Literatura

Primo Levi y el veneno de Auschwitz

Primo Levi (1919-1987)

Hace poco más de un siglo, el 31 de julio de 1919, nacía en Turín Primo Levi, escritor, testigo y «mártir» del Holocausto[1]. Después de graduarse en química, Levi ejerció la profesión antes y después de la dramática experiencia del campo de concentración. Militó también en la resistencia antifascista, y justamente en esa actividad fue capturado, enviado al campo de concentración de Fòssoli (cerca de Módena) por ser judío y recluido después en Auschwitz en marzo de 1944. Tenía 24 años y permaneció allí once meses, hasta la liberación, en enero de 1945. Fue uno de los poquísimos que sobrevivieron a la tragedia de entre las 650 personas que entraron con él en el campo. Después de la liberación logró llegar a Turín tras un tortuoso y disparatado viaje de varios meses.

El encuentro con Lucia Morpurgo, que se convirtió en su esposa, lo ayudó a entrar de nuevo en la vida con serenidad y a afrontar el pasado de una manera nueva. Se sentía curado del mal de Auschwitz y, en una obra titulada El sistema periódico, compuesta en 1975, describió de la siguiente manera su condición de escritor y químico: «Hasta mi misma dedicación a la escritura se volvió [a partir de entonces] una aventura distinta; dejó de ser el itinerario doloroso de un convaleciente y aquel mendigar compasión y rostros amigos para convertirse en una construcción lúcida en la que ya no me sentía a solas. Era la obra de un químico que pesa y reparte, mide y emite juicios sobre pruebas evidentes, y se afana por contestar a los porqués»[2].

El superviviente de aquella trágica experiencia reencuentra el significado de vivir, la alegría de escribir, el entusiasmo perdido tras tantos sufrimientos, y hace un descubrimiento: «Paradójicamente, mi bagaje de memorias atroces se transformaba en riqueza, en simiente. Al escribir, me parecía estar creciendo, como una planta. […] Estaba dispuesto a desafiarlo todo y a todos, de la misma manera que había desafiado y vencido Auschwitz y la soledad»[3].

¿Auschwitz derrotado?

Levi escribía estas páginas en 1975 y, doce años después, el 11 de abril de 1987, ponía trágico fin a su vida con un suicidio, arrojándose por el hueco de las escaleras de su casa.

En 1958, en una entrevista a la RAI, le plantearon la pregunta crucial: «¿[Está todavía presente en usted] el veneno de Auschwitz? ¿Queda aún alguna gota?»[4]. La respuesta fue clara y concisa: «¡No! El tiempo ha seguido su curso. El veneno ha sido exorcizado…»[5].

La claridad de la respuesta no se corresponde con la verdad que emerge de sus obras, una escritura extraordinariamente lúcida con la que él da a entender que la tragedia del Holocausto ha dejado en su conciencia y en su cuerpo una herida profunda. Sus obras literarias nacen no de la literatura, sino del sufrimiento, un sufrimiento vivido, meditado y, sin embargo, nunca del todo aceptado o inmunizado.

Por supuesto, atrás ha quedado el drama del judío deportado, recluido, condenado a morir de desprecio, de esfuerzo, de hambre y de penurias, de enfermedades y palizas. Pero la liberación y el regreso a Italia, que se prolongó entre distintas vicisitudes durante nueve meses y que para él fue una sangría gota a gota, le permitieron ver con claridad de qué estaba hecha esa «muerte»: la destrucción del hombre, de la persona, de la conciencia. «Existe un asesinato peor que matar: extinguir en un ser humano la vitalidad […], un mundo en el que toda humanidad está extinguida, desierto radical del espíritu, paradigma absoluto del infierno sobre la tierra»[6].

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En el prefacio a su obra Los hundidos y los salvados, escrita en 1986, Levi cita al filósofo austríaco Jean Améry, que había sido torturado por la Gestapo y deportado a Auschwitz por ser judío, y que después de la liberación se había suicidado: «Quien ha sido torturado lo sigue estando […]. Quien ha sufrido el tormento no podrá ya encontrar lugar en el mundo, la maldición de la impotencia no se extingue jamás. La fe en la humanidad, tambaleante ya con la primera bofetada, demolida por la tortura luego, no se recupera jamás»[7].

