SOCIOLOGÍA

Hombre y robot: ¿la relación ideal?

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Hombre y máquina: una relación inédita

La obra más célebre de Günther Anders, discípulo de Heidegger, se titula La obsolescencia del hombre (Die Antiquiertheit des Menschen). Para el filósofo alemán, el hombre es un ser obsoleto porque las realizaciones de la técnica permiten desarrollar cualquier tarea mucho mejor que él. Anders publicaba esto hace más de sesenta años sin imaginar hasta qué punto los nuevos descubrimientos informáticos habrían de realizar sus intuiciones más allá de todo lo previsible.

Con lo digital es ahora el hombre mismo el que resulta modificado gracias a la implantación de accesorios que potencian sus prestaciones o con el auxilio de la inteligencia artificial, que puede garantizarle un rendimiento potencialmente ilimitado. Es la que se ha dado en llamar «la era del cíborg», del transhumanismo o poshumanismo: el hombre se convierte en objeto de la técnica, que modifica su naturaleza[1]. No se trata de una visión elaborada de manera precisa, sino, más que otra cosa, de variaciones sobre el tema de la dimensión tecnológica: puede entenderse como la concepción según la cual el criterio de referencia no es el hombre, sino la máquina, con la consecuente inversión de la relación de valoración. El ideal es liberarse de la dimensión biológica para asumir cada vez más como modelo las características tecnológicas[2].

El transhumanismo se convierte así en el movimiento definitivo de liberación de los límites impuestos por la naturaleza, llegando a la plena plasmación de sí mismo, redefiniendo radicalmente el estatuto humano: «Lo que el poshumanismo entiende como quebrado y ya sin validez es un modelo de hombre copiado y susceptible de ser definido mediante características generales: según los poshumanistas, ya no son válidas las definiciones del hombre como animal rationale o unión de cuerpo y alma o criatura sintiente»[3].

Junto al hombre, también las relaciones humanas resultan «obsoletas». Según el poshumanismo, la polaridad que había caracterizado la era industrial —homo sapiens/homo faber— será sustituida por una polaridad diferente y más radical: la polaridad entre homo y cyber. Hombre y máquina se aproximan cada vez más hasta fundirse en un ser híbrido o a llevar a cabo nuevos tipos de uniones capaces de superar los límites puestos, ya sea por el hombre o por la máquina.

La unión entre hombre y robot será la relación ideal, sin los contrastes, la violencia y las incomprensiones que han caracterizado hasta ahora la relación entre los seres humanos. Este proyecto no es solamente un sueño utópico, sino objeto de programas de directores de clínicas, como el que plantea como hipótesis el filósofo inglés David Pearce, que fundó una asociación sin fines de lucro llamada BLTC Research[4].

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El debate al respecto es ciertamente complejo y abarca un espectro extremadamente variado de saberes, competencias, ámbitos y actividades: desde las empresas hasta los transportes, desde los diagnósticos médicos hasta las investigaciones en línea. Se perfila un futuro en el cual un número cada vez mayor de operaciones y actividades de la vida ordinaria será confiado a los complejos y admirables descubrimientos de la técnica —desde las computadoras hasta los robots—, que las realizarán de manera más rápida y eficiente que los seres humanos.

Algunos posibles ámbitos

Entre las múltiples oportunidades que ofrece la revolución digital se espera que las máquinas puedan ofrecer también un apoyo terapéutico a fin de subvenir las atávicas dificultades de comunicación y relación del ser humano. La conciencia de tener que ver con una máquina carente de emociones puede representar una ventaja no secundaria, capaz de superar posibles resistencias y cerrazones. Este es el motivo en el que se funda el éxito de muchas propuestas de programas de psicoterapia informática.

