Vida de la Iglesia

Las heridas espirituales causadas por los abusos sexuales

© iStock

En un encuentro con el papa Francisco, una de las víctimas de abusos sexuales dijo, con profunda tristeza y desesperación: «Jesús tenía cerca a su madre cuando afrontó el sufrimiento y murió. En cambio, mi madre, la Iglesia, me ha dejado solo en el momento de mi dolor». Ya en esta frase puede verse lo horrible que es un abuso y, en particular, qué significa el abuso sexual de menores en la Iglesia y cómo deben cambiar su actitud la Iglesia y los que en ella tienen cargos de responsabilidad.

Aquí entra en juego el componente religioso-espiritual, que adquiere un significado particular cuando el abuso es cometido por un hombre de Iglesia. Si alguien es objeto de abuso por su padre, siempre hay otra persona a la que recurrir para pedir ayuda: Dios. Pero si el que comete el abuso es un sacerdote, alguien que por su mismo oficio representa a Dios y del cual la teología dice que es alter Christus, la imagen de Dios se oscurece y se puede caer en una tiniebla y en una soledad abismales. Esto también puede suceder si el abuso no es cometido por un hombre de Iglesia, pero cuando lo comete un hombre de Iglesia asume una dimensión cualitativa diversa y grave, sobre todo para aquellos para quienes la fe, la liturgia y la relación con Dios son realidades importantes. Para muchos se compromete o hasta se interrumpe la posibilidad de una vida de fe y la confianza misma en Dios.

Las víctimas: su perspectiva y su sufrimiento

No pocas veces, quienes han tenido que padecer sufrimientos indecibles por obra de representantes de la Iglesia y denuncian el hecho queriendo ser escuchados son rechazados o se los acusa de instigadores que harían mejor en callar. También en este caso se agrava mucho el peligro de un trauma espiritual, agregado al psíquico y físico. El alcance de todo esto no parece estar claro para muchos en la Iglesia; tampoco para los que ocupan cargos de responsabilidad. Se supone que sobre todo aquellos que, por su ministerio, anuncian el Evangelio deberían comprender cuánto pueden pesar determinados acontecimientos de la vida —en este caso, un trauma grave— en el núcleo más íntimo de la espiritualidad de un creyente. Sin embargo, sorprende constatar cuán poco se da tal comprensión. Aunque, tal vez, esto explique también por qué algunos obispos y superiores religiosos prestan más atención a las implicaciones políticas, jurídicas y psicológicas de los abusos que a los aspectos espirituales o teológicos.

No es de extrañar, por eso, que las víctimas consideren la Iglesia, en su reacción a la denuncia de un abuso, más como una institución preocupada por sí misma que «como una madre amorosa» —significativamente, así comienza el motu proprio del papa Francisco con el que exige a obispos y superiores religiosos que asuman las propias responsabilidades en la tarea de descubrir e impedir los abusos.

La Iglesia: santa y pecadora

La Iglesia fue fundada y encargada por Jesucristo, su Señor, de anunciar esta buena nueva: Dios ama a los hombres, es misericordioso y hace de todo por salvarlos, y en su Hijo da hasta su vida por ellos. Una inmensa cantidad de gente ha cumplido en los últimos dos mil años esta tarea y ha contribuido a hacer que la Iglesia fuese un admirable sacramento de salvación para los pobres, para los enfermos y para quienes son particularmente vulnerables. Pero al mismo tiempo hay que decir también que siempre ha habido en la Iglesia personas que han hecho exactamente lo contrario de lo que ellos mismos, la Iglesia y Jesús anunciaron. No en vano los papas de estas últimas décadas han pedido reiterada y firmemente perdón por los pecados y delitos cometidos por hombres de Iglesia.

El retorno: tender hacia Cristo e invocar a Cristo

Afrontar el tema del abuso sexual de menores por parte de un sacerdote significa experimentar algo sobrecogedor y desgarrador. Hablamos de sexo y violencia, de un abuso de la confianza, de vidas arruinadas y de hipocresía. Y todo esto en el seno de la Iglesia. Cuando se intentan soslayar o postergar estos problemas se está actuando según un instinto de conservación individual e institucional. Sin embargo, no solo la psicología moderna, sino el mismo Jesús y muchos maestros espirituales después de él han enseñado qué imprevisibles y trágicas son las consecuencias de la represión: el que no afronta el lado oscuro de sí mismo, antes o después choca con él de forma aún más violenta. La película Spotlight («En primera plana»), en la que se estigmatiza el hecho de que durante décadas se hayan ocultado abusos cometidos por sacerdotes, describe muy bien este mecanismo.

