Biblia

Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios

En la escuela del Deuteronomio

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«Escucha, Israel». Este es el imperativo que caracteriza el libro del Deuteronomio: no solo introduce en Dt 6,4 uno de los pasajes más importantes de toda la tradición religiosa de Israel (el célebre Šema‘ Yiśrā’ ēl), sino que opera como leitmotiv introductorio para las principales secciones de la parte exhortativa del libro (Dt 4,1; 5,1; 6,4; 9,1). Por otra parte, el verbo šāma‘ («escuchar») aparece no menos de 86 veces en el Deuteronomio, con gran relevancia teológica, teniendo por objeto habitual al Señor o su ley. Así pues, la invitación a escuchar debe considerarse un motivo temático capaz de resumir todo el mensaje del Deuteronomio. Y como este libro recoge el testamento espiritual de Moisés, podemos afirmar que en él resuena la llamada de la voz más autorizada del Antiguo Testamento, como camino que conduce a la vida (Dt 30,19-20)[1].

El mandato de escuchar es transmitido de generación en generación hasta llegar a nosotros, lectores actuales de las Escrituras divinas, herederos del patrimonio espiritual de nuestros «padres», y se conjuga con la admonición evangélica de estar atentos y ser inteligentes cuando nos habla el Señor: «El que tenga oídos, que oiga» (Mt 13,43); «Mirad, pues, cómo oís, pues al que tiene se le dará y al que no tiene se le quitará hasta lo que cree tener» (Lc 8,18). En un mundo como el nuestro, distraído y superficial, en una sociedad que se ha vuelto incapaz de apreciar palabras exigentes, el imperativo de la escucha resulta particularmente oportuno. Y es en actitud de oración como verdaderamente se presta oídos al Señor.

El llamamiento a escuchar

Hubo un tiempo, dice el relato bíblico, en el que todo Israel oyó la voz de Dios, que habló con el fragor del trueno, en medio del fuego, desde la montaña santa (Éx 19,16-19; 20,22; Dt 4,12; 5,4.22). Fue un momento de breve duración, privilegiado y único, y marcó los inicios históricos del pueblo de la alianza, cuando el Señor se manifestó directamente a los «padres» (Dt 4,32-33; 5,3-4.24), de modo que todos aprendiesen a «temer» a Dios (Éx 19,20), es decir, a entrar en una relación de reverencia y reconocimiento con el Origen invisible de la vida.

Después hubo otro tiempo, concomitante con el primero pero claramente separado de él, un período mucho más largo, en que la palabra del Señor fue comunicada solamente a Moisés, y transmitida por él oralmente al pueblo (Éx 19,16-21; Dt 5,23-31). Así, su modo de alimentarse de lo que «sale de la boca» de Dios (Dt 8,3) era escuchar lo que decía el profeta (primero Moisés y, a continuación, alguien similar a Moisés: Dt 18,15), en cuyos labios el Señor ponía sus palabras (Dt 18,18; Jer 1,9). La voz de Dios que resuena en la voz de su mensajero se vuelve humilde, hasta frágil y balbuceante (Éx 4,10-12; Jer 1,5-7; 2 Cor 10,10). Entonces se requiere un «corazón» más perfecto en el «temor del Señor» (Dt 5,29), cuando la presencia gloriosa del Altísimo se esconde, aunque se trasluce en la irradiación del rostro de su «siervo» (Éx 34,29-35; Mt 17,2; Hch 6,15) y en los signos y prodigios operados por su mano (Dt 34,11-12; Mc 16,20; Hch 2,22). Pero, si no se deja la santa montaña de la teofanía, es decir, si no se acepta la historia con las mediaciones humanas que ella comporta, no se llega a ser respetuoso del modo en el que Dios pide que se lo escucha.

