miles de berlineses demolieron ese símbolo que los había mantenido como rehenes durante casi treinta años. Ese día es una fecha emblemática del ocaso de los totalitarismos. Una nueva época parecía surgir, marcada por la globalización. Sin embargo, esta tiene hoy los rasgos de la indiferencia y del conflicto, como a menudo reitera el papa Francisco. Frente a un muro desplomado se han levantado en el mundo muchos otros[1]. No se quedó en medias tintas el Papa al decirle a un grupo de jesuitas: «Hay muros que separan incluso a los hijos de sus padres. Me viene a la mente Herodes. Y para la droga, en cambio, no hay muros que resistan»[2].

Cuando Francisco habló de la Iglesia como «hospital de campaña después de una batalla» no quería utilizar una imagen sugerente, eficaz a nivel retórico. Lo que tenía ante sus ojos era un escenario global de «guerra mundial a trozos». La crisis global asume diferentes formas y se expresa en conflictos, aranceles, alambres de púas, crisis migratorias, regímenes que caen, nuevas alianzas amenazantes y vías comerciales que abren el camino a la riqueza, pero también a tensiones. Se puede construir un mapa, por lo demás, siempre incompleto[3].

Frenar el fin: ¿el Imperio o la Iglesia?

¿Cuál es el sentido de esta historia que vivimos? Massimo Cacciari indicó hace unos años en un libro titulado Il potere che frena un camino que consideramos interesante para recorrer. En él proponía una reflexión de teología política a la luz de la Segunda carta a los Tesalonicenses (2,6-7). Escribió sobre la enigmática figura del katéchon, es decir, de algo o alguien que «retiene» o «contiene», deteniendo o frenando el asalto del Anticristo[4]. De alguna manera, su función se asemeja a la de Epimeteo, hermano de Prometeo: desvanecido el sueño de progreso del que se había hecho cargo Prometeo, a su hermano le toca gobernar los destinos humanos impidiendo la apertura de los vasos en los que están contenidos los males del mundo.

Los padres de la Iglesia procuraron identificar de quién hablaba Pablo y qué podía frenar el fin del mundo. Hasta cierto punto, la interpretación predominante fue que el katéchon era el Imperio romano, con su potestas administrativa que mantenía unido el mundo. Pero esta función asimismo no puede más que pretender para sí una auctoritas espiritual. Con el desmoronamiento del Imperio, tal autoridad pasó, de hecho, a la Iglesia, que en este sentido se convirtió en heredera de aquel.

Pero hoy en día vivimos en una dimensión global que el Imperio romano no conoció. He aquí, pues, nuestra pregunta: ¿cuál es la tarea de la Iglesia en este complejo escenario? Parecería que no es posible eludir una alternativa entre dos posibilidades. Primera posibilidad: anunciar el fin inminente de este «mundo» y acelerar lo más posible su conclusión. Segunda: ser «muro de contención», fuerza de frenado, la última defensa antes de la catástrofe hacia la cual nos conduce el poder que domina el sistema de la globalización salvaje, que gobierna desregulando las relaciones, garantizando inmunidad y seguridad solo al dinero, haciendo que el árbitro sea la guerra. ¿Estamos seguros de que no existe una tercera posibilidad? Es lo que trataremos de averiguar.

La tarea de la Iglesia frente al apocalipsis

¿Es la Iglesia un hospital de campaña, en el sentido de que cura las heridas de una guerra ya perdida, o su intención es revitalizar a miembros debilitados que quieren retomar la lucha? Hay quienes, con espíritu militante, se apoyan precisamente en la aceleración, que tiende a construir un gueto de unos pocos «puros» contra los «otros», es decir, contra los muchos malvados que se propagan[5].

¿Y Francisco? ¿Vive su ministerio como romano pontífice de la utopía de un mundo mejor o de la tragedia de una demolición del mundo que hay que evitar a cualquier precio? ¿Es la tierra para él un balón agujereado al que hay que dar un puntapié para que el mal sea erradicado, señalando «unos cielos nuevos y una tierra nueva»? O, por el contrario, ¿es un vaso de barro hecho pedazos que hay que restaurar pieza por pieza a cualquier precio mediante un lento trabajo de «recomposición» de todas ellas?

Para Francisco, la tarea de la Iglesia no es adaptarse a las dinámicas del mundo, de la política, de la sociedad, para apuntalarla y hacerla sobrevivir de cualquier manera: eso es lo que él juzga como «mundanidad». Y, menos aún, alinearse contra el mundo, contra la política y contra la sociedad. El Papa no rechaza la realidad con vistas a un apocalipsis anhelado, a un final que obtenga la victoria sobre la enfermedad del mundo mediante su destrucción. No empuja con el fin de llevar hasta sus últimas consecuencias la crisis de este predicando el fin inminente ni retiene los pedazos de un mundo que se derrumba buscando alianzas cómodas, equilibrismos o colateralismos. Además, no procura eliminar el mal, porque sabe que es imposible: no haría más que desplazarse y manifestarse en otro lugar, de otras maneras. En cambio, procura neutralizarlo. Justo ahí está la dialéctica de la acción bergogliana. Y ahí está el nudo para comprender cuál es su significado. Ahí está el afán.