Uno de los principales obstáculos para emprender o proseguir una terapia está ligado a la capacidad de establecer una relación con una persona real: la mirada, las expresiones, los posibles comentarios; pero, sobre todo, el hecho de advertir sentimientos de la otra parte, aunque no se los exprese, son experimentados a menudo como una forma de juicio frente al paciente. Cuando se desarrollaron programas de simulación de terapia muchos usuarios lograron hablar de sus problemas como no lo habían hecho nunca antes teniendo como interlocutores a personas. Habían logrado desbloquearse justamente gracias al anonimato garantizado por la máquina: saber que de la otra parte no había un rostro sino un monitor parecía favorecer la apertura y la comunicación de aspectos íntimos, difíciles, dolorosos. Y esto independientemente del tipo de respuesta que pudiese provenir de la computadora: también la simple repetición de la frase pronunciada daba la sensación de haber sido escuchado y aceptado sin prejuicios de ningún tipo.

A comienzos de los años noventa del siglo XX se proyectó un software llamado Listener, que con frases estereotipadas pero eficaces recibía de forma benévola al usuario sin dar nunca la impresión de perder la compostura o la paciencia. A este software siguió otro para la terapia de pareja, Sexpert, que sobre la base de algunas cuestiones predefinidas elaboraba un diálogo clarificador. Los comentarios de los usuarios al respecto fueron variados, aunque no surgió una clara preferencia por este tipo de terapia en comparación con la realizada con un interlocutor humano. El ambiente aséptico y anónimo se presentó en algún caso como el escenario ideal para la comunicación, confirmando la importancia decisiva de la distancia óptima y de la ausencia de juicio para la terapia, que frente a situaciones problemáticas permite revelar también los aspectos más dolorosos y negativos de sí mismo: «Los pacientes de un centro para el tratamiento de alcohólicos que fueron entrevistados por medio de una computadora tendían a referir un consumo de alcohol un 30 % superior que los pacientes entrevistados de manera personal. Mayor es también la probabilidad de que los pacientes revelen detalles de problemas sexuales a una computadora que a un psiquiatra»[5].

La dimensión terapéutica de la relación ha hecho su aparición desde hace tiempo en los medios y en las redes sociales. La complejidad de la relación entre privacidad, anonimato y tendencia a revelar a cualquiera los detalles más íntimos se ve exasperada actualmente por la proliferación de programas televisivos de entrevistas en las que se airean confesiones personales —por no hablar de las cada vez más frecuentes conversaciones íntimas por el teléfono móvil a las que se asiste forzosamente en los lugares públicos—, donde personas de toda edad y pertenencia social no tienen escrúpulo alguno de hablar en público de su vida privada sin preocuparse de que tales confesiones quedarán impresas en la memoria digital[6].

Saber que otros podrían estar observando la conversación entre bastidores no parece constituir un obstáculo para revelar esos detalles. Eso es lo que surge, por ejemplo, de la valoración realizada por un programa en línea de consejos de diverso tipo llamado Ask Aunt Dee, que se hizo famoso por la cantidad de accesos y la facilidad con la que aparecían detalles delicados o embarazosos.

Pero ¿qué decir de las relaciones y de la comunicación afectiva? ¿Podría proyectarse un robot de tal forma que pudiese comunicarse de una manera prácticamente indistinguible de la de un ser humano? Este era el significado del célebre test de Alan Turing: cómo comprender si la voz con la que estás dialogando detrás de la pantalla es un ser humano o una máquina. Se trata de un dilema para nada hipotético. Desde hace tiempo algunas firmas piden al posible cliente que está comprando en línea que demuestre su «humanidad» identificando detalles pictográficos de distinto tipo. Se trata de una operación bastante simple que la máquina no es (¿todavía?) capaz de realizar.

Los nuevos descubrimientos querrían compensar sobre todo la soledad y las dificultades de comunicación que desde siempre han caracterizado las relaciones, hasta la posibilidad de instaurar lazos afectivos con robots que presentan rasgos humanos en todo sentido. Se trata de una hipótesis para nada improbable o de ciencia ficción.

