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La fraternidad en el Antiguo Testamento

Joseph Pardons His Brothers, Bacchiacca, 1515

En el desarrollo de las ideas del Antiguo Testamento, el tema de la «fraternidad» sigue un proceso bastante consistente, en el que deben tenerse en cuenta las implicancias que conlleva el ser hermanos, lo que no siempre se señala con términos como «hermana» o «hermano». Se diría que todo el recorrido de la revelación bíblica se extiende entre dos extremos: comienza con Adán, punto de origen de una humanidad ligada con lazos de sangre pues desciende de «una sangre » (He 17,26; cfr Gn 1-2), y termina en Jesucristo, «primogénito en medio de numerosos hermanos» (Rm 8,29), y por tanto único lugar de comunión en el que la fraternidad original entre los hombres se cumple de manera absoluta. Pero esta fraternidad de todos los hombres en el Señor deriva de la relación filial que Jesús tiene con el Padre, e indica nuestro nuevo modo de relacionarnos con Dios en Jesucristo, es decir, de hijos con el Padre.

Sin embargo, en el Nuevo Testamento la existencia humana presenta una problematicidad constitutiva, que pone al descubierto el modo ambiguo en que somos hermanos. El hombre es hijo de Adán, único progenitor en la primera creación, y es hijo de Dios, porque fue redimido en Cristo. Se diría que el hombre está marcado originalmente por una doble paternidad, de la que se sigue un doble título de fraternidad y, al mismo tiempo, una herida interior. En realidad, la paternidad de Dios no se superpone a la de Adán, sino que se remonta a Dios a partir de Adán, «hijo de Dios» (Lc, 3,38). Lo mismo vale para la fraternidad, que ahora pasa a través de la persona divina del Señor Jesús, que salda la fraternidad divina del hombre con la comunión de sangre con él. Pero la historia del Antiguo Testamento ya la enriquecía de espesor y sentido a través de las sucesivas alianzas con Abraham, Moisés, David y Aarón, que parecían restringirla y particularizarla. La alianza con Dios – la nueva como la antigua – es una escuela privilegiada de fraternidad.

Y, sin embargo, hay una herida existencial. Herida causada por el pecado y no por nuestra condición humana original, y que sana completamente solo con la muerte del hombre viejo, nacido del pecado de Adán, y con la fraternidad en Cristo muerto y resucitado (Rm 5,12-19). En el designio del Padre, de esa fraternidad no se excluye a nadie: es precisamente la Iglesia, comunión de caridad.

En relación a este tema, dos libros del Antiguo Testamento ocupan un lugar privilegiado, como puede verse en el uso excepcionalmente frecuente del término «hermano»: el libro del Génesis y el de Tobías.

El libro del Génesis

El primer libro de la Biblia revela que la laceración de la conciencia humana se remonta a los orígenes. En el silencio del misterio, el hombre, última entre las criaturas, ya entonces estaba llamado a ser imagen y semejanza de Dios (Gen 1,26-27); pero, al mismo tiempo, estaba sometido a una prueba relacionada precisamente con su impulso de «ser como Dios» (3,4). El fracaso del hombre se incorpora inmediatamente al tema de la fraternidad: Caín mata a Abel (4,1-8). El crimen típico, en el que se manifiesta el dominio del pecado en la existencia humana, es muy probablemente un caso de celos hacia el propio hermano: el odio lo impulsa a la eliminación violenta del otro.

Nuevamente tenemos rivalidad entre hermanos en la relación de Esaú con Jacob (25,29-34; 27,1-42). Intenciones homicidas entre hermanos aparecen también en la historia de José (37; 39-50); pero en este caso, la voluntad de dar muerte se invierte en el interior del ánimo del protagonista, y la imagen del hermano se convierte en aquella que da vida: es el hermano que salva a los otros, procurándoles el alimento e impulsando a los culpables a convertirse.

