Espiritualidad

Contra la «conciencia desdichada» en el cristianismo

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Originalidad de una tradición teológica

El conjunto de la doctrina de la fe es el resultado de los esfuerzos realizados por los cristianos para contrarrestar los múltiples y diversos ataques tanto internos como externos que sufrieron a lo largo de los siglos. La doctrina se constituye en cuanto tal desde el comienzo. Así, algunos padres griegos como Atanasio (295-373), Basilio (330-379), Gregorio de Nacianzo (329-390) y Gregorio de Nisa († 394) arrojan luz, contra el arrianismo, sobre la trinidad de personas y su igualdad eterna, que se revela actual a través de la encarnación del Hijo y del don del Espíritu Santo.

A pesar de participar en esta controversia, los padres latinos tuvieron que afrontar de lleno el aspecto antropológico de la fe en el peligroso problema de la gracia y de la libertad humana planteado por el monje Pelagio (ca. 354-420) y retomado por el obispo Julián de Eclana (ca. 380-455). La figura que sobresale en esa controversia es Agustín (354-430), que consumió en ella sus últimas fuerzas sin llegar a prevalecer del todo por encima de sus objetores. Frente a la obstinación de Julián en particular, Agustín acentuó los datos de las Escrituras sobre la predestinación, sobre el pecado original y sobre la concupiscencia.

Ninguna de las controversias se extinguió nunca por completo. En Oriente se pasó del dogma trinitario al cristológico, primero en el concilio de Éfeso (431) y después en el de Calcedonia (451), con las dolorosas secuelas del monofisismo y, más tarde, del monotelismo (san Máximo el Confesor, † 662), hasta llegar a la lastimosa polémica generada en torno a los iconos, con la importante aportación de Juan Damasceno († ca. 749). En Occidente la influencia de Agustín y el relativo fracaso de su posición en el campo particular de la gracia divina y de la libertad humana favorecieron el continuo retorno de la cuestión, siglo tras siglo. He aquí la importancia de conocer otra tradición en el mismo Occidente latino. Volveremos sobre el tema.

Primero seguiremos el devenir de la controversia más importante de Occidente. Aunque los aspectos de la enseñanza de Agustín hayan sido del todo positivos, sus sucesores en especial, a pesar de sus innegables éxitos —con sus posiciones rígidas sobre la naturaleza y la gracia— redujeron el agustinismo a una «mala conciencia» de Occidente o, si utilizamos la expresión acuñada por G. W. F. Hegel (1770-1831) para resumir toda esta historia, a una «conciencia desdichada».

El interés de esta expresión estrictamente filosófica es mostrar la fuerza en última instancia cultural de una noción en origen teológica. Las primeras señales se manifiestan bajo los carolingios a través de las tesis predestinacionistas de Godescalco el Sajón (ca. 805-870). Más tarde estallará en el protestantismo, para terminar en el jansenismo y, en particular, con la figura del «creyente enfermizo» que sería el genial Blaise Pascal, espina clavada en la carne de Voltaire.

La «conciencia desdichada», es decir, la necesidad de negarse a ser feliz, de rechazar lo que nos hace felices, no deja de despertarse. Más aún, su influencia crece y se expande. ¿Ha desaparecido, quizá, en nuestro tiempo? ¿Ha desaparecido en nuestra Iglesia posconciliar? Por el contrario: esa misma conciencia es más bien lo que nos amenaza y nos lleva cada vez más —como si de ese modo se pudiese alcanzar la curación— a evocar lo menos posible la realidad de Dios, también en la teología, por temor a despertarla.

Aquí puede entrar en juego la ya citada línea doctrinal, que resiste a este latente pesimismo. Menos llamativa que las tradiciones oriental y agustiniana, la que podemos definir como «teología galorromana» solo pudo ponerse de manifiesto al arrojar luz de una forma cada vez más viva en los últimos tiempos a sus portavoces. Esta línea se afirma ante todo con Ireneo de Lyon, pasa por Hilario de Poitiers y Cesáreo de Arlés, y después se difunde de manera útil y sin ruido en toda la teología.

