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La cristología del Hijo del hombre

© Gift Habeshaw / Unsplash

Introducción

Durante siglos, y desde el tiempo de la escritura de los Evangelios, los cristianos intentaron expresar la manera en que el misterio de Dios se manifestaba en la persona de Jesús – que estos reconocían como Cristo – y cómo este, cuyo rostro era perfectamente parecido al Padre, revelaba la íntima naturaleza de Dios, el Dios único de Israel. No fue una tarea sencilla, porque faltaban palabras y conceptos. ¿Cómo mantener la sustancia de la fe monoteísta mientras se reconoce una forma de complejidad al interior de la misma divinidad? ¿Cómo sostener la afirmación sobre la perfecta humanidad de Jesús – «compartió en todo nuestra condición humana, menos en el pecado», dice la plegaria eucarística IV –, sin debilitar la confesión de su divinidad?

Este delicado trabajo teológico fue – y continúa siendo – indispensable y fundamental. Aun siendo fiel a los Concilios y a la tradición de la Iglesia, cada generación cristiana tiene el deber de expresar con palabras propias y en su contexto cultural específico la esencia de la fe cristiana: Dios reveló la esencia de su ser y se comunicó perfecta y totalmente en la persona de Jesús de Nazaret. Para no repetir, sin comprender demasiado, fórmulas cada vez más antiguas, debemos refrendar continuamente la maravilla que experimentamos frente al misterio – en el fondo inefable, pero que debemos intentar traducir en palabras lo más hábilmente posible – de Jesucristo.

Existen muchas aproximaciones y procedimientos posibles. Para enfrentar tal empresa, nos parece necesario recomenzar siempre desde el hombre Jesús, desde el acontecimiento de Cristo. Y no solo desde quién era, sino de cómo él mismo se comprendía con sus palabras y sus referencias. Debemos comenzar desde la cristología de Jesús.

Jesús, un judío practicante

Jesús reflexionó acerca de su propia identidad a partir de los recursos que tenía a su disposición en el ambiente de su fe y contexto cultural, el piadoso judaísmo galileo de lengua aramea. Un judaísmo rico en tradiciones y prácticas rituales, que disponía de los salmos y del culto de la sinagoga, basado en la alabanza y en la lectura de las Escrituras. En efecto, ser hombre implica pensar en la propia individualidad, el sentido de la vida y el destino en un determinado contexto religioso y cultural. Esto es constitutivo de todo ser humano. Debemos preguntarnos, pues, por los textos, las oraciones y las creencias que formaron «la gramática», por decirlo de una forma, desde la cual se desarrolló la fe personal de Jesús[1]. Mientras más indaguemos en el mundo religioso y cultural del siglo I, más nos acercaremos a Jesús.

El hallazgo de los manuscritos de Qumrán fue una hecho importante en este camino de redescubrimiento de la variedad de grupos hebreos de la época. Adquirimos mayor consciencia de la riqueza de la producción religiosa escrita durante el denominado «período intertestamentario». Algunos temas teológicos se habían vuelto muy significativos, como el de la persecución de los profetas, lo que nos informa sobre el mundo teológico al que Jesús tenía acceso. Jesús iba a la sinagoga, y nunca dejó de hacerlo. Subía al Templo para las fiestas, y nunca dejó de ir. Había aprendido a leer y conocía las Escrituras, que podía citar[2]. Tanto las Bienaventuranzas como la oración del «Padre nuestro» tienen muchos puntos en común con textos bíblicos y oraciones judías de la época. Reconocerlo no significa en absoluto negar su originalidad, por el contrario, permite verlo mejor. Es así que Jesús se muestra único por el lugar que dio a la enseñanza a través de las parábolas, así como por su modo de reunir en sí la figura del taumaturgo-exorcista y la del rabino didáctico. Jesús estaba profundamente inserto en su propio ambiente judío de Galilea, y esto lo proveyó tanto de sus esquemas de pensamiento como de sus primeros discípulos.