El Génesis puede leerse casi por entero bajo la categoría teológica de la «fraternidad»: nos hace entender en qué consiste ser hermanos[1]. El apelativo «hermano» parece tener aquí más relevancia teológica que el de «padre» o el de «madre», voces e instituciones de las que también se habla continuamente, enalteciendo su sentido y sublimando sus consecuencias (cfr la paternidad de Adán, de Noé, de Abraham, de Israel).

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De hecho, en el libro del Génesis padre y madre se mencionan antes que hermanos (2,24). Pero inmediatamente después aparece el término «hermano», y vuelve y se acumula, por siete veces consecutivas en pocas líneas (4,2-11). Según este libro, la historia humana comienza en términos de una fraternidad original. Pero la fraternidad se quiebra o está continuamente bajo amenaza: un grupo de parejas de hermanos rivales, una tensión ininterrumpida, un conflicto mortal dentro de un origen común del mismo vientre.

En el relato no falta un itinerario positivo, pero tiene menor relevancia: Abraham quiere evitar el conflicto con Lot (13,8); Jacob busca, con éxito, reconciliarse con Esaú (33,4); José perdona a sus hermanos (45,1-5). El Génesis termina afirmando que la reconciliación es posible, pero exige una posibilidad heroica, poco probable: una obra maestra de generosidad y de sabiduría en la que cuesta creer (50-15-21).

Tobías: el libro de la diáspora

El otro texto es el libro de Tobías, un libro deuterocanónico llegado a nosotros solo en su versión griega, con una compleja tradición textual. Contamos con una forma breve, procedente de los códigos unciales Vaticano (B) y Alejandrino (A), y una gran masa de minúsculos; y una forma larga, representado solo por el Sinaítico (S), pero confirmada por algunos fragmentos de arameo y uno hebreo encontrados en Qumrán, además de la antigua versión latina (la Vetus latina). Como ocurre con otros deuterocanónicos, aquí la Vulgata sigue sus propios criterios. Hay bastante consenso en reconstruir el original a partir de la versión griega, y remotamente la semítica, apoyándose sobre todo en el texto Sinaítico, que está teológicamente más intacto, pero recurriendo también a los demás códices cuando es necesario (el Sinaítico tiene un par de lagunas), o cuando estos ofrecen variantes útiles.

En el arco de la narrativa bíblica, el libro de Tobías está en el cabo opuesto respecto del Génesis: exactamente al final, en el polo extremo, allí donde la esperanza que comienza con el Génesis parece llegar a un punto crítico de madurez. El libro está escrito para el pueblo de Dios en diáspora, y, por tanto, también para un cristianismo de diáspora, como el que vivimos hoy. Los protagonistas son los hijos de Israel de la tribu de Neftalí, una de las 10 «tribus perdidas», que son las tribus del Reino del Norte deportadas por los asirios el año 721 y dispersadas para siempre en un área vastísima de la antigua Asia. Se trata, pues, de hebreos marginales, a los que la Biblia no dedica particular atención: la tribu de los hijos de las siervas (Gen 35,25-26), la de la Galilea de los paganos, donde vivió y predicó el Señor[2]. Neftalí es, en efecto, uno de los cuatro hijos de las sirvientas, a quien la historia de José atribuía una parte importante del odio contra el hermano (Gen 37,2).

El tema del «hermano» ha perdido en el libro de Tobías la tensión dramática que tenía en el Génesis. El término se usa con frecuencia, pero siempre de manera positiva; no hace nunca referencia a una rivalidad constitutiva entre miembros de un mismo grupo humano. Al contrario, aquí se quiere afirmar una tesis teológicamente relevante, cual es la de que también los «hijos de las siervas» son hermanos, de pleno derecho, y no están fuera de la vocación de Israel. Más precisamente, las tribus perdidas no están en absoluto perdidas, sino que tienen la tarea de expresar la vocación de todo el pueblo de Dios, que, como tal, está llamado a la diáspora.

El libro de Tobías tiene como horizonte la diáspora en época asiria; pero esta no se ha terminado todavía cuando se escribe el libro (14,6-7), y las advertencias finales de Tobit a su hijo Tobías se refieren a Nínive y a la tierra de la deportación (14,3-7.9-10), mientras que Jerusalén, en lo alto de ese horizonte, sigue siendo el objeto de visiones proféticas (13,9-17).

