Espiritualidad

El discernimiento espiritual

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El punto de apoyo, el pivote alrededor del cual gira toda la doctrina ignaciana sobre la discreción espiritual es la búsqueda de Dios en todo momento. Tal como suena, no parece demasiado peculiar de san Ignacio porque llena tanto el Antiguo (cfr. Am 5,4, con nota de la Biblia de Jerusalén) como el Nuevo Testamento (cfr. Mt 6,33, con nota de la BJ): buscar a Dios – se dice – es consultarlo, interrogarlo… buscar su Palabra, su Rostro, su Voluntad … buscar su Reino[1]. Pero este pensamiento bíblico se hace además ignaciano cuando pronuncia un «hombre de acción» u hombre «activo», que se caracteriza porque, sin dejar de buscar a Dios en la vida retirada u oración, lo busca sobre todo en la acción[2].

Decimos que el hombre activo busca a Dios sobre todo en la acción. Pero además orienta la oración a la acción, y no viceversa, como lo hace el hombre contemplativo. Y por eso la misma acción lo prepara para la oración. Es el «círculo oración-acción», del cual habla con frecuencia Nadal, uno de los primeros discípulos de san Ignacio[3].

Tenemos que caracterizar mejor esta búsqueda de Dios, sobre todo en la acción. Y para ello vamos a hablar de la experiencia, tal cual de ella habla san Ignacio. Es un principio básico de la espiritualidad ignaciana que a Dios se lo busca en la experiencia de la discreción. Pero la experiencia de la discreción es doble: o sea a la vez externa (histórica, en el trato con los demás) e interna (en la conciencia propia).

Hay una relación muy íntima, para san Ignacio, entre una y otra experiencia: el punto de partida del discernimiento ignaciano es la experiencia externa, o sea, la de los acontecimientos de la vida cotidiana; pero el «círculo» no se cierra si no se tiene en cuenta la experiencia interna, contemporánea de la otra.

Experiencia externa

Acerca de la importancia, en la espiritualidad ignaciana, de la experiencia externa, podríamos citar al P. Simón Rodrigues, uno de los primeros «compañeros» de san Ignacio. En una carta le decía a san Ignacio – hablando de las Constituciones que el Santo estaba redactando en Roma – «no creo que sea malo esperar algunos días sin confirmarlas – o cerrarlas, las Constituciones – porque el tiempo muchas veces, y con el tiempo Dios nuestro Señor, enseña a sus siervos»[4].

San Ignacio tuvo en cuenta la importancia de la experiencia externa cuando se abocó a la redacción de las Constituciones de la Compañía de Jesús: no cerró – o sea, no dio por confirmadas – estas Constituciones, sin tener en cuenta tanto la experiencia personal como la de la Compañía, repartida ya por el mundo[5].

Experiencia interna

No basta, sin embargo, la experiencia externa, sino que además se requiere la experiencia interna, que acompaña siempre a la externa.

San Ignacio llama la atención sobre esta experiencia interna o de conciencia cuando, al introducirnos en el examen de conciencia, nos dice: «Presupongo ser tres pensamientos en mí (en mi interior o en mi conciencia), es a saber, uno propio mío […] y otros dos que vienen de fuera, el uno […] del buen espíritu y el otro del malo» (Ejercicios Espirituales, n. 32).

Además san Ignacio elabora todo un «código» de interpretación «para sentir – o sea, caer en la cuenta – y conocer – o sea, saber de quién viene el pensamiento – las varias mociones que en (el interior de) la ánima se causan» (EE 313).

San Ignacio, en sus Ejercicios Espirituales, ayuda a esta experiencia interna con algo «externo» al mismo ejercitante: la contemplación de la vida de Cristo nuestro Señor «según la carne».