Las torturas y las humillaciones sufridas en el campo de concentración pueden convertirse en una muerte interminable que puede durar infinitamente. Levi es testigo de ello con su vida y con su muerte. El sufrimiento es tal que quien ha regresado se pregunta sobre el pasado y sobre la liberación, pero no sabe si saldrá indemne de ese infierno.

El deber del testimonio

Levi era el número 174 517: el tatuaje del número está todavía grabado en su antebrazo izquierdo: «Cuarenta años después, mi tatuaje forma parte de mi cuerpo. No me vanaglorio de él ni me avergüenzo, no lo exhibo ni lo escondo. Lo enseño de mala gana a quien me pide verlo por pura curiosidad; lo hago enseguida y con ira a quien se declara incrédulo. Muchas veces los jóvenes me preguntan por qué no me lo borro, y es una cosa que me crispa: ¿por qué iba a borrármelo? No somos muchos en el mundo los que somos portadores de tal testimonio»[8].

La valentía de relatar y el deber de dar testimonio son ahora la vocación de Primo Levi. Está llamado a narrar todos los instantes de un tiempo perdido que ha memorizado en su interior e indagado con estupor y mirada atenta. En una materia semejante de comprensión del vivir, de su extinguirse exangüe, el deportado escribe con sobriedad y concreción dando a la palabra una energía impresionante: la vitalidad de quien busca reencontrar su propia humanidad, que parecía perdida para siempre.

Recuerda a los Häftlinge (prisioneros), esqueletos vivientes, sin más dignidad ni conciencia de sí, siempre muertos de hambre, agotados por un trabajo fatigoso y extenuante, obligados a dormir de a dos en un jergón, a lo que se agregan las interminables revistas en el campo, el frío, el hielo, los suplicios soportados durante horas, días y meses en el fango y en el lodo, a veces en medio de cadáveres: en suma, todo aquello que constituye el infierno del lager, la humillación y la degradación del hombre en el exterminio masivo. Levi hace memoria de todo eso porque quiere ayudar a comprender, no imponiendo una visión propia, sino revelando su experiencia del mal presente en la historia y que puede reaparecer siempre en formas nuevas.

De ahí deriva el valor de sus tres obras autobiográficas. En la primera, Si esto es un hombre[9], escrita inmediatamente después del regreso del campo de concentración, Levi evoca las atrocidades allí sufridas. Hoy el texto es un clásico dentro de la literatura nacida de los campos de concentración y ha sido traducido a muchísimas lenguas, sobre todo al alemán, con ediciones de gran tirada. Levi confesará más tarde quiénes son los destinatarios: «Es verdad que había escrito el libro en italiano, para italianos […]; pero sus verdaderos destinatarios, aquellos contra quienes el libro apuntaba como un arma, eran ellos, los alemanes»[10]. Más aún, este es el objetivo de su vida: «hacerle oír mi voz al pueblo alemán, responder al kapo que se limpiaba las manos en mis hombros[11], al doctor Pannwitz[12], a los que ajusticiaron al Último [se trata de personajes de Si esto es un hombre] y a sus descendientes»[13].

La introducción es una provocación poética que tenía originariamente el título Shemá [Israel] (Escucha, [Israel]), la oración que todo judío reza por la mañana y por la tarde y que le recuerda el amor de Dios y el deber de transmitir a los hijos su fe religiosa y la memoria de la historia: «Los que vivís seguros / en vuestras casas caldeadas / Los que os encontráis, al volver por la tarde,/ la comida caliente y los rostros amigos: / considerad si es un hombre / quien trabaja en el fango / quien no conoce la paz / quien lucha por la mitad de un panecillo / quien muere por un sí o por un no. / Considerad si es una mujer / quien no tiene cabellos ni nombre / ni fuerzas para recordarlo / vacía la mirada y frío el regazo…»[14].

En La tregua, de 1963[15], Levi describe las largas peripecias de un viaje infinito —tal vez por negligencia o por lentitud burocrática de los liberadores—, que comenzó el día de la liberación, 27 de enero de 1945, y concluyó en Turín el 19 de octubre, habiendo pasado por Polonia, la Rusia Blanca, Ucrania, Rumanía, Hungría, de nuevo Alemania (Múnich) y Austria.

