Santos

La Navidad con Ignacio de Loyola

Íñigo estaba obligado a estar en cama en su castillo de Loyola, porque no podía sostenerse sobre una pierna. Algunos meses antes, en los muros de Pamplona atacada por los franceses, una bombarda se la había destrozado, y ahora, mal que bien (más mal que bien, a decir verdad), se estaba recuperando. Durante las largas noches invernales solía leer libros de caballería que excitaban su imaginación, pero en el castillo solo había un libro sobre vidas de santos y la Vita Christi (VC), de Ludolfo de Sajonia. Este último había sido un estimado escritor escéptico (nacido alrededor de 1295, muerto en Estrasburgo en 1377), inicialmente dominico, luego cartujo, prior de la Cartuja de Coblenza. Es el autor de una Vita Jesu Christi ex quatuor Evangeliis, un poderoso comentario teológico-espiritual de los cuatro Evangelios, enriquecido por muchas citas a Padres de la Iglesia y autores espirituales del Medioevo[1].

Una lectura crucial

Íñigo leyó estos gruesos volúmenes en una traducción al castellano[2] y quedó profundamente impresionado. Él mismo dirá que esa lectura sería crucial para su conversión[3]. Corría el año 1521. Hoy, nosotros, mejor que en el pasado, nos damos cuenta de la importancia que la Vita Christi tuvo en la espiritualidad de Ignacio, al punto que es posible reconocer muchas huellas en sus Ejercicios Espirituales (EE)[4], en especial en la contemplación de la Natividad (EE 111-117). Por eso, en pleno «año ignaciano», a 500 años de la herida de Pamplona[5], queremos releer con Ignacio el comentario que Ludolfo hizo al capítulo 2 de Lucas, donde se narra la natividad de Cristo. El cartujo erudito sigue a la letra el texto evangélico, introduciendo poco a poco sus comentarios. Seguiremos los que pensamos pueden ser más útiles para nuestra meditación del misterio de Navidad.

El censo

Lc 2, 1: «En aquella época, el emperador Augusto publicó un decreto ordenando que se hiciera un censo del mundo entero».

Ludolfo destaca que, «el mundo, antes perturbado, estaba en paz bajo el imperio de César Augusto. Cristo quiere nacer en ese tiempo, porque era conveniente que el nacimiento del rey pacífico y el príncipe de la paz, fuera preanunciado por la paz. Cristo buscó siempre la paz, amó a los amantes de la paz y de la caridad, enseñó la paz en su vida y la dejó como herencia a sus discípulos después de su partida» (VC I, 9, 1). Según Ludolfo, el censo no solo fue un medio para contar el número de habitantes, sino una forma para cobrar el tributo. Así, con tres actos, la autocertificación, la inscripción y el tributo, los judíos tuvieron que profesarse súbditos del Imperio Romano: «Por primera vez Judea se vuelve tributaria de los romanos, obligándose a pagar sus tropas» (VC I, 9, 2)[6].

Lc 2, 4-5: «José, que era de la familia y del linaje de David, fue de Nazaret, en Galilea, a la ciudad de David llamada Belén, en Judea, a inscribirse, junto con María, su esposa, que estaba embarazada».

Comentario de Ludolfo: «Por ti, el Señor quiere inscribirse en un censo terrenal, para que tu nombre se inscriba en el cielo. Así te dio un ejemplo de perfecta humildad. Con ella nace el Señor, y con ella continuó hasta la muerte, en la que “se humilló a sí mismo, y fue obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil 2,8)»[7]. Ludolfo repara en la condición de María, que estaba embarazada: «De Nazaret a Jerusalén hay cerca de treintaicinco millas, y luego, bajando la pendiente de Jerusalén hacia mediodía durante cinco millas se encuentra Belén[8]. La Virgen, aunque estaba cerca del parto, no estaba agobiada por el viaje, tocaba la tierra ligeramente: la luz que llevaba en ella no podía pesarle» (VC I, 9, 4).

Pobres entre los pobres

Lc 2, 6-7: « Y ocurrió que, mientras estaban allí, a ella le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en la habitación».

