Biblia

Entre Nazaret y Belén

Los orígenes de Jesús en el evangelio

© iStock/NickTempest

La compleja presentación de los orígenes de Jesús en los cuatro evangelios revela una tensión entre continuidad y ruptura, antigüedad y novedad, espera y sorpresa en la vida, la muerte y la resurrección de Jesús. Dos lugares, Nazaret y Belén, caracterizan dicha tensión, fundamental para la relación entre los dos Testamentos, cuya unidad está en la base de la Biblia cristiana.

La perspectiva de Marcos

El evangelio de Marcos, el primero en escribirse, pone de manifiesto desde el primer versículo que en realidad Jesús es «Cristo, Hijo de Dios» (Mc 1,1). No obstante, en su trama narrativa el evangelista presenta a Jesús ante todo como aquel que va de Nazaret al Jordán para recibir el bautismo. El lector informado es consciente del escándalo implícito en esta presentación de Jesús: «Y sucedió que por aquellos días llegó Jesús desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán» (Mc 1,9).

Nazaret no se menciona nunca en las Escrituras de Israel y, por tanto, «no debería» ser el lugar del cual proviene el Mesías esperado, el Hijo de Dios. En el relato de Marcos, Nazaret equivale a un «no-lugar», a un sitio en el que no resuena eco alguno de la gran historia de la salvación y que es del todo ajeno a la esperanza de la llegada de un Mesías davídico.

Mientras que Jerusalén y Belén constituyen el centro de una geografía sagrada en cuyo ámbito se desarrolla la historia de la salvación —una tierra rica, conocida, cargada de promesas—, Nazaret es un territorio inculto, estéril, que no evoca expectativa alguna. No obstante, «Nazaret» —palabra que nunca aparece en el Antiguo Testamento— desarrolla un papel importante en cuanto que, como ciudad de origen, prepara al lector para el final del relato, para otra palabra que no aparece en el Antiguo Testamento: la «cruz».

Nazaret representa el punto de partida de Jesús cuando se dirige al Jordán, pues a orillas de este río ofrece por primera vez testimonio de haber venido al mundo para «despojarse de sí mismo». Pablo, el gran maestro de Marcos, es quien nos refiere de forma hímnica la realidad del «despojamiento» de Cristo: «El cual, siendo de condición divina, | no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; | al contrario, se despojó de sí mismo | tomando la condición de esclavo, | hecho semejante a los hombres. | Y así, reconocido como hombre por su presencia, | se humilló a sí mismo, | hecho obediente hasta la muerte, | y una muerte de cruz» (Flp 2,6-8).

Nazaret y la cruz constituyen el punto inicial y el punto final de un proceso que comienza a desvelarse en el Jordán. Jesús llega para ser bautizado por Juan (aun siendo más grande que este) en medio de la gente que está confesando sus pecados (aun sin tener pecado alguno). Viene de un «no-lugar» y se dirige hacia un «no-lugar» para, al final, ser levantado en la cruz de los pecadores. Pablo proclama con fuerza: «Pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados —judíos o griegos—, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres» (1 Cor 1,23-25).

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En el evangelio de Marcos el lector encuentra a Jesús una sola vez en Nazaret: allí, frente al rechazo de sus conciudadanos, él «se admiraba de su falta de fe» (Mc 6,6). Y subrayando de nuevo el proceso de «despojamiento» de Jesús, el evangelista escribe con audacia: «No pudo hacer allí ningún milagro» (Mc 6,5). En verdad, «no pudo». Al lector se le presenta un Mesías e Hijo del Dios omnipotente reducido a la impotencia por la falta de fe de aquellos que, poco después, se le opondrán de manera enérgica.

Para Marcos, Nazaret prepara al lector para la cruz, que representa un «desgarro» en el tejido de las promesas del Antiguo Testamento, un nuevo e inesperado comienzo: como cuando el cielo se rasga después de que Jesús emerja de las aguas del Jordán (cfr Mc 1,10) y como cuando se rasga el velo del templo al morir Jesús en la cruz (cfr Mc 15,38). Lo que es antiguo, fiable y conocido, incluso la espera de un Mesías glorioso, debe rasgarse para dejar lugar a lo nuevo: un Mesías Hijo de Dios que pasa a través del rechazo, del sufrimiento, de la muerte y de la sepultura[1].

La perspectiva de Juan

De alguna manera, Juan, en su evangelio, se hace eco de lo que escribe Marcos. Así lo hace, por ejemplo, cuando se habla de Nazaret. Esta ciudad aparece dos veces en el capítulo primero de Juan. El relato muestra la sorpresa por el origen de Jesús en Nazaret cuando Natanael pregunta a Felipe sobre su afirmación de que «aquel de quien escribieron Moisés en la ley y los profetas» (Jn 1,45) es «Jesús, hijo de José de Nazaret» (ibid). Natanael replica con incredulidad: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (ibid).