Y hay después un tercer momento en la historia bíblica, el más largo de todos, simbólicamente iniciado con la muerte de Moisés y sellado definitivamente con el fin de la profecía canónica. Esta es la era milenaria de la Escritura sagrada y de sus lectores. Este es nuestro tiempo, tiempo de la palabra de Dios silenciosa, del Verbo que se ha hecho Escritura, de la Voz que se nos ha entregado en el libro confiado a los custodios de la palabra: «Moisés escribió esta ley y la consignó a los sacerdotes levitas que llevan el Arca de la Alianza del Señor, y a todos los ancianos de Israel» (Dt 31,9). Es el lector el que se convierte ahora en protagonista en la historia de la revelación; es él el cuerpo parlante que, lleno del Espíritu, hace brotar de sus labios las sílabas contempladas con los ojos y comprendidas en la asidua meditación del corazón (Dt 6,6; Sal 1,2). De la voz potente del Sinaí al silencio de la Escritura sagrada se dibuja una parábola que describe el cumplimiento perfecto de la revelación de Dios. Porque el Eterno se retira progresivamente con el fin de promover al hombre en su libertad y en su capacidad expresiva creadora para una vida de auténtica alegría: «Escucha, pues, Israel, y esmérate en practicar los mandamientos, a fin de que te vaya bien» (Dt 6,3; 30,8-10)[2].

No obstante, existe el peligro de que el libro sagrado, por su silencio y por su misma naturaleza manipulable, sea sepultado, incluso bajo otros libros considerados más útiles o más actuales, o bien vaya a terminar entre las ruinas de una cultura considerada obsoleta, o sea olvidado por haber sido relegado en lugares ya no frecuentados. Así sucedió con el libro de la ley del Señor, según lo que nos refiere 2 Re 22, en un relato que, más que censurar a los responsables del abandono del texto sagrado, celebra la alegría asombrada por su descubrimiento. Casi por casualidad, durante los trabajos de restauración del templo de Jerusalén, se reencontró el rollo de la ley mosaica. Casi por casualidad, pero, en realidad, por un don admirable de Dios, excavando con intención religiosa se descubre un tesoro, nos encontramos con una perla de inestimable valor, por la cual vale la pena vender todo para adquirirla y llevar a plenitud la propia alegría (Mt 13,44-46). Este «descubrimiento» se realiza en verdad cada vez que la palabra de Dios revela a nuestra conciencia su verdad, cada vez que de verdad la escuchamos.

Al hablar de la escucha y de sus exigencias pueden destacarse las condiciones de silencio, exterior e interior, indispensables para que la palabra penetre en el corazón y lo vivifique (como lo sugiere la parábola del sembrador: Mt 13,3-23). También se puede subrayar la fuerza creadora de la palabra de Dios, que, una vez sale de su boca, no regresa a él sin haber realizado aquello para lo que ha sido enviada (Is 5,11); el lector atento experimenta verdaderamente cuán «viva y eficaz» es la palabra, capaz de penetrar en las profundidades de la conciencia, revelando los secretos del corazón (cf. Heb 4,12-13). Por eso, de estas consideraciones dimana la invitación a asumir radicalmente, en el acto de la lectura, la condición de pasividad espiritual: en efecto, el acto de escucha es docilidad (Is 50,4-5), es plena receptividad, es aquella disposición de ánimo que se deja plasmar por la suave fuerza del Creador, porque es Él quien, hablando en lo íntimo, suscita en nosotros el sentir y el actuar. Una modalidad tal de entender la escucha es fundamental; no se podrá disminuir nunca su valor ni se la deberá olvidar en la práctica: así es como se expresa la fe; este es el lugar en el cual hunde sus raíces una humilde conducta obediente a los mandamientos, carente de cualquier complacencia, tendiente toda ella hacia el canto de alabanza.

Sin embargo, el relato del descubrimiento de la ley en 2 Re 22 —recordado poco más arriba— nos invita a modular el imperativo de la escucha planteando más bien la dinámica activa por la cual el hombre, aun reconociendo plenamente que es el Espíritu de Dios el que actúa, asume consciente y diligentemente todos sus recursos personales para «obedecer» a Dios «con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas» (cf. Dt 6,5). El compromiso y el esfuerzo operativo del espíritu humano en la escucha obediente se expresan, en la narración de 2 Re 22, por el hecho de que en el descubrimiento y la valorización del libro de la ley colaboran de forma concorde los representantes de las tres instituciones fundamentales del pueblo de Israel: el sacerdote, el rey y el profeta.