La relación con Juan el Bautista

En segundo lugar, es necesario destacar un hecho indiscutible e importante: Jesús se definió inicialmente en relación con Juan el Bautista, una figura histórica evidente. Durante su vida nunca negó esta relación y siempre se refirió a ella. Este es un elemento que podría utilizarse más a nivel cristológico; su riqueza, de hecho, ha sido por mucho tiempo subestimada. Jesús no escatimó alabanzas a Juan Bautista: «Les aseguro que entre los nacidos de mujer no ha surgido nadie más grande que Juan el Bautista» (Mt 11,11a). Es sumamente revelador el hecho de que Jesús haya iniciado su vida pública yendo al encuentro del Bautista. Este escuchaba lo que Dios quería decirle a Israel, y buscaba dónde podía manifestarse la acción divina. Lo buscaba fuera de sí mismo, en un movimiento de descentramiento que sigue maravillándonos.

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Si hubo un tiempo en que la petición de Jesús de hacerse bautizar por Juan como un hebreo entre otros, metiéndose en medio de los pecadores, fue motivo de vergüenza para los cristianos, hoy este hecho nos parece cada vez más un signo de humildad y descentramiento de Jesús. Sabía leer los signos de los tiempos, los signos de los actos de Aquel que llamaba su Padre, y esta acción pasaba a través de Juan. La obra de Jesús es inseparable de la de Juan e incomprensible en ausencia de su vínculo con él.

Jesús retomará el mensaje de Juan y escogerá sus primeros discípulos entre los del Bautista. Nunca renunciará a su vínculo con Juan ni al hecho de que el criterio principal para juzgar su tiempo consistía en reconocer que Juan había sido enviado por Dios. Lo repetirá después de su ingreso final a Jerusalén, cuando, interrogado por su autoridad, la ubicará como continuación de la de Juan: «Mientras Jesús caminaba por el Templo se acercaron los sumos sacerdotes, los maestros de la Ley y los ancianos para preguntarle: “¿Con qué autoridad actúas así? ¿Quién te ha dado autoridad para hacer estas cosas?”. Jesús les contestó: “Yo también les haré una pregunta y, si me responden, les diré con qué autoridad actúo así. El bautismo de Juan, ¿provenía de Dios o de los hombres? ¡Respóndanme!”. Ellos comentaban entre sí: “Si decimos que provenía de Dios, nos preguntará: ‘¿Por qué entonces no creyeron en él?’. Pero, ¿cómo vamos a decir que provenía de los hombres?”. Y como temían a la gente, porque todos tenían a Juan por un verdadero profeta, le respondieron: “No sabemos”. Entonces Jesús les contestó: “¡Tampoco yo les digo con qué autoridad actúo así!”» (Mc 11, 27-33). Por lo tanto, no se puede reconocer a Jesús si no se reconoce a Juan. Y ya nadie podrá anunciar a Jesús sin hablar de Juan. Los dos Evangelio más recientes – el de Lucas y el de Juan – no reducen el papel del Bautista, como cabría esperar con el paso del tiempo, por el contrario, lo valorizan todavía más.

Sin embargo, Jesús no se limitó a copiar el camino de Juan, sino que descubrió el suyo propio. Comenzó su camino yendo al encuentro de «las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 15,24). Se dedicó al mismo tiempo a sanar e instruir a la multitud que venía a verlo, y a formar un grupo de discípulos, que eligió simbólicamente en número doce, para expresar con un gesto elocuente que estaba hablando a todo Israel. Y comenzó a hablar de sí mismo usando repetidamente una fórmula un poco misteriosa, la expresión «Hijo del hombre». ¿Alguien la había usado antes que él? ¿Qué nos dice esta expresión sobre la identidad de Jesús y su relación con el Padre?