El papel global del catolicismo en el contexto actual

Por eso, desde el punto de vista diplomático, asume Francisco la responsabilidad de posiciones arriesgadas. La tradicional cautela diplomática se une al ejercicio de la parresía, hecha de claridad y, a veces, de denuncia: las tomas de posición contra el capitalismo financiero especulativo, la constante referencia a la tragedia de los migrantes, «verdadero nudo político global»[6], la memoria del «genocidio» armenio, la mayor formalización de las relaciones con Palestina… Los ecos persistentes que generaron tales posiciones son los que provienen de «una voz que clama en el desierto», por citar a Isaías, el profeta bíblico. Y el Papa de la misericordia no vacila en gritar «malditos», durante una misa en Santa Marta, a aquellos que fomentan las guerras y se lucran con ellas.

Francisco se confronta con el nuevo papel global del catolicismo en el contexto actual. Y, en este contexto, la suya es —y quiere ser— en esencia una visión espiritual y evangélica de las relaciones internacionales. Hasta cuando habla de diplomacia, como hizo en un encuentro privado que mantuvo el 3 de mayo de 2018 en la Academia Pontificia Eclesiástica, afirma «una diplomacia de las rodillas», es decir, arraigada y fundada en la oración.

Todo se cifra en la alternativa descrita al comienzo. Si Francisco quisiera frenar el colapso no podría sino apoyarse en la ley, en el poder constituido, en la mediación entre Estado e Iglesia, en las reglas que permiten que el sistema se sostenga, hasta llegar al colateralismo. En cambio, si quisiera acelerar los cielos nuevos y la tierra nueva no tendría más opción que trabajar con el pico, con la denuncia, con la desarticulación de lo que mantiene en pie el poder y, por lo tanto, el mundo tal como se está configurando.

De ahí el conflicto de las interpretaciones. Quienes atacan a Francisco lo hacen porque lo acusan de celebrar pactos con el «mundo». Pero, por otro lado, el Papa asesta golpes de pico al establishment —sea mundano, sea eclesiástico, que es lo mismo— y hasta le espeta la lista de las enfermedades que lo afectan. Por otra parte, los que elogian a Francisco lo hacen porque lo sienten misericorde y sensible a la realidad del mundo, hasta el punto de suspender el juicio. Pero es que, además, el Papa dice con vehemencia —así lo hizo durante su visita a Nápoles— que la corrupción «apesta» y no utiliza medias tintas en la denuncia.

Hay un criterio profundamente espiritual que nunca hay que perder de vista. Es el que impulsa a Jesús a acoger a la pecadora y a lanzar por el aire los tenderetes de los comerciantes frente al templo. El criterio es el mismo Jesús. Hay quienes, al ver sus gestos, los considera contradictorios, porque —por rigorismo o por laxismo— no han entendido el Evangelio de Cristo.

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Ocuparse de la política internacional de Francisco significa sumergirse en una visión espiritual que se alimenta de un hondo sentimiento ante la posible catástrofe y las fuerzas del mal en acción, y, al mismo tiempo, de una confianza única en el misterio de Dios que lleva a aceptar los pequeños pasos, los procesos, la autoridad mundana, los coloquios, los prolegómenos, los tiempos largos, las mediaciones[7].

Pero esta aceptación se funda en la conciencia de que el mundo no está dividido entre el bien y el mal, entre buenos y malos. La opción no es discernir las fuerzas (partidistas, políticas, militares) con las cuales aliarse y a las que apoyar para hacer triunfar el bien. Esta aceptación de la conversación diplomática se sustenta en la certeza de que en este mundo no se da el imperio del bien. Por eso hay que dialogar con todos. De manera definitiva, el poder mundano está desacralizado. Aunque, por una parte, el que se dedica a la política está llamado a hacerse «santo» precisamente como político, actuando por el bien común, por la otra, no hay ningún poder político que sea «sagrado».

En tal sentido, Francisco confía todo y solo en el futuro escatológico, solo en Dios. Pero justamente esto lo impulsa a hacer todos los esfuerzos posibles por centrarse en la «integración», en todo aquello que, dejando de lado cualquier falsa ilusión de «sacro imperio», conduzca a los hombres por el camino del bien, aun en medio de las tentaciones de este mundo. Justo por eso nadie es «el malo», es decir, nadie es la encarnación del demonio. Y esto es escandaloso porque deja abierta una puerta (a veces verdaderamente estrecha, pero, aun así, abierta) también en situaciones problemáticas a nivel político.