Hay que tener presente que los abusos de eclesiásticos contra menores ocurren en todas partes del mundo[1]. Aunque para muchos lugares no se dispone de datos, de la actitud asumida por la Congregación para la Doctrina de la Fe —el órgano que en la Iglesia instruye los procesos penales contra los sacerdotes acusados— puede deducirse que este tipo de abusos se da en todas las Iglesias locales. Uno de los argumentos utilizados hasta hoy, a saber, que la violencia sexual contra menores es un problema de la decadente Iglesia occidental, es manifiestamente falso y desvía de la realidad de las cosas. Distrae la atención del hecho de que en la vida de la Iglesia hay claros factores que favorecen el abuso o bien esconden e impiden su descubrimiento y su castigo. Justamente afrontando este tema en una perspectiva global se tiene la posibilidad de percibir cómo la Iglesia católica es una comunidad religiosa extendida por todo el mundo e inmensamente multiforme y estratificada, pero que también en la praxis cotidiana presenta grandes afinidades internas y elementos inmutables[2].

Inscríbete a la newsletter

Cada viernes recibirás nuestros artículos gratuitamente en tu correo electrónico.

Como se ha dicho, no es sencillo afrontar abiertamente tanto mal y tanto sufrimiento. Y eso vale sobre todo si no se es responsable en primera persona. Pero en todas partes del mundo los sacerdotes y los obispos son identificados con el bien y con el mal en virtud de lo que acontece en la Iglesia y de lo que hacen sus hermanos eclesiásticos. Y los sacerdotes son considerados representantes de Cristo y de su Iglesia —y lo son realmente— más por lo que se afirma de ellos en el plano teológico que por lo que sucede en su vida cotidiana. Cuanto más lejos se está de la Iglesia, tanto más se la imagina como una entidad uniforme y monolítica. Este es el motivo por el cual todo abuso cometido por un sacerdote recae de forma general en todos los sacerdotes y en la Iglesia.

Los sacerdotes: su estado y su formación

Evidentemente, el peso de un abuso cometido por sacerdotes católicos no tiene que ver solo con la función sacerdotal en sí misma, la de ser mediadores y de poseer un poder espiritual y real. En efecto, todo esto se encuentra más o menos en la misma medida en todas las confesiones religiosas: en el islam —baste recordar los espantosos datos de los abusos cometidos en las madrasas en Gran Bretaña—, en el budismo, en el hinduismo, en el judaísmo o en las religiones naturales. Tampoco la obligación del celibato es una característica exclusiva de la Iglesia católica de rito latino, porque también en otras hay sacerdotes, monjes y monjas que viven una vida célibe[3]. Si se observa con más detalle, se constata que ninguno de los elementos que se consideran a continuación está presente solo en la Iglesia católica o es exclusivo de sus clérigos.

Gestionar la propia sexualidad

Gestionar la propia sexualidad constituye un desafío constante para cada persona. A muchos sacerdotes que prometen vivir en celibato no se les ofrece en medida suficiente una base de sustentación humana y espiritual válida. Esta debería ser el resultado de un serio proceso de cultivo de actitudes que, a través de un sistema modular de unidades formativas, recorra los diferentes estadios de desarrollo hasta alcanzar una sólida base de sustentación psicológica y espiritual después de la ordenación sacerdotal.

A pesar de la claridad y excelencia de las normas emanadas para la formación sacerdotal —nuevamente reafirmadas en la Ratio fundamentalis promulgada por la Congregación para el Clero el 8 de diciembre de 2016[4]—, en la mayor parte de los procesos educativos de los futuros religiosos y sacerdotes la formación para la maduración humana ocupa todavía un lugar secundario. Si se tiene presente que las crisis vocacionales derivan en gran parte de que el candidato se enamora y de que se percata, solo en un segundo momento —admitiéndolo a menudo por vez primera—, de que desea una vida de pareja y una familia, no es de extrañar que aquellos a quienes compete la responsabilidad de la formación no inviertan energía y tiempo allí donde más falta hacen[5].