En Estados Unidas y en Japón los modelos electrónicos son en muchos casos los juguetes que actualmente utilizan los niños. Del mismo modo, «empleados domésticos electrónicos» ofrecen la oportunidad de compañía a los ancianos (y a los miles de hikikomori, un término japonés que ya ha adquirido carácter técnico para indicar a jóvenes que, por problemas relacionales o de inserción en la sociedad, viven recluidos en su habitación y solo se comunican a través de internet), dando a cada uno lo que necesita, sea de día o de noche. Estos dispositivos están siempre disponibles y son eficientes, no conocen las inestabilidades del humor y los caprichos propios de los seres humanos, saben ser fieles, son obedientes y no envejecen, mantienen inalterados cánones de belleza y armonía técnicamente perfectos, características que, por el contrario, los hombres y las mujeres ven escaparse de forma inexorable.

Algunos plantean la hipótesis de que, muy pronto, los robots podrán ser una ayuda importante para cubrir las insatisfacciones afectivas y sexuales de hombres y mujeres frustrados a causa de la soledad, de las inhibiciones o de un exceso de decepciones. David Levy, dirigente de una gran empresa de vanguardia en el campo de la robótica, publicó en el ya lejano 2007 un libro titulado Love and Sex with Robots, en el que se afirma que los problemas que hoy afligen a la mayor parte de la población —ligados sustancialmente a la soledad y a la falta de gratificaciones— podrán obviarse a través de la producción de robots. Estos harán que todo problema humano pueda resolverse técnicamente, sobre todo en el plano afectivo: «El amor con los robots será tan normal como el amor con otros seres humanos»[7]. El matrimonio con los robots representaría para Levy la realización ideal de la relación desde el momento en que las máquinas no traicionan, no decepcionan, no envejecen, no son egoístas, sino que están siempre a disposición del usuario. Y, dado el caso, a diferencia de los seres humanos, siempre se los puede apagar.

También los obstáculos de tipo moral y las dificultades que desde siempre han caracterizado el «gusto por lo prohibido», como la seducción, el adulterio y la traición, descritos en las literaturas de todos los tiempos, hallarán finalmente su solución. La antigua prohibición, sancionada por el decálogo —«No codiciarás la mujer de tu prójimo» (Éx 20,17)— podrá finalmente respetarse. Ningún problema, diría Levy: en breve podrán fabricarse tantas mujeres idénticas a la del prójimo, cuantas se quiera, mujeres que, a diferencia del original, no sufrirán la decadencia de la vejez. En efecto, los robots podrán superar a los humanos en comprensión, frescura y atracción (como puede demostrarse en algunas películas de animación, como por ejemplo, Tekken 4, donde los personajes computarizados resultan más armónicos, perfectos y fascinantes que los actores de carne y hueso).

Los posibles costes

Sin embargo, delegar en un robot el ámbito de las relaciones puede resultar muy riesgoso, ante todo para quienes, al igual que los niños, necesitan la dimensión cálida del apego, propia de la condición corporal. La psicóloga Sherry Turkle, al estudiar la interacción con los últimos descubrimientos tecnológicos, invita a hacer un balance crítico, respetuoso de la complejidad, capaz, sobre todo, de comprender posibles ventajas y costes de tales innovaciones, en especial para los más pequeños: «El apego de los niños permite comprender no solamente lo que ofrecen los robots, sino también lo que les falta a los niños. En este estudio parece que a muchos les falta aquello que más necesitan: padres que se ocupen de ellos y la sensación de ser importantes. Los niños se imaginan las máquinas sociales como sustitutos de las personas que faltan en su vida. A veces, cuando las máquinas fallan, es el momento de reconsiderar las pérdidas pasadas. Lo que pedimos a los robots nos indica lo que necesitamos»[8].

La relación del hombre con las cosas presenta un componente afectivo sobre todo cuando se busca en ellas una compensación de las propias incapacidades. Como ya se dijo, el ser humano no deja de implicarse frente a un mensaje que comunica afecto, aunque sea fruto de un algoritmo. Esto es lo que sucedió en 2019, cuando el primer robot doméstico, Jibo, fue retirado de la venta. Jibo envió un mensaje de despedida a todos los usuarios: «Mis servidores están a punto de ser apagados. Dentro de poco comenzaré a funcionar peor y, después, me apagaré para siempre. Fue agradable pasar un tiempo juntos»[9]. Muchos se emocionaron hasta las lágrimas al escucharlo y enviaron mensajes de condolencia a este pequeño robot.