Contra la tentación de un catolicismo tribal

Así pues, la energía que lo lleva a frenar la caída del mundo en el precipicio no impulsa al Papa a establecer compromisos con los poderes. Este es el punto más delicado del razonamiento, porque, a veces, la Iglesia cree que el único modo de frenar la decadencia consiste en aliarse con un partido político que permita su supervivencia como agencia de sentido. Pero Bergoglio no cree en este poder del poder. Lo sagrado nunca es puntal del poder. El poder nunca es puntal de lo sagrado.

Así pues, el alto discurso propio del pontificado se asocia tanto con los temas de la igualdad, de la necesidad de «tierra, casa y trabajo», como con los vinculados a la libertad. Ahora el «relativismo» se desvela aún más en sus aspectos de devastación social. El llamamiento a la «lucha» contra la dictadura del relativismo toca el corazón de la dignidad humana, que sigue indefensa e inerme sin tierra, sin casa y sin trabajo. Y esto no es porque Francisco imagine un paraíso en la tierra, pues no le es propio un utopismo mundano, sino una mirada de fe que se funda en el Juicio final, tal como nos lo presenta el Evangelio de las bienaventuranzas.

Un embajador señaló a este propósito que «el lenguaje de Benedicto XVI era el de la modernidad occidental, que, por una parte, reconocía el pluralismo de las visiones del mundo en la sociedad contemporánea, pero, por la otra, denunciaba la “dictadura del relativismo”. El lenguaje de Francisco, aun mirando de frente los muchos desafíos de la modernidad cultural, considera al mismo tiempo como predominante el proceso de polarización social y económica que se va desplegando a escala global con avance apremiante y creciente intensidad»[8].

En este punto cae la contraposición entre laico y cristiano, entendidos como categorías ideológicas, campos semánticos y referencias abstractas. El Espíritu es incontenible. El pensamiento «cristiano» se opone de por sí a un pensamiento «laico» solo si se ha transformado en ideología. Pero si él mismo se convierte en ideología, no tiene nada más que ver con Cristo.

En realidad —dijo el Papa en Egipto[9]—,todas las contraposiciones endurecidas por el polvo de los tiempos caen. La verdadera sabiduría es «abierta y en movimiento, humilde y escudriñadora al mismo tiempo». Solo hay una contraposición: la que se da entre la «cultura del encuentro» y la «barbarie del conflicto». ¿Y las religiones? Dice el pontífice en referencia a Egipto: «Su tierra también ha sido iluminada por la luz multicolor de las religiones». Esa policromía no contrapone los colores poniéndolos en antítesis, sino que los asume en una visión no conflictual. En el fondo, este es el gran problema de hoy: la diversidad se suele vivir en clave de conflicto.

En su discurso para la publicación del número 4000 de La Civiltà Cattolica afirmaba Francisco: «Dad a conocer cuál es el significado de la “civilización” católica, pero dad a conocer también a los católicos que Dios está trabajando asimismo fuera de los confines de la Iglesia, en toda verdadera “civilización”, con el soplo del Espíritu». Y poco antes, en el mismo discurso, había dicho que «la cultura viva tiende a abrir, a integrar, a multiplicar, a compartir, a dialogar, a dar y a recibir dentro de un pueblo y con los demás pueblos con los que se entra en relación»[10].

Para Bergoglio la cultura tiene valor de verbo más que de sustantivo. Solo los verbos la expresan bien; en particular, abrir, integrar, multiplicar, compartir, dialogar, dar y recibir. Siete verbos conjugables en pasado, presente y futuro. Siete verbos que pueden indicar o invitar o expresar un imperativo que impulsa a la acción[11]. El primero de ellos es «abrir».

Lejos está del Papa la idea de un populismo católico o, peor aún, de un etnicismo católico, porque el Dios que él busca se halla en todas partes. Muy lejos está la idea de un «tribalismo» que se apropia del libro de los Evangelios o del símbolo mismo de la cruz. Las nociones de «raíces» y de «identidad» no tienen el mismo contenido para el católico que para el identitario neopagano. Las raíces étnicas, triunfalistas, arrogantes y vengativas son, simplemente, lo contrario del cristianismo.

La tercera guerra mundial no es un destino. Evitarla implica tirar de misericordia y significa sustraerse a las narraciones fundamentalistas y apocalípticas envueltas en atavíos y máscaras religiosas. Francisco lanza un desafío al apocalipsis y al pensamiento de redes políticas que apoyan una geopolítica devastadora del enfrentamiento final, fatal e inevitable. La comunidad de los creyentes, la de la fe (faith), nunca es la comunidad de los combatientes, la de la batalla (fight).

Hay que huir de la tentación transversal de proyectar la divinidad sobre el poder político que se reviste de ella para sus propios fines. De esa manera se vacía desde dentro la maquinaria narrativa de los milenarismos sectarios que preparan para el apocalipsis y para el «enfrentamiento final». El énfasis puesto en la misericordia como atributo fundamental de Dios expresa esta exigencia de raíz cristiana.