Ludolfo observa: «Como eran pobres, no pudieron encontrar alojamiento, debido a la gran cantidad de gente que había concurrido por el mismo motivo. Ponte en el lugar de la Virgen, mira a esa delicada joven de quince años, agotada por el largo viaje, moviéndose en medio de los hombres con pudor, buscando un lugar para descansar y sin poder encontrarlo» (VC I, 9, 6). Al final, María y José encuentran refugio en un lugar de paso, «dentro de la ciudad, cerca de una de las puertas, bajo una roca cóncava que no tenía techo. Los hombres que iban a la ciudad por algún negocio, solían dejar ahí a sus animales» (ibid).

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Aquí actúa José: «Él, que era carpintero, debió haber hecho un pesebre para el buey y el burro que habían llevado consigo: un burro para que la Virgen embarazada pudiera ir sobre él, y un buey, acaso para venderlo y pagar con la recaudación el tributo de José y el de la Virgen, y para tener con qué vivir» (ibid)[9].

El hijo primogénito

A continuación Ludolfo explica cómo debe entenderse el que María diera a luz a «su hijo primogénito»: «En este caso, primogénito no hace referencia a uno que sigue, sino a la privación respecto a uno que precede, porque no había tenido ninguno antes de él. Todo unigénito, dice Beda, es primogénito; y todo primogénito, en cuanto tal, es unigénito. Y como el Hijo de Dios quiere nacer en el tiempo de una madre según la carne, para poder adquirir muchos hermanos para el nuevo nacimiento del Espíritu, era mejor decir primogénito que unigénito» (VC I, 9, 7).

El parto tiene lugar «a medianoche del día del Señor, cuando “la noche estaba en la mitad de su curso” (Sab 18,14), porque en el mismo día en que dijo: “Sea la luz. Y hubo luz” (Gen 1,3), el Señor nos visitó como “luz que viene de lo alto” (Lc 1,78)» (VC I, 9, 7). «Nació de noche, pues llega oculto, para conducir a la luz de la verdad a quienes estaban en la noche del error» (VC I, 9, 8). Apenas nació, «la madre lo adoró inmediatamente como Dios, y lo envolvió ella misma en paños simples y usados, y lo recostó no en una cuna de oro, sino en un pesebre, entre los animales arriba indicados, el buey y el burro» (VC I, 9, 7). Comenta Ludolfo: «Mira la enorme pobreza e indigencia de Cristo: no solo no tuvo una casa propia donde nacer, ni siquiera tuvo un alojamiento conveniente y cómodo, sino que fue necesario meterlo en un pesebre por falta de espacio. Así se confirmó el dicho: “Los zorros tienen madrigueras y los pájaros del cielo tienen nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde recostar la cabeza” (Lc 9, 58). Así descansó el Señor: primero, en el seno de la Virgen; segundo, en un vil pesebre; tercero, en el patíbulo de la cruz; cuarto, en un sepulcro que no era suyo. ¡Mira cuánta indigencia y qué lugares para descansar!» (VC I, 9, 7).

Lc 2, 8-9: «Había en esa región unos pastores que pasaban la noche en el campo cuidando sus rebaños y vigilando por turnos. Se les apareció un ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvió en su luz».

Ludolfo se pregunta: ¿Por qué el ángel se apareció a los pastores y no a otros? «Primero, porque eran pobres, y Cristo venía por los pobres, como dice el salmo: “Por la miseria de los indigentes y el gemido de los pobres” (Slm 11,6). Segundo, porque eran sencillos, como se lee en Proverbios: “Su conversación es con los sencillos” (Pr 3,32). Tercero, porque estaban vigilantes, como se dice en Proverbios: “Los que vigilan en la mañana por mí me encontrarán” (Pr 8,17)» (VC I, 9, 12).

Lc 2,10-11: «El ángel les dijo: “¡No teman, porque les anuncio una buena noticia que será una gran alegría para todo el pueblo! Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor».