Por último, en 1986, Levi publica Los hundidos y los salvados, fruto de una ulterior profundización —que duró no menos de cuarenta años— del horror y de la inhumanidad del campo de concentración: «La investigación de Primo Levi insiste en la ambigüedad y complejidad de los comportamientos, en el espanto que se apodera de los justos o de aquellos que se esfuerzan por serlo frente a la “vergüenza del mundo”, a la potencial capacidad que hay en cada uno de nosotros de “causar una mole infinita de dolor”. […] Pocas veces me ha ocurrido […] de leer, como en Primo Levi, agnóstico profeso y acorazado, páginas tan íntimamente religiosas, tan turbadas frente al sagrado misterio del mal»[16].

Los volúmenes autobiográficos constituyen tres joyas literarias que deben contarse entre las obras maestras del siglo XX tanto por la carga humana y el sentimiento que las animan como por el estilo y la fascinación de la prosa, que es memoria, inteligencia y poesía.

Un documento excepcional de humanidad

Los libros de Levi, aun relatando una enorme tragedia, constituyen un valioso documento de humanidad en el que resaltan personajes que, con su originalidad, destacan en la desolación del lager. Se trata de una serie de hombres y mujeres extraordinarios cuya revelación a sí mismos y a los demás es operada por las circunstancias, que los sustraen a las apariencias de la cotidianidad: el mundo humano, aun en el misterio y en el horror del campo de concentración, posee riquezas inagotables.

Hay que recordar algunas figuras excepcionales. Tras una semana de internamiento, por la mañana nadie siente más la necesidad de lavarse. Pero Steinlauf, sargento del ejército austrohúngaro, se lava cada mañana a torso desnudo con agua helada y turbia. Mientras se seca con la chaqueta, reprocha severamente a Levi por qué no se lava. Él responde preguntando, a su vez: «¿Por qué voy a lavarme? […] ¿No sabe Steinlauf que después de media hora cargando sacos de carbón habrá desaparecido cualquier diferencia entre él y yo?». Entonces el sargento le da una lección de vida: «“Precisamente porque el lager es una gran máquina para convertirnos en animales, nosotros no debemos convertirnos en animales; […] aun en este sitio se puede sobrevivir […]. Somos esclavos, sin ningún derecho, expuestos a cualquier ataque, abocados a una muerte segura, pero […] nos ha quedado una facultad y debemos defenderla con todo nuestro vigor porque es la última: la facultad de negar nuestro consentimiento. […] Para seguir vivos, para no empezar a morir”. Estas cosas me dijo Steinlauf, hombre de buena voluntad: cosas extrañas para mi oído desacostumbrado»[17].

Alberto es su mejor amigo. Es un poco más joven que Levi, pero ha demostrado una extraordinaria capacidad de adaptación: «Ha entendido antes que nada que esta vida es una guerra; no se ha concedido ninguna indulgencia, no ha perdido el tiempo en recriminaciones o quejas de sí mismo ni de los demás, sino que desde el primer día ha bajado al campo de batalla. Lo sostienen su  inteligencia y su instinto: razona con justeza, con frecuencia no razona y también está en lo justo. […] Lucha por su vida y, sin embargo, es amigo de todos. “Sabe” a quién necesita corromper, a quién necesita evitar, de quién se puede compadecer y a quién debe resistir. Y sin embargo (y por esta casualidad suya todavía hoy su recuerdo es para mí querido y cercano), no se ha convertido en una persona triste. Siempre vi, y todavía veo en él, la rara figura del hombre fuerte y apacible»[18].

Singular y conmovedora es la figura de Hurbinek, el niño más pequeño del campo, nacido no se sabe de quién, que «nunca había visto un árbol; […] cuyo minúsculo antebrazo había sido firmado con el tatuaje de Auschwitz»[19]: «no era nadie, un hijo de la muerte, un hijo de Auschwitz. Parecía tener unos tres años, nadie sabía nada de él, no sabía hablar y no tenía nombre: aquel curioso nombre de Hurbinek se lo habíamos dado nosotros» […]. Estaba paralítico de medio cuerpo y tenía las piernas atrofiadas, delgadas como hilos; pero los ojos, perdidos en la cara triangular y hundida, asaeteaban atrozmente a los vivos, llenos de preguntas, de afirmaciones, del deseo de desencadenarse, de romper la tumba de su mutismo. La palabra que le faltaba y que nadie se había preocupado de enseñarle, la necesidad de la palabra, apremiaba desde su mirada con una urgencia explosiva: era una mirada salvaje y humana a la vez, una mirada madura que nos juzgaba y que ninguno de nosotros se atrevía a afrontar, de tan cargada como estaba de fuerza y de dolor»[20].