El enigma del Hijo del hombre

Un escrito que hasta hace poco tiempo teníamos solo en su versión etíope nos ayuda a aclarar el enigma: el Libro de Enoc. Ahora sabemos que existía una antigua versión aramea, pues algunos fragmentos de este libro fueron encontrados en las cuevas de Qumrán. ¿Por qué el libro de Enoc es tan sugerente? Porque nos habla de la posteridad del tema del Hijo del hombre, que es muy importante para acercarnos a la autocomprensión de Jesús. De hecho, si nos atenemos a los escritos bíblicos propiamente tales, solo el libro de Daniel evoca esta figura original, fuertemente asociada a la humanidad en su mismo nombre, y que, sin embargo, muestra atributos divinos, en particular los de cabalgar sobre las nubes del cielo y juzgar la tierra (cfr Dn 9,13; Enoc 46,2-3).

Tal como afirma el historiador de las religiones Daniel Boyarin, «judíos de la época de Jesús esperaban un Mesías al mismo tiempo humano y divino, el Hijo del Hombre, una idea derivada de Dn [3]. El investigador muestra claramente que algunos redactores del Libro de Daniel no estaban de acuerdo con la individualización de la figura del Hijo del hombre y abogaban por su relativa eliminación. El debate continuó durante la época de Jesús, probablemente en círculos reducidos y devotos. El capítulo 48 del libro de Enoc es una bella anticipación de muchos temas que se encuentran en los Evangelios. Lo que resulta frustrante para nosotros es que no sabemos nada de los eventuales grupos religiosos que estaban detrás de esa literatura, mientras que tenemos una idea más clara sobre la existencia de los habitantes de Qumrán y de la comunidad más amplia que defendía ese lugar.

Dicho lo anterior, aunque varios investigadores afirman que un cierto número de esenios se volverían cristianos después del 70 – lo que parece probable, puesto que la comunidad cristiana compartía con ellos muchas expectativas –, no conservamos ningún documento arqueológico o textual. Un punto interesante y sugerente para el lector de los Evangelios es el hecho de que el libro de Enoc evoca la figura del Hijo del hombre, pero sin identificarla con Enoc. Esa identificación tiene lugar solo al final del libro, en los capítulos 70 y 71 (cfr Enoc 71,14).

Esto no quiere decir que Jesús no traiga consigo ninguna novedad. Con él se alcanza una afirmación inaudita y nueva: él es, aquí y ahora, el esperado Hijo del hombre. Lo que formaba parte de la especulación escatológica se cumple «hoy». Observa Boyarin: «En contraste con Enoc, que será el Mesías-Hijo del hombre en los últimos días, Jesús lo es ahora. En contraste con el Hijo del hombre que viene sobre las nubes, que es una visión del futuro, los Evangelios y los creyentes proclaman que los últimos días ya llegaron. Todas las ideas sobre Cristo son antiguas: la novedad es Jesús»[4]. También podemos notar que los Evangelios conservan el tema del Hijo del hombre que viene sobre las nubes del cielo en un marco escatológico, pero es claro que se trata de la segunda venida – la que ocurrirá en gloria – de Jesús Hijo del hombre (cfr Mc 13,26).

Durante siglos los israelitas han discutido acerca de quien sería el Mesías, sobre su posible vínculo con la descendencia de David, sobre su relación con el misterioso «Hijo del hombre» de Daniel o con el no menos enigmático «Siervo» evocado por Isaías. Jesús se introdujo en esta discusión y eligió su clave de lectura. Al mismo tiempo, su decisión de seguir al Bautista muestra que estaba atento no solo a las Escrituras y a las profecías del pasado, sino también y sobre todo, al presente, a lo que Dios quería decir a su pueblo «aquí y ahora».

La síntesis de Jesús

Aunque sea muy difícil, si no imposible, distinguir con certeza lo que en los Evangelios hace referencia al Jesús histórico y lo que proviene de la obra teológica de las primeras comunidades y de los evangelistas, es posible hacer algunas observaciones[5]. Es claro, a partir del material conservado por la tradición, que Jesús tomó distancia del título de «Mesías». En Marco, Jesús acepta este título solo al final de su camino, cuando es interrogado por el Sumo Sacerdote (cfr Mc 14,62). Por otro lado, es manifiesta su preferencia por el título de «Hijo del hombre», que aparece expresado solo por él y que casi inmediatamente desaparecerá de la tradición cristiana: de hecho, está totalmente ausente en Pablo.