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Las obras de estos autores han llegado ya al gran público —no sin la ayuda de un trabajo paciente de los estudiosos de los textos patrísticos—. Así, de Ireneo puede citarse el Contra los herejes[1]; de Hilario, La Trinidad[2]; de Cesáreo, los Sermones y los Opúsculos[3]. En estas obras vamos a apoyarnos a partir de aquí para fundar, sin hesitación, una teología del «más que la felicidad».

Ireneo de Lyon y la gloria de Dios en el hombre

El contraste entre este título y la «conciencia desdichada» de la que hemos hablado antes es fuerte. Ahora comprobaremos que no se trata de una afirmación forzada.

Misionero llegado de Esmirna —en la Grecia jónica— al lejano Occidente —en concreto a Lyon, en la Galia—, Ireneo (ca. 130-200) aparece como un aerolito en la historia del dogma. Como tal, es el primero en dirigirse contra el poderoso movimiento de los «anticristos», estigmatizados por las Cartas primera y segunda de Juan porque la fe de la Iglesia se considera demasiado carnal en su apego a la encarnación: «Han salido en el mundo muchos embusteros, que no reconocen que Jesucristo vino en carne. El que diga esto es el embustero y el anticristo» (2 Jn 7); «¿Quién es el mentiroso sino el que niega que Jesús es el Cristo? Ese es el anticristo, el que niega al Padre y al Hijo» (1 Jn 2,22).

Primer avatar de la «conciencia desdichada», la gnosis, que se afirma en el cristianismo a partir del año 140, teme, desprecia y rechaza la condición del hombre en la carne. Huye de ella y niega que Dios sea el creador de este mundo malvado o que el Verbo se haya encarnado. En cambio propone, con toda suerte de argumentos, el puro espiritualismo de los perfectos, al que se accede de la manera más simple al abandonar a Cristo y su Iglesia por cualquier «gurú» en cualquier grupúsculo.

Ireneo insta a los creyentes: «Conservemos la Regla de la Verdad» y opone de forma imperiosa a los gnósticos dicha regla, cuya fuerza concentra de la siguiente manera: «Manteniendo, pues, esta Regla, aunque otros digan muchas cosas diversas, fácilmente les probaremos que se han desviado de la verdad. Pues casi todos los herejes dicen que hay un solo Dios, pero lo cambian por sus perversas doctrinas, volviéndose ingratos para con el que los hizo, como lo hacen los paganos por la idolatría. Desprecian la creatura modelada por Dios, oponiéndose a su salvación, y tornándose al mismo tiempo acérrimos acusadores y falsos testigos contra sí mismos» (Contra los herejes I, 22, 1).

La «regla» es una verdad probada y no un fantasma pseudoteológico. Examinemos, pues, la prueba para verificar si se ha infiltrado en ella la más mínima inspiración de «mala conciencia». Estos son los argumentos:

1) Ante todo, Ireneo se impide a sí mismo, como a cualquier otro, pensar cualquier cosa de Dios que Dios mismo no le dé con su palabra tal como se recibe esta de la Biblia y que los «anticristos» no cesan de utilizar, por lo que deforman su sentido. El hombre no puede dar nada a Dios, y a esta «nada» llegan todos los dones y la conciencia misma de todos los dones. Es Dios el que todo lo da; el hombre todo lo recibe. Esta verdad, ella misma recibida, es como un estribillo que acompaña y determina toda la obra de Ireneo. La verdad es clara, sin duda frustrante para el orgullo humano, pero liberadora en particular.

2) En esta «nada» se funda lo que sigue: toda la Biblia, en sus palabras, en sus libros, en sus contradicciones y en la diferencia capital de sus dos momentos —el Antiguo y el Nuevo Testamento—, es, como tal, el don de los dones, y por lo tanto es acorde a la verdad tomar estos dones en su singularidad y en su totalidad, en cuanto que su coherencia se manifiesta ella misma como don.