El niño murió en los primeros días de marzo de 1945. Había sido liberado del campo, pero no llegó a sobrevivir. «Libre pero no redimido. Nada queda de él: el testimonio de su existencia son estas palabras mías»[21].

Flora es la única mujer con la que Levi y Alberto se encuentran: «Nos parecía guapísima, misteriosa, etérea. A pesar de la prohibición, que de alguna manera multiplicaba el encanto de nuestros encuentros añadiéndole el sabor pungente de lo ilícito, cambiamos con Flora algunas frases furtivas […] y le pedimos pan»[22]. La mujer les trajo varias veces pan, pero se lo entregaba a escondidas, con aire desvalido y conmoción. Quería ayudarlos, «pero no sabía cómo y tenía miedo. Miedo de todo, como un animal indefenso: puede que de nosotros también, no directamente sino en cuanto personajes de aquel mundo extranjero e incomprensible que la había arrancado de su pueblo»[23]. Un día, Alberto encontró un peine y se lo dio con gratitud. Por fin, la verdad: Flora era una prostituta y tenía encuentros con hombres. «Después de este desdichado descubrimiento, el pan de Flora nos supo amargo, aunque no por ello dejamos de aceptarlo y de comérnoslo»[24].

El Moro de Verona aparece con prepotencia en La tregua: un viejo dado a blasfemar, con osamenta de dinosaurio, ojos de un violento amarillo e inyectados en sangre. En él bullía «una cólera gigantesca e indefinida: una cólera insensata contra todos y contra todo, contra los rusos y los alemanes, contra Italia y los italianos, contra Dios y los hombres, contra sí mismo y contra nosotros, contra el día cuando era día y contra la noche cuando era noche, contra su destino y todos los destinos […]. Maldecía continuamente, pero no de una manera maquinal; maldecía con método y con arte, agriamente, interrumpiéndose para buscar la palabra justa, haciéndose correcciones frecuentes, y acalorándose cuando no encontraba la palabra precisa: en esos casos maldecía la maldición que no llegaba»[25]. A menudo fijaba la mirada en el vacío y callaba, pero bastaba una pequeña contrariedad para que «su pecho profundo se levantase como el mar hinchado por la tempestad, y el mecanismo de sus vituperios se pusiera en marcha»[26]. «De que era presa de una desesperada demencia senil no cabía duda, pero en esa locura suya había grandeza, y fuerza, y una dignidad bárbara, la dignidad pisoteada de las fieras enjauladas»[27].

Levi describe sus emociones en el campo de concentración: hay allí admiración y piedad, amistad y cercanía en el sufrimiento; sobre todo, hay deseo de comprender, pero no para juzgar o condenar, sino para comprender una humanidad ofendida y, tal vez, destruida que, no obstante, reemerge viva y, paradójicamente, fascinante.

La vergüenza

La obra Los hundidos y los salvados ha sido definida como el libro de la «vergüenza», por el título de uno de sus capítulos centrales: un capítulo «anómalo», pero de título elocuente. «La vergüenza —comenta Clara Levi Cohen— no se refiere a los remordimientos de los verdaderos culpables, sino al sentimiento doloroso que asalta justamente a los que deberían alegrarse de haber sido salvados: vergüenza por la ofensa sufrida, vergüenza por haber sobrevivido, vergüenza, por último, de pertenecer al género humano que se ha hecho tan atrozmente culpable»[28].

Levi se interroga con una conciencia inquieta: ¿Es la tragedia de los «salvados» que no logran aceptar hasta el fondo su salvación, como si pesara en su conciencia la culpa de la muerte de los otros? ¿Es la vergüenza de estar vivo en lugar de otro —quizá uno más útil, más generoso, más sabio, quizá más digno de vivir?