En efecto, fue el sacerdote Jilquías el que encontró el libro con ocasión de los trabajos de restauración del santuario de Jerusalén (2 Re 22,8): una reforma litúrgica dirigida a favorecer una mejor oración trajo consigo el descubrimiento de una palabra divina olvidada desde tiempos inmemoriales. El sacerdote movilizó inmediatamente al rey Josías y a sus ministros (vv. 9-10): quedó implicada así la instancia sapiencial que, asumiendo el deber de una intervención planificada y sistemática, preparó y ejecutó la demolición de todos los lugares idolátricos, de modo que se promoviese concretamente la adoración del único Dios verdadero, que es el Señor (2 Re 23,1-25). A su vez, el rey requirió y ordenó el recurso al profeta —en este caso, la profetisa Juldá—, al que se confió la tarea de confirmar como divino el texto encontrado y de mostrar, mediante la urgencia de las provisiones a ejecutar, todas las valencias de amenaza y de esperanza ínsitas en la palabra de Dios (2 Re 22,14-20).

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Pues bien; las tres figuras institucionales que, en el relato del libro de los Reyes, colaboran en el descubrimiento y en la valorización del libro sagrado son, en realidad, el símbolo de las tres dimensiones espirituales que definen el estatuto del hijo de Dios, llamado a obedecer al Padre. El creyente —que sabe que, por el bautismo en Cristo, es sacerdote, rey y profeta— pondrá en ejecución su naturaleza profunda cuando active sus tres dimensiones interiores constitutivas para una escucha del Señor que alcance su perfección[3].

La dimensión sacerdotal de la escucha

El acto sacerdotal. El sacerdote representa la memoria religiosa de Israel. De ello da testimonio Mal 2,7, como también Dt 31,9-13. Este último pasaje nos recuerda que el escrito sagrado, colocado en el arca de la alianza (cf. Dt 10,5; 31,26), fue entregado a los levitas, «portadores» de la misma arca (Dt 10,5.8), es decir, fue confiado a los testigos y custodios del pacto con Dios. «Custodiar el libro» no significa solo poseerlo materialmente: con el verbo custodiar el autor sagrado indica más bien la vigilancia escrupulosa, la defensa apasionada y la responsabilidad convencida en la apropiación del tesoro confiado. El arca, en realidad, es figura del cuerpo (de todo israelita) que conserva en su corazón la memoria gozosa de la comunión con su Señor; y ese tesoro es principio de interpretación inteligente de toda realidad (Dt 4,9-10). Además, la custodia del escrito hace posible su lectura pública, que hace oír la voz de Dios «ante todo Israel, a sus oídos» (Dt 31,11), también ante los oídos de quienes aún no la conocen (v. 13), de modo que cada uno viva de la palabra. El acto ritual de la lectura asamblearia, presidido y realizado por el sacerdote (tal como lo recomienda el Deuteronomio y como sucede también en nuestras liturgias) es signo sacramental del «servicio divino» que hace presentes, vivas y actuales las antiguas palabras. Así se realiza la «diaconía de la palabra» (Hch 6,4). Aquel que, como fiel ministro del Señor, custodia en lo íntimo suyo sus mandamientos (Jn 14,23), en el acto de comunicar a los hermanos la riqueza del mensaje divino se convierte en mediador de bien. Sin custodia, sin una apropiación personal, sin gran familiaridad con las Santas Escrituras no podrá haber culto auténtico ni predicación eficaz.

El lugar sagrado. La lectura del libro de Dios sucede en el templo, «ante el Señor, tu Dios, en el lugar que él elija» (Dt 31,11). La sacralidad del edificio, que es «casa de oración» (Is 56,7), y la particularidad de la lectura litúrgica, que evoca y actualiza la presencia del Señor, concurren para favorecer una escucha adorante. En esta sagrada acción ritual la intención no es desarrollar conocimientos en materia religiosa ni producir eventuales convergencias ideológicas: antes bien, se quiere facilitar el acto de sumisión de la mente y del corazón a la benévola manifestación del querer salvífico de Dios. Es la lectura de la palabra de Dios en el «santuario» la que hace caer de rodillas, la que induce a postrar el rostro en la tierra diciendo: «Amén, amén», como hicieron los israelitas al escuchar los pasajes de la ley proclamados por Esdras (Neh 8,5-6).