Belén, aun siendo una pequeña ciudad, era «la ciudad de David» y en ella habían tenido lugar acontecimientos importantes. Ludolfo se complace enumerándolos: «Belén, ciudad pequeña, mínima, abrió el paso a la patria del paraíso. Primero fue llamada Efrata (cfr Gen 48,7). Ahí hubo una hambruna (cfr Rt 1,1), después de la cual vino una gran abundancia, y entonces fue llamada Bet-lehem, es decir, “casa del pan”. Ella, “no es la más pequeña entre las ciudades de Judea” (Mt 2,6), pues es excelente en dignidad, porque en ello tuvieron lugar muchos acontecimientos significativos antes de la venida de Cristo. Ahí fue ungido David (1 Sam 16,13), se celebró un sacrificio solemne (1 Sam 16,2), ahí se celebró el matrimonio entre Rut y Booz (Rt 4). Estas tres cosas prefiguran la unión de la divinidad con la humanidad, el verdadero sacrificio y el reino inmutable. Luego Belén conoció la alegría por la venida de Cristo. ¿Quién podría valorar dignamente el gozo de los ángeles que alababan a Dios, de los pastores que vieron al Señor, de los reyes magos que lo adoraron y de todos los pueblos que creyeron en él? Pero Belén, tras el nacimiento de Cristo, conoció también el martirio, cuando Herodes mandó matar a los niños« (VC I, 9, 22).

A continuación, Ludolfo explica el significado del término «Cristo»: «Christòs en griego equivale a unctus en latín: en el Antiguo Testamento solo eran “ungidos” [es decir, consagrados con la unción sagrada] los reyes y los sacerdotes; ahora Cristo es Rey y Sacerdote, y por se lo llama justamente Cristo, es decir, ungido, no con una unción humana, sino divina, porque en la humanidad asumida por nosotros fue ungido [es decir, consagrado] por Dios Padre, más aun, por toda la Trinidad, con plenitud de la gracia» (VC I, 9, 12).

El signo del Niño

Lc 2,12: «Y esta será la señal para ustedes: encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre»

Comenta Ludolfo: «Encontrarán, como quien está escondido, un niño, como quien no habla, y sin embargo es la Palabra de Dios; envuelto en pañales, no en vestidos de seda, signo de su pobreza; acostado en un pesebre, no en una cuna de oro, singo de su humildad, porque aun siendo el Señor de los señores, se rebajó hasta nacer en un pesebre para animales. Cabe notar que los pastores eran simples, pobres y humildes, o sea, despreciables; y para que no tuvieran temor de acercarse, se les dio el signo de la infancia, de la pobreza y de la humildad de Cristo. Estos son los signos de la primera venida de Cristo, pero los signos serán diferentes en su segunda venida» (VC I, 9, 12).

Lc 2,13-14: «De pronto se unió al ángel una multitud del ejército celestial que alababa a Dios exclamando: “Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres amados por él”».

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Ludolfo leía en el texto latino: «paz en la tierra a los hombres de buena voluntad», es decir, «a los que acogen con buena voluntad a Cristo nacido y no lo persiguen. Porque “no hay paz para los impíos” (Is 2,22), mientras que “hay paz abundante para los que aman tu ley, Señor” (Slm 118,165). En efecto, para el Papa León, la verdadera paz del cristiano consiste en no separarse de la voluntad de Dios y en sentir el gozo en las cosas de Dios. Estar en paz con Dios consiste en querer lo que manda y no querer lo que prohíbe. Así, pues, la paz se anuncia a los hombres de buena voluntad, es decir, a los hombres buenos» (VC I, 9, 14). «Está bien dicho gloria a Dios y paz a los hombres: en efecto, por medio de Cristo el Padre ha sido glorificado y la paz reina entre Dios y el hombre, entre el ángel y el hombre, entre el judío y los demás gentes» (ibid).

Lc 2,15-16: «Cuando los ángeles regresaron al cielo, los pastores se decían unos a otros: “¡Vayamos a Belén a ver lo que ha sucedido, y que el Señor nos ha dado a conocer!”. Fueron deprisa y encontraron a María, a José y al niño recién nacido acostado en el pesebre».