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Estas preguntas obtienen por respuesta suya una sombra de sospecha: «Podía ser que estuviese vivo en lugar de otro, a costa de otro; podría haber suplantado a alguien, es decir, en realidad matado a alguien. Los “salvados” de Auschwitz no eran los mejores, los predestinados al bien, los portadores de un mensaje; cuanto yo había visto y vivido me demostraba precisamente lo contrario. Preferentemente sobrevivían los peores, los egoístas, los violentos, los insensibles, los colaboradores de “la zona gris”, los espías»[29].

En efecto, los mejores estaban «hundidos». «Murió Chajim, el relojero de Cracovia, judío piadoso que, a despecho de las dificultades de la lengua, se había esforzado por entenderme y hacerse entender, y por explicarme a mí, extranjero, las reglas elementales de supervivencia en los primeros y cruciales días del cautiverio; murió Szabó, el taciturno campesino húngaro que medía casi dos metros y por ello tenía más hambre que nadie y que, sin embargo, mientras tuvo fuerzas, nunca dudó en ayudar a los compañeros más débiles a tener fuerza y a empujar; y Robert, profesor de la Sorbona, que emanaba fe y valor […]; y murió Baruch, estibador del puerto de Liorna, inmediatamente, el primer día, porque había contestado a puñetazos al primer puñetazo que había recibido y fue asesinado por tres kapos coaligados. Ellos, e incontables otros, murieron no a pesar de su valor, sino precisamente por su valor»[30]. Son los verdaderos testigos que ya no pueden hablar, los que habrían podido describir hasta el fondo qué se sentía en el campo de concentración…

El sufrimiento por la sed

En este contexto resulta singular un episodio que narra el sufrimiento por la sed en el tórrido verano de 1944. A los deportados ni siquiera se les daba agua para beber… Así se descubre que la sed es peor que el hambre, porque no da tregua, es terrible de día y de noche: «el hambre extenúa, la sed vuelve loco»[31]. En un rincón de la cantina del cual le habían encargado retirar escombros, Levi descubre un tubo que terminaba con un grifo poco encima del suelo. El ambiente contiguo era un laboratorio, y en el tubo podía haber agua. «Intenté abrirlo, estaba yo solo, nadie me veía. Estaba tapado, pero con un pedrusco como martillo pude destaparlo unos milímetros. Salieron gotas, sin olor, que recogí con los dedos: parecía realmente agua. No tenía ningún recipiente […]. Podía bebérmela toda enseguida, que hubiera sido lo más seguro. O dejar un poco para el día siguiente. O repartirla con Alberto. O revelar el secreto a toda la escuadra. Escogí la tercera alternativa, la del egoísmo extendido hacía quien sientes más cercano a ti […]. Nos bebimos toda el agua, a pequeños sorbos avaros, alternándonos bajo el grifo, los dos solos. A escondidas; pero en la marcha de vuelta al campo me encontré al lado de Daniele, […] que tenía los labios agrietados y los ojos brillantes, y me sentí culpable. Cambié una mirada con Alberto, nos entendimos al vuelo y esperamos que nadie nos hubiese visto. Pero Daniele nos había entrevisto en aquella postura extraña, tumbados boca arriba bajo el muro y sobre los escombros, y había sospechado algo, y luego lo había adivinado. Me lo dijo con dureza, muchos meses más tarde, en la Rusia Blanca, después de la liberación: ¿por qué vosotros sí y yo no? Era el código moral “civil” que resurgía […]. ¿Está justificada o no, la vergüenza del “después”? No logré decidirlo entonces, y tampoco lo consigo hoy, pero la vergüenza la sentía y la siento, concreta, pesada, continua. Ahora Daniele está muerto, pero en nuestros encuentros de supervivientes, fraternos, afectuosos, el velo de aquel acto fallido, de aquel vaso de agua no compartido, estaba entre los dos, transparente, sin expresar, pero perceptible y “costoso”»[32].

Los alemanes

La memoria de Levi es también un documento histórico sobre los alemanes. Por otra parte, no podía ser de otro modo. Pero cuando habla de los alemanes, Levi regresa con el ánimo al lager y los mira con los ojos y con el sentimiento de entonces, que no se pueden borrar en modo alguno. La mirada es severa y cortante.