El momento de la lectura. Según la indicación de Dt 31,10, la solemne proclamación de la ley está prescrita con periodicidad semanal. Esto no significa, sin embargo, que la lectura del texto sagrado deba limitarse a ocasiones tan dilatadas en el tiempo; de hecho, la práctica sinagogal comprueba el compromiso constante de la comunidad judía en la asimilación de la palabra. En realidad, Moisés, con su precisión legal, hace coincidir la lectura solemne de la Torá con el «Año de la Remisión» (Dt 31,10), es decir, con el momento en que se proclamaba la liberación de los esclavos y se efectuaba la condonación de las deudas (Dt 15,1-2). Esta coincidencia hace comprender que la palabra de Dios es siempre portadora del anuncio gozoso del «año de gracia» (Lc 4,19). Ella revela la divina generosidad, que concede la libertad a los prisioneros y el perdón a los pecadores (Is 61,1-13). Y, al mismo tiempo, la misma palabra llama a toda la comunidad a la remisión de las deudas, impulsa a abolir toda forma de esclavitud, invita a la sincera composición de los conflictos. El sacerdote, custodio del libro sagrado, es el garante institucional de que la escucha de la palabra produzca realmente este efecto de reconciliación universal y de noble promoción de la dignidad humana.

En pobreza. Siempre según Dt 31,10, la lectura del texto sagrado sucede en el día de la fiesta de las tiendas, cuando se celebra la alegría de la cosecha, al término del ciclo anual. Una vez más, sería un error limitar a una sola ocasión el deber de hacer oír, tomándola del memorial antiguo, la voz imperativa de Dios. Es importante comprender que, en tal circunstancia, cuando el campesino se alegra de «la cosecha de su era y su lagar» (cf. Dt 16,13-14), el sacerdote recuerda a cada uno de los presentes que todo lo que posee es don: la cosecha viene de la tierra cultivada por el hombre, pero es fruto de la bendición del Señor (Dt 16,17). Mediante la lectura del texto sagrado, evocando la historia del éxodo y remontándose hasta la creación, el celebrante hace comprender cuál es el origen de todo bien del que goza el israelita. De ese modo hace entender a los hijos de Jacob que el verdadero y supremo don no es el suelo arado y sembrado, no son el pan y el vino, el aceite y los higos, sino el Señor mismo, de quien proviene todo elemento vital. Y puede testimoniarlo con creyente limpidez porque, según la ley divina, el sacerdote no posee ningún campo y, por tanto, no recibe de la tierra su alimento, sino que vive de Dios.

En efecto, en el momento del reparto de la tierra de Canaán, los miembros de la tribu de Leví fueron excluidos de la posesión perpetua de terrenos cultivables (Jos 13,14.33). De ahí el estatuto religioso que los caracteriza como signo de la fe en Dios. Dice Dt 18,1-2: «Los sacerdotes levitas […] no tendrán parte ni heredad con Israel. […] [El sacerdote] no tendrá parte en la heredad de sus hermanos: el Señor será su heredad, como le dijo» (cf. también Núm 18,20-24; Dt 10,9; Ez 44,28-29; Sal 16,5). El sacerdote tiene a Dios como posesión permanente: esa es su riqueza, esa es la fuente de su vida. La escucha perfecta de la palabra se realiza, pues, como escucha «en pobreza», cuando el creyente renuncia a toda riqueza material para gustar de aquel único bien que es Dios, el único que da vida y sacia el corazón (Dt 8,3; Jn 6,63).

La dimensión real de la escucha

El aspecto real de la escucha se despliega como la activación de significativas operaciones sapienciales. Como hemos dicho, el sacerdote constituye la memoria adorante del don divino; el rey, en cambio, representa el esfuerzo de la inteligencia unida a la laboriosidad que transforma el mundo, haciéndolo vital. También esta modalidad de la escucha es esencial, en cuanto muestra cómo la palabra comunica energía y consagra la actividad humana.