De ese modo relee Ireneo todo el Antiguo y el Nuevo Testamento para ver si allí se afirma que el Padre no es el creador o que el Verbo no se ha hecho carne según las Escrituras. Pero en ninguna parte se afirma eso. Estas amplias indagaciones conforman los libros III y IV de la obra de Ireneo y son características de su manera de argumentar. Transmiten al lector una gran seguridad. Manifiestan diversidad de estilo y de proposición y, con ello, un dinamismo inherente a la realidad suscitada por la palabra. De ese modo afirma Jesús mismo la positividad de la ley para el progreso del hombre, pero impide que la ley se cierre en sí misma, gracias al profetismo, que abre un camino de salvación a pesar de todas las infidelidades a la ley, y manifiesta así que la alianza es capaz de salvar la alianza. Y eso desemboca en la obra del mismo Jesús como desde una fuente.

3) El modo de tratar el drama del capítulo 3 del Génesis es significativo. De hecho, la gravedad del pecado no se ignora, como tampoco se ignora la justicia de Dios en su bondad y su bondad en su justicia: si no se las mantiene juntas, todo cae en la ausencia de significado. Pero a todos aquellos poseídos por la «conciencia desdichada» les aconsejamos que lean lo que Ireneo dice sobre Adán y Eva y sobre la recapitulación de Adán en Cristo y de Eva en María (III, 21 y 23). Nuestros primeros padres no fueron sino pequeños adolescentes ingenuos y engañados. En verdad, fueron castigados por su Padre, pero él ya los había unido al éxito de aquel que es su Hijo e hijo de ellos, carne de su carne. ¡Cómo no exclamar, pues, en esta recapitulación, incluso aquel felix culpa de la liturgia pascual!

4) Por tanto, en apariencia los gnósticos tenían razón al no capacitar al hombre hecho de carne para entrar en contacto con Dios, y aducir siempre el texto de Rom 8,8: «Los que están en la carne no pueden agradar a Dios». Aunque no consideraron lo que sigue: «Pero vosotros no estáis en la carne, sino en el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios habita en vosotros» (Rom 8,9). Los gnósticos no captaron toda la verdad porque, al afirmar la incapacidad de la carne para encontrar a Dios, terminaron por prohibir a Dios que viniera a habitar en ella. Ireneo, que no vacila en reprochar de manera áspera a sus ovejas extraviadas, en particular cuando analiza —no sin humor— sus fantasmagorías (las compara con «calabazas»), sabe bien orar por ellas.

5) Con Ireneo todo se encamina no solo hacia la felicidad, sino hacia la gloria, que agrega a aquella una dimensión de plenitud y de compartición. Su mensaje no solo es positivo a nivel teológico, sino que exalta de manera fundamental la relación entre Dios y el hombre, que es el corazón de la teología. Dos frases de Ireneo preparan la fórmula que lo hizo célebre de repente. En los libros III y IV se halla, en primer lugar, la cuestión de la «gloria del hombre»: «Porque la gloria del hombre es Dios. Y, a su vez, el ser humano es el recipiente de toda la obra de Dios, y de su poder y sabiduría» (III, 20, 2); «Y es una gloria del ser humano perseverar y mantenerse en el servicio de Dios» (IV, 14, 1).

Entonces puede imponerse la sorprendente inversión de esta misma gloria del hombre en Dios mismo: «El Hijo habla del Padre desde el principio, porque desde el principio está con el Padre, y comunica al género humano, para su utilidad, las visiones proféticas, la repartición de los carismas y sus ministerios, y en forma continuada y al mismo tiempo la glorificación del Padre, en el tiempo oportuno. Pues donde hay continuidad hay constancia, y donde hay constancia hay desarrollo en el tiempo, y donde hay desarrollo en el tiempo hay utilidad: por eso el Verbo fue hecho dispensador de la gracia del Padre para utilidad de los hombres, por los cuales ordenó toda esta Economía, con el fin de mostrar a Dios a los hombres y presentar el hombre a Dios. De esta manera, custodió la invisibilidad del Padre para que, por una parte, el hombre nunca despreciase a Dios y siempre tuviese en qué progresar y para, por otra parte, revelar a Dios a los hombres mediante una rica Economía, a fin de que el hombre no cesase de existir con la entera falta de Dios. Porque «la gloria de Dios es el hombre viviente: y la vida del hombre es la visión de Dios» (Contra los herejes, IV, 20, 7).