Es impresionante la instrumentalización que los alemanes hicieron de los judíos y la perfidia con que los trataron: algunos de ellos formaban parte de las «escuadras especiales» o «comandos especiales» (Sonderkommandos). Eran los prisioneros judíos a los que se confiaba la limpieza de las cámaras de gas y de los hornos crematorios. Con una trágica consecuencia: los judíos se doblegaban ante toda humillación, incluso a destruirse a sí mismos. Si tenían el privilegio de la comida más abundante y de un tratamiento mejor, eran portadores de un terrible secreto. No sabían que ellos mismos iban a sufrir el mismo destino. Más aún, de parte de las SS se ponía meticulosa atención en eliminar a todos los que prestaban ese servicio, porque eran los testigos más incómodos del lager. Los últimos de la escuadra especial de 1944 se rebelaron e hicieron saltar uno de los hornos crematorios, pero fueron exterminados inmediatamente. Eran unos 450[33].

Por otra parte, observa Levi, «se ha atestiguado que no todos los miembros de las SS aceptaban sin rebeldía la matanza como tarea cotidiana; delegar en las mismas víctimas una parte del trabajo, y precisamente la más sucia, tenía que servir (y probablemente sirvió) para aliviar algunas conciencias»[34].

Se dio el caso de una joven que fue encontrada aún con vida en el suelo de una cámara de gas durante la retirada de los cadáveres. Nació así un insólito respeto por la mujer del milagro: estaba viva. Tenía 16 años, y no sabía de dónde era: apenas había llegado, había sido seleccionada del convoy para morir. No sabía, no había comprendido, no recordaba nada. Los hombres del servicio la esconden, le brindan calor, le llevan un caldo de carne y hasta llaman al médico, que le administra una inyección para reanimarla. Después llega Muhsfeld, uno de los capos adscritos a los crematorios: «el médico lo llama aparte y le explica el caso; Muhsfeld duda, luego decide: la chica tiene que morir. Si fuese mayor, el caso sería distinto: ella tendría una actitud más madura y tal vez se la podría convencer de que callase todo lo que le había sucedido, pero solo tiene dieciséis años: no podemos fiarnos de ella. No la mata con sus propias manos, llama a un subordinado suyo para que la mate de un golpe en la nuca. Ahora bien, este Muhsfeld no era un ser misericordioso»[35].

La conclusión de Levi frente a estos casos es de una lucidez impresionante: no hay que sorprenderse de la humanidad suscitada frente a la chica escapada de la muerte, pero tampoco de la crueldad del kapo que, en un ambiente y en un tiempo diferentes, habría reaccionado de manera diferente. «Por eso pido que la historia de “los cuervos del crematorio” sea meditada con compasión y rigor, pero que no se pronuncie un juicio sobre ellos»[36]. Levi está interesado en la búsqueda de la verdad, de la cual es testigo y víctima, pero no se yergue en juez, porque está llamado a comunicar lo que vivió en esa tragedia.

La incredulidad de los alemanes

Los «salvados» también viven un ulterior drama: están paralizados por la incomprensión y por la incredulidad de los alemanes que dicen no saber nada de los campos de concentración y se niegan a escuchar los relatos del horror.

En una de las últimas etapas antes de trasponer la frontera hacia Austria e Italia, Levi se encuentra bloqueado con el tren en Múnich y, vagando por las calles, llenas de escombros, reflexiona sobre esa franja de Alemania: «Nos parecía que teníamos algo que contar, cosas enormes que contar a cada uno de los alemanes, y que cada uno de los alemanes tenía que contárnoslas a nosotros: sentíamos la urgencia de echar cuentas, de exigir, de explicar y de comentar, como los jugadores de ajedrez al final de la partida. ¿Sabían “ellos” lo que había ocurrido en Auschwitz, las matanzas silenciosas y cotidianas, a un paso de sus puertas? Si lo sabían, ¿cómo podían ir por la calle, volver a sus casas y mirar a sus hijos, cruzar el umbral de una iglesia? Si no lo sabían, tenían que escucharnos religiosamente, enterarse por nosotros, por mí, de todo y rápidamente: sentía el número tatuado sobre mi brazo gritar como una herida. […] Pero ninguno nos miraba a los ojos, ninguno aceptó el desafío: eran sordos, ciegos y mudos, pertrechados en sus ruinas como en un reducto de voluntaria ignorancia, todavía fuertes, todavía capaces de odio y de desprecio, todavía prisioneros del viejo complejo de soberbia y de culpa»[37].