En la psicología profunda se habla en este caso de mecanismos de defensa constituidos por la represión y la negación de impulsos vitales. En un plano espiritual podrían llamarse acedia e inertia, negligencia e indolencia. Tentativamente podríamos formular también la tesis de que esta negativa por parte de los responsables a tomar en serio las experiencias espirituales y los procesos humanos y a asumir las consiguientes decisiones se transfiere directa o indirectamente a aquellos que están recorriendo su propio camino de formación.

Con estos procesos de represión se corre el riesgo de suscitar comportamientos de acting out relativos a lo que se rechaza o se desacredita, en nuestro caso el deseo sexual, mezclado con muchas otras necesidades insatisfechas. Esto se da oponiéndose activa o pasivamente a todo lo que tiene que ver con el tema o bien expresándolo de manera incontrolada, en aquellas instancias —entre otras— donde se puede esperar una menor oposición, en nuestro caso, hacia los niños o jóvenes.

La concepción del sacerdocio en la Iglesia católica

La manera en que se concibe el ministerio y el papel del sacerdote en la Iglesia católica contribuye notablemente a hacer que, cuando los que abusan de menores son sacerdotes, se descubra mucho más tarde. En muchas partes del mundo los sacerdotes aún son vistos como irreprensibles mensajeros de Dios a los que está reservada una fuerza, autoridad y capacidad de gobierno particulares derivadas más o menos directamente de Dios. Una imagen tal del sacerdote puede llevar a los fieles a una idealización inviolable que hace difícil, casi imposible, criticar su figura o tan solo imaginar que él pueda cometer algún acto malo.

Eso explica, al menos en parte, lo que desde fuera de la Iglesia parece inconcebible. Los que sufren abusos refieren a menudo que, cuanto tuvieron un contacto sexual, fueron ellos, y no el sacerdote, los que se sintieron malos y sucios. Otros, en cambio, vivieron la atención física y emocional por parte de un sacerdote como algo que los hacía extraordinarios, que los había «elevado a la esfera sacerdotal». Si se busca una respuesta a la pregunta de por qué tantas personas afectadas son incapaces de hablar del abuso durante años y décadas, una de las explicaciones consiste en el conflicto de conciencia y en el insuperable dilema que se plantea entre el sentirse víctima de un incontenible acto de violencia y el peso enorme de tener que atribuir tal crueldad a un sacerdote. Hay que observar al respecto que muchas víctimas de violencia sexual estaban cerca de los sacerdotes que abusaron de ellas, pues eran monaguillos, responsables de grupos juveniles, o bien estaban con ellos en el colegio. A menudo eran particularmente diligentes y confiados, una confianza de la que después el sacerdote se aprovechó y que resultó destruida.

Quien en su infancia y juventud o bien como candidato al sacerdocio aprendió que un sacerdote es irreprensible puede fácilmente formarse la idea de que el sacerdote no tiene que justificarse ante nadie. Quien está dotado de un poder sagrado puede apropiarse de lo que quiera. Una mentalidad de este tipo explicaría, por lo menos en parte, por qué algunos sacerdotes que abusaron de niños y jóvenes lo niegan o bien se consideran ellos mismos víctimas o solo cómplices —«me sedujo», «le gustaba»— y a menudo no dejan entrever una comprensión del sufrimiento que causaron.

En algunos candidatos al sacerdocio se constata que entienden el propio estado de seminaristas o de sacerdotes como una «profesión» en el sentido habitual del término, y, por tanto, terminado el horario de oficina, pueden hacer «en privado» cosas que no pueden conciliarse con la propia vida sacerdotal. Parece que ambicionan los privilegios, el poder y la belleza de ese estado, pero no están dispuestos a pagar el precio que el Evangelio exige —pobreza, castidad, obediencia— y, en sustancia, a perder la vida a causa de Jesús.

Mentalidad de trinchera

Por último, otro ingrediente de esta mezcla típicamente católica que hace posible el abuso e impide su descubrimiento es una actitud que podríamos definir como «mentalidad de trinchera». Se quieren resolver las cosas «internamente», excluyendo la dimensión pública, porque se teme por la propia reputación o por la de la institución. Se olvida así tanto el sufrimiento de las víctimas —a las que hay que mantener en silencio— como una ley de los medios que afirma: «Antes o después, las cosas llegan a saberse. Toma tú la iniciativa, reconoce el error, excúsate honestamente y te creerán».