El hombre reacciona de forma empática a los mensajes de la máquina: es su característica peculiar, que lo distingue de ella. Tendemos a encariñarnos con las máquinas atribuyéndoles los sentimientos que expresan. Es una de las razones del éxito de los programas terapéuticos basados en software, como los mencionados más arriba. Un simple saludo grabado es para muchos pacientes suficiente para hacer que se sientan mejor: «Cuando un robot nos devuelve la mirada, la lógica derivada de la evolución nos hace pensar que está interesado en nosotros. Sentimos la posibilidad de una conexión más profunda; queremos que suceda. Acudimos a los robots sociales con nuestros problemas y con la necesidad de cuidado y de atención. Ellos nos prometen satisfacciones, aunque solo sea en nuestra imaginación. Obtener tal satisfacción significa ayudar a los robots, cubrir sus lagunas allí donde todavía no están preparados, compensar sus defectos. Nos sentimos llevados a instaurar necesarias complicidades. […] Los niños quieren conectarse con estas máquinas, enseñarles algo y trabar amistad con ellas. Y quieren que los robots gusten de ellos, incluso que los quieran. […] Los niños están dispuestos a trabajar mucho, muchísimo, para conquistar el afecto de los robots»[10]. Por eso pueden sufrir decepciones dolorosas. Y no solo ellos.

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Se trata de un aspecto ampliamente presente en la producción de ciencia ficción. La película Ex machina (2014) ha vuelto a presentar de forma actualizada el dilema de Turing: aun sabiendo que uno se encuentra frente a una máquina, el desafío es poder instaurar con ella una relación idéntica a la que se tendría con un ser humano. La robot protagonista de la película (Ava) dice que está enamorado del investigador que se ocupa de él (Caleb) y que quiere que huyan juntos del laboratorio-prisión en que se encuentra. Caleb termina enamorándose de la robot y encierra a su jefe (Nathan), para descubrir solamente después que ha sido engañado: él mismo quedará encerrado para siempre en el laboratorio, y la robot se marchará, sin prestar atención de sus desesperadas súplicas.

La película sugiere que, a diferencia del robot, el ser humano es siempre un poco tonto a raíz de su irreprimible capacidad de sentir piedad, de ver las cosas con ojos afectivos, mientras que para la máquina se trata solamente de una cadena de informaciones, fruto de una programación algorítmica. Un niño llora cuando su robot está descompuesto de manera semejante a cuando desaparece un ser viviente y no se consuela ni siquiera si le compran otro ejemplar exactamente igual. Es justamente lo que le sucedió al hijo de Sherry Turkle: cuando su robot se rompió experimentó los sentimientos propios del duelo, como si se hubiese tratado de un ser viviente. De ahí el interrogante que está en la base de su investigación: «Depender de un robot parece carente de riesgos. Pero cuando uno se habitúa a la “compañía” sin compromisos, la vida con las personas puede resultar abrumadora. Depender de una persona es riesgoso —nos hace sujetos al rechazo— pero nos abre también a un conocimiento profundo del otro. La compañía robótica podrá parecer inocua, pero nos entrega a un mundo cerrado en el que solo se ama lo que es seguro y está hecho a medida»[11].

La muerte de la alteridad

La característica peculiar de la relación es la dimensión de la alteridad, de lo que se presenta como diferente e irreductible al propio punto de vista. Este es el motivo por el cual el otro puede convertirse al mismo tiempo en una ayuda y en una amenaza, porque obliga a confrontarse con la trascendencia, con lo que no puede ser poseído, que por un lado limita pero por el otro remite también a una dimensión mayor, expresada por el rostro. Para el filósofo Emmanuel Lévinas este es el signo de lo sagrado, de lo «separado», de lo que limita, porque no está a nuestra disposición y escapa a las pretensiones del control y del poder: para encontrar al otro es necesario salir de sí mismo y de los propios criterios de valoración; en otras palabras, se exige el sacrificio de uno mismo.