El veneno de Auschwitz

El regreso a la patria, a Turín, y la esperanza de una vida nueva parecen iluminar el futuro de Levi. Por fin, la conclusión de la guerra, la paz, la libertad, la familia, la casa, el trabajo humano y digno. Lamentablemente, no todo anda como debiera. La última página de La tregua lo documenta dramáticamente. Levi comienza a inventariar los residuos sólidos del lager: sigue caminando con la mirada fija en el suelo para ver si hay alguna sobra, una cuerda, algo que pueda utilizarse o cambiar por pan, como hacía en el campo; el hambre endémico no se llega a saciar nunca, por mucho que uno coma; el sueño todavía está lleno de pesadillas, se espera aterrado «la orden del amanecer en Auschwitz, una palabra extranjera, temida y esperada: a levantarse, “Wstawać”»[38].

En Los hundidos y los salvados Levi se interroga sobre los «muchos» casos de suicidio ocurridos después de la liberación. Tal vez se debieron al volverse atrás para mirar «el agua peligrosa» en la que habían vivido, donde la redención coincidía imprevisiblemente con oleadas de replanteamiento y de depresión, consecuencias misteriosas del «veneno de Auschwitz»[39].

También había escrito alguna cosa sobre las razones por las cuales uno se quita la vida, y había llegado a suspender totalmente el juicio: «Particularmente difícil es penetrar el porqué de un suicidio»[40]. Tal vez tampoco el suicida sabe por qué lo ha hecho; ¿cómo podríamos saberlo nosotros?

La libertad se le presenta ahora en la crudeza de una pesadilla con una reflexión amarga: «Todo se ha vuelto un caos: estoy solo en el centro de una nada gris y turbia, y precisamente sé lo que ello quiere decir, y también sé que lo he sabido siempre: estoy otra vez en el lager, y nada de lo que había fuera del lager era verdad. El resto era una vacación breve, un engaño de los sentidos, un sueño»[41]. Levi parece preguntarse: si esta es nuestra existencia, hecha de sufrimiento, de horror, de caos, de nada, ¿qué significado tiene la vida? ¿Todavía vale la pena vivir?

Aquí no hay respuesta para él, envuelto como está en el misterio de sus propios pensamientos. No obstante, entre los residuos sólidos del campo de concentración, como último entre todos, está significado —de forma consciente o no— el suicidio en la página final de La tregua.

La respuesta vino más tarde, el 11 de abril de 1987: testigo del horror del campo, «mártir» de la inhumanidad y de la humillación, Levi no supo resistir la vergüenza sufrida. Cuarenta años después, tal vez aún no le había sido posible aceptar las atrocidades del lager.

  1. Cf. G. Pani, «Primo Levi, “mártir” del Holocausto», en La Civiltà Cattolica Iberoamericana I, 2017, n. 7, pp. 91-96.

  2. P. Levi, El sistema periódico, Barcelona, El Aleph, 2007, p. 166.

  3. Ibíd.

  4. La expresión es del mismo Levi al final del diario sobre el retorno del campo de concentración: «Sentíamos que por las venas nos fluía, junto con la sangre extenuada, el veneno de Auschwitz»: P. Levi, La tregua, Barcelona, El Aleph, 2005, p. 233.

  5. Cf. Rai-Edu2, 1985, disponible en www.youtube.com/watch?v=guid23iks_4&t=85s.

  6. Cf. M. Perriera, «Primo Levi – Se questo è un uomo. Le prigioni interiori», enero de 2015, en «Scrittura e vita, simbiosi perfetta», en Riflessioni.it, disponible en www.riflessioni.it/scrittura-e-vita/primo-levi-se-questo-e-un-uomo.htm, cita entrecomillada atribuida en nota a Luigi Paini, Il Sole-24 ore, 1997.