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Lo que provoca – sobre todo en los Ejercicios – la experiencia interna de las mociones (afectos, sentimientos, pensamientos…) es la contemplación de los «misterios de la vida de Cristo nuestro Señor» (EE 261-312): como dice en su lenguaje simbólico el Apocalipsis, únicamente el Cordero, «de pie y como degollado» (símbolo de Cristo en su Pasión y Resurrección) es «digno de tomar el libro y abrir sus sellos» (Apc 5,1 ss.; sobre el «libro», como símbolo de «la revelación de Dios», cfr. Is 29,11).

Baste citar un solo texto ignaciano: al introducir el tema de la elección – o búsqueda de la voluntad de Dios –, san Ignacio nos dice así: «considerado el ejemplo de Cristo nuestro Señor que nos ha dado para el primer estado […] y asimismo para el segundo […], comenzaremos, juntamente contemplando su vida (desde el Bautismo a la Ascensión), a investigar en qué vida o estado se quiere servir de nosotros su divina majestad …» (EE 135).

Pero el Jesús que contemplamos no es solamente un personaje del pasado: vive actualmente entre nosotros, y nos conduce al futuro[6]. En otras palabras, no es meramente el «Cristo histórico» sino también el «Cristo de la fe» quien motiva nuestra experiencia interior, a cuya luz debemos discernir su voluntad sobre nuestra vida exterior.

La experiencia de la discreción

En definitiva, la búsqueda de Dios no sólo en la oración sino también – y sobre todo – en la acción, debe hacerse teniendo en cuenta ambas experiencias a la vez: la externa (en los acontecimientos de la vida personal y/o comunitaria) y la interna (en la propia conciencia).

Y si hemos hablado, por separado, de ambas experiencias, ha sido para llamar la atención sobre la más olvidada en la experiencia de la discreción: la interna.

1) Se quiere justificar este olvido acusando, por ejemplo, a la experiencia interna de ser «solipsística», individualista, subjetiva, etc. etc.

Sería así si estuviera separada de la experiencia externa, pero no si se las considera a ambas a la vez.

Los acontecimientos de la vida son maestros que Dios nos ofrece para guiarnos. ¿Debemos entenderlo como si Dios tomara en sus manos algunos acontecimientos, para hacerlos signos de su voluntad, y dejara que los otros siguieran su curso natural? De ninguna manera. Tenemos que comprender que los acontecimientos que vivimos provocan en nosotros – o sea, en nuestro interior o conciencia – reacciones: nos sentimos, en los diversos acontecimientos o en uno solo, contentos o despechados, ansiosos o libres; sentimos toda clase de deseos o repulsiones; formamos juicios o esbozamos decisiones. Dicho de otra manera, los acontecimientos que vivimos en nuestra vida de relación con los otros, nos agitan.

Si prestamos atención a esta agitación interior, advertiremos que el Espíritu santo nos enseña a distinguir, es decir a discernir, entre todos estos sentimientos, reacciones, juicios y decisiones, cuáles vienen de Dios y son conformes con Jesucristo, y cuáles no. En otros términos, encontrar a Dios en los acontecimientos de nuestra vida es discernir, de modo que el acontecimiento pueda ser signo de Dios (o del «no-Dios»), signo con el cual Dios nos llama[7].

Así, pues, el discernimiento, aunque tiene en cuenta la experiencia interior, no es «intimista», porque tiene también en cuenta la contemporánea experiencia exterior[8].

2) Para citar un solo ejemplo de lo que decimos, recuérdese la experiencia de san Ignacio cuando fue notificado como cosa cierta – he aquí la experiencia exterior – «que el Emperador os había nombrado – le escribe a san Francisco de Borja – y el Papa era contento de haceros Cardenal»[9]. Siente san Ignacio enseguida – he aquí la experiencia interna – un «espíritu de estorbar en lo que pudiese. Con esto sin embargo, no estando cierto de la voluntad divina por muchas razones que de una parte y de otra venían – o sea, que lo inclinaban ya a una cosa, ya a otra – me tomé tres días para pensarlo y hacer oración». «En este tiempo de los tres días, en algunas horas […] sentía en mí que me venían ciertos temores, o no aquella libertad de espíritu para hablar – al Papa – y estorbar, con un decir: ¿qué sé yo lo que Dios nuestro Señor quiere hacer […]?; en otro tiempo […] sentía en mí que estos temores se apartaban. Andando en este ruego varias veces, cuándo con este temor, cuando con el contrario (es decir, con libertad de espíritu) – he aquí la variedad de espíritus –, finalmente en el tercer día yo me hallé […] con un juicio tan claro y con una voluntad tan suave y tan libre para estorbar, lo que en mí fuese, delante del Papa y Cardenales, que si no lo hiciera […] tengo para mí como cosa cierta que a Dios nuestro Señor no daría buena cuenta de mí, antes enteramente mala».