Lectura cotidiana. El primer deber del rey es descrito por Dt 17, 18-19 en estos términos: «Cuando se siente sobre su trono real, se hará escribir en un libro una copia de esta ley que conservan los sacerdotes levitas. La tendrá consigo y la leerá todos los días de su vida, para que aprenda a temer al Señor, su Dios, observando todas las palabras de esta ley y todos estos mandatos para cumplirlos». La lectura prescrita por la Torá no está ya vinculada a celebraciones solemnes, sino que se convierte en práctica cotidiana; ya no está confiada al ministro que la custodia en un lugar sagrado, sino que se entrega a un laico que dispone de ella como posesión personal. De ese modo se sugiere el deber de la escucha continua de la palabra: escucha que impregna cada instante, cada comportamiento, cada lugar de la existencia. En efecto, la sabiduría es auténtica y eficaz si «lo atraviesa y lo penetra todo» (Sab 7,24). Como dice Dt 6,7-9, las palabras puestas en el corazón (Dt 6,6) «se las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado; las atarás a tu muñeca como un signo, serán en tu frente una señal; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus portales». El espíritu de escucha debe ser permanente y generalizado, de modo que el actuar del hombre en su condición de rey, con riqueza de iniciativa y dotado de un benéfico poder, pueda expresar siempre una humilde obediencia a Dios (Dt 17,20).

Creatividad inteligente. El rey no inventa la ley: él debe copiarla del ejemplar «que conservan los sacerdotes levitas» (Dt 17,18). Por tanto, debe conformarse a lo que ha sido conservado por la memoria sacerdotal, custodia de la fidelidad al querer divino. Pero, al mismo tiempo, al rey no se le entrega un texto ya escrito. Por el contrario, es él mismo quien habrá de escribir la ley, «se» la escribirá para uso propio, de modo que sirva en el ejercicio de su realeza. Con esta simple indicación, el Deuteronomio hace referencia al hecho de que —como, por lo demás, ocurría también con los reyes del antiguo Oriente Próximo— el rey de Israel está llamado a adaptar, a actualizar, a mejorar la normativa, teniendo en cuenta las nuevas exigencias históricas, el progreso cultural, las necesidades concretas de su pueblo. La ley de Dios es siempre la misma, pero tiene que sufrir un constante fenómeno de «reescritura» si no quiere perpetuar preceptos anacrónicos o inútiles y si no quiere pecar de omisión, dejando de indicar nuevos deberes y nuevas responsabilidades. Así pues, es en este proceso interpretativo y aplicativo donde se demuestra la cualidad sapiencial del rey, capaz de asumir lo antiguo y lo nuevo[4] para hacer de ello objeto de renovada obediencia.

Por tanto, la escucha real implica una aguda capacidad sapiencial que interprete la norma de manera creativa para lograr una plena sumisión a la voluntad de Dios, captando en la letra el sentido que la ley quería promover. La escucha sapiencial no relativiza, sino que exalta lo que Dios ha mandado. Por eso, una escucha tal está constituida por dos componentes. El primero consiste en un acto personal de inteligencia, que aprehende el espíritu de la ley: por tanto, en lugar de plantear una ejecución que respete (solamente) la letra, el hombre capta la exigencia auténtica del precepto divino, aplicándolo a su historia, apropiándose de la intención del legislador con una obediencia madura. El segundo componente es la autoridad, que sabe traducir en praxis para sí y para los demás el mandato del Señor. La escucha produce gestos, acciones, comportamientos que constituyen una realización concreta del reino de Dios, reino de libertad y de gracia, reino donde la voluntad del Señor se hace perfecta en esta tierra tal como es perfecta en el cielo. Una escucha sin esa cualidad espiritual sería mezquina: sería la escucha del siervo que no comprende la voluntad de su señor (Jn 15,15) y confunde una obediencia fiel con una ejecución servil. Jesús nos ha enseñado esta alta cualidad real a propósito de la ley del sábado, afirmando que «el Hijo del hombre también es señor del sábado» (Mc 2,28).

