FILOSOFÍA Y ÉTICA

Un desafío para el cristiano del tercer milenio

Jean-Luc Nancy (1940-2021)

Jean-Luc Nancy

Introducción

Uno de los filósofos más influyentes de nuestro tiempo, Jean-Luc Nancy (1940-2021), murió el 23 de agosto de 2021, a la edad de 81 años. El legado que nos deja puede ser considerado «inmenso». Nancy es un filósofo realmente importante, no solo por las más de cien obras que publicó, sino ante todo porque sus escritos abordan campos muy diversos, que van desde la política al psicoanálisis, desde el arte a la religión, pasando por la fenomenología y la hermenéutica. Durante todo su recorrido filosófico estuvo presente de manera muy original en los problemas del mundo contemporáneo y en el sentir de nuestro tiempo.

En este sentido, se puede decir que Nancy siempre fue capaz de afinar su pensamiento teniendo en cuenta la herencia de los autores que lo precedieron y partiendo desde el contexto concreto en el que se encontraba. Así lo demuestran sus dos últimos libros: Un trop humain virus[1] y Mascarons de Macron[2], frutos de sus reflexiones sobre la crisis pandémica, económica, social y cultural que estamos viviendo. No olvidemos que su obra anterior, La Peau fragile du monde[3], ya insinuaba estas reflexiones sobre la frágil inmanencia en la que nos encontramos y en la que estamos condenados a existir.

En este artículo queremos mostrar, sin entrar en detalles, algunos aspectos de la reflexión de Nancy sobre el cristianismo y el Occidente contemporáneo, que nos advierten de la facilidad con la que podemos pervertir el cristianismo precisamente cuando buscamos vivirlo y volverlo fecundo.

Nancy, un hombre de posiciones matizadas

Originario de Bordeaux, Nancy se mudó a la capital alsaciana a la edad de 28 años. Será principalmente ahí, en la Universidad de Estrasburgo, que desarrollará su trabajo, enseñando hasta 2004. Su investigación comienza con una nueva mirada crítica de la tradición filosófica alemana, desde Kant a Heidegger, pasando naturalmente por Hegel y Nietzsche. Al respecto, no podemos olvidar su contribución a la recepción de esta tradición en el mundo francófono.

Sin embargo, la originalidad de su trabajo reside sobre todo en el desafío que nos lanza de (re)pensar la vida juntos más allá de la comunidad, es decir, en una convivencia social capaz de preservar y promover la diferencia de cada una de las personas involucradas. Se trata de considerar la posibilidad de un encuentro entre singularidades plurales que sea capaz de no reducirlas a un «uno» común, sobre todo porque Nancy buscó promover la vida concreta del individuo, cuyo horizonte nunca se agota en los sistemas totalizadores que la modernidad del pasado concebía como absolutos. En efecto, su enfoque rehúye la sumisión de nuestro horizonte de posibilidades de vida a esencias predefinidas y comprendidas completamente a priori por una suerte de razón universal y absoluta.

Al desarrollar una deconstrucción de los grandes relatos en los que se teje la historia de Occidente, Nancy sigue los pasos de Nietzsche y Heidegger, sin olvidar, por supuesto, a su maestro y amigo personal Derrida. Es precisamente por esto que Nancy termina por revelarse, al menos en cierta medida, como un hijo de su tiempo, un producto de esta época en la que actualmente pensamos y existimos.

No obstante, es difícil – si no imposible –, ubicar a este autor en una de las corrientes de pensamiento que atraviesan la historia de la filosofía, debido a la originalidad de sus posturas, complejas y matizadas. Mientras se opone al actual sistema capitalista, que tiende a reducir la vida a una sola dimensión, la del valor medible de la racionalidad económica, toma distancia del marxismo más tradicional, demasiado confiado en un progreso científico que descansa en un «dominio tecno-político» capaz de alcanzar el supuesto fin definitivo y absoluto de la Historia, explícitamente concebida en mayúscula[4].

Si, por un lado, sufrimos actualmente los efectos de la globalización tecno-capitalista, incapaz de eliminar, al menos completamente, un virus y sus nefastas consecuencias, por otro lado, debemos desconfiar de cualquier sistema mundial que quiera presentarse como alternativa definitiva. En efecto, la inmanencia en la que habitamos nos expone a una difícil «incompletitud de significado»[5].