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Y ¿qué es la Autobiografía de san Ignacio sino la relación simultánea de su experiencia exterior (convalecencia en Loyola, lecturas … viaje a Tierra Santa, estudios en Barcelona, Alcalá, Salamanca y París, etc. etc.) y de su experiencia interior (deseos de imitar a los santos o de vida mundana, temores, etc. etc.)?

Lo mismo podríamos decir del Diario espiritual y de las cartas – de gobierno y de dirección espiritual –: en todos estos documentos ignacianos podremos descubrir, si prestamos atención, una «experiencia de discreción» que abarca a la vez una experiencia «externa» y otra experiencia «interna».

* * *

Hasta ahora hemos hablado de la discreción, y la hemos caracterizado, en san Ignacio, por una atención a la experiencia a la vez externa e interna.

Esta atención lleva, en la espiritualidad ignaciana, un nombre: examen de conciencia.

Es un modo de orar que nos conviene ver más de propósito, porque nos permite subrayar la importancia del aspecto interno de la experiencia de discreción, sin descuidar por ello su aspecto externo.

El examen de conciencia

No se trata de una conciencia meramente moral de pecado – grave o leve –, sino de algo más profundo y rico. Por supuesto, no excluimos este primer sentido; pero no nos limitamos a considerar el examen de conciencia como una preparación «para limpiarse y mejor confesarse» (EE 32 ss.). Cuando en el contexto ignaciano del discernimiento de espíritus hablamos de «conciencia», entendemos a ésta como el «campo de lucha» espiritual, donde, como dice san Ignacio, se dan «tres pensamientos (mociones, afectos, sentimientos ), uno propio mío[10] […] y otros dos que vienen de fuera, el uno que viene del buen espíritu y el otro del malo» (EE 32). Así entendida la conciencia, su examen – sea de oración, sea de la acción, sea particular, sea general – es lo que evangélicamente se llama vigilancia[11], entendida esta última como un modo de orar.

En otras palabras, el examen de conciencia es un modo de orar. Hay otros modos de hacer oración (la petición y la acción de gracias, por ejemplo), que son evangélicos e igualmente válidos; pero la espiritualidad ignaciana, como espiritualidad eminentemente activa, presenta el examen de conciencia como el modo preferido y más frecuente de oración[12].

  1. Este artículo, originalmente publicado en Boletín de espiritualidad, n. 80, abril 1983, 1-16, puede encontrarse también en M. A. Fiorito, Escritos, V, Roma, La Civiltà Cattolica, 2019, 176-190. Aquí presentamos la segunda parte. Con el título «Paternidad y maternidad espiritual», habíamos publicado la primera. Cfr: https://www.laciviltacattolica.es/2021/09/10/paternidad-y-maternidad-espiritual/

  2. Hay sólo dos tipos de vocaciones en la Iglesia: la contemplativa y la activa; y cada uno de ellos se caracteriza por los tipos de instituciones que usan (medios, horarios, etc.). Lo dice así el Vaticano II: hay «institutos que se ordenan íntegramente a la contemplación, de suerte que sus miembros vacan sólo a Dios en soledad y silencio, en asidua oración y ferviente penitencia […] por mucho que urja la necesidad del apostolado activo» (cfr. Perfectae Caritatis, 7); pero hay también «muchísimos institutos […] consagrados a las obras de apostolado […]. En estos institutos, la actividad apostólica y benéfica pertenece a la naturaleza misma de la vida religiosa, como quiera que el sagrado ministerio y la obra propia de la caridad ha sido encomendada por la Iglesia y debe cumplirse en su nombre […]. [Y en estos institutos] es menester que su acción apostólica proceda de la íntima unión con Cristo» (ibid). Las palabras citadas del Concilio Vaticano II dicen bien a las claras que, aunque hay sólo dos tipos de vocaciones en la Iglesia, la «dimensión contemplativa» pertenece a ambas.