Por eso Francisco está desarrollando una sistemática contranarración respecto de la narrativa del miedo. Así pues, hay que combatir la manipulación de este período de ansiedad e inseguridad. Y, también por este motivo, el Papa niega con valentía toda legitimación teológico-política a los terroristas, evitando, por ejemplo, cualquier reducción del islam al terrorismo islamista. Tampoco se la da a quienes postulan y quieren una «guerra santa» o a quienes construyen barreras de alambre de púas solo con la excusa de frenar el apocalipsis y de levantar un muro de contención físico y simbólico con el fin de restaurar un «orden». En efecto, para el cristiano, el único alambre de púas es el de la corona de espinas que Cristo lleva en la cabeza.

San Francisco en el solio de san Pedro

De manera provocativa y evangélica, Francisco llega a llamar a los mismos terroristas, con una expresión a la vez cargada de condena y de compasión, «pobre gente criminal». Utilizó estas palabras en el encuentro con los refugiados y los jóvenes discapacitados junto a la iglesia católica latina de Betania, el 24 de mayo de 2014. En detalle, siempre vemos al pecador —en este caso, al terrorista— como el «hijo pródigo» y nunca como una suerte de encarnación diabólica. Y ello llegando hasta la afirmación, de veras singular, de que detener al agresor injusto es en sí «un derecho de la humanidad», aunque también postulando esto como «un derecho del agresor»: el derecho «de ser detenido para que no haga daño»[12]. De ese modo se ve la realidad bajo una doble perspectiva, que incluye y no excluye al enemigo y su mayor bien.

El amor típico del cristiano no solo es el que tiene por destinatario al «prójimo», sino también el amor al «enemigo». Cuando se llega a mirar al hombre que comete el horror con alguna forma de pietas, gana de una manera humanamente inexplicable —y también «escandalosa»— justo la que constituye la fuerza íntima del Evangelio de Cristo: el amor al enemigo. Este es el triunfo de la misericordia.

Sin esto, el Evangelio correría el peligro de volverse un discurso edificante, aunque, ciertamente, no revolucionario. La elección de Francisco es la de Cristo frente al gran inquisidor, tal como nos la presenta Dostoyevski en Los hermanos Karamázov: un beso en los labios de quien le anuncia la condena a muerte; un beso no hace cambiar de idea, pero hace temblar los labios y «quema el corazón».

El Papa opone una fuerte resistencia a la fascinación por el catolicismo entendido como garantía política, como «último imperio», heredero de vestigios gloriosos, pilar de resistencia contra la declinación frente a la crisis de los liderazgos globales en el mundo occidental. En términos sencillos, diríamos que Francisco está alejando el cristianismo de la tentación de seguir siendo heredero del Imperio romano: esa herencia que mezcla potestas política y auctoritas espiritual, que hemos citado al inicio de nuestra reflexión. Él despoja el poder espiritual de sus ropajes temporales, de sus corazas, de sus armaduras oxidadas y herrumbradas. Su hábito blanco —y sin escudos— lleva de nuevo el cristianismo a Cristo. Ya no se viste más de rojo, color imperial por tradición y expresión de la imitatio imperii del obispo de Roma, cuya justificación y sanción jurídica están constituidas por el Constitutum Constantini, la Donación de Constantino.

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No nos hagamos ilusiones: el entrelazamiento entre sacerdotium e imperium no es fácil de desenredar. Tal vez ni siquiera sepamos los resultados de este proceso. Hay que aclarar las condiciones y las posibilidades. El Papa ya no corona de manera simbólica a ningún «rey» como defensor fidei. Aunque es un líder religioso de relevancia mundial, también es un líder dotado de un soft power capaz de proponer una visión del mundo con capacidad de futuro.

En este sentido, san Pedro es san Francisco. Para algunos esto constituye un oxímoron, el «escándalo», es decir, la piedra de tropiezo en la lectura del pontificado. La aureola del santo de Asís, pobre cristiano, coincide con la del vicario de Cristo. Y abandona para siempre el perfil del emperador romano. Pero también huye del peligro de identificarse con la figura de un Quijote de La Mancha que lucha contra los molinos de viento de nuestros días. Y rehúye la tarea de psicopompo de las almas bellas que han quedado en el redil.

Si acaso, vuelve a la mente la figura de Dante, que en el De Monarchia asocia directamente la auctoritas espiritual del Papa con la paternitas. Justo sobre este punto comenta Massimo Cacciari: «Un “primado” […] que se expresa en el poder de la Iglesia de hacerse radicalmente humilde, pobre, evangélica. Que significa aparecer frente al mundo desnuda, impotente, crucificada. Verbum abbreviatum, en resumen: Francisco es la salvación de la Iglesia. Y solo levantando la cruz de Francisco podrá la Iglesia custodiar también su propia paternitas frente a la autoridad política»[13].