A menudo entra aquí en juego una interpretación unilateral del lazo especial y de la responsabilidad que unen al obispo con sus sacerdotes. Por un lado, no se considera que el «cuidado paterno» implique no solo perdón y misericordia, sino también un justo castigo. Por el otro, interviene aquel espíritu de cuerpo por el cual los obispos piensan ante todo en proteger su «propia» parte y no el bien de los débiles y necesitados.

Hagamos referencia solo marginalmente al hecho de que muchos autores de abusos son muy hábiles para salir del paso y también para manipular a sus propios superiores, y que estos últimos están demasiado inclinados a creer lo que se les promete —«no lo haré nunca más»— y utilizan, por tanto, una (falsa) misericordia hacia los culpables. Siguiendo una lógica considerada válida, no se procura una ayuda externa competente, sino que se considera poder resolver las cosas con medios y estrategias propias. Se da así un enroque en la propia trinchera y se descuida el hecho de que ha sido sobre todo en los sistemas cerrados, como en Irlanda o en los ambientes católicos de Australia o de los Estados Unidos, donde se han verificado abusos con una frecuencia y una duración espantosas.

Lo mismo vale para algunas de las congregaciones religiosas y nuevas comunidades espirituales que surgieron antes o inmediatamente después del Vaticano II y que, durante muchos años, también en razón del número relativamente elevado de vocaciones, dieron grandes esperanzas a la Iglesia. Pero en los últimos años se ha tenido que constatar que, en una buena parte de estos grupos religiosos —algunos de los cuales han asumido posiciones eclesiales destacadamente conservadoras, vinculándolas con formas tradicionales de liturgia y de teología—, se han llegado a practicar formas de abuso graves y múltiples. Entre los casos más conocidos están los Legionarios de Cristo (de fundación mexicana), la Communauté des Béatitudes (de fundación francesa), la Comunità Missionaria di Villaregia, de Italia del Norte, el Sodalitium Christianae Vitae (sobre todo en Perú), como también el grupo que gravita en torno al sacerdote Fernando Karadima en Santiago de Chile.

No siempre se ha tratado de abusos contra menores, sino de abusos sexuales de personas protegidas, como novicios y novicias o estudiantes. Con el pretexto del voto de obediencia y de una rigurosa conducta religiosa se crearon relaciones de extrema dependencia en las que se proscribía y castigaba toda forma de crítica. No se han observado algunas normas fundamentales de la tradición espiritual, como la separación entre el fuero interno y el fuero externo, por no hablar de los casos de abuso del sacramento de la confesión —ya sea violando el secreto confesional o con la absolutio complicis, es decir, la absolución por parte del cómplice en la transgresión del sexto mandamiento.

A este propósito habría que dedicar todo un capítulo a las personalidades de los fundadores. Algunos de ellos han sido expulsados de las propias comunidades y castigados con penas eclesiásticas, hasta la excomunión, a causa de abusos sexuales, de irregularidades financieras y de casos de plagio. A menudo pudieron mandar arbitrariamente durante décadas sobre personas y obras y nadie osó poner en discusión su poder absoluto y sus reivindicaciones, a las que se daba un fundamento espiritual. Puesto que no funcionaba ningún órgano de control y no se había adoptado ningún sistema de check and balance, podían hacer lo que querían.

No todas estas personas eran o son sacerdotes, y eso hace que emerja aún más el problema de fondo: cuando un ambiente (eclesial) se aísla y desacredita una comunicación abierta o un adecuado proceso de formación y de desarrollo, el peligro de abusos crece de manera exponencial.

Estructuras de gobierno poco claras y límites jerárquicos ambiguos también favorecen las condiciones que hacen posible un abuso. A este aspecto se ha referido, por ejemplo, el denominado Deetman Report, en el que se describen los casos de abuso que se dieron en la Iglesia católica holandesa. Es sorprendente constatar cuántas cuestiones procedimentales sin resolver ha sacado a la luz este escándalo. Cuando las responsabilidades no están bien definidas, cada uno puede lavarse las manos.