La dimensión profética de la escucha

¿Qué característica peculiar reviste la escucha profética»? Una indicación importante al respecto nos viene del relato de Dt 9,11-14. Moisés —el mayor de los profetas, según Dt 34,10— subió al monte para recibir la palabra escrita del Señor, en la cual Él revela su voluntad salvífica. Ahora bien, en el momento de la entrega del Decálogo, el Señor le dice a Moisés: «Levántate, baja de aquí enseguida, que se ha pervertido tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto. Pronto se han apartado del camino que les mandaste, se han fundido un ídolo […] He visto que este pueblo es un pueblo de dura cerviz […] Déjame destruirlo y borrar su nombre bajo el cielo» (vv. 12-14). La escucha profética es la que recibe la ley como revelación del pecado (Rom 1,20; 5,20; 7,7) presente en la historia y, por esta razón, percibe la amenaza mortal que pesa sobre la comunidad entera. De manera idéntica reaccionó la profetisa Hulda, interrogada en nombre del rey Josías en el momento del descubrimiento del libro de la ley. Estas son sus palabras: «Así habla el Señor: Voy a traer el desastre sobre este lugar y sus habitantes […] porque ellos me han abandonado y han quemado incienso a otros dioses» (2 Re 22,16-17).

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Conocer el pecado. El conocimiento de la transgresión y la percepción de la amenaza constituyen el binomio que cualifica la recepción profética de la ley, ya sea como lectura en profundidad de la ambigua situación social o como revelación que arroja luz sobre la propia e indigna vida personal. No se trata de creer en el axioma teológico abstracto de la pecaminosidad universal del hombre: quien en verdad escucha la palabra acogerá la indicación del Señor como un doloroso pero saludable descubrimiento del pecado en lo concreto de la propia historia. Ahora bien, la tradición profética entiende constantemente la transgresión como abandono del Señor y como necia sustitución del Dios vivo, único y salvador, por imágenes degradadas e insignificantes (Jer 2,11-13.27; Sab 13,10; Rom 1,22-23), un acto que conduce a la muerte (Jer 2,5). En el corazón del profeta nace así el horror por el pecado como realidad desagradable e infamante, al que se une un agudo sentimiento de temor a causa de las consecuencias dramáticas en las que todos se ven implicados.

Pero ¿en qué sentido es la escucha profética un auténtico itinerario espiritual, y no un pesimismo resignado respecto de la naturaleza humana? ¿Cómo reconocer que es el Espíritu de Dios el que habla en nosotros, y no una deplorable forma depresiva?

Característica profética. Según nuestro modo de ver, los signos de la escucha profética, que sabe ver el mal y advierte su desastrosa amenaza, son dos. El primero es que esta visión —fruto de una iluminación que sigue a la lectura del texto sagrado— no conduce a separarse de la raza malvada de los hombres, a distinguirse orgullosamente de los malos (Lc 18,9-12), abandonándolos a su destino de muerte. Por el contrario, por solidaridad con los pecadores, el profeta desarrolla una compasión más intensa. Esta no es una aceptación indulgente de un mal inevitable, ni una afabilidad complaciente hacia los débiles. La humildad del profeta, consciente de ser semejante a sus hermanos, se convierte en combate activo para ayudar a derrotar aquello que hace mal a todos. De la escucha brota una palabra, dura y sabia, valiente y tenaz, que amonesta, corrige, convierte al pecador. A partir de sí mismo se emprende el proceso educativo. El lector, hecho profeta de la palabra, no tiene intenciones de condena (Jn 3,17; 12,47), sino que está totalmente imbuido del sentimiento de misericordia divina, del deseo divino de perdón y de reconciliación; de ese modo se convierte en intercesor a favor de los pecadores (Dt 9,13-29; Is 53,12; Jer 15,11).

