Espiritualidad

Edith Stein y el misterio de la Navidad

En 1958, el destacado escritor alemán Reinhold Schneider escribió antes de morir: «En Edith Stein reposa una gran esperanza, una promesa para su pueblo y para el nuestro: que esta figura inigualable entre realmente en nuestra vida, que nos aclare lo que ella había entendido». ¿Qué es lo que había entendido esta mujer inigualable, nacida en Breslavia en 1891 en el seno de una familia de judíos ortodoxos, alumna favorita de Husserl y luego su asistente, convertida al catolicismo en 1922, religiosa carmelita en 1933 con el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz, muerta en la cámara de gas de Auschwitz en 1942, y canonizada en 1998? Lo que había entendido nos lo revela su obra, sobre todo Ciencia de la Cruz, pero también, de manera más simple y sintética, el texto de una conferencia elaborado en la abadía benedictina de Beuron, durante las vacaciones navideñas de 1931: El mensaje de la Navidad (Il mistero di Natale, Brescia, Queriniana, 1989)[1]. El texto consta de una veintena de páginas de ritmo meditativo y contemplativo, impregnado del encanto de estar frente al Verbo hecho niño y apoyado en un compromiso amoroso por vivir en plenitud la sequela Christi. Un texto sin concesiones retóricas ni sentimentalistas, sino una intensa inmersión en un misterio que asombra y conmueve. Expondremos la idea de fondo con el fin de ayudar a nuestros lectores a vivir de manera más consciente el misterio de la Navidad.

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La conferencia de Edith Stein se basa en una observación general: «Cuando los días se hacen cada vez más cortos, cuando en el curso de un invierno normal caen los primeros copos de nieve, los primeros pensamientos sobre la Navidad comienzan tímida y silenciosamente a aparecer. De esta simple palabra emana un encanto misterioso del que difícilmente un corazón puede abstraerse. Incluso los que profesan otra fe y los no creyentes, a quienes el antiguo relato del niño de Belén no les dice nada, preparan la fiesta y tratan de irradiar por aquí y por allá un rayo de alegría. Un cálido flujo de amor inunda toda la tierra semanas y meses antes de la fecha. Una fiesta de amor y de gozo, esta es la estrella hacia la cual todos acuden en los primeros meses invernales» (p. 23).

Pero para el cristiano – acota rápidamente Stein – la fiesta navideña tiene otro espesor; así lo indican los cantos y los textos litúrgicos del Adviento: «¡Destilen, cielos, desde lo alto, y las nubes hacen llover al Justo! ¡El Señor está cerca! ¡Adorémoslo! ¡Ven Señor, no tardes! Alégrate, Jerusalén, resplandece de gozo, porque tu Salvador viene a ti!». Siguen las grandes antífonas del Magnificat (Oh Sabiduría, Oh Adonai, Oh raíz de Jesé, Oh llave de la ciudad de David, Oh Oriente, Oh Rey de las naciones) que claman el nostálgico y ardiente «¡Ven y sálvanos!», y, finalmente, el gozoso anuncio: «Hoy sabrán que viene el Señor y mañana contemplarán su gloria». Stein comenta: «Sí. Cuando en la noche titilan los árboles de Navidad e intercambiamos los regalos, una nostalgia insatisfecha nos sigue atormentando y nos impulsa hacia otra luz resplandeciente, hasta que las campanas de la misa de medianoche suenan y el milagro de nochebuena se renueva en los altares inundados de luces y de flores. “Y el Verbo de Dios se hizo carne”. Entonces llega el momento en el que nuestra esperanza se siente dichosamente realizada» (p. 25).

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Antes de adentrarse en el misterio de la Navidad, bajo la senda de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, Stein bosqueja una compositio loci: ver el lugar y los personajes del acontecimiento. Un pesebre y en él un niño. Nos arrodillamos y escuchamos «el latido de su corazón». Junto a él, su madre y José: con la Madre de todas las madres / custodia al Niño Jesús (E. Stein, Nel castello dell’anima. Pagine spirituali, Roma, OCD, 2003, p. 336). Luego los pastores, en cuyas manos el Niño derrama el rocío de la gracia, colmándolos de alegría. ¿Alguien más? Edith ve también a los reyes Magos (que «acuden al pesebre como representantes de quienes lo buscan desde toda la tierra y de todos los pueblos»: ibid, 427), los santos Inocentes, las flores martirum, las tiernas flores cogidas ante de su madurez por la realidad del sacrificio (ibid, 463); Esteban, «el protomártir, el primero en seguir al Señor a la muerte»; Juan, «el apóstol del amor».

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«El Niño extiende sus pequeñas manos en el pesebre y su sonrisa parece expresar lo que dirá más tarde, cuando sea adulto, cuando sus labios pronuncien: “Vengan a mí los que están cansados y agobiados” […]. Frente a ellos, la noche endurecida y la ceguera incomprensible: los escribas, que son capaces de dar información sobre el tiempo y el lugar en el que el Salvador del mundo debe nacer, pero que no deducen de ello ningún “¡Vamos a Belén!”, y el rey Herodes que quiere matar al Señor de la vida. Frente al Niño en el pesebre los espíritus se dividen. Es el Rey de reyes y el Señor de la vida y de la muerte, pronuncia su “¡Sígueme!”, y quien no está con él, está contra él. Lo pronuncia también para nosotros y nos pone ante la decisión de elegir entre la luz y las tinieblas» (p. 26 s).