Después, siempre en el cuarto evangelio, cuando algunos identifican a Jesús como el Mesías, otros responden: «¿Es que el Mesías va a venir de Galilea? ¿No dicen las Escrituras que el Mesías vendrá del linaje de David, y de Belén, el pueblo de David?» (Jn 7,41-42). Este quebrantamiento de las expectativas suscitadas por las Escrituras de Israel tiene como consecuencia el hecho de que «surgió entre la gente una discordia por su causa» (Jn 7,43).

La perspectiva de Mateo

Aunque depende en gran parte del relato de Marcos, Mateo recupera la tradición escriturística al situar el nacimiento de Jesús en Belén, y describe a los tres magos de Oriente que van a adorar al niño Jesús, «nacido en Belén de Judea» (Mt 2,1). Los magos plantean al rey Herodes una provocativa pregunta: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?» (Mt 2,2). Herodes, espantado por el anuncio de la llegada de un competidor, convoca a sus sabios, los jefes de los sacerdotes y los escribas del pueblo, que identifican el lugar del nacimiento del Mesías a través de las Escrituras de Israel: «Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ni mucho menos la última de las poblaciones de Judá, pues de ti saldrá un jefe que pastoreará a mi pueblo Israel» (Mt 2,6, que cita Miq 5,3).

A pesar de depender de Marcos, Mateo no siempre está de acuerdo con la perspectiva marquiana y pone el acento en una hermenéutica de la continuidad más que de la ruptura, en una hermenéutica del cumplimiento de la promesa más que de la sorpresa. La insistencia de Mateo en José como modelo de hombre justo constituye el signo de tal continuidad. José, el pater familias, representa el cumplimiento de las promesas contenidas en las Escrituras. Y Belén, la ciudad de David, no solo es el país donde se esperaba que naciera el Mesías, sino un lugar importante en la larga historia del pueblo; un lugar en el cual, durante los largos siglos del camino hacia la salvación, se alternaron la oscuridad y la luz.

Esta alternancia de luz y oscuridad en la vida de David es bien conocida, y ello lo convierte en una de las figuras más complejas del Antiguo Testamento. Dicha alternancia caracteriza también a la ciudad en la que nació. En los últimos cinco capítulos del libro de los Jueces, Belén representa la fuente del mal de la que brotan la idolatría —un levita idólatra (cfr Jue 17,9-13)— y la lujuria —una concubina buscada y asesinada (cfr Jue 17,9-13)— que llevan a la violencia y a la guerra civil.

La oscuridad que se cierne sobre Belén invade el país entero y solo se despejará con la luz que lleve a esta ciudad Rut, la moabita, que representa ella misma una sorpresa. Aunque, según la Ley, los moabitas están excluidos para siempre del pueblo de Dios (cfr Dt 23,3), Rut —como Abrahán— deja su patria, la tribu y la casa paterna para ir a vivir a Belén, llevando consigo su luz y convirtiéndose en modelo de fe para Israel.

Cuando después de la huida a Egipto y del regreso a Palestina José instala a su familia en Nazaret, Mateo de nuevo insiste en la continuidad: «Se estableció en una ciudad llamada Nazaret. Así se cumplió lo dicho por los profetas, que se llamaría nazareno» (Mt 2,23). Las tentativas de encontrar en las Escrituras el texto al que Mateo hace referencia aquí han resultado insatisfactorias. Esta quinta cita del Antiguo Testamento en los primeros dos capítulos de Mateo constituye uno de los mayores problemas exegéticos que han quedado sin resolver[2]. A pesar de que el evangelista afirma citar a los profetas, parece que su testimonio no se corresponde con ningún texto escriturístico. No obstante, mientras que las otras cuatro citas (Is 7,14 en Mt 1,23; Miq 5,3 en Mt 2,6; Os 11,1 en Mt 2,15 y Jer 31,15 en Mt 2,18) se atribuyen a «un profeta», las palabras «se llamaría nazareno» se atribuyen a «los profetas». ¿Acaso Mateo entiende aquí a muchos profetas o a todos los profetas? Y, además, ¿dónde se encuentra esa referencia profética?

Podríamos pensar que el uso del plural «profetas» implica ir más allá de la investigación de una sola cita que corresponda a las palabras referidas por Mateo: el evangelista es plenamente consciente de que los profetas de Israel dan testimonio de Dios, que puede hacer nacer la vida de la nada, transformar el desierto en un jardín o resucitar a todo un pueblo de la tumba. En la genealogía con la cual Mateo inicia su relato se menciona un solo acontecimiento de la historia del pueblo de Israel: el exilio. «Josías engendró a Jeconías y a sus hermanos, cuando el destierro de Babilonia» (Mt 1,11). Mateo ha leído a los profetas y ha meditado su mensaje: el pecado lleva a la muerte, y la muerte del pueblo es el exilio en Babilonia.

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Por tanto, se invita al lector a detenerse en ese punto de la genealogía y a reconocer la enormidad de la catástrofe. No obstante, Dios no permitirá que la muerte tenga la última palabra. Por eso la genealogía continúa: «Después del destierro de Babilonia, Jeconías engendró a Salatiel, Salatiel engendró a Zorobabel» (Mt 1,12). El término «después» manifiesta la extraordinaria sorpresa de que haya un «luego», un tiempo posterior; de que la muerte no tenga la última palabra. Esto es lo que todos los profetas enseñaron: Dios no abandonará a su pueblo a la muerte porque, a pesar de la infidelidad del pueblo, él siempre permanece fiel. También de la «nada» del exilio producirá Dios una nueva vida, un resto que regresará a Jerusalén para comenzar otra vez.