He aquí, pues, cómo se delinea el segundo signo del espíritu profético que actúa en la escucha de la palabra de Dios, a saber, aquel que, por un lado, reconoce la gravedad del mal y, por tanto, la justa reacción de la cólera divina, que castiga la culpa de los padres en los hijos hasta la cuarta generación (Dt 5,9), pero, por el otro lado, conoce también la sobreabundancia de la gracia (Rom 5,20), que se extiende hasta mil generaciones (Dt 5,10). Más aún, el profeta ve con ojos espirituales que Dios interviene circuncidando el corazón rebelde del hombre, de modo que, por milagro, este pueda amar de verdad al Señor con todo el corazón (Dt 30,6), estableciendo una comunión renovada y perenne con Él (Jer 31,33-34; Ez 36,25-27). La escucha profética se caracteriza, entonces, por su inaudita esperanza, que no es un optimismo fácil y despreocupado, sino apertura del corazón a una acción divina que realizará en la historia el bien que todos desean, que todos esperan. El reino de Dios está cerca, está germinando (Is 43,19), aunque pocos lo persiguen con laboriosidad fiel. Este es el milagro del Creador, imposible para los hombres (Jer 32,27; Zac 8,6), increíble de maravilloso que es.

Conclusión

Al término de este recorrido sobre el libro del Deuteronomio como libro de escucha es importante subrayar nuestra bienaventuranza, la de estar llamados y puestos en condiciones de leer y acoger la palabra de Dios (Prov 8,34): «Bienaventurado el que lee, y los que escuchan las palabras de esta profecía, y guardan lo que en ella está escrito» (Ap 1,3). No tenemos otra fuente tan límpida de la cual beber; ¡ay de aquel que agregue o quite algo de la Escritura divina! (Dt 4,2; 13,1; Ap 22,18-19).

El mandamiento del Señor —dice uno de los pasajes finales del Deuteronomio (Dt 30,11-14)— está a nuestro alcance: «no excede tus fuerzas, ni es inalcanzable» (Dt 30,11): en efecto, Dios se ha hecho cercano al hombre (Dt 4,7), ha atravesado el cielo para encarnarse y revelar en palabras humanas el maravilloso proyecto de Dios. «El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca, para que lo cumplas» (Dt 30,14). Esta palabra es tuya, para que vivas de ella, para que te haga feliz. Proximidad, más aún, intimidad de la palabra de vida (Rom 10,5-13), encarnada en nosotros en razón del descenso del Verbo a nuestra carne: esto es lo que veladamente anunciaba el Deuteronomio; esto es lo que se ha cumplido con el misterio de Cristo, a quien adoramos como Salvador.

  1. Sobre el tema de la escucha en el Antiguo Testamento cf. P. Bovati, «La dottrina dell’ascolto nell’Antico Testamento», en Dizionario di spiritualità biblico-patristica. I grandi temi della S. Scrittura per la «Lectio Divina», vol. 5. Ascolto/Docilità/Supplica, Roma, Borla, 1993, pp. 17-64.

  2. Encontramos que la misma trayectoria es presentada nuevamente en el prólogo de la primera carta de Juan: «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida [el momento originario, marcado por la experiencia directa] […] os lo anunciamos, para que estéis en comunión con nosotros [el momento de la comunicación profética]. […] Os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo [el momento de la puesta por escrito, de modo que la bienaventuranza sea llevada a cumplimiento]» (1 Jn 1,1-4).

  3. Para profundizar este aspecto cf. P. Bovati, La porta della Parola. Per vivere di misericordia, Milán, Vita e Pensiero, 2017.

  4. Esto trae a la memoria el dicho de Jesús en la conclusión de su enseñanza sapiencial en parábolas: «Un escriba que se ha hecho discípulo del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando de su tesoro lo nuevo y lo antiguo» (Mt 13,52).

Pietro Bovati
Jesuita desde 1959, fue primero estudiante y luego profesor en el Pontificio Instituto Bíblico, impartiendo numerosos cursos y seminarios en el campo de la Exégesis y la Teología del Antiguo Testamento. De 1997 a 2008 fue vicerrector del mismo Instituto. Actualmente es secretario de la Comisión Bíblica Pontificia.

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