Por tanto, ni la trinchera ni el caos son oportunos. La autoridad y la guía de obispos y superiores son necesarias cuando se trata de proteger vidas humanas. Y, de todos modos, el poder asociado al papel que se desempeña requiere de un control externo y de una dedicación interior que haga comprender verdaderamente el oficio o la posición que se ocupa en el sentido que le dio Jesús: «El primero de vosotros será vuestro servidor» (Mt 23,11).

Para todos nosotros: preguntas y tareas

En una sociedad en la que uno de los valores más elevados es la credibilidad, la crisis provocada por los abusos nos pone frente a preguntas decisivas: ¿estamos dispuestos a revisar nuestro modo de ser Iglesia? Debemos preguntarnos hasta qué punto nos negamos a hacerlo, hasta qué punto reprimimos la injusticia y el mal cometido, hasta qué punto consideramos poder regresar cuanto antes al trabajo pastoral que nos es propio después de los escándalos, hasta qué punto nuestra mirada sigue dirigida hacia nosotros mismos y bloquea nuestra energía y nuestra creatividad apostólica. El papa Benedicto XVI, que con coherencia tomó medidas contra los autores de abusos, incluidos personajes de alto nivel, ha dado con su renuncia un ejemplo excelente del modo en que se puede gestionar el poder (en la Iglesia). El papa Francisco no se cansa de estigmatizar las enfermedades del clericalismo, del «carrerismo» y de una vida cómoda, no se cansa de predicar un regreso a la sencillez y a la inmediatez del Evangelio.

Dona

APOYA A LACIVILTACATTOLICA.ES

Queremos garantizar información de calidad incluso online. Con tu contribución podremos mantener el sitio de La Civiltà Cattolica libre y accesible para todos.

Si aplicamos estas consideraciones a la cuestión de las causas y de los efectos del trauma espiritual sufrido por los que han sido objeto de abusos resuenan algunas preguntas: ¿Cómo configurar hoy el ejercicio del poder en sentido evangélico? ¿Cómo pueden complementarse entre sí los hombres y las mujeres en su diferente modalidad de entender y de tratar el poder? ¿Qué podemos asimilar de lo que en el ámbito social y económico se define como corporate governance and compliance a fin de poder asumir en las estructuras eclesiales una corresponsabilidad efectiva y de adoptar mecanismos de control verificables? ¿Qué es lo verdaderamente propio del núcleo del ministerio sacerdotal y qué parte del poder de conducción ejercido por los sacerdotes en las parroquias y en otras instituciones podría o debería pedirse a colaboradores? ¿Cómo puede ejercerse en el plano individual y comunitario el discernimiento de los espíritus, aquella exigente operación que ayuda a encontrar un camino plausible entre la «trinchera» y el «caos»? ¿Cómo pueden los obispos y superiores religiosos aprender a sopesar las decisiones y a tomarlas en el momento justo? ¿Cómo deben formarse los futuros sacerdotes y religiosos? ¿Cuánto se invierte en la formación de aquellos que, a su vez, están destinados a asumir responsabilidades en el campo de la formación?

Ya desde aquí se entrevé qué difícil es para quienes tienen responsabilidad en la Iglesia, pero también para los simples fieles, tener confianza en Jesús y creer en sus palabras: «La verdad os hará libres» (Jn 8,32). No es fácil mirar a la cara a la verdad pura y simple. Exige coraje y la voluntad de ponerse frente a la realidad, por sobrecogedora y dolorosa que pueda ser. Sería bueno para los cristianos confiar más en Dios que en sí mismos en tiempos difíciles y frente a fallos individuales e institucionales.

En estas situaciones, el que abre los ojos, la mente y el corazón puede no solo conocer lo que le incumbe y lo que incumbe a los demás en el plano humano y espiritual, sino que se abre también a la gracia de la conversión y del perdón, que ha sido prometida a todos aquellos que confiesan de manera sincera las propias faltas. Esto significa también exponerse a la vergüenza, al desánimo, a las dudas y a la desconfianza. Nada de esto es fácil de soportar. Pero a quien es capaz de cargar con ello teniendo fe en el salvador Jesucristo y encuentra apoyo en la comunidad de los fieles se le promete la asistencia del Espíritu Santo.