Lo que aquí tenemos no es una fórmula aislada, sino la clave de bóveda de una coherencia cuya belleza se pone de manifiesto, desde el punto de vista literario, junto a su verdad. Frente a esta gloria, de hecho, la gnosis histórica se disolvió. Además de los que lo siguieron, poco posteriores —en particular Tertuliano (ca. 160-220) y Orígenes (ca. 180-253)—, Ireneo detiene así la primera gran aparición de la «conciencia desdichada» en aquellos puntos en los que esta se manifestaba con su poder más destructor: en el Dios creador y en el Verbo de Dios encarnado.

Observemos dos aspectos a propósito de estos inicios de la «tradición galorromana» en los siglos II y III. Por una parte, muy pronto, y ya en el Nuevo Testamento (cf. 1 Jn 2,8), la compleja impugnación formulada por la «conciencia desdichada» representó una «puerta del infierno» (cf. Mt 16,18). Pero, por otra, también muy pronto la conciencia cristiana la rechazó con fuerza. Habría que subrayar aquí que la doctrina de la gloria es, al mismo tiempo —y como han señalado los estudiosos—, la de un evangelio de la plena libertad de Cristo en beneficio nuestro.

Hilario de Poitiers y la glorificación divina del hombre

La posteridad doctrinal del autor de Contra los herejes —Erasmo pensaba que la obra había sido escrita en latín, porque nos ha llegado íntegra en esa lengua— es considerable por partida doble: por un lado, se trata de un texto casi con seguridad muy citado, sobre todo por los padres griegos y en griego, aunque también en lengua armenia y siríaca: en particular los libros IV y V, los más teológicos; por otro, hasta la crisis arriana, a comienzos del siglo IV, fueron muchos los que prosiguieron su acción contra los gnósticos, como Victorino de Petovio († 304). La que hemos definido como «la tradición galorromana» pudo ponerse de manifiesto solo en fecha reciente, cuando empezaron a sobresalir sus figuras más significativas, que son, después de Ireneo de Lyon, Hilario de Poitiers (315-367) y Cesáreo de Arlés (470-543).

En los siglos V y VI la gnosis ya no representaba un problema. Hilario era uno de los actores principales en la resolución de la crisis arriana en Oriente y Occidente. Cesáreo, en cambio, intervenía de manera decisiva en la disputa sobre la gracia y la libertad. Es muy interesante constatar en ambos —que actuaban cada uno por su cuenta en las dos grandes cuestiones doctrinales recordadas al comienzo— no solo la permanencia, sino también la fecundidad de la teología de la gloria de Ireneo.

Aunque Hilario no menciona nunca el nombre de Ireneo —como, por lo demás, tampoco otros nombres de personas fuera de los de la Biblia salvo, alguna vez, los de los herejes a los que se opone—, hay una fuerte semejanza en el modo de concebir la teología por parte de ambos. La base se halla constituida por la imposibilidad del hombre de conocer a Dios en su intimidad, lo que no significa en absoluto que Dios no sepa ni pueda revelarse al hombre. Este fundamento aparece en los primeros tres libros de La Trinidad. En lo que la obra refiere y en el modo en que lo hace, la Biblia es la palabra por medio de la cual Dios mismo se da a conocer al hombre.

Para Hilario el problema a tratar no es ya el de un Dios creador y el de un Verbo encarnado, sino el de la igualdad del Verbo encarnado, que es el Hijo, con el Padre, a partir de la negación de tal igualdad, que proviene del sacerdote alejandrino Arrio († 336) y se difunde por varios lugares. Cuatro libros de la obra de Hilario titulada La Trinidad explican —primero en el Antiguo y después en el Nuevo Testamento— de manera sucesiva «la generación eterna del Hijo», «el Hijo de Dios verdadero y no inferior», «la verdadera divinidad del Hijo» y «la unidad de naturaleza del Padre y del Hijo» (Evangelio de Juan). En verdad, la amplitud de esta documentación depende de la muy abundante producida por los opositores. De hecho, se duplica de modo constante, pues se trata de refutar sin descanso las referencias de desigualdad —que no faltan— gracias a las referencias contrarias, voluntaria o ideológicamente olvidadas.

El ejemplo dirimente es la frase de Jesucristo: «El Padre es mayor que yo» (Jn 14,28), que hay que tener la inteligencia de compensar con otra que dice: «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10,30). Se trata de arrebatar a los arrianos las citas que ellos falsean, ya sea a sabiendas, ya sea por ignorancia.