Y aunque no sea un creyente que confiese y practique explícitamente una determinada religión, Nancy no duda en hablar de la dimensión «espiritual» de la vida y alabar las tres virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad. Son estos términos, decía Nancy en una entrevista a France Culture[6], los que permiten designar todo lo que se niega a encajar en un sistema totalizador y que no puede ser reducido a lo que se comprende racionalmente. En el fondo, Nancy parece no contentarse con un humanismo que probablemente nos ha dejado secos por dentro, creyendo que habíamos abrazo completamente la esencia de la humanidad, la humanitas. Y es tal vez aquí donde ve más allá que su tiempo.

La originalidad de sus posiciones matizadas puede ayudarnos a entender cómo se puede seguir viviendo el cristianismo y cómo puede actuar en este mundo nuestro.

El cristianismo a ojos de Nancy

Como cristiano, y urgido por este momento histórico a afrontar el legado filosófico y cultural que nos deja Nancy, siento que debo detenerme antes que nada en su «deconstrucción del cristianismo». Me refiero, más específicamente, a dos de sus obras fundamentales: La Déclosion[7] y L’Adoration[8]. En estos dos volúmenes podemos entrever el interés que manifestó Nancy por la teología de joven: un interés que, en cierto sentido, siguió presente en sus investigaciones y en su producción filosófica.

Al respecto, no debemos olvidar que Nancy estuvo inicialmente marcado por una formación cristiana. Comprometido en la Jeunesse étudiante chrétienne (JEC), recibió en varias ocasiones la influencia de distintas personalidades como el jesuita Georges Morel y, sobre todo, de Paul Ricœur. Este último había dirigido su tesis de máster sobre la religión en Hegel. Si bien Nancy terminó por alejarse de la teología y del cristianismo, no renunció a reflexionar sobre la religión, y continuó llamando a una deconstrucción del cristianismo y a defender la necesidad de entender aquello que había plasmado nuestra civilización para poder enfrentar el mundo futuro.

Como es típico de los autores franceses de este período, Nancy considera la expresión «deconstrucción del cristianismo» como un doble genitivo. En otras palabras, el cristianismo es, al mismo tiempo, objeto y sujeto de deconstrucción. Si se lo deconstruye, desmoronando su metafísica y sus rígidas instituciones, se deconstruye también la misma tradición occidental que nos caracteriza.

De esta forma, Nancy intenta describir el proceso mismo de deconstrucción sobre todo del Occidente que ha llegado hasta nosotros y en el cual nos encontramos. Su descripción del cristianismo nos lleva a percibirlo esencialmente como un movimiento de deconstrucción. En efecto, por una parte encontramos en el corazón del cristianismo un gesto de deconstrucción: es el movimiento kenótico de un Dios que se hace hombre. Para Nancy – que, por supuesto, no está preocupado de respetar la ortodoxia cristiana – es como si Dios en la encarnación se hubiera transformado en ateo. En la medida en que renuncia a la propia trascendencia, al poder, a la divinidad, esta queda suspendida en un movimiento de vaciamiento total[9]. Este Dios es, pues, el último, no porque venga después de todos los demás, sino porque se vacía radicalmente de su divinidad, abandonándonos en la finitud y dejando en nosotros un vacío de presencia que es la inmanencia en la que somos y existimos. Poco importa discutir, en un plano meramente lógico-formal, sobre la coherencia de este Dios y demostrar su existencia, o inexistencia, en este horizonte abstracto y teórico. Lo importante es entender la novedad introducida por el cristianismo y, de manera más precisa, ver cómo la concepción de un Dios radicalmente kenótico, y al mismo tiempo unitrino, deconstruye constantemente el monoteísmo y las religiones tradicionales. Al fin y al cabo, el cristianismo hace al ateo más fiel a su propia teología de la encarnación, pues él es un individuo que habita una pura inmanencia, despojado de la seguridad de los absolutos que vienen de lo alto.

Por otra parte, más que la destrucción o la eliminación total del cristianismo del marco del pensamiento y de la cultura, la deconstrucción realizada por Nancy pone en evidencia, sobre todo, la incapacidad de los grandes sistemas de dar un sentido a nuestras exigencias actuales. Como ya dijimos, el sentido está siempre incompleto en este mundo, cuya «piel está hecha de las relaciones de todas nuestras distancias y de todas sus distancias, cercanías, contactos, heridas o caricias»[10]. Es como si el cristianismo se deconstruyera, y lo hiciera desde sí mismo, hasta agotar todos los absolutos.