Esta actitud abre un camino que, penetrando en los abismos humanos y atravesando la «desolación espiritual» —como diría san Ignacio—, puede llevar, con la ayuda de la gracia, a un alivio y hasta a la curación. Porque también esto sucede, es decir, que después de dolores infinitos, al borde de la desesperación y del suicidio, después de años y décadas de depresión y de sufrimiento, hay hombres que son capaces de encontrar un camino que conduce a la fuente de la esperanza y de la vida. Estos, que —podría decirse— han atravesado el infierno, son testigos creíbles de la fuerza de la salvación de Jesucristo. Muchas personas que han dado este testimonio de vida soportada con temblor y con el peligro de caer nuevamente en el trauma han afirmado después haber comprendido de manera nueva el sentido de la pasión, muerte y resurrección de Jesús.

La lucha contra los abusos sexuales durará todavía mucho y necesita, por eso, despedirse de la ilusión de que la simple introducción de reglas o de líneas-guía sea la solución. Esta implica una conversión radical y una actitud decidida para hacer justicia a las víctimas y para la prevención total. El mensaje del Dios de Jesucristo es la fuente y la fuerza para esta actividad y para esta reflexión continua sobre el núcleo del Evangelio. Porque Dios ama sobre todo a los pequeños y a los vulnerables.

Ciertamente, nadie es capaz de derrotar definitivamente el mal, ni siquiera el del abuso de menores —sería una presunción fatal—, pero se puede hacer mucho para reducir lo más posible el riesgo y aumentar la prevención[6]. Hoy en la Iglesia universal la aguja de la balanza tiende a dirigirse, lenta pero decididamente, en la dirección debida. El papa Francisco ha seguido y reforzado la línea de su predecesor, sobre todo con la institución de la Comisión Pontificia para la Protección de los Menores. De ese modo, él ha creado a nivel de Iglesia universal las condiciones estructurales y materiales para poder acelerar con eficacia la protección de la infancia en toda la Iglesia católica.

  1. Cf. B. Böhm, J. Fegert et al., «Child Sexual Abuse in the Context of the Roman Catholic Church. A Review of Literature from 1981-2013», en Journal of Child Sexual Abuse, 23, 2014, pp. 635-656.

  2. Cf. C. J. Scicluna, H. Zollner y D. J. Ayotte (eds.), Abuso sexual contra menores en la Iglesia. Hacia la curación y la renovación, Santander, Sal Terrae – Pontificia Università Gregoriana, 2012.

  3. A partir de los resultados estadísticos de los dos informes John Jay (Estados Unidos) y de los datos suministrados en Australia por la Royal Commission surge que los abusos cometidos por el clero de las diferentes confesiones o comunidades religiosas, por los guías espirituales musulmanes y por los rabinos, teniendo en cuenta las debidas proporciones, son más o menos equivalentes entre sí.

  4. Cf. G. Cucci y H. Zollner, «Il nuovo documento sulla formazione sacerdotale», en La Civiltà Cattolica, 2017, II, pp. 61-75.

  5. Véase también, al respecto, la investigación acerca de los casos de abuso encargada por la Conferencia Episcopal Alemana y los primeros datos de una serie de estudios internacionales realizados por el Centre for Children Protection de la Pontificia Universidad Gregoriana.

  6. Sobre las condiciones y posibilidades de un trabajo de prevención véase S. Witte, B. Böhm et al., «E-Learning Curriculum “Prävention von sexuellem Kindesmissbrauch für pastorale Berufe. Forschungsergebnisse”», en Nervenheilkunde, 34, 2015, pp. 547-554; K. A. Fuchs y H. Zollner, «Prävention in der katholischen Kirche: Drei Beispiele aus der Praxis katholischer Institutionen», en J. Fegert y M. Wolff (eds.), Sexueller Missbrauch in Institutionen: Entstehungsbedingungen, Prävention und Intervention, Weinheim – Basilea, Beltz, 2015.

Hans Zollner
Es un jesuita sacerdote alemán, teólogo y psicólogo, profesor de la Universidad Gregoriana, Director del Instituto de Antropología. Sus estudios interdisciplinares en dicha Universidad versan sobre la dignidad humana y el cuidado de las personas vulnerables, y es uno de los mayores expertos en protección de menores y prevención de abuso sexual.

    Comments are closed.