Solo una Iglesia que, al confesar abiertamente que no es la ciudad de Dios ya realizada, rechace todo compromiso en la gestión del poder político podrá ser todavía escuchada y válida en el «siglo». En este sentido se expresa con razón Paul Elie, que en The New York Times publicó un ensayo titulado «Francis, the Anti-Strongman». Escribe Elie: «Estamos en la era de los hombres fuertes: Xi Jinping en China, Vladímir Putin en Rusia, Viktor Orbán en Hungría y [hasta hace poco] Donald Trump en Estados Unidos; todos ellos desdeñan los controles y equilibrios, la prensa independiente y otras fuerzas que podrían contrarrestar a un director ejecutivo con autodeterminación. En estas circunstancias, el papa Francisco ha surgido como un anti-hombre-fuerte. La elección de su nombre evocó a Francisco de Asís, humilde patrono de los pobres»[14]. La exhortación apostólica Gaudete et exsultate, centrada por entero en la santidad y publicada al cumplirse exactamente cinco años de su elección, es para el Papa el corazón de su acción de «reforma» de la Iglesia, que no puede reducirse a las decisiones organizativas sobre la curia.

Francisco quiere devolver a Dios su verdadero poder, que es el de la integración. «Integrar» significa «insertar las diferencias de épocas, naciones, estilos y visiones en el proceso de construcción». En Corea, el pontífice dijo con claridad a los obispos de todo el continente asiático que la identidad no solo está hecha de contenidos dados que haya que preservar, ni tampoco de un pasado que haya que conservar con celo[15]. Para el Papa, el tiempo verbal de la identidad no es el pretérito, que genera las «tentaciones identitarias», sino el futuro. La identidad no solo revela quiénes somos, sino sobre todo qué esperamos. La identidad no se otorga por lo que eres, sino por lo que esperas.

Y también se basa en esto una visión de la Iglesia fundada en la esperanza y en el futuro escatológico, que es ultramundano. Francisco ya se lo había recordado a los obispos de Estados Unidos: hay que estar atentos a no caer en la tentación de confundir «el poder de la fuerza con la fuerza de la impotencia, a través de la cual Dios nos ha redimido»[16]. Nunca hay que convertir «la cruz en bandera de luchas mundanas»[17]. La intención de Bergoglio consiste en liberar a los pastores del sentimiento de hallarse en una guerra de defensa de un orden cuya caída podría ser el apocalipsis del catolicismo y, tal vez, del mundo. El Papa no quiere obispos «consternados», presa de una suerte de «complejo de Masada», por el cual la Iglesia se siente cercada por una sociedad a la que debe combatir. También la defensa del denominado «Occidente cristiano» es, en realidad, una perversión instrumental de la moral cristiana. En algunos casos hasta se llega a justificar los intereses geopolíticos o económicos alimentándolos con la narrativa de la defensa de los cristianos perseguidos.

La primacía de la autoridad espiritual y el fin de la «cristiandad»

Así pues, Francisco revela la convicción que se ha formado asimismo al leer al teólogo jesuita Erich Przywara: estamos al final de la época constantiniana y del experimento de Carlomagno. La «cristiandad», es decir, el proceso iniciado con Constantino, en el que se realiza un nexo orgánico entre cultura, política, instituciones e Iglesia, está concluyendo. Przywara —citado varias veces por el pontífice— estaba convencido de que Europa había nacido y crecido en relación y en contraposición con el Sacrum Imperium, que hundía sus propias raíces en la tentativa de Carlomagno de organizar Occidente como un Estado totalitario. No obstante, el fin de la cristiandad en modo alguno significa el ocaso de Occidente; antes bien, ese proceso lleva en sí un recurso teológico decisivo, en cuanto la misión de Carlomagno llega a su fin. Cristo mismo retoma la obra de conversión. Cae el muro que, casi hasta el día de hoy, ha impedido que el Evangelio llegue a los estratos más profundos de la conciencia y penetre hasta el centro del alma[18].

El fin del constantinismo es «la posibilidad para la Iglesia de retomar los caminos evangélicos abiertos por Francisco de Asís, Ignacio de Loyola y Teresa de Lisieux, rompiendo la barrera que la separaba de los pobres, a quienes el cristianismo —en la coyuntura teológico-política de las varias formas de la cristiandad— siempre apareció como la ideología —y la garantía— política de los estamentos dominantes»[19]. Y esta misma visión lleva al Papa a amar las Iglesias «cero coma», es decir, las que tienen porcentajes muy bajos de católicos respecto de la población del país en que se encuentran, porque son semillas para la Iglesia universal. De ahí la geografía de la Santa Sede —incluida la del Colegio Cardenalicio y la de los viajes apostólicos—, que es una geografía pastoral. Así pues, se plantea una clara diferencia entre el esquema teopolítico imperial de herencia «constantiniana», que quiere instaurar el reino de una divinidad aquí y ahora, y el esquema teopolítico «franciscano», que es escatológico, es decir, que mira hacia el futuro e intenta orientar la historia presente hacia el reino de Dios, un reino de justicia y de paz. Desde luego, en el esquema «imperial» la divinidad es la proyección ideal del poder constituido. Esta visión genera la ideología de conquista. Por el contrario, la visión «franciscana» genera el proceso de integración.