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De esta manera, Nancy nos ayuda a entender cómo la «muerte de Dios», ya presente en los orígenes del cristianismo, se convierte en un acontecimiento que caracteriza el Occidente actual. En otras palabras, no se trata de una afirmación teológica de un Dios que se anula en la finitud humana, es más bien una señal del camino que Occidente ha recorrido hasta nuestros días, en un mundo en el que el mismo cristianismo no es capaz de dar un sentido absoluto a la experiencia humana colectiva, porque la vida en común, la convivencia social, la organización de la sociedad ya no pueden plasmarse desde un sistema supuestamente cristiano. La «muerte de Dios» nos enfrenta al horizonte de la pura inmanencia, en la que el sentido es creado por un sujeto capaz de asumir la precariedad de su propia condición.

Después de la deconstrucción, ¿qué nos queda? Quizá la responsabilidad de crear un sentido a partir de esta frágil inmanencia, porque el sentido no viene de lo alto. Se trata, por supuesto, de un recorrido que parte desde abajo. Por otro lado, puesto que este significado nunca se genera ni se cristaliza al interior de un sistema que pretende comprenderlo completa y definitivamente todo, nos podemos preguntar: ¿de qué manera un cristiano puede producir un significado para su vida en la inmanencia de este mundo a partir de los grandes relatos? O bien, en otras palabras: ¿qué puede aprender y en qué puede profundizar un cristiano del tercer milenio sobre el legado que nos deja Nancy (a pesar de su heterodoxia)?

El cristianismo como proceso incompleto en la contingencia

Tal vez la deconstrucción descrita por Nancy nos puede ayudar a acercarnos al cristianismo como a un proceso histórico y a una narración. En efecto, el cristianismo no puede reducirse al Jesús histórico que habitó este mundo dos mil años atrás, ni tampoco a los apóstoles o a los textos elaborados en ese período. El cristianismo es un proceso narrativo que llegas hasta nosotros, que nos constituye y del que formamos parte.

Por eso, si el cristianismo es un proceso que nos constituye, del cual participamos y somos protagonistas, tenemos que evitar cristalizarlo en una ideología o en una institución cuyas estructuras estarían completamente terminadas, al punto de reivindicar el derecho de estar al abrigo del tiempo y de cualquier tipo de cambio.

Además, la dinámica kenótica siempre puede desafiarnos, especialmente en la manera en que detentamos y ejercemos el poder en este mundo. La kenosis de Dios se manifiesta en la medida en que somos capaces de dejarnos impulsar por ella hacia una legítima reforma de la Iglesia, tanto a nivel individual como en el de sus estructuras institucionales y sistemas teológicos.

En el contexto de la profunda crisis que la Iglesia está atravesando hoy, sobre todo en lo referente a los abusos, la reflexión de Nancy nos da una advertencia importante, al inducirnos a (re)valorizar la dimensión kenótica de la teología cristiana. Esta dimensión siempre debe estar presente, sobre todo en las estructuras que asumen y ejercen cualquier forma de poder.

Asumir la fragilidad de nuestra condición

A medida que Nancy deconstruye el cristianismo, deconstruye sobre todo los mitos de Occidente, su supuesta razón universal, el progreso ilimitado, la autonomía de los individuos y el cientificismo, que actualmente se derrumba en el contexto de la pandemia.

Por un lado, Occidente y la secularización que caracteriza su presente histórico, derivan del cristianismo. Que Occidente no pueda ser comprendido en ausencia de su relación con la religión cristiana es un resultado de la deconstrucción llevada a cabo por Nancy.

Por otro lado, la deconstrucción nos conduce a la inmanencia pura, en la que la fragilidad no puede superarse con la ciencia y las tecnologías que esta produce. Al respecto, vale la pena observar que la deconstrucción consiste también en una suerte de genealogía histórica. Esta nos muestra cómo, a partir de Aristóteles y a lo largo de toda la metafísica occidental, siempre se ha querido dominar el ser, «para alcanzar una vida mejor». Sin embargo, esta confianza ciega está destinada a fracasar, no solo porque el progreso y el dominio esperado no son alcanzados, sino porque se trata de una ideología que nos ha dejado «huérfanos del progreso y de la “vida buena”»[11].