¿Por qué le gustaba tanto a Jesús este término enigmático? Podemos formular una hipótesis observando el modo habitual que usa para expresarse. Jesús emplea de buen grado el lenguaje parabólico para evocar lo que está en el centro de su mensaje: el reino de Dios. La elección de este estilo señala que quería dejar a sus oyentes la libertad de interpretarlo y rechazaba prescribir u ordenar como lo haría un soberano o un enviado con un «título». En las Escrituras, de hecho, el uso de parábolas corresponde a personajes secundarios o sin poder (cfr Jue 9 o 2 Sam 12). Ahora bien, el título «Hijo de hombre» o «Hijo del hombre» es ambiguo, tanto en arameo como en hebreo. Puede ser un modo habitual para referirse a un simple ser humano. Así se dirige Dios al profeta Ezequiel, sin que el título parezca tener ningún valor honorífico (cfr Ez 2,1; 3,1 etc.). Esta expresión vuelve en un pasaje importante para Jesús, en la descripción del pastor enviado por Dios para cuidar de sus ovejas (cfr Ez 34)[6]. Pero tal vez esta hace referencia a la misteriosa figura escatológica presentada por Daniel. Todo se juega en un pequeño artículo que puede pasar desapercibido: ¿«Hijo de hombre» o «Hijo del hombre»? Esta es la pregunta que Jesús plantea elípticamente a sus interlocutores.

Así, el uso de esa expresión permite a Jesús mostrar su persona con relativa discreción, dejando entrever al mismo tiempo – a quien tenga oídos para oír – la intensidad de la relación única que lo une a Dios. Además, es sorprendente el hecho de que Jesús use esta expresión en tercera persona. Estaría revelando, así, una cristología de voluntaria ambigüedad y de discreción. «El que tenga oídos para escuchar, que entienda» (Mc 4,9). La elección que Jesús hace del título «Hijo del hombre» no solo indica su deseo de huir de etiquetas demasiado fáciles (como la de «Mesías»), cargadas de expectativas muy – demasiado – «políticas», sino que expresa también, más que otros títulos, su convicción de estar unido de manera absolutamente única e inseparable a Dios, por la fuerza con que esta figura se asocia a la autoridad misma de Dios, a su juicio y a su trono. Jesús, por tanto, no puede separarse del Espíritu Santo y de Dios, y su persona puede relacionarse con el Juicio final: «Si alguno se avergüenza de mí y de mis enseñanzas, el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre y de los santos ángeles» (Lc 9,26).

Los datos de los Evangelios indican que Jesús efectuó una suerte de «triangulación» de tres términos de las Escrituras de Israel que califican a un personaje salvífico que se presentaré en el futuro. En primer lugar, está el término «Mesías», que Jesús acepta cuando Pedro se lo dirige (cfr Mc 8,29; Mt 16,16 y Lc 9,20), pero que reelabora inmediatamente para explicar su misión: «El Hijo del hombre debía sufrir mucho» (Mc 8,31). Luego está la expresión «Hijo del hombre», que se conecta al libro de Daniel (cfr Dn 7,13-14). Sin embargo, el problema es que el libro de Daniel no menciona los eventuales sufrimientos que sufriría ese personaje, que cabalga las nubes del cielo y al que se confiere la realeza. El vínculo entre los sufrimientos y el Mesías-Hijo del hombre podría explicarse si se añade un tercer término: el del «Siervo que sufre», descrito por el profeta Isaías en el cuarto canto del Siervo (cfr Is 52,13–53,12). De él se dice que, «Si él entrega su vida como expiación, verá su descendencia y el Señor prolongará sus años». Y luego: «Mi servidor, el justo, traerá a todos la salvación, porque él cargó con los crímenes de todos ellos» (Is 53, 10-11). Hay dos elementos muy importantes que sobresalen en esta figura enigmática: el Siervo no ofrece su vida solo por Israel, sino por la multitud de los hombres; y, por otra parte, su camino pasa por la aceptación voluntaria del sufrimiento y de la muerte.