El discurso es tan realista como siempre: para el Israel de los últimos siglos bíblicos y para los cristianos de todos los tiempos. El hombre de Dios encerrado en una maraña de costumbres y conexiones «clericales», que no hace suya la historia que lo atraviesa, falta a su propia vocación, tanto como quien busca el contacto con el mundo para perderse en él, o vive ese contacto para ser conquistado y asimilado por este. De hecho, la mayoría se deja asimilar, y las «tribus» realmente se «pierden».

Encierro en el gueto o sumisión a manos de los colonizadores: estas dos falsas formas de fraternidad contrastan en la superficie, pero coinciden en el fondo; ambas afirman que la vocación a ser testigos en medio de los paganos, con una relación de igualdad o a menudo de inferioridad frente a ellos, es demasiado difícil, y por lo tanto sería lícito, o incluso correcto, desentenderse. Esta es la tesis que el libro quiere explícitamente negar, con una sucesión de hechos cuyo punto de referencia es la condición original de fraternidad entre quienes pertenecen realmente al pueblo de Dios.

La aparente impotencia de Dios es una prueba muy dura para quienes le son fieles. En concreto, la prueba se expresa como condición de pobreza: el hombre de Dios lo ha perdido todo, incluso – se diría – el apoyo de Dios (2,14). Este, sin embargo, no se cansa, no da un paso atrás, porque comprende que la prueba está misteriosamente conectada con lo que sabe acerca de su propia falta de fiabilidad como hombre de Dios (3,1-6), y, por tanto, sabe que la única respuesta es la fe. Pero la fe en un contexto de prueba – esta es la novedad del libro – se expresa con un impulso invencible de fraternidad.

Un pasaje principal del relato es precisamente aquel en el que dos israelitas unidos por un vínculo de sangre – y, por tanto, «hermanos» -, que han permanecido fieles a Dios y a su condición de hermanos durante una prueba dolorosa y humillante, dirigen al Señor la súplica del pobre; y aunque no se conocen, la dirigen juntos, en el mismo instante, unidos ante Dios en la prueba y en la oración (3,7-17), y más tarde en la salvación que los alcanza a través de un «hermano».

El encuentro entre el viejo Tobit y Sara, dos personajes que parecen tan lejanos uno del otro, tiene lugar en la oración, pero radica en su vínculo de sangre – quién sabe cuan remoto –, que los hace hermanos. Un encuentro invisible, inconsciente, pero absolutamente real, como prueba su progresiva transformación en encuentro concreto. A través de Sara, Tobit – que en ese momento es ciego – verá a los descendientes de su hijo, como garantía de un futuro extendido hacia la nueva Jerusalén (13,9-17; 14,8-7), en la que volverá a poner el pie, tomando posesión, para siempre.

El hermano, otro “yo”

Tras una primera lectura, puede ser extraño que se busque el tema del hermano (en griego adelphos, adelphē) en un texto que parece ignorar situaciones de fraternidad en sentido propio. En efecto, en esa época el término «hermano» – tanto a partir de su importancia teológica como del uso corriente en lenguas semíticas – tiene una gama de significados bastante vasta. Señala – como sucede también en el Nuevo Testamento – a las personas ligadas por un vínculo de sangre, cercano o incluso solo lejano[3]. Mucho más a menudo designa a los correligionarios, porque se supone tienen una descendencia común de Abraham o de uno de los hijos de Jacob, y más aún porque de la Ley nace una comunión que va más allá de los vínculos de sangre[4].

Un último empleo – en griego, pero ya análoga en hebreo – tiene el término adelphē, «hermana», para indicar la esposa[5]. Las tres relaciones interpersonales – consanguinidad, correligión y de esposa – se superponen y se suman a lo largo del libro de Tobías, definiendo bajo diferentes títulos, una comunión absolutamente única frente a Dios y a los hombres.