  3. Cfr. M. Nicolau, Jerónimo Nadal S.I. (1507-1580): sus obras y sus doctrinas espirituales, Madrid, Consejo superior de investigación científicas, 1949; ver, en índice, la frase «contemplativo en la acción». Sin embargo, diríamos que es más clara la explicación que del «círculo oración-acción» da el beato Fabro, que conocía más de antiguo a san Ignacio. Dice así en su Memorial (traducido libremente del latín): «debe tu vida – está hablando a un hombre que, como él, está en la vida activa y no meramente en la contemplativa – de tal manera haberse con Marta y María – modelos tradicionales de ambas vidas respectivamente en lo que se oponen – que, si te ejercitares en la una, no por lo que ella es en sí, sino como medio para llegar a la otra, será mejor, hablando en general, que ordenes todas tus oraciones a las buenas obras que no al revés, dirigiendo todas tus obras a hacer tesoros de oración. Otra cosa será en el que lleva una vida meramente contemplativa, cuyo fin es acumular tesoros de conocimiento y de amor divinos, y que no ha menester pedir tan universales gracias como las necesitan los que se ocupan de la acción» (cfr. M. Fabro: 554-555, nn. 125-126). Poco más arriba había dicho que quien en espíritu busca a Dios en las buenas obras – como es propio del hombre activo – éste mejor lo encuentra después en la oración, que no lo encontraría si lo buscara primero en la oración, para hallarlo después en las obras (ibid). La solución, pues, del beato Fabro al problema de la oración y de la acción es, como decíamos en el texto citado, doble: por una parte, ordenar la oración a la acción; y, por la otra, tratar de encontrar a Dios primero en la acción, antes de querer encontrarlo en la oración (y esto último es lo más original del Beato).

  4. S. Rodrigues, Epistolae, 531. Hoy diríamos que la historia es maestra de la vida, o que hay que buscar los signos de Dios en los signos de los tiempos (cfr. Fiorito / GIL (1976: 25-29). Algunos años después san Ignacio, adoptando como propio el principio enunciado por Rodrigues, le escribía al Superior de una comunidad jesuita de estudiantes: «Las Constituciones o reglas que me enviasteis, las apruebo, y pienso que convendrán a los comienzos de vuestra vida de comunidad. Con el tiempo, la experiencia os enseñará lo que hay que añadir o quitar» (cfr. Ignacio de Loyola, s., Epistolae, I, 661).

  5. Enseguida hablaremos de la confirmación en la propia experiencia personal. En cuanto a la confirmación por parte de la Compañía de Jesús, por eso llamó a Nadal y lo envió a promulgar las Constituciones en diversos países.

  6. Por eso san Ignacio nos hace comenzar toda hora de oración, considerando «alzado el entendimiento arriba, cómo Dios nuestro Señor me mira, etc.» (EE 75): esta «mirada» es la de Cristo, resucitado y glorioso, sobre nosotros y sobre nuestra vida (cfr. M. A. Fiorito Escritos, cit., IV, 371-385).