Surge, entonces, la pregunta: ¿fue Jesús el primero en realizar una lectura mesiánica de ese personaje? Tras el descubrimiento de los manuscritos de Qumrán, algunos creyeron ver una alusión a este texto bíblico en el modo en el que «el Maestro de justicia» – el supuesto fundador de este movimiento de renovación sacerdotal de Israel – concebía su papel. Los textos, sin embargo, son ambiguos, y no pareciera que esa persona haya tenido una muerte violenta. La novedad de la cristología original de Jesús no se encuentra, por tanto, en la herencia de los tres términos – todos extraídos de las Escrituras y de su relectura contemporánea –, sino en su singular combinación.

Si se reconoce la posibilidad de que Jesús mismo haya establecido la conexión entre estas tres figuras, estas tres representaciones de la Escritura a la espera de su cumplimiento, ¿es posible hacerse una idea de los medios que habría utilizado para realizar tal conexión? En primer lugar, Jesús meditó profundamente los pasajes de la Escritura que se prestaban a una lectura de tipo mesiánica. En segundo lugar, estando en el corazón de la realidad judía de la tierra de Israel de entonces, Jesús pudo conocer las especulaciones de su tiempo, de las que da testimonio la literatura enóquica y algunos escritos intertestamentarios, como el libro de los Jubileos (que parece citar Lc 11,49 y Mt 23,34). En tercer lugar, Jesús estaba convencido de que el destino de todos los profetas, de todos los mensajeros de Dios, era el de ser perseguidos por el mismo pueblo al que habían sido enviados, según el tema teológico, muy difundido en su época, de la «persecución de los profetas». Por lo demás, no había necesidad de ser un erudito para darse cuenta de que los poderosos buscan siempre acallar a los que se hacen paladines de los pequeños y de los sin voz. La violenta muerte de Juan el Bautista, ordenada por el rey Herodes, no podía sino confirmar esta convicción teológica de Jesús.

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De esto podemos extraer una primera conclusión: si bien es cierto que los evangelistas desarrollaron una estrategia narrativa propia y resaltaron algunos textos bíblicos en lugar de otros, al tiempo que querían afirmar indiscutiblemente la divinidad de Jesús, el hecho es que todos ellos son esencialmente fieles a la hermenéutica bíblica original de su maestro. Es decir, los evangelistas hacen de Jesús ante todo un «Hijo del hombre», un hombre vuelto a los pequeños y los últimos de la sociedad, que no esgrime ninguna pretensión de identidad divina – identidad ciertamente confesada sin reservas por la fe de los evangelistas –, sino empeñado en afirmar que todos los seres humanos son «hijos de Dios»[7]; un siervo que ha querido ofrecer su propia vida por todos, por las «ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 15,24), ciertamente, pero también por «las multitudes» (cfr Is 53,11-13); en suma, un judío profundamente creyente, experto en las Escrituras y que había comprendido en la oración que era el Enviado de los últimos tiempos, un Hijo del hombre que aceptaba la misión del Siervo que sufre antes de ser el Hijo del hombre que viene «sobre nubes con gran poder y gloria» (Mc 13,26).

El hecho mismo de que los primeros cristianos abandonaran tempranamente este título – que, en realidad, ya no comprendían – es un argumento fuerte a favor de su historicidad. Jesús comprendió su propia misión y su propia vida a partir de las fuentes vivas de la tradición de Israel. Para definirse y presentarse a sus hermanos, tomó opciones originales, pero que se inscribían dentro de las posibilidades tanto de los textos bíblicos como de las realidades y convicciones espirituales de los judíos de su tiempo.

Jesús desconfiaba de los apelativos definitivos que le asignaban y era sumamente reacio a dejarse conceder títulos o etiquetas. Estos, en efecto, lo traicionaban al menos tanto como lo revelaban. Optó claramente por valorizar un sistema de referencias cruzadas, basado en la coherencia entre sus palabras y sus acciones. Quería que sus enseñanzas y sus curaciones hablaran más fuerte que los numerosos rumores, incluso positivos, que circulaban sobre él. Quería que quienes lo conocieran decidieran solos quién era para ellos. Jesús era un hombre entre los hombres, un israelita entre sus hermanos y, al mismo tiempo, alguien que pensaba que estaba desempeñando un papel determinante en el plan de salvación de Dios, y que vivía una relación única con este Padre-Abbà. Reconocer que Dios actuaba por medio suyo significaba necesariamente estar muy cerca del Reino: «Si yo expulso los demonios con el poder de Dios, quiere decir que el Reino de Dios ha llegado a ustedes» (Lc 11,20).