  7. P. Levi, Los hundidos y los salvados, Barcelona, El Aleph, 2006, p. 23.

  8. Ibíd., p. 112.

  9. Si esto es un hombre, Barcelona, El Aleph, 2007 (Original: Se questo è un uomo, Turín, De Silva, 1947). El título original dado por Levi era I sommersi e i salvati [Los hundidos y los salvados]. El director de la editorial, Franco Antonicelli, lo reemplazó por Se questo è un uomo. El libro no tuvo éxito. Solo lo tuvo en 1958, en la edición de Einaudi, que antes había rechazado la obra. Italo Calvino había escrito de forma anónima la solapa de la cubierta. Véase asimismo Íd., Opere, I, ed. M. Belpoliti, Turín, Einaudi, 1997, pp. 3-201, donde se incluye también el apéndice de 1976 para la edición escolar del libro, en el que Levi responde a las preguntas de los estudiantes. La edición de 1981 obtuvo el Premio Campiello y el Premio Viareggio.

  10. Id, Los hundidos y los salvados, op. cit., p. 156.

  11. Cf. Íd., Si esto es un hombre, op. cit., p. 118: el kapo se había ensuciado la mano de grasa al coger un cable de acero y, como si no fuese nada, se limpió la mano en la chaqueta de Levi.

  12. Ibíd., pp. 115-117. El doctor que lo examinó en química para verificar su competencia. Pero lo miró con desprecio, le habló mal en alemán, sabiendo que solo era apto para la cámara de gas. Pero antes había que ver si podía ser aprovechado para la industria química.

  13. El pasaje está tomado del prefacio a la edición alemana del libro: cf. íd., Los hundidos y los salvados, op. cit., p. 161. El Último era uno de los que habían participado en la revuelta que hizo saltar un horno crematorio. Fue ahorcado delante de una multitud aterrorizada y apática y, antes de morir, gritó: «¡Compañeros, yo soy el último!» (Si esto es un hombre, op. cit., p. 162), porque ya estaba cerca la liberación. Más tarde la escena regresa a la mente de Levi con un sentimiento de remordimiento: también yo debería haber ofrecido resistencia y participado en la revuelta.

  14. Íd., Si esto es un hombre, op. cit., p. 9.

  15. Íd., La tregua, op. cit.; el libro obtuvo el Premio Campiello en 1963.

  16. Cf. E. Ferrero, «Nota biografica e fortuna critica», en P. Levi, I sommersi e i salvati, Turín, Einaudi, 1991, p. 178.

  17. P. Levi, Si esto es un hombre, op. cit., pp. 42s.

  18. Ibíd., pp. 61s.

  19. Íd., La tregua, op. cit., p. 20.

  20. Ibíd., p. 19.

  21. Ibíd., p. 20.

  22. Ibíd., pp. 181s.

  23. Ibíd., p. 182.

  24. Ibíd., pp. 182s.

  25. Ibíd., p. 104.

  26. Ibíd., p. 105.

  27. Ibíd., p. 104.

  28. Cf. C. Levi Cohen, «Come le donne ebree vedono Primo Levi», en Primo Levi: la dignità dell’uomo, Asís, Cittadella, 1995, p. 17. Levi Cohen era presidenta de la Asociación de Mujeres Judías de Mantua.

  29. P. Levi, Los hundidos y los salvados, op. cit., pp. 76s.

  30. Ibíd., p. 77.

  31. Ibíd., p. 74.

  32. Ibíd., pp. 74s.

  33. Cf. ibíd., p. 54.

  34. Ibíd., p. 48.

  35. Ibíd., pp. 52s.

  36. Ibíd., p. 56.

  37. Íd., La tregua, op. cit., pp. 231s.

  38. Ibíd., p. 235.

  39. Cf. P. Levi, Los hundidos y los salvados, op. cit., p. 70.

  40. M. Belpoliti, Primo Levi di fronte e di profilo, Milán, Guanda, 2015, pp. 592; 584.

  41. P. Levi, La tregua, op. cit., p. 235.

Giancarlo Pani
Es un jesuita italiano. Entre 1979 y 2013 fue profesor de Historia del Cristianismo de la Facultad de Letras y Filosofía de la Universidad de La Sapienza, Roma. Obtuvo su láurea en 1971 en letras modernas, y luego se especializó en la Hochschule Sankt Georgen di Ffm con una tesis sobre el comentario a la Epístola a los Romanos de Martín Lutero. Entre 2015 y 2020 fue subdirector de La Civiltà Cattolica y ahora es escritor emérito.

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