Vida de la Iglesia

El sínodo y los mercaderes del templo

© Anton Scherbakov / unsplash

El lanzamiento del Sínodo sobre la sinodalidad el 9 de octubre pasado, nos invita a preguntarnos qué significa ser Iglesia hoy y cuál es su sentido en la historia. Es la pregunta que está también en la base del Camino Sinodal que está iniciando la Iglesia italiana, y de los que están en marcha o comenzando en Alemania, Australia e Irlanda.

Quienes han seguido las Asambleas del Sínodo de los Obispos de los últimos años, seguramente se dieron cuenta de la gran diversidad que ha surgido en la vida de la Iglesia Católica. Si hubo un tiempo en que una determinada latinitas o romanitas constituía y modelaba la formación de los obispos – que, entre otras cosas, entendían al menos un poco de italiano –, hoy la diversidad emerge con fuerza en todos los niveles: mentalidad, idioma, enfoque de los temas. Y esto, lejos de ser un problema, es un recurso, pues la comunión eclesial se realiza a través de la vida real de los pueblos y de las culturas. En un mundo fracturado como el nuestro, se trata de una profecía.

No debemos imaginar la Iglesia como una construcción de piezas de Lego diferentes, que se encajan unas con otras en un punto preciso. Esta sería una imagen mecánica de la comunión. Resulta mejor pensarla como una relación sinfónica, de notas diferentes que en conjunto dan vida a una composición. Si tuviéramos que seguir con esta imagen, diría que no se trata de una sinfonía en la que las partes ya están escritas y asignadas, sino de un concierto de jazz, en el que se toca siguiendo la inspiración compartida en el momento.

Quien haya participado de los recientes Sínodos de los obispos, habrá percibido las tensiones que surgían al interior de la Asamblea, pero también el clima espiritual en el cual, por lo general ocurrían. El Pontífice ha insistido siempre en el hecho de que el Sínodo no es una asamblea parlamentaria, en la que se discute y se vota por mayoría o minoría. El protagonista, en realidad, es el Espíritu Santo, que «mueve y atrae», como escribe San Ignacio en sus Ejercicios Espirituales. El Sínodo es una experiencia de discernimiento espiritual, que busca la voluntad de Dios en su Iglesia.

Que esta visión del Sínodo es también una visión de la Iglesia, es algo que está fuera de cuestión. Hay toda una eclesiología – que ha madurado con los años gracias al Concilio Vaticano II – que hoy se está desplegando.

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Para ello se necesita de una gran capacidad de escucha. Escuchar a Dios, en la oración, en la liturgia, en el ejercicio espiritual; escuchar a la comunidad eclesial en el trato y en el debate sobre las experiencias (porque es en base a la experiencia que se puede discernir, no en base a ideas): escuchar al mundo, porque Dios está siempre presente inspirando, moviendo, agitando: tenemos la oportunidad de convertirnos en «una Iglesia que no se separa de la vida», como dijo Francisco en su saludo a los participantes que intervinieron al inicio del camino sinodal (9 de octubre). El Papa lo ha sintetizado de la siguiente forma: «Han venido por muchos caminos y de muchas Iglesias, llevando cada uno en el corazón preguntas y esperanzas, y estoy seguro de que el Espíritu nos guiará y nos dará la gracia para seguir adelante juntos, para escucharnos recíprocamente y para comenzar un discernimiento en nuestro tiempo, siendo solidarios con las fatigas y los deseos de la humanidad». Poner a la Iglesia en estado sinodal significa volverla inquieta, incómoda, tensa por la agitación del soplo divino, al que ciertamente no le gustan las safe zones, las áreas protegidas: sopla donde quiere.

La peor manera de hacer sínodo sería, entonces, seguir el modelo de las conferencias, de los congresos, de la «semanas» de reflexión, y pensar que de esa forma todo podría proceder de manera ordenada, cosméticamente. Otra tentación es preocuparse demasiado de la «máquina sinodal», para que todo funcione como estaba previsto.