La cristología del Hijo del hombre

¿Cuál es la importancia de esta cristología del Hijo del hombre? Esta nos ayuda, ciertamente, a tomar cada vez mayor consciencia del hecho de que Jesús estaba enraizado en la herencia religiosa y textual del pueblo judío. Pero lo que está en juego es aún mayor. La naturaleza misma de la fe cristiana está en juego. Para el cristianismo, el riesgo está en convertirse en una «religión» como otras, con sus ritos y dogmas, olvidando que se trata fundamentalmente de una renovación espiritual al interior de una religión existente; que el hombre que está en su origen no tuvo en absoluto la idea o el deseo de «fundar una religión», sino de encarnar una nueva etapa en el plan de Dios – el Dios de Israel – cuyo proyecto lo precedía.

El cristianismo es un movimiento escatológico, radical, espiritual. Se lo ha considerado incluso un isaínismo, una interpretación seria de las promesas del profeta Isaías, o más bien de los discípulos de este profeta. Pero Jesús no solo se inspira en Isaías: hace una lectura y una síntesis – al mismo tiempo sumamente personal y profundamente enraizada – del conjunto de las Escrituras.

Así como el pueblo cristiano constituye una suerte de «pueblo al cuadrado», pues está compuesto por seres humanos prevenientes de todos los pueblos de la Tierra (sin que por ello se elimine su pertenencia cultural), así el cristianismo constituye una «religión al cuadrado», una religión que solo tienen sentido en la medida en que expresa el deseo de ir más allá, de vivir de la caridad misma de Dios. Como indica esta frase del primer discurso de Mateo (terriblemente exigente, si lo pensamos bien): «Si no superan a los maestros de la Ley y a los fariseos en vivir conforme al plan de Dios, ustedes no entrarán en el Reino de lo cielos» (Mt 5,20). El cristianismo supone una interiorización de la Torá, la convicción de que ha llegado el momento de vivir como el Mesías, imitando las cualidades de Dios: el perdón, el don de sí, la salida radical de uno mismo. Supone un compromiso espiritual total. Quiere ser una revolución al interior y a partir de una religión, y no otra religión.

En esencia, a los cristianos les gustaría tener una religión como la de todos los demás: una religión por decirlo así «tranquila», basada en la observancia de un cierto número de reglas y en la práctica de un determinado número de ritos. Pero el fuego espiritual que Jesús encarnaba tiene poco que ver con esta realidad prosaica. En efecto, hay una gran dificultad por resolver: ¿cómo mantener la tensión escatológica, una exigencia espiritual radical, un amor por todo Israel (simbolizado por los doce Apóstoles), y al mismo tiempo la convicción de que ha llegado el momento de abrir los tesoros del conocimiento del único y verdadero Dios a todos los confines de la Tierra? «Vendrá gente del este y del oeste, del norte y del sur y se sentará en el banquete del Reino de Dios» (Lc 13,29).

Durante su vida, Jesús se limitó a visitar unos pocos pueblos en su región de Galilea, con algunas incursiones – sobre todo con ocasión de las fiestas – a Judea, y unas pocas estadías en tierra pagana (acaso para huir de alguna manera a la presión de la multitud). Pero estaba convencido de que el Padre obraba para la salvación de toda su creación, y no solo por el bien de Israel. Lo que en un contexto mesiánico escatológico, además, no tendría realmente sentido. Jesús llama a entrar en una relación única con Aquel que llama «Abbá», «Padre», y que cambia el sentido de toda nuestra vida. Y desde hoy, «el que quiera salvar su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará» (Mc 8,35).