«Ve, tú también, a ver al Niño»

Ludolfo nos invita a cada uno de nosotros a tomar el papel de los pastores: «Ve tú ahora a ver el Verbo hecho carne por ti, arrodíllate, adora al Señor tu Dios, saluda con respeto a su Madre y San José. Besa, pues, los pies del niño Jesús, acostado en el pesebre, y ruega a la Virgen que te lo entregue o te permita tomarlo. Tómalo y mécelo en tus brazos. Mira atentamente su rostro, bésalo con respeto y deléitate en lo más hondo de tu corazón. Puedes hacerlo, te lo aseguro, porque ha venido precisamente por los pecadores, para salvarlos; con ellos ha tratado humildemente y se ha dado a ellos finalmente como alimento. El Señor, que es bueno, permitirá pacientemente que lo toques, y no lo considerará una presunción, sino amor. Pero hazlo siempre con reverencia y temor, porque es el Santo entre los santos. Luego devuélveselo a su madre, y observa con atención la diligencia y sabiduría con que lo amamanta y lo trata, y hace otras tareas. Debes estar listo para servirlo y para ayudarla si puedes» (VC I, 9, 20).

En este punto, no podemos dejar de citar a Ignacio de Loyola, que escribe en sus Ejercicios Espirituales: «Ver a nuestra Señora y a José y al niño Jesús después de ser nacido, haciéndome yo un pobrecito y esclavito indigno, mirándolos, contemplándolos y sirviéndolos en sus necesidades, como si presente me hallase, con todo acatamiento y reverencia posible; y después reflexionar en mí mismo para sacar algún provecho» (ES 114).

En conclusión, Ludolfo retoma los énfasis de la liturgia de Navidad: «Debes meditar con alegría la grandeza de la solemnidad de este día. Cristo ha nacido hoy, y este es realmente el día del nacimiento del Rey Eterno y del Hijo del Dios vivo. Hoy, “nos ha nacido un niño, un Hijo nos ha sido dado” (Is 9,6). Hoy, el “Sol de justicia” (Ml 4,2), antes escondido por las nubes, ha salido y brillado con claridad. Hoy, “el esposo” de la Iglesia, Señor de los elegidos, “salió de su tálamo” (Slm 18,5). Hoy “el más bello entre los hijos de los hombres” (Slm 44,3) ha mostrado su rostro anhelado. Hoy ha brillado para nosotros el día de nuestra redención, de la antigua reparación, de la felicidad eterna. Hoy la paz nos ha sido anunciada a nosotros, los hombres, como canta el himno angélico. Hoy, como canta la Iglesia, toda la tierra y los cielos destilan miel. Hoy “apareció la bondad y la humanidad del Salvador nuestro Dios” (Tim 3,4)» (VC I, 9, 26).

Conversando

Una característica del comentario de Ludolfo es que termina cada capítulo con una oración, de estilo coloquial, cuyo contenido viene sugerido por el pasaje evangélico meditado[10]. Esta es la que pone al final del capítulo sobre la Navidad: «Dulce Jesús, tú que naciste humilde de una humilde sierva, tú que quisiste ser envuelto en humildes paños y acostado en un pesebre, concédeme, por tu inefable natividad, clementísimo Señor, que renazca en mí la santidad de una nueva vida. Haz que vista humildemente el hábito del estado religioso, de manera que, tomando seriamente mi regla de vida, como si estuviera recostado en un pesebre, pueda alcanzar la cumbre de la verdadera humildad. Y tú, que te dignaste participar de nuestra humanidad y muerte, permíteme ser partícipe de tu divinidad y eternidad. Amén» (VC I, 9, oratio).

  1. Ludulfus de Saxonia, Vita Jesu Christi ex Evangelio et approbatis ab Ecclesia Catholica doctoribus sedule collecta, Parisiis – Bruxellis, Societas Generalis Librariae Ca­tholicae, 1878, voll. I-IV.

  2. La del franciscano Ambrosio Montesino (finales del siglo XV). Fue la reina Isabel quien pidió esa traducción, para regalarla a los miembros de la corte. Probablemente así es como es gruesos volúmenes acabaron en el castillo de Loyola. De acuerdo a los expertos, la de Montesino fue una traducción bastante fiel.