Así, Nancy lleva nuestra atención hacia aquello en lo que el mundo se ha convertido: «Es el mundo “desarrollado” de medio siglo atrás el que se está autodestruyendo en un agitado frenesí general, mientras otros mundos quieren vivir en la medida de sus posibilidades»[12]. Hoy en día, el cientificismo moderno está derrumbándose. Destinado al fracaso, este no solo no mantiene sus promesas de progreso y dominio de la naturaleza, sino que nos deja vacíos por dentro. «Nuestro futuro estaba ahí, ya hecho, lleno de poder y prosperidad; y de pronto todo se pierde: el clima, la especie, las finanzas, la energía, la confianza e incluso la posibilidad de predecir, de la que estábamos tan seguros y que parece ir más allá de sí misma»[13].

De este modo, Nancy nos libera de las ilusiones de un progreso ilimitado a través del dominio técnico-científico de la naturaleza, o incluso de la realidad. Desde nuestro punto de vista, esta liberación es esencial para iniciar una relación con Dios. Tal relación es posible solo si la persona se libera de su autosuficiencia.

El cristianismo como comunión respetuosa de la diferencia

Nancy se hizo famoso principalmente por su trabajo de deconstrucción de la noción de «comunidad». Aquí reside, probablemente, su desafío al cristianismo, o, más precisamente, a los cristianos y a su convivencia. ¿No es acaso Pablo el que defiende la unidad de todos en una sola comunidad? ¿No fue el Apóstol de los gentiles el que dijo: «Porque quienes fueron bautizados en Cristo, de Cristo han sido revestidos. Por tanto, ya no hay distinción entre judío y griego, entre esclavo y libre, entre varón y mujer, porque todos son uno en Cristo Jesús» (Gal 3,27-28)?

En cuanto a la noción de «comunidad», Nancy no se refiere – al menos no exclusivamente – al cristianismo. Ya en un artículo publicado en 1983 en la revista Aléa, titulado «La communauté désœuvrée» («La comunidad inoperante»), Nancy tomaba distancia especialmente del marxismo y de Sartre, buscando extender nuestro horizonte más allá del comunismo y su oposición a los sistemas liberales de Occidente. En efecto, mientras la izquierda buscaba el cumplimiento de un proyecto comunitario basado en un colectivismo que nos habría conducido a todos a una esencia humana común, plenamente realizada y fija, el extremo opuesto podía amenazar con el otro polo del espectro político, promoviendo los derechos de un individuo que se concibe a sí mismo como separado de todos y de todo el resto.

En otras palabras, mientras para los marxistas – como también, por otro lado, para los fascistas – de lo que se trataba era de fundar una unidad entendida como fusión en lo colectivo de diferentes singularidades, los libertarios radicales tendían a estimular la ilusión de la autonomía del individuo. Ninguna de estas perspectivas acepta la irreductible incompletitud de cada persona, ni comprende que el ser de cada uno consiste en ser-con. Este es el problema de someter, como se ha hecho a lo largo de la historia de la filosofía, el ser-con al ser-uno[14].

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Esa es la deconstrucción que Nancy llevó a cabo cuando publicó, en 1986, La communauté désœvrée («La comunidad inoperante»). Fruto de un diálogo con Blanchot en particular, pero también con Bataille, esta obra rompe radicalmente con el esencialismo de un «nosotros» en singular. El problema de la metafísica de la comunidad se encuentra en todas las filosofías de la historia que derivan del sistema hegeliano. En la medida en que la identidad se refiere a lo colectivo, el individuo no puede ni completarse en su propia y exclusiva singularidad, ni acoger la alteridad del otro: ambas singularidades deben unirse, o incluso fundirse en lo común, o en lo colectivo, lo que los realizaría en sus esencias, al menos así lo concibe la filosofía.

La obra La communauté désavouée[15] («La comunidad renegada») continua esta reflexión sobre las dificultades insuperables que impiden la creación de cualquier comunidad. Sea política, religiosa o tribal, fundar la comunidad sobre la base de una esencia común sería objetivar y fosilizar el sentido tanto del individuo como de la sociedad, codificando nuestras relaciones y limitando, en consecuencia, el ser-con-el otro, ese ser juntos que se establece en el encuentro entre diversas singularidades en un mismo lugar. De este modo, la construcción de la comunidad perdería su prefijo «co» (cum), que implica un ser-con-el otro y no la reducción de todos a una única realidad[16]. Es también en este sentido que Nancy se refiere a una «singularidad plural» más allá de la uniformidad[17].