La manera en que Jesús conecta una cristología «baja», de la discreción, jugando con la expresión ambigua de «Hijo del hombre», con una cristología «alta», escatológica, destacando su vínculo único con el Padre, abre una perspectiva para la Iglesia de hoy: esta no debe dudar en pasar por la humanidad de Cristo para poner de relieve la credibilidad humana y espiritual, sin renunciar, no obstante, en modo alguno al hecho de que ese mismo Jesús se reconocía única y excepcionalmente vinculado al proyecto del Padre para el presente y el futuro de la humanidad. Que este Hijo del hombre debía ser reconocido precisamente como el Señor e Hijo de Dios.

Conclusión

La cristología de Jesús es una obra que no terminará nunca. Pero intentar, hoy como ayer, comprenderla un poco más, es una de las tareas de toda futura cristología. Uno se asombra ante la libertad espiritual de un hombre increíblemente libre llamado Jesús: un hombre que tomó radicalmente en serio su nombre – «Dios salva» -, sin enrostrárselo a nadie; un hombre que para expresar el corazón de su fe más íntima y personal escogió el término «Abbá», que, aunque en arameo, abre a una experiencia universal a cada ser humano que se reconoce hijo. Jesús nos muestra así que solo si uno se confiesa totalmente de Dios puede aceptarse totalmente a sí mismos. Su cristología es un camino de humanización en la medida en que es un camino de fe. Su máximo cuidado por los demás provenía de su total abnegación.

La elección de la expresión «Hijo del hombre» refleja su profunda humildad, y, más aún, el absoluto descentramiento de sí mismo. Esto es lo que una cristología posterior corrió el riesgo de ocultar, poniendo en boca de Jesús afirmaciones que confiesan su identidad divina. Afirmaciones verdaderas en el orden de la fe, pero peligrosas para el reconocimiento honesto y sincero de su humanidad. Jesús es un hombre que, para hablar de sí, escogió voluntariamente una expresión abierta, dinámica, enigmática, que correspondía a sus oyentes determinar, con ayuda del Espíritu que se les había dado: una expresión que tenía la gracia de ubicar a Jesús al mismo tiempo al nivel del hombre, de cada hombre, y al nivel de Dios. Nos alegra poder reflexionar todavía sobre esto con renovada intensidad.

  1. Cfr H.-U. von Balthasar, La foi du Christ, París, Aubier, 1968; J. Guillet, La foi de Jésus Christ, París, Mame-Desclée, 1980.

  2. Cfr Mc 2,25; 4,12; 7,6; 10,7.19; 11,17; 12,10.26.36; 14,27. Es posible que algunas citas provengan de los primeros apóstoles y evangelistas, pero sería sorprendente que este fuera el caso de todas las referencias hechas por el Jesús de los Evangelios.

  3. Cfr D. Boyarin, Le Christ juif, Paris, Cerf, 2013, 92.

  4. Ibid.

  5. Cfr M. Rastoin, «Comment les trois premiers évangélistes ont-ils nommé Jésus?», en R. Dupont-Roc – A. Guggenheim (edd.), Après Jésus. L’invention du christianisme, París, Albin Michel, 2020, 355-362.

  6. Es sorprendente que en este capítulo Dios habla a veces de mandar un pastor como David (cfr Ez 34,23) y otras de venir en persona (cfr Ez 34,11).

  7. Cfr M. Rastoin, «Jésus: Un “Fils de l’Homme” tourné vers les “Fils de Dieu”. Un nouveau regard sur Mt 11,27 et Lc 10,22», en Nouvelle Revue Théologique 63 (2017) 355-369.

Marc Rastoin
Es un jesuita francés. Luego de obtener su título en Ciencias Políticas, entró a la Compañía de Jesús en 1988. Defendió su tesis sobre la Epístola a los Gálatas. Comprometido desde la infancia en el diálogo judeo-cristiano, es delegado del Padre General de la Compañía para las relaciones con el judaísmo desde 2014. Enseña el Nuevo Testamento en el Centro Sèvres de París y en el Institut Biblique de Rome.

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