  7. Cfr C. Flipo, «Trouver la décision», en Vie chrétienne, n. 175, 1975, 4-7.

  8. Tampoco es «naturalista», porque no se contenta con la experiencia meramente exterior – sociológica, psicológica, económica – sino que tiene en cuenta, además, la experiencia interior de la gracia y la tentación (cfr. M. A. Fiorito, Escritos, cit., IV, 7-66). Hay, sin embargo, una situación peculiar en la que se puede prescindir de la experiencia interior, no porque se la niegue, sino porque es «tranquila», es decir, «cuando el ánima no es agitada de varios espíritus y usa de sus potencias […] tranquilamente» (EE 177). Es lo que san Ignacio llama «tercer tiempo», en que la gracia se manifiesta precisamente en la tranquilidad o ausencia de «variedad de espíritus». Entonces hay que aplicar la razón, considerando «cuántos […] provechos se siguen con el tener […] y, por el contrario, considerar asimismo los […] peligros que hay en el tener. Otro tanto […] mirar […] los provechos en el no tener; y asimismo por el contrario, los […] peligros en el mismo no tener» (EE 181). Después de haber hecho este «cuadro de situación» en el que sólo se tienen en cuenta las razones a favor y en contra de una y de otra alternativa, se ha de «mirar dónde la razón más se inclina, y así según la mayor moción racional y no moción alguna sensual, se debe hacerla deliberación» (EE 182) acerca de la voluntad de Dios.

  9. Ignacio de Loyola, s., «Carta del 5 de junio de 1552», en Monumenta Historica Societatis Iesu, Epistolae, IV, 283-285.

  10. Para confesarse, basta preocuparse del «pensamiento […] propio mío», en el cual está el pecado: uno no es responsable de lo que «viene de fuera», sino que sólo debe responder de lo que «sale de la mera libertad (propia) y querer» (EE 32).

  11. Cfr. Mt 26,41; Mc 14,38; Lc 21,36. Estos textos relacionan la vigilancia con la oración, y parecen decir que la mejor «vigilancia» es una «actitud de oración»; o sea, que es un modo de orar, como lo es, para san Ignacio, el examen de conciencia. Por eso así concluye León-Dufour, sus consideraciones sobre el término bíblico «velar»: «La vigilancia caracteriza, pues, al cristiano […]. Por otra parte […] la vigilancia cristiana exige del discípulo una oración y una sobriedad continuas: velad, orad, sed sobrios». El uso de dos verbos («vigilar» y «orar») puede implicar una «endíadis» (literalmente, uno por medio de dos); o sea, dos verbos con una subordinación del uno respecto del otro, para expresar la acción de uno solo, que sería el principal. Si esto es así, la recomendación del Señor implicaría una actitud (la vigilancia) en forma de oración. El texto de Lucas expresaría esto mejor, porque el verbo «vigilar» está en imperativo (como verbo principal); y el verbo «orar» en gerundio (como verbo subordinado, indicando el modo de vigilar). Cfr X. Léon-Dufour, I Vangeli e la storia di Gesù, Milán, Paoline, 1967).

  12. «Otro rasgo de la vida interior de san Ignacio es la coexistencia en él, hasta el fin de su vida, de dones infusos […] con prácticas ascéticas que a muchos parecerían únicamente buenas para principiantes. En primer lugar, el uso frecuente de exámenes de conciencia, continuados hasta el fin de su vida […]. Ribadeneira precisará: siempre tuvo también esta costumbre de examinar cada hora su conciencia […]. Y sigue un rasgo muchas veces citado: habiéndose encontrado con un Padre […] le preguntó cuántas veces se había examinado aquel día. Como respondiese, si mal no recuerdo, siete veces, repuso Nuestro Padre (Ignacio): ¿tan pocas veces? Y todavía faltaba buena parte del día» (J. de Guibert, La espiritualidad de la Compañia de Jesús, Santander, Sal Terrae, 1955).

Miguel Angel Fiorito
Fue un sacerdote jesuita argentino ordenado sacerdote el 23 de diciembre de 1950. Fue profesor de Metafísica en el Colegio Máximo de los jesuitas en San Miguel, donde también fue Decano de la facultad de Filosofía y Director de la revista Ciencia y Fe (luego Stromata). En 1969 fundó el “Boletín de Espiritualidad” junto con otros jesuitas, en el que publicó diversos artículos sobre espiritualidad ignaciana. Murió en 2005.

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