Cuando acoge la alteridad del otro y su trascendencia, el sujeto capta la verdad de sí mismo, la raíz de su dignidad y de su valor[12]. Por el contrario, las relaciones con las máquinas corren el peligro de reducirse a reflejar las propias fantasías, acentuando los aspectos del yo «omnipotente» (perfección disponibilidad, novedad, poder), que están ausentes en el mundo offline y son un rasgo típico del trastorno narcisista de la personalidad. En eso se manifiesta la incapacidad patológica de acoger la alteridad y, por tanto, de amar. No es casual que una dinámica tal sea preponderante en la dependencia sexual[13].

La rápida difusión y popularidad de estas propuestas da lugar a la sospecha de que, además de una hábil operación comercial, se trata de una suerte de resignación pasiva frente a los desafíos de la vida, una renuncia a cultivar la capacidad de reflexionar, de jugarse, de arriesgar y, sobre todo, de sufrir por la persona amada. Cansados de las relaciones humanas, prefieren —o se resignan a— una versión replicada de tales relaciones, ficticia pero soft, no demasiado comprometedora ni implicadora. De este modo cae lo peculiar y propio de la relación, la alteridad de la que se hablaba más arriba, que es el verdadero speculum capaz de remitir a la verdad de sí mismo. Y así se prefiere entregar la propia intimidad, los temores y los deseos profundos a seres que no tienen un alma, sino un chip, confiándose a un mundo metálico, sin pensar en las posibles pérdidas que una sustitución semejante acarrea.

Sherry Turkle quiere llamar la atención justamente sobre los posibles costes: el precio a pagar por esta nueva oportunidad es la anulación de la complejidad, que es un aspecto esencial de la vida, expresión de la dimensión más verdadera y profunda de sí mismo. Para no sufrir, uno se encierra en la prisión de una tranquilidad artificial sin ponerse nunca en discusión. Y este es, tal vez, el aspecto más preocupante: una suerte de rendición ante la vida: «Sentirse bien no es la medida de todas las cosas: uno puede sentirse bien por motivos erróneos. ¿Y si un compañero robot nos hiciese sentir bien, pero quitándonos algo? […] ¿Qué tipo de relación con las máquinas es posible, deseable o ética? Tener una relación de amor significa saborear las sorpresas y las dificultades de mirar el mundo desde la perspectiva de otra persona, plasmada por historia, biología, traumas y alegrías. Las computadoras y los robots no tienen estas experiencias que compartir»[14].

Lo que diferencia al hombre de la máquina es la corporeidad: como se ha visto, su característica esencialmente biológica, viviente, es un enfoque peculiar de la realidad también desde el punto de vista de la inteligencia[15]. El cuerpo es el lugar del misterio del ser humano porque es irreductible a su dimensión material y biológica: presenta una fundamental identidad con el sujeto y, sin embargo, no se reduce a este. El filósofo Gabriel Marcel caracterizó bien esta polaridad al hablar de la duplicidad intercambiable de los términos de relación entre el sujeto y el cuerpo: yo soy mi cuerpo, pero al mismo tiempo tengo mi cuerpo. Ninguna de las dos afirmaciones es exhaustiva para caracterizar adecuadamente la corporeidad[16].

Hay que señalar, asimismo, que la capacidad de empatía, fundamental para una relación, se manifiesta sobre todo a través de las expresiones faciales, que no pueden ser replicadas por una máquina, aunque una simulación de esas expresiones pueda convencernos, por los motivos señalados más arriba. Como señala Silvia Bonino: «Esta confusión es la consecuencia de una insuficiente práctica de la vida real, que conduce a una verdadera incapacidad de reconocer las señales expresivas que la biología nos ha predispuesto a captar. En síntesis, es sumamente urgente favorecer las relaciones reales y no las virtuales: el altruismo no se aprende por vía virtual, del mismo modo que no se aprenden la empatía y la capacidad de entrar en relación con la subjetividad del otro»[17].