Hay algo similar en el Génesis: a través este específico vínculo carnal se quiere decir que quien es hijo de mi padre y de mi madre es otro «yo». La cosa tiene valor también para nosotros, que poseemos una sensibilidad muy distinta. A fin de cuentas, es completamente casual que los atributos que vuelven a mi hermano distinto de mí le pertenezcan a él y no a mí, y viceversa, que mis atributos me hayan tocado a mí y no a él. En el libro de Tobías se vuelve a la raíz de esa situación: adelphos, adelphē, es aquel en quien simplemente me reconozco a mí mismo, con un fundamento o con otro. Nada de jactarse sobre el otro, ninguna pretensión de superioridad: solo la certeza de una comunión original con los demás.

El hijo: un hermano

Hay, entre estas referencias, momentos especialmente expresivos. A propósito de Sara, el Ángel Rafael le dice a Tobías: «Te dará hijos que serán como hermanos para ti» (6,18). Tener un hermano es más que tener un hijo, se trata de un vínculo más rico en sentido, un mayor motivo de júbilo. El hijo es la mitad de mi mismo; la otra mitad es el cónyuge, es decir, alguien distinto, si bien alguien distinto con quien me identifico (y, por eso, adelphē designa a la esposa). Pero el hermano solo soy yo, a partir de una condición original accidentalmente distinta.

Más adelante (7,12), adelphos, «el esposo», se sitúa en estrecha simetría con los dos usos de adelphē, «la esposa». Singular afirmación de paridad entre esposo y esposa – expresada también mediante la alternancia dialéctica de adelphos, adelphē, adelphos – en un libro en el que se piensa que el hombre debe ser el salvador de su mujer[6], a menos que, por insuficiencia espiritual, este sea motivo de perdición para la esposa, que es lo que sucede a los siete primeros maridos de Sara (6,14).

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Para Tobit, los judíos que adoptan el culto idólatra (1,5.10) siguen siendo hermanos (adelphoi). Continúa tratándolos como tales (1,16.17; 2,2), no obstante la aflicción que lo embarga por su infidelidad. En realidad, Dios mismo los está buscando a través de él: quiere devolverles su condición original de hermanos, que no puede dejarse de lado, como se desprende de la larga segunda serie de usos de adelphoi.

Por último, puede observarse que la función narrativa de Rafael (que significa «Dios cura») consiste en fundamentar una tesis teológica: aquella según la cual Dios sana y salva a los pobres cuando, desde lo más hondo de la prueba, se dirigen a él; pero también tiene en cuenta la otra tesis: aquella que postula que ser hermanos es ser en parte ángeles. El insistente apelativo adelphos, con el que los demás se dirigen a Rafael, indica que aquel que logra ser hermano hasta el final – como, precisamente, lo es Rafael para todos – no es menos que un ángel.

Adelphos – de «a» copulativo, y «delphys», matriz, vientre materno – significa que el origen carnal es el mismo, pero señala además a un personaje trascendente, alguien que viene de Dios. Es lo que el Nuevo Testamento explicita a propósito de Jesús: le espera a él ser el «primogénito en medio de numerosos hermanos» (Rm 8,29, con todo el contexto). Ser realmente hermano es una identidad que el hombre puede recibir y cultivar solo como don de Dios: es una condición que está más allá de lo humano. Es su parte de ángel, como se dice en libro de Tobías, o, más bien, la del Hijo de Dios, como revela el Nuevo Testamento.

La fraternidad

El desarrollo del tema se extiende mucho más allá de las posibilidades de una comparación léxica. Todo parece estar suspendido de un vínculo de hermandad en este relato, que de todas formas se divide entre la angustia de las continuas deserciones de los israelitas, los hermanos (1,4-6.10), y la primacía indiscutida del vínculo de sangre, por remoto que sea, por medio de su valor espiritual. «Somos hijos de profetas» le dice Tobit a su hijo (4,12) mientras le recomienda casarse con una pariente.