Y esto es aún más acusado hoy en día, es decir, en una época en la que —con un nuevo «desorden» mundial todavía difícil de descifrar— el catolicismo adquiere una relevancia en temas de interés global, como el medioambiente, los migrantes y refugiados o el respeto de los derechos humanos. En absoluto se trata de aislar a Francisco con la etiqueta, demasiado fácil y superficial, de «Papa del sur» del mundo, en contraposición con la secularizada Europa. Se trata, por el contrario, de comprender que la que cambia las cuestiones que definen el impacto del catolicismo en la esfera pública es la globalización de la Iglesia.

El 9 de mayo de 2016, en una entrevista concedida al diario francés La Croix, el Papa dijo, por ejemplo, respecto de Europa: «Sí, Europa tiene raíces cristianas. El cristianismo tiene el deber de regarlas, pero con espíritu de servicio, como en el lavatorio de los pies. El deber del cristianismo hacia Europa es el de servicio». Y también comentó lo siguiente: «La aportación del cristianismo a la cultura es la de Cristo con el lavatorio de los pies, es decir, el servicio y el don de la vida»[20].

Y este es el imponente mensaje que Francisco dio a la Iglesia italiana en Florencia, en el año 2015, como parte de un largo discurso que hay que sacar cuanto antes del archivo: «No veremos nada de su plenitud si no aceptamos que Dios se despojó. Y, por lo tanto, no entenderemos nada del humanismo cristiano y nuestras palabras serán bonitas, cultas, refinadas, pero no serán palabras de fe. Serán palabras que suenan vacías»[21].

La primacía de la autoridad espiritual es la de la misericordia. En la mencionada ocasión, Francisco dijo a los obispos italianos: «Ante los males y los problemas de la Iglesia es inútil buscar soluciones en conservadurismos y fundamentalismos, en la restauración de conductas y formas superadas que ni siquiera a nivel cultural tienen capacidad de ser significativas. La doctrina cristiana no es un sistema cerrado incapaz de generar preguntas, dudas o interrogantes, sino que está viva, sabe inquietar, sabe animar. Tiene un rostro que no es rígido, tiene un cuerpo que se mueve y crece, tiene carne tierna: la doctrina cristiana se llama Jesucristo»[22].

El poder del Crucificado —y, por tanto, el poder crucificado— es el único que puede salvar el mundo.

Bergoglio sabe que el «pueblo elegido» que se convierte en «partido» accede a un intrincado entramado de dimensiones religiosas, institucionales y políticas que le hacen perder el sentido de su servicio universal y lo contraponen a los que están lejos, a los que no le pertenecen, a los «enemigos». Ser «parte» crea al enemigo: hay que huir de esta tentación. Tampoco pueden derivarse directamente recetas políticas del Evangelio. Por otra parte, sin embargo, este discierne y juzga la acción mundana y sus criterios. Dos ejemplos al respecto: reducir a hombres, mujeres y niños que han huido de su tierra a la condición de objetos perdidos en las aguas del Mediterráneo no puede ser aceptable como medio de presión para modificar los tratados internacionales; del mismo modo, en la frontera entre Estados Unidos y México tampoco se puede separar a los hijos de sus padres considerándolo un acto de crueldad justificado como forma de disuasión de la inmigración clandestina.

El desafío al apocalipsis tras la Bomba y el Muro: la fraternidad humana

Tras haber recorrido el camino de estas reflexiones podemos regresar a la pregunta de la cual partimos: ¿anuncia y acelera Francisco el fin, anhelando la utopía de un mundo nuevo, o retiene los fragmentos de un mundo que se está haciendo añicos? Al final de nuestro itinerario resulta claro que su camino no corresponde en su totalidad a ninguna de esas dos hipótesis alternativas. Pero hay una tercera.

Francisco presenta la Iglesia como signo de contradicción en un mundo habituado a la indiferencia. Reacciona, en primer lugar, pidiendo oraciones por el mundo, aunque, ante todo, por él mismo; y, en segundo, desarrollando una acción pedagógica hacia aquellos hijos de Dios que todavía no saben ser hijos y, por lo tanto, hermanos entre ellos. Sabe que la misión de la Iglesia pertenece al ámbito de la educación y, en consecuencia, al de la espera y la paciencia.

Un ejemplo claro en este sentido fue la firma, junto con el gran imán de Al-Azhar, del Documento sobre la fraternidad humana por la paz mundial y la convivencia común, el 4 de febrero de 2019 en Abu Dabi[23]. Creemos que todavía no se ha comprendido bien el alcance de ese acontecimiento y de ese documento. En sus páginas hay una intuición que, por una parte, anula las aceleraciones apocalípticas de las posiciones yihadistas o «neocruzadas», mientras que, por la otra, no limita la acción terapéutica a poner simples parches, vendas y muletas para retardar el inevitable fin. Dichas páginas, que no solo fueron firmadas, sino también escritas en común por el Papa y el imán, no son prisioneras de la desilusión, pero tampoco se pierden en la utopía.