Si no se siente el vértigo, si no se experimenta el terremoto, si no está presente la duda metódica – no la duda escéptica –, la percepción de la sorpresa incómoda, entonces quizá no haya sínodo. Si el Espíritu Santo está en acción – afirmó una vez Francisco –, entonces «dale un puntapié a la mesa». La imagen es acertada, porque alude implícitamente a Mt 21,12, cuando Jesús «volcó las mesas» de los mercaderes del templo.

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Para hacer sínodo se requiere expulsar a los mercaderes y volcar sus mesas. ¿Acaso no sentimos hoy la necesidad de un golpe del Espíritu para despertarnos del sopor? ¿Pero quiénes son hoy los «mercaderes del templo»? Solo la reflexión en oración podrá ayudarnos a identificarlos. Porque no son los pecadores, los «alejados», los no creyentes, ni siquiera quienes se declaran anticlericales. Por el contrario, a veces estos nos ayudan a comprender mejor el precioso tesoro que tenemos en nuestras pobres vasijas de barro. Los mercadores están siempre cerca del templo, porque ahí hacen sus negocios, ahí venden bien: formaciones, organizaciones, estructuras, certezas pastorales. Los mercaderes inspiran la inmovilidad de las viejas soluciones para los nuevos problemas, es decir, soluciones seguras de segunda mano, que son siempre «parches», como las define el Papa. Los mercaderes se jactan de estar «al servicio» de lo religioso. A menudo ofrecen escuelas de pensamiento o recetas prefabricadas, que geo-localizan la presencia de Dios, que está «aquí» y no «allá».

Celebrar un sínodo implica ser humildes, anular los propios pensamientos, pasar del «yo» al «nosotros», abrirse. En este sentido, sorprende, por ejemplo, lo que dijo el Relator General del Sínodo, el cardenal Jean-Claude Hollerich, en su saludo del 9 de octubre durante la inauguración: «Debo confesar que todavía no tengo idea del tipo de instrumento de trabajo que voy a escribir. Las páginas están en blanco, son ustedes los que tienen que llenarlas». Hay que vivir el tiempo sinodal con paciencia y expectación, abriendo bien los ojos y los oídos. «¡Effatà!, que quiere decir: “¡Ábrete!”» (Mc 7,34) es la palabra clave de Sínodo.

Roland Barthes – eximio lingüista y semiólogo – comprendió que los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola sirven para crear un lenguaje de comunicación con Dios, hecho de escucha y palabra. Hay que entender que el Sínodo, a su modo, comparte esta naturaleza lingüística de creador de lenguaje. Y es por eso que es importante el método, es decir, el modo y las reglas del viaje, sobre todo en función del involucramiento pleno.

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En definitiva, la dinámica que se desarrolla en el Sínodo puede describirse como un «jugarse», un «abandonarse al juego». Jugar fútbol, por ejemplo, no significa solo pegarle a una pelota, sino también correr tras ella, «dejarse jugar» por las situaciones que ocurren en la cancha. En efecto, «el juego alcanza su objetivo si el jugador se sumerge totalmente en él», como escribe Gadamer en su célebre ensayo Verdad y método. El sujeto del juego, por tanto, no es el jugador, sino el juego mismo, que cobra vida a través de los jugadores. Y esto es, en el fondo, el espíritu del Sínodo: ponerse realmente en juego, siguiendo la dinámica animada por el Espíritu.

Antonio Spadaro
Obtuvo su licenciatura en Filosofía en la Universidad de Mesina en 1988 y el Doctorado en Teología en la Pontificia Universidad Gregoriana en 2000, en la que ha enseñado a través de su Facultad de Teología y su Centro Interdisciplinario de Comunicación Social. Ha participado como miembro de la nómina pontificia en el Sínodo de los Obispos desde 2014 y es miembro del séquito papal de los Viajes apostólicos del Papa Francisco desde 2016. Fue director de la revista La Civiltà Cattolica desde 2011 a septiembre 2023. Desde enero 2024 ejercerá como Subsecretario del Dicasterio para la Cultura y la Educación.

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