  3. Cfr Ignacio de Loyola, s., Autobiografía, nn. 5-6: «Y porque era muy dado a leer libros mundanos y falsos, que suelen llamar “de caballerías”, al sentirme bien pedí que me dieran algunos para pasar el tiempo. Pero en esa casa no se halló ninguno de los que yo solía leer. Así. me dieron un “Vita Christi” – Vida de Cristo – y un libro de la vida de los Santos. Leyéndolos muchas veces, algún tanto me aficionaba a lo que allí estaba escrito».

  4. Par más información sobre Ludolfo y la influencia que tuvo su Vita Christi en Ignacio, véase E del Río, Ludolfo de Sajonia, La vida de Cristo, I-II, Madrid, Universidad Pontificia Comillas, 2010.

  5. «Este año ignaciano durará 14 meses, desde el 20 de mayo de 2021, fecha de la herida de Ignacio en la batalla de Pamplona, hasta el 31 de julio de 2022, fiesta de San Ignacio en el calendario litúrgico. El tema de la conversión está, pues, vinculado a la experiencia del fundador de la Sociedad. Es “gracias” a su herida que el caballero Ignacio se vio obligado a una larga convalecencia durante la cual pudo reflexionar sobre su vida, sobre el sentido que su vida había tenido hasta entonces y sobre el sentido que podría tener más adelante» (de la Carta del Prepósito General Arturo Sosa, 3 de octubre de 2019).

  6. Esto lo constata Ignacio, que escribe en EE 264: «Ascendió José de Galilea a Belén, para conocer la sujeción a César con María su esposa y mujer ya embarazada».

  7. Ignacio retoma esta perspectiva en EE 116: «mirar y considerar lo que hacen [la Virgen y José], así como es el caminar y trabajar, para que el Señor naciera en suma pobreza, y al cabo de tantos trabajos, de hambre, de sed, de calor y de frío, de injurias y afrentas, para morir en cruz; y todo esto por mí».

  8. De esta y otras muchas pistas se puede deducir que Ludolfo visitó Tierra Santa. Ignacio aprendió de él la observación de los lugares. Cfr EE 112: «será aquí con la vista imaginativa ver el camino desde Nazaret a Belén, considerando la extensión, la anchura, y si llano o si por valles o cuestas sea el tal camino».

  9. Ignacio se inspira claramente en Ludolfo cuando escribe EE 111, donde menciona también al buey: «y será aquí cómo desde Nazaret salieron nuestra Señora grávida casi de nueve meses, como se puede meditar píamente asentada en una asna, y José y una ancila, llevando un buey, para ir a Belén, a pagar el tributo que César echó en todas aquellas tierras». La mención de la «ancila» (sierva) parece pertenecer a Ignacio, porque Ludolfo no la menciona, e incluso cita un pasaje de Crisóstomo que la excluye: «El que es pobre, que encuentre aquí consuelo: José y María, la madre del Señor, no tenían ni sierva ni esclava. Vinieron solos desde Galilea, desde Nazaret. ¡No tenían caballo! Ellos mismos son señores y siervos. ¡Una novedad! Entran en una vivienda, no en la ciudad. La pobreza, que se mueve tímidamente entre los ricos, no se atrevió a entrar en ella» (VC I, 9, 7).

  10. También Ignacio, en sus Ejercicios, sugiere terminar la meditación con un «coloquio», descrito de la siguiente manera: «El coloquio se hace propiamente hablando, así como un amigo habla a otro, o un siervo a su Señor; a veces pidiendo alguna gracia, a veces culpándose por algún mal hecho, otras comunicando sus cosas, y queriendo consejo en ellas» (EE 54).

Enrico Cattaneo
Licenciado en Filosofía (Facultad de Aliosianum, 1967), laureado en Letras clásicas (Universidad de Padua, 1971), licenciado en Teología (Institut Catholique, París 1976), doctor en Teología y en Ciencias de las Religiones (Institut Catholique, París - Sorbonne, París IV, 1979). Ha enseñado Patrología y Teología Fundamental en la Pontificia Facultad Teológica de Italia Meridional (Nápoles) y Patrología en el Pontificio Instituto Oriental (Roma). Actualmente es profesor emérito.

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