En ese texto la lectura de la realidad manifiesta «una situación mundial dominada por la incertidumbre, la desilusión y el miedo al futuro, y controlada por intereses económicos miopes». Los dos líderes se expresan «en el nombre de Dios», pero no plantean directamente premisas teológicas asimétricas. Por el contrario, parten de la experiencia de su encuentro y del hecho de que, a partir de su fe en Dios, varias veces han compartido «las alegrías, las tristezas y los problemas del mundo contemporáneo». Así reza el comienzo del texto: «La fe lleva al creyente a ver en el otro a un hermano que debe sostener y amar. Por la fe en Dios, que ha creado el universo, las criaturas y todos los seres humanos —iguales por su misericordia—, el creyente está llamado a expresar esta fraternidad humana, protegiendo la creación y todo el universo y ayudando a todas las personas, en especial a las más necesitadas y pobres».

El documento aborda con valentía el desafío de la enfermedad de la religión, que transforma la santidad en un servicio de acción política entendida como causa sagrada. En sus formas más extremas y virulentas, dicha enfermedad parece impulsar al adepto a una nueva «creación» del mundo a través de la violencia. Así, se rechaza la visión apocalíptica que genera el terror como instrumento para una realización rápida de la voluntad de Dios entendida como destrucción. Este es, en efecto, el núcleo teológico del terrorismo religioso. Francisco y Al-Tayeb desvelan juntos las dinámicas perversas de esta visión y le arrancan de manera definitiva justo el carácter religioso.

El reconocimiento de la fraternidad es vertical, fundado en la trascendencia y en la fe en Dios. Para los dos firmantes, el hombre no se salva solo, como diría una ética laica, ilustracionista, radical y burguesa. La fraternidad tampoco es un dato meramente emotivo o sentimental. No es el simple «quererse» —por importante que sea—. Por el contrario, es un mensaje imponente que entraña asimismo un valor político. No es casual que conduzca directamente a reflexionar sobre el significado de la «ciudadanía»: todos somos hermanos y, por lo tanto, todos somos ciudadanos con iguales derechos y deberes, a la sombra de los cuales todos gozamos de la justicia. Hablar de «ciudadanía» aleja tanto los fantasmas de un fin acelerado como las soluciones políticas postizas con tal de evitar lo peor. En efecto, la idea de «minoría», que trae consigo las semillas del tribalismo y de la hostilidad y que ve en el rostro del otro la máscara del enemigo, desaparece.

Así, el mensaje asume una relevancia global: en un tiempo signado por muros, odio y miedo inducido, estas palabras invierten la lógica mundana del conflicto necesario. El Papa lo expresó con claridad en su mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 2020[24]: «El miedo a menudo es una fuente de conflicto»; «la desconfianza y el miedo aumentan la fragilidad de las relaciones y el riesgo de violencia». Por tanto, hay que romper la «lógica morbosa» del miedo. El enfoque de Francisco es subversivo respecto de las teologías políticas apocalípticas que se están difundiendo tanto en el mundo islámico como en el cristiano. Y no solo en ellos. No es casual que, en su viaje a Tailandia y a Japón, el papa Francisco haya citado cuatro veces el documento de Abu Dabi. Se lo regaló al patriarca budista en Bangkok y lo mencionó en Hiroshima, donde la bomba atómica, con su energía destructiva apocalíptica, se lanzó sobre la humanidad. Y ya han llegado fuertes resonancias de sintonía con el «Documento sobre la fraternidad humana» desde el mundo budista, hinduista, sij.

* * *

Comenzamos hablando del muro de Berlín y concluimos con la bomba de Hiroshima. La dirección hacia la cual debemos movernos para evitar el precipicio del apocalipsis ha sido trazada. El fundamento de todo está en una frase del documento de Abu Dabi: «La fe lleva al creyente a ver en el otro a un hermano al que debe sostener y amar». La fraternidad es el verdadero desafío al apocalipsis.