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La contemplación de la santa gruta nos conduce a la meditación del misterio navideño. Edith Stein lo resume de la siguiente forma: la Palabra se hizo carne y se encuentra en la figura de un Niño recién nacido. En él, la naturaleza divina y la naturaleza humana existen en perfecta unidad. «¡Oh intercambio admirable! El Creador del género humano nos concede su divinidad asumiendo un cuerpo. Para esta obra admirable el Redentor vino al mundo. Dios se convirtió en hijo de los hombres, para que los hombres pudieran convertirse en hijos de Dios. Uno de nosotros había roto el vínculo de filiación divina, uno de nosotros debía recomponerlo y pagar por el pecado. Pero ninguno de los descendientes de esta antigua progenie, enferma y bastarda, estaba en condiciones de hacerlo. Había que injertar una ramita nueva, sana y noble. Se convirtió en uno de nosotros, más aun, se hizo una sola cosa con nosotros» (p. 29 s).

La divinización del hombre mediante la encarnación del Verbo abre horizontes apasionantes y desafiantes. «Vino para ser un cuerpo misterioso con nosotros: es nuestra cabeza, nosotros somos sus miembros. Si posamos nuestras manos en las manos del Niño divino y respondemos con un “sí” a su “Sígueme”, entonces nosotros somos suyos, y se libera el camino para que su vida divina pueda derramarse en nosotros» (p. 30). Edith esboza la riqueza, el esplendor y las exigencias de esta vida divina. De estas últimas señala tres, las más acuciantes. La primera, «ser una sola cosa con Dios», dejando que Cristo viva y obre en nosotros. La segunda, «si Cristo es la cabeza del cuerpo místico y nosotros somos los miembros, entonces nosotros somos miembros los unos de los otros y todos juntos somos una sola cosa en Dios, una vida divina». Esto significa que para el cristiano «nadie es ajeno», que el amor de Cristo no conoce límites, no falla nunca, no se repliega ante la fealdad o la inmundicia. La tercera, «caminar de la mano de Dios, hacer la voluntad de Dios y no la propia, dejar en sus manos todas las preocupaciones y esperanzas, dejar de afanarse por uno mismo y por el propio futuro. Esta es la base de la libertad y de la alegría del hijo de Dios» (p. 34).

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Para cumplir estas exigencias, «el divino Niño se ha convertido en el maestro y nos ha dicho lo que tenemos que hacer. Para impregnar la vida humana con la vida divina no basta con arrodillarse una vez al año frente al pesebre y dejarse llevar por el encanto de la noche santa» (p. 38). Es necesario transformar la vida en una plegaria continua, escuchar al Señor, alimentarse de él. «“Es el pan vivo bajado del cielo”». Quien logra hacer de este realmente su pan cotidiano, verá cómo se cumple diariamente en él el misterio de la Navidad, de la encarnación del Verbo» (p. 39). Si el Niño encuentra espacio y libertad en nuestra vida, se producirá en nosotros un cambio auténtico de mentalidad: seremos cada vez más sensibles en el discernimiento de lo que le gusta y le desagrada, porque Él nos dará su Espíritu «que nos enseña a todos la verdad».

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Cuando Edith Stein compuso El mensaje de la Navidad, Hitler había reorganizado el partido nacionalsocialista y se preparaba para convertirse en canciller del Reich (llegaría a serlo en 1933). Su furia antisemita se difundía de forma espantosa, alimentada tanto por la publicación de su libro Mein Kampf (en el que definía al judío como «un parásito en el cuerpo de otros pueblos»), como por el periódico Der Stürmer, dirigido por Julius Streicher, visceral antisemita (la frase «los judíos son nuestra desgracia» es suya).

Edith Stein comprendió el trágico destino de su pueblo y el suyo propio, y al final del texto navideño escribió estas palabras: «Los misterios del cristianismo son completamente indivisibles. El que profundiza en uno, termina por tocar todos los demás. Así, el camino que parte de Belén continúa inexorablemente hacia el Gólgota, va desde el pesebre hasta la cruz. Cuando la Santísima Virgen presentó al Niño en el templo, le predijeron que su alma sería traspasada por una espada, que el niño estaba ahí para la caída y la resurrección de muchos y que sería signo de contradicción. Era el anuncio de la pasión, de la lucha entre la luz y las tinieblas, que se habían manifestado ya entorno al pesebre […]. Sobre el esplendor luminoso que irradia el pesebre cae la sombra de la cruz» (p. 43).

Edith sufrió el holocausto, junto a su hermana Rosa, en 1942, en Auschwitz. Hoy, como ayer, sobre el esplendor del pesebre cae la sombra de la cruz, y en otras partes del planeta el martirio de la Iglesia continúa. Pero el niño del pesebre es el Resucitado. «El Hijo encarnado de Dios llegó a través de la cruz y la pasión a la gloria de la resurrección. Cada uno de nosotros, la humanidad entera, llegará con el Hijo del Hombre, a través del sufrimiento y la muerte, a la misma gloria». Estas son las últimas palabras de El mensaje de la Navidad.

  1. Los pasajes que citamos a continuación están traducidos desde la versión italiana. Para consultar una versión española, cfr El mensaje de la navidad, Monte Carmelo, 2017 (Nota del traductor).

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