La comunidad es, por lo tanto, inoperante en la medida en que sus fundamentos, que llevan a la fusión con lo que es común, impiden el surgimiento del ser-juntos que podría desarrollarse espontáneamente entre diversas singularidades. La unión de varios individuos en una región o grupo de identidad homogénea correría el riesgo de integrar a estos individuos haciéndoles perder sus características distintivas. Es como si no se pudiera ser distintos en el encuentro con los otros. Además, la inoperancia de la comunidad se manifiesta también en que esta no termina ni se estabiliza nunca.

Con el término «inoperante», Nancy no parece querer decir que la comunidad está derrumbándose o que no funciona. Antes bien, el término se refiere a una comunidad que no es el resultado de una producción social, política, conceptual o técnica. Una comunidad como esta no puede reducirse a una simple unidad homogénea.

La deconstrucción de Nancy nos enfrenta a un desafío, porque nos muestra cómo es posible perder el ser-con y el ser-juntos en favor de un ser que se presume común, que funcionaría como una suerte de esencia universal, abstracta y a priori: en cuyo caso la comunidad dejaría de ser el lugar y el proceso del encuentro con el otro, de la acogida y de la hospitalidad.

En este sentido, Nancy nos invita a volver sobre la noción de cuerpo como encuentro entre los diversos miembros que somos – o buscamos ser – en la Iglesia. En el contexto actual, en el que las identidades se forman y se encierran, estableciendo grupos protegidos en sus ciudadelas, la deconstrucción de Nancy aparece como una advertencia tanto para los cristianos como para los teólogos de hoy. Una comunidad de naturaleza tribal sería una fusión de personas diversas en una única identidad cerrada. Una comunidad como esa correría el riesgo, debido a su propio tribalismo, de destruir la comunión que debería caracterizar tanto la Trinidad de Dios como la Iglesia.

Conclusión

De esta manera Jean-Luc Nancy interpela a la Iglesia, o más concretamente, al cristiano del futuro, advirtiéndole de dos puntos fundamentales. Por un lado, se trata de permitir que el cristianismo sea lo que es, es decir, de dejar que deconstruya todo lo que damos por sentado. Para ello, es necesario sumergirse en un proceso completamente inacabado de una transformación que no espera ni busca una cristalización final, y esto en la pura inmanencia que caracteriza nuestra condición humana. Por otro lado, para que la Iglesia se convierta cada vez más en un lugar de comunión, es necesario partir de encuentros respetuosos con el otro, con el distinto, favoreciendo una convivencia que no pretenda fundir las diferentes singularidades, ni opere en ellas ningún tipo de segregación.

  1. J.-L. Nancy, Un trop humain virus, París, Bayard, 2020.

  2. Id., Mascarons de Macron, París, Galilée, 2021.

  3. Id., La Peau fragile du monde, París, Galilée, 2020.

  4. Cfr Id., La communauté désoeuvrée, París, Christian Bourgois, 1999.

  5. Id., Un trop humain virus, cit., 74.

  6. Cfr Id., «Les mots foi, espérance désignent quelque chose qui peut se passer dans l’au-delà du système», 3 de enero de 2017, en https://www.franceculture.fr/emissions/les-nuits-de-france-culture/la-nuit-revee-de-jean-pierre-vincent-2017-49-jean-luc-nancy-les-mots-foi-esperance-et-amour

  7. Cfr Id., La Déclosion, París, Galilée, 2005.

  8. Cfr Id., L’ Adoration, París, Galilée, 2010.

  9. Cfr Id., La Déclosion, cit.

  10. Id., Un trop humain virus, cit., 92.

  11. Id., La Peau fragile du monde, París, Galilée, 2020, 24.

  12. Ibid, 16.

  13. Ibid, 13.

  14. Cfr Id., Être singulier pluriel, París, Galilée, 1996, 52.

  15. Cfr Id., La communauté désavouée, París, Galilée, 2014.

  16. Ibid, 142.

  17. Cfr Id., Être singulier pluriel, cit., 122.

Andreas Lind
Licenciado en Economía por la Universidad Nova de Lisboa en 2004, Andreas Gonçalves Lind ingresó en la Compañía de Jesús en 2005. Como jesuita, se graduó en Teología y Filosofía. Tras completar su doctorado en Filosofía en la Universitè de Namur (Bélgica) en 2020, actualmente es profesor de Ontología y Filosofía de la Religión en la Facultad de Filosofía y Ciencias Sociales de la Universidad Católica Portuguesa de Braga.

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