  1. Cfr G. Salvini, «Aumentan los muros entre los pueblos», La Civiltà Cattolica Iberoamericana 2, n. 15 (2018), pp. 85-93.
  2. Francisco, «“Il nostro piccolo sentiero”. Il Pontefice incontra i gesuiti in Thailandia e Giappone», La Civiltà Cattolica IV (2019), p. 419.
  3. La primera vez que Francisco utilizó la expresión «hospital de campaña» en referencia a la Iglesia fue durante la entrevista que le hice al comienzo de su pontificado: A. Spadaro, «Intervista a Papa Francesco», La Civiltà Cattolica III (2013), pp. 449-477. Sobre la visión del mundo propia de Francisco, cfr id., Il novo mondo di Francesco. Come il Vaticano sta cambiando la politica globale, Venecia, Marsilio, 2018.
  4. Cfr M. Cacciari, Il potere che frena. Saggio di teologia politica, Milán, Adelphi, 2013.
  5. Tal es la tesis de autores como Rod Dreher, sobre la cual nuestra revista ha tratado en A. Gonçalves Lind, «¿Cuál es la tarea de los cristianos en la sociedad actual? “Opción Benito” y herejía donatista», La Civiltà Cattolica Iberoamericana 2, n. 14 (2018), pp. 24-34.
  6. «El papa Francisco se encuentra con La Civiltà Cattolica con ocasión de la publicación del número 4000», La Civiltà Cattolica Iberoamericana 1, n. 4 (2017), pp. 7-15, en particular p. 11.
  7. Cfr Francisco, «“Il nostro piccolo sentiero”…», op. cit.
  8. P. Ferrara, Il mondo di Francesco. Bergoglio e la politica internazionale, Cinisello Balsamo, San Paolo, 2016, p. 21.

  9. Francisco, Discurso a los participantes en la conferencia internacional para la paz, El Cairo, 28 de abril de 2017, disponible en http://www.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2017/april/documents/papa-francesco_20170428_egitto-conferenza-pace.html.
  10. «El papa Francisco se encuentra con La Civiltà Cattolica con ocasión de la publicación del número 4000», op. cit., pp. 12 y 11.
  11. Cfr ibid., p. 10.
  12. Francisco, Rueda de prensa en el vuelo de regreso de Corea a Roma, 18 de agosto de 2014, disponible en http://www.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2014/august/documents/papa-francesco_20140818_corea-conferenza-stampa.html.
  13. M. Cacciari, Il potere che frena…, op. cit., p. 99.
  14. P. Elie, «Francis, the Anti-Strongman», The New York Times, 24 de marzo de 2018, disponible en https://www.nytimes.com/2018/03/24/opinion/sunday/francis-the-anti-strongman.html.
  15. Cfr Francesco, Discurso con ocasión del encuentro con los obispos de Asia, 17 de agosto de 2014, disponible en http://www.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2014/august/documents/papa-francesco_20140817_corea-vescovi-asia.html.
  16. Francisco, Discurso con ocasión del encuentro con los obispos de Estados Unidos, 23 de septiembre de 2015, disponible en http://www.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2015/september/documents/papa-francesco_20150923_usa-vescovi.html.
  17. Ibid.
  18. G. Zamagni, «“Tra Costantino e Hitler”. L’Europa di Friedrich Heer», en id., Fine dell’era costantiniana. Retrospettiva genealogica di un concetto critico, Bolonia, il Mulino, 2012, pp. 55-57.
  19. F. Mandreoli y J. L. Narvaja, «Introducción», en E. Przywara, En torno a una idea de Europa. La «crisis» de toda política «cristiana», San Miguel, Instituto Thomas Falkner sj, 2015, p. 48.
  20. G. Goubert y S. Maillard, «Entretien exclusif avec le pope François», La Croix, 17 de mayo de 2016, texto completo en versión española disponible en https://www.la-croix.com/Religion/Pape/Entrevista-papa-Francisco-La-Croix-texto-completo-2016-06-30-1200772578.
  21. Francisco, Discurso con ocasión del encuentro con los participantes en el V Congreso de la Iglesia italiana, 10 de noviembre de 2015, disponible en http://www.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2015/november/documents/papa-francesco_20151110_firenze-convegno-chiesa-italiana.html.
  22. Ibid.
  23. Documento sobre la fraternidad humana por la paz mundial y la convivencia común, Abu Dabi, 4 de febrero de 2019, disponible en http://w2.vatican.va/content/francesco/es/travels/2019/outside/documents/papa-francesco_20190204_documento-fratellanza-umana.html
  24. Francisco, Mensaje para la celebración de la 53.ª Jornada Mundial de la Paz: «La paz como camino de esperanza: diálogo, reconciliación y conversión ecológica», 1 de enero de 2020, disponible en http://www.vatican.va/content/francesco/es/messages/peace/documents/papa-francesco_20191208_messaggio-53giornatamondiale-pace2020.html.
Antonio Spadaro
Obtuvo su licenciatura en Filosofía en la Universidad de Mesina en 1988 y el Doctorado en Teología en la Pontificia Universidad Gregoriana en 2000, en la que ha enseñado a través de su Facultad de Teología y su Centro Interdisciplinario de Comunicación Social. Ha participado como miembro de la nómina pontificia en el Sínodo de los Obispos desde 2014 y es miembro del séquito papal de los Viajes apostólicos del Papa Francisco desde 2016. Fue director de la revista La Civiltà Cattolica desde 2011 a septiembre 2023. Desde enero 2024 ejercerá como Subsecretario del Dicasterio para la Cultura y la Educación.

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