Pertenecer al pueblo de Dios es una condición para la salvación. Una pertenencia real, y no solo carnal, como se especifica poco después (5,14). En el Nuevo Testamento, una parentela efectiva, aunque sea muy lejana, es la que vincula a todos los seres humanos al Mesías de Israel, incorporados a él en su Espíritu: es la indiscernible parentela que desciende de la encarnación del Verbo.

En el libro abundan las expresiones de fraternidad carnal que no usan el término «hermano». Cuando Tobías, durante el viaje, se entera gracias al ángel de la situación de Sara (6,11-18), se dice que «la amó» (6,19). Tobit la ama de golpe, como se ama a un pariente cercano del que se ignoraba la existencia y que nunca se había visto, y que queremos incluso antes de conocerlo. El amor de Tobías por Sara no tiene nada de romántico, es más bien un movimiento profundamente humano, que nace de una herencia espiritual y carnal: la bendición que viene del padre (5,17) y de Dios mediante Abraham e Israel, y que se derrama en su sangre. Un movimiento natural y divino a la vez, un presentimiento de la encarnación.

Hemos visto que la fraternidad de Tobit y Sara en la prueba y en la oración prolonga su vínculo de sangre, pero está secretamente preordenada por Dios; y que se corresponde, de manera muy eficaz, con la solidaridad de Dios hacia los pobres. La solidaridad se mueve en la línea de la fraternidad: permanece cerca de ella y la dilata. Tobías es el libro de la solidaridad intacta entre hermanos, y de Dios hacia quienes son verdaderamente hermanos. Esta solidaridad nunca es complicidad o interés humano: pasa a través de vínculos de sangre, pero presupone la condición de pobre y pone en movimiento la solidaridad de Dios hacia los suyos. Todo está listo para que, en el Nuevo Testamento, el pueblo de Dios sea, por vocación, toda la humanidad, y para que el lazo carnal que el Mesías de Israel tiene con la humanidad, se convierta en el canal a través del cual se alcanza la solidaridad de Dios que es la salvación.

Observemos que este vínculo entre oración y acción, situado en los puntos nodales[7], se debe considerar como una de las constantes del libro de Tobías. En este, pero también en Ester y en Judit – que son los últimos textos narrativos del Antiguo Testamento –, la acción ya está decidida y concluida, y llevada a cabo por la oración que la precede. La ejecución concreta podrá luego desarrollarse al ritmo de la celebración, pues todo drama entre hombres es un drama entre Dios y los hombres, y los «pobres» tienen la autoridad para resolverlo: la invocación apremiante de los hermanos evoca la solidaridad de Dios.

Fraternidad y Solidaridad

Tobías es el libro de quienes, conociéndose o no, son realmente hermanos; así, desde el primer verso en adelante, es el libro de la solidaridad; extendiéndose implícitamente más allá de los límites étnicos de Israel. Intentemos ejemplificarlo, empezando por la primera página del texto.

Se comienza con una genealogía (1,1), propuesta como suprema profesión de solidaridad carnal, y, para los hombres de la Biblia, principio de toda fraternidad. La continuidad de sangre hace visible la vocación común, que se transmite de un antepasado a otro y se completa con la sucesión de generaciones.

Luego están quienes cargan sobre sus hombros con la responsabilidad de otros, pues, aunque no tienen culpa, solidarizan con los hermanos culpables, y, en consecuencia, son deportados y reducidos a la pobreza (1,2). Este es el peso de la aflicción que acompaña la comunión de vida con los pecadores: pero esta comunión de vida forma parte de la vocación y de la suerte del pueblo de Dios. El justo no contrapone su propia inocencia, verdadera o presunta, a la culpa del otro, sino que siente las propias culpas como un mal de todos, y las culpas de los demás como si fueran propias (3,3-6).

Esta solidaridad con los hermanos se expresa en palabras (la cándida exultación del yo narrativo en el primer capítulo) y con actos positivos de participación y comunión (1,3). Hay más: para el pueblo de Dios, la contraposición entre el justo y el injusto conduce solo a cargar sobre el justo todas las obligaciones rechazadas o descuidadas por quien ya no sabe ser justo, y que sin embargo sigue siendo hermano en sentido estricto[8].