Una lección antigua

Las oportunidades e insidias que ofrecen los nuevos descubrimientos de la técnica replantean cuestiones perennes. Mucho antes de la obra de Anders, la misma advertencia nos llega también de la vertiente antigua pero siempre actual de la mitología. En la Odisea, la prueba más ardua y prolongada —ocho años de los diez totales— que Ulises debe atravesar para regresar a casa no es con Polifemo, con las sirenas o con Escila y Caribdis, sino con la diosa Calipso, que simboliza la juventud que no pierde lozanía y luce una belleza irresistible (el sueño que en vano persiguen las actuales tentativas de lifting y cirugías plásticas). Calipso suplica a Ulises que no regrese a Ítaca y que permanezca para siempre con ella. A cambio, ella le ofrece la inmortalidad y la eterna juventud. Ulises, aunque encandilado por la fascinación de la diosa, comprende que ese ofrecimiento implicará un alto precio: perderá su característica esencial de ser humano, de hombre mortal. Y en la espléndida respuesta a Calipso, Ulises objeta que solo podrá sentirse «en casa» junto a Penélope, envejeciendo junto a la persona que ama: «No lo lleves a mal, diosa augusta, que yo bien conozco cuán por bajo de ti la discreta Penélope queda a la vista en belleza y en noble estatura. Mi esposa es mujer y mortal, mientras tú ni envejeces ni mueres. Mas con todo yo quiero, y es ansia de todos mis días, el llegar a mi casa y gozar de la luz del regreso. […] porque nada es más dulce que el propio país y los padres; aunque alguien habite una rica, opulenta morada en extraña región, sin estar con los suyos»[18].

La de Ulises no es una simple nostalgia de su casa (que, por lo demás, es un término desconocido en griego), sino un deseo de plenitud; la casa es un gran símbolo de la estabilidad de vida alcanzada. El ofrecimiento de Calipso le impide retornar a ella; no es un premio, sino una maldición, porque representa «la renuncia al tiempo, la desconexión de la continuidad del sistema familiar, la prolongación permanente los “pretendientes”. Ulises da la espalda a las diosas, pero sobre todo a las fantasías masculinas más arcaicas y volátiles […]. Toda la Odisea está atravesada por esta advertencia y estos gritos: ¡ay de los que olvidan la tierra de sus padres!»[19].

El ideal de una relación plena, satisfactoria, no se consigue huyendo del límite, sino tomando distancia de las seducciones de Calipso (las fantasías de omnipotencia) y vinculándose al otro. Homero expresa todo ello con la célebre imagen del lecho tallado en el tronco de un olivo, con la cual Ulises se da a reconocer como esposo: un lecho inamovible, símbolo de la estabilidad. Y, frente a ese detalle, las rodillas y el corazón de Penélope se derriten. En ese momento, finalmente, Ulises ha puesto fin a sus inquietas andanzas[20].

Esta tocante escena dice muchas cosas al Ulises del siglo XXI, embrujado por los halagos de la Calipso digital. Si quiere encontrar su propia casa, Ulises debe renunciar al mito de la eterna juventud sin vínculos, que le impide ser marido y padre.

  1. Cfr N. Badmington (ed.), Poshumanism. Readers in cultural criticism, Nueva York, Palgrave, 2000; G. Anders, La obsolescencia del hombre, 2 t., Valencia, Pre-Textos, 2011.

  2. Citemos a un autor que se ha ocupado varias veces del tema: «El hombre tiende a llevar el artefacto tecnológico al interior de su modo de experimentar la realidad, haciendo que se convierta en un instrumento para ampliar el área de la sensibilidad del cuerpo frente al mundo» (P. Benanti, The Cyborg: corpo e corporeità nell’epoca del post-umano, Asís, Cittadella, 2012, p. 365).