A la luz de esta convicción de que Dios nunca dejaría prevalecer la «nada» de la muerte fue escrito el primer relato —sacerdotal— de la creación: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra estaba tohu va-bohu [las palabras hebreas se traducen como “informe y vacía”]; la tiniebla cubría la superficie del abismo, mientras el espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas. Dijo Dios: “Exista la luz”. Y la luz existió» (Gn 1,1-3). En hebreo bíblico, tohu (cfr Dt 32,10; Job 6,18; Sal 107,40; Is 24,10; 34,11; 45,18-19; Jer 4,23) y va-bohu (cfr Is 34,11; Jer 4,23) son sinónimos de «desierto», un lugar en el que no se dan las condiciones para vivir (alimento, agua, vestido, protección frente a serpientes y escorpiones). En este sentido, Nazaret puede entenderse como algo semejante al tohu va-bohu del cual Dios hace nacer toda la creación. Solo Dios puede transformar el tohu va-bohu en el lugar de origen para Jesús, que se manifiesta como el extraordinario cumplimiento de las promesas de Dios. En efecto, «todos» los profetas confirman que Dios puede crear todo a partir de la nada. Es decir, Dios está actuando tanto en Nazaret como en el momento de la cruz.

La perspectiva de Lucas

Es Lucas el que hace de Nazaret un lugar importante de revelación. María, madre de Jesús, llamada de ese modo a causa de la que la precedió —«María (Míriam) la profetisa, hermana de Aarón» (Éx 15,20)—, es también una profetisa de Dios. Recibe la palabra en Nazaret, y es esto lo que transforma la pequeña aldea en un enclave importante como Belén. El relato de Lucas sitúa Nazaret entre los lugares fundamentales de la historia de la salvación. Después de todo, si Dios había podido aparecerse al pueblo de Israel en el Sinaí —un espacio situado fuera de los confines de la tierra prometida a los padres—, si asimismo había podido seguir hablando a sus profetas en Babel durante el exilio, entonces, ciertamente, también podía enviar a su ángel a visitar a una virgen de Nazaret. Esta ciudad no había recibido aún la semilla de la revelación, como el seno de María recibe ahora la semilla de la procreación. Pero «para Dios nada hay imposible» (Lc 1,37).

En efecto, Lucas avanza un paso más al presentar Nazaret incluso como un lugar más grande que Jerusalén, como un nuevo contexto de revelación. Así como María, joven mujer de una aldea desconocida, supera en esplendor al anciano Zacarías, sacerdote del punto central (el templo de Jerusalén), así la revelación hecha a ella supera en esplendor a la revelación hecha a Zacarías. En cierto sentido, Nazaret eclipsa a Jerusalén en la fase inicial de la vida de Jesús del mismo modo que Antioquía eclipsará a Jerusalén en el fruto que proviene de la vida, la muerte y la resurrección de Jesús. En efecto, es en Antioquía donde se forma la comunidad modelo, la comunión de judíos y gentiles, y es allí «donde por primera vez los discípulos fueron llamados cristianos» (Hch 11,26).

No obstante, Lucas no descuida a Belén ni a Jerusalén, que conservan su puesto de preeminencia: lo antiguo junto a lo nuevo. En Belén, María, la profetisa, pone a su hijo recién nacido en un pesebre como anticipación del ofrecimiento que él realizará como pan para un mundo hambriento. Cuarenta días después, ella y su esposo llevarán a Jesús por primera vez al templo, en el que Jesús será reconocido como «luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,32).

Nazaret y Belén, lo antiguo y lo nuevo, ruptura y continuidad, desarraigo y arraigo, espera y sorpresa: la presencia simultánea de estos opuestos, con todas las tensiones que ello implica, es necesaria para encontrar a Jesucristo, Hijo de Dios, así como para llegar a conocer más en profundidad el sorprendente cumplimiento de las promesas de Dios en él.

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  1. Aparte del «rasgarse los cielos» (Mc 1,10) y del «rasgarse el velo del templo» (cfr Mc 15,38), Marcos solo utiliza el vocablo «rasgarse» en un símil: «Nadie remienda un vestido viejo con un pedazo de tela nueva, porque, al encogerse la tela añadida, rompe [se rasga] el vestido viejo y la rotura se hace mayor» (Mc 2,21). También aquí subraya él la fractura en la relación entre lo nuevo y lo viejo.

  2. Para un estudio de las diversas soluciones propuestas, cfr M. J. J. Menken, Matthew’s Bible: The Old Testament Text of the Evangelist, Lovaina, Peeters, 2004, pp. 161-177.

David Neuhaus
Doctor en ciencias políticas de la Universidad Hebrea de Jerusalén, ingresó a la Compañía de Jesús en 1992. Es miembro de la Jesuit community of the Holy Land y corresponsal de La Civiltà Cattolica en Israel.

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