Esta solidaridad admite al justo en el ciclo de las generaciones y de los vínculos parentales, y, por tanto, en el ejercicio de la más grande fraternidad. Pero no le ahorra la soledad. Como se había dicho en el caso de Job, así para Tobit su esposa de la juventud, Ana (1,9a), tiene como labor hacer visible y agudizar la soledad del justo (2,14, hasta el final). Esta última es vivida en un contexto de solidaridad, y los dos términos operan uno sobre el otro, y se intensifican, de modo misterioso y dramático.

El único rayo de luz viene de la apertura hacia el futuro – el hijo (1,9b) –, no de una clausura imposible del pasado. El pasado es una noble herencia, abraza las innumerables muestras de solidaridad suscitadas por Dios en Israel, pero se presenta a Tobit solo como una carga espiritual de culpa que debe expiarse. Para él, el acto de meterse en la historia se resume en una experiencia de deportación (1,10), y constituye, de un extremo al otro del relato, e idealmente de todo el texto bíblico, la santidad de un desarraigado. Con esto se demuestra hasta qué punto es inútil un arraigo hecho de continuidad biológica y cultural, pero sin pertenencia espiritual, en la que no tiene importancia lo que Dios propone a cada nueva época, a cada cambio de vida, sino lo que resulta de la asimilación de una suma de precedentes más o menos positivos. Pertenecer a una historia de deportados significa para Tobit solidarizar con los pecadores, incluso sin haber compartido con ellos el pecado (1,10): esta es la condición para salvarlos. Tobit se convierte así en una figura que tiene delante de sí un porvenir ilimitado y trascendente: es imagen inconsciente de Jesucristo, igual que todo hombre que es cordialmente fiel a la voz de Dios que lo ha llamado.

En una experiencia de fraternidad tan trágica como esta no faltan momentos de distensión, de éxito. (1,12-15). Todo está en saber vivirlos como provisorios, sin sacrificar nada esencial en el intento por estabilizarlos, por volverlos duraderos y permanentes. La solidaridad en la que se prolonga la fraternidad alcanza a todos los posibles interlocutores, cada atisbo de verdad que los hombres viven, sea cual sea su pasado. Y es una solidaridad recibida (1,13.21-22) tanto como ofrecida a los otros (1,16-18). Así, la solidaridad que es participación en la historia (1,15-22), reviste nuevas situaciones, nuevas personas.

Mientras tanto, se perfila la emblemática condición del justo, que está vivo y da sepultura a los muertos. Se muere a causa del pecado, pero el justo no queda indemne de la muerte, se encuentra con el peso – material, carnal, espiritual – de esos muertos, así como el sepulturero lleva la carga de los cadáveres que debe sepultar. Es esta la solidaridad de la que se habla principalmente en el libro de Tobías.

Y luego el justo está vivo, pero lleno de una vida por ahora frágil, expuesta a riesgos y amenazas (1,19-20), privada de esplendor. Su único esplendor es la solidaridad. Incluso la observancia rigurosa y de estilo fariseo, tan aconsejada en este libro (como en Judit y en Ester), y que indica la pertenencia al pueblo de Dios, es solidaridad con los pecadores: Israel está en exilio por su pecado.

Es necesario constatar que, no obstante la dureza de la existencia descrita en los primeros tres capítulos, una alegría festiva atraviesa todo el libro, que se abre con el recuerdo exultante de las celebraciones en el Templo (1,6), inicia narrativamente con la reunión de la familia el día de Pentecostés, tras el regreso de Tobit (2,1-2), tiene su momento decisivo en un banquete para invitados, que se transforma en banquete nupcial (7,9-14;8,19-21;9,6), y concluye luminosamente con una serie de alabanzas y bendiciones (cc. 12-13). Es propio de la fiesta expresar la comunión de fe y de historia que une al pueblo de Dios, y, por tanto, pedir que también los otros – sobre todo quienes no tienen cómo festejar – participen de la alegría común (1,7-8;2,2-3).