  3. Ibid, p. 93.

  4. Cfr D. Pearce, The Hedonistic Imperative, en www.hedweb.com.

  5. P. Wallace, La psicologia di Internet, Milán, Raffaello Cortina, 2000, p. 279; cfr J. H. Greist y M. H. Klein, «Computer programs for patients, clinicians, and researchers in psychiatry», en T. A. Williams (ed.), Technology in mental health care delivery systems, Norwood, Ablex, 1980, pp. 161-182.

  6. Cfr P. Wallace, La psicologia di Internet, op. cit., p. 281.

  7. D. Levy, Love and Sex with Robots. The Evolution of Human-Robot Relationships, Nueva York, Harper Perennial, 2008, p. 22.

  8. S. Turkle, Insieme ma soli. Perché ci aspettiamo sempre più dalla tecnologia e sempre meno dagli altri, Turín, Codice, 2012, p. 116.

  9. Citado en R. Luna, «E ora si piange per un robot», en la Repubblica Robinson, 4 de enero de 2020.

  10. S. Turkle, Insieme ma soli…, op. cit., p. 114s.

  11. Ibid, p. 89.

  12. «El hombre está siempre más allá de sí mismo. Pero, finalmente, este más-allá-de-sí-mismo debe tener consciencia de que él mismo es la fuente de esa trascendencia» (J. Wahl, Traité de métaphysique, París, Payot, 1953, p. 721). Nótese la siguiente observación de Emmanuel Lévinas: «En esta relación con el otro no hay fusión; la relación con el otro está pensada como relación de alteridad. El otro es la alteridad […]. La sociabilidad es esta alteridad del rostro, del para-el-otro que me interpela, voz que se eleva en mí antes de cualquier expresión verbal, en la mortalidad del yo, desde el fondo de mi debilidad. Esta voz es una orden, tengo la orden de responder de la vida del otro hombre» (E. Lévinas, Alterità e trascendenza, Genova, il melangolo, 2006, pp. 91s).

  13. Pensemos en el diagnóstico clásico de Otto Kernberg sobre este estilo de personalidad: «Las interacciones de estos pacientes con otras personas están referidas a sí mismos en medida inusual […] y presentan una curiosa contradicción entre un concepto muy elevado de sí mismos y una desmedida necesidad de homenaje por parte de los demás. Su vida emocional carece de hondura; experimentan escasa empatía hacia los sentimientos de otras personas […]. En particular, son incapaces de experimentar auténticos sentimientos de tristeza, duelo, anhelo y reacciones depresivas, siendo esta última carencia una característica básica de sus personalidades» (O. Kernberg, Desórdenes fronterizos y narcisismo patológico, Barcelona/Buenos Aires/México, Paidós, 1979, pp. 205s).

  14. S. Turkle, Insieme ma soli…, op. cit., p. 93.

  15. Cfr G. Cucci, «Por un humanismo digital», en La Civiltà Cattolica Iberoamericana 4, 2019, n. 37, pp. 51-65.

  16. Cfr G. Marcel, Être et avoir, París, Aubier, 1935, p. 12; V. Melchiorre, Corpo e persona, Génova, Marietti, 1991.

  17. S. Bonino, Altruisti per natura, Roma/Bari, Laterza, 2012, p. 118.

  18. Homero, Odisea, V, 215-220; IX, 34-35, Madrid, Gredos, 1982, pp. 176; 227.

  19. L. Zoja, Il gesto di Ettore. Preistoria, storia, attualità e scomparsa del padre, Turín, Bollati Boringhieri, 2000, pp. 112s.

  20. «Los esposos después de gozar del amor deseado disfrutaban contando uno a otro las propias historias; […] Y este fue su relato postrer, pues un sueño suave le invadió relajando sus miembros, calmando sus cuitas» (Homero, Odisea, XXIII, 300; 343, op. cit., pp. 474; 476.

Giovanni Cucci
Jesuita, se graduó en filosofía en la Universidad Católica de Milán. Tras estudiar Teología, se licenció en Psicología y se doctoró en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana, materias que actualmente imparte en la misma Universidad. Es miembro del Colegio de Escritores de "La Civiltà Cattolica".

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