El libro de Tobías está organizado narrativamente como una suma de cuadros. El primero concluye atando idealmente la historia de Tobit a la historia oficial. Ahiqar, para un narrador del Antiguo Oriente, es un personaje importante y un autorizado maestro de sabiduría (1,21-22). Existe una solidaridad que el justo no está en condiciones de buscar: Dios mismo las lanza a través de las vivencias de las que se teje la vida del justo, y de las que este se vuelve el soporte exterior o el marco oficial. La existencia del justo no está en absoluto constituida por esas apariencias, que sin embargo ayudan a darle sentido, a situarla en un contexto emblemático de solidaridad sui generis. De hecho, aquí se sugiere que la vida de Tobit, pariente cercano de Ahiqar, es una empresa de sabiduría heroica.

A partir de este primer cuadro introductorio se derivan una serie de enlaces útiles para el desarrollo del relato (1,14,17b.19.22a); posteriormente un perfil del protagonista que anticipa las situaciones que vendrán; y finalmente una vasta escena, abierta a lo largo y a lo ancho de miles de kilómetros, en la que se explica la omnipotencia de los designios de Dios, la solidaridad suprema que envuelve la historia del justo a lo largo de todo el libro.

He aquí un libro deuterocanónico que proyecta con fuerza la piedad veterotestamentaria hacia el Nuevo Testamento. Este no es el único caso: algo similar ocurre en otros libros deuterocanónicos, como la Sabiduría de Salomón y el libro de Judit. Probablemente esta es la razón por la que fueron excluidos del canon judío.

El libro de Tobías es el fruto de un largo camino adelante, hacia la segunda mitad de la salvación veterotestamentaria que es la humanidad del Hijo de Dios. Incorporados a él, nos convertimos en hermanos en sentido pleno y trascendente, y misteriosamente solidarios con la vocación y la historia de todo ser humano.

  1. Cfr L. Alonso Schökel, Dov’è tuo fratello? Pagine di fraternità nel libro della Genesi, Brescia, Paideia, 1987.
  2. Cfr la cita de Is 8,23-9,1 en Mt 4,13-16: Galilea es el lugar en el que Jesús desarrolla gran parte de su ministerio, en el territorio que había sido de las tribus de Neftalí y Zabulón.
  3. Cfr Tb 1,14.21; 2,10; 3,15; 4,12; 6,18 (cod. S); 7,1 (S).2 (S).7 (S).10 (S).12; 10,13.
  4. Cfr Tb 1,3.5 (cod. S).10.16; 2,2.3 (S); 4,132; 5,5 (S).6.9 (S).10 (S).11 (S).11.12.13.14.143 (cod. B y A).142 (S).172 (S); 6,7. 11.132 (S).14.16; 7,12 (S).3.4.6 (S).9.11 (S); 9,2; 10,6 (S); 11,2 (B y A).18 (B y A); 14,4 (B y A).7 (B y A).
  5. Sobre todo en el códice Sinaítico: Cfr Tb 5,22; 6,19; 7,9.122; 8,21; 10,6.13. Para el resto de los códices, cfr 7,15; 8,4.7.
  6. Cfr Tb 6,18. Rafael se dirige a Tobías: «tú la salvarás».
  7. Cfr Tb 3-4; 8,5-7.15-17;13.
  8. Cfr Tb 1,4-8: Tobit pertenece a la misma tribu que Neftalí, el antepasado que había abandonado la tribu de David y se había desprendido de Jerusalén para sacrificar al becerro de Jeroboam en Dan.
Saverio Corradino
Sacerdote jesuita nacido en 1920, en Udine. Es el autor de numerosos libros, entre los que destacan: Il pottere nella Bibbia (Pazzini, 2011), Giona. Il profeta tradito da Dio (Pietro Vittorietti, 2016) y La Sapienza (Pietro Vittorietti) en coautoría con Giancarlo Pani. Falleció en 1997, dejando un amplio legado de publicaciones sobre los más diversos ámbitos.

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