Este trabajo, de primeras negativo, permite a la vez abrir, como en Ireneo, un camino de glorificación en el conocimiento de la salvación en la verdadera Trinidad. Observemos ante todo que Hilario se sirve mucho de la cuestión con las palabras gloria, glorior, glorificatio (más de cuatrocientas veces). Esta realidad se refiere a Dios mismo, a Cristo glorificado en su misión y al hombre glorificado por Cristo en ella. Nada queda fuera. He aquí las etapas, en una exposición sumaria:

1) Con el Antiguo Testamento se descubre que Dios no es un ser solitario, y ello ni en sí mismo, ni en relación con el mundo, que es su obra, ni tampoco en relación con el hombre, que es su imagen. Además, Dios deposita en el mundo, y sobre todo en el hombre, un impulso hacia el progreso.

2) Con el Nuevo Testamento el Padre y el Espíritu realizan en el Hijo una filiación del hombre capaz de alcanzar poco a poco a una multitud de hombres. Mientras los padres orientales y Agustín sostienen la divinidad del Verbo también en su encarnación —en analogía con la inteligencia que, siendo una en sí misma, piensa y habla—, Hilario insiste en la filiación. En efecto, la mayoría de los padres parten de lo que es «semejante» o «lo mismo» (ὅμοιος ≠ ὁμός, similisidem) para llegar a la igualdad del Padre y del Hijo, cosa que parece más conforme a la dignidad espiritual de la divinidad. Hilario, en cambio —ya lo hemos visto a propósito de la documentación bíblica— pone en primer plano la generación y la filiación. Esta analogía es del todo carnal y, como tal, se encuentra a menudo ausente de los debates trinitarios.

Y lo que Hilario elige en la generación y en la filiación como signo de identidad y de igualdad es lo siguiente: un padre que no engendra a un vástago idéntico a sí mismo en su naturaleza no es un padre. Para que la frase se comprenda bien debemos agregar lo siguiente: esto vale desde la reproducción asexuada de las bacterias hasta la reproducción sexuada de Adán y Eva a imagen de Dios. Dejemos hablar a Hilario: «Hemos recordado esto solamente para la comprensión del nacimiento humano, no porque sea un ejemplo completo del nacimiento del Dios unigénito […] Pero todo cuanto hay en Dios vive, pues Dios es la vida, y de la vida no puede salir nada más que lo vivo. Y la generación no se realiza por emanación, sino por el poder divino. Y así, ya que en Dios todo vive y lo que de él nace es por entero poder, se produce un nacimiento, pero no un cambio; comunica el ser al que de él procede, pero no pierde su naturaleza, pues sigue presente en el Hijo, al que dio el ser debido a la semejanza de la naturaleza indiferenciada, y el Hijo al nacer no pierde aquella naturaleza que vive a partir del viviente» (La Trinidad, VII, 28).

3) El Hijo prolonga en sí, en su encarnación, su filiación divina y hace partícipes de ella a todos aquellos que creen en él. Al contemplar, en el libro IX, la ascensión de Cristo muerto, resucitado y «sentado a la derecha del Padre», Hilario ve aquello que, a través de la historia de su cuerpo, que es la Iglesia, constituye la glorificación del hombre, realizado primero en el Hijo del hombre: «Por lo demás, el Dios unigénito, aunque ha nacido como hombre, no es otra cosa más que Dios todo en todas las cosas (1 Cor 15,28). Pues aquella sumisión del cuerpo por medio de la cual lo que él tiene de carnal es absorbido en la naturaleza espiritual, determina que sea Dios todo en todas las cosas aquel que, además de Dios, es también hombre; es nuestra humanidad la que llega a alcanzar este estadio. Y también nosotros progresaremos hasta hacernos conformes con la gloria del que es hombre como nosotros. Renovados para el conocimiento de Dios, seremos transformados en imágenes del Creador» (La Trinidad, XI, 49).

¡Qué alcance tan amplio! En verdad, Hilario no tiene menos mérito que Ireneo. Lo que resulta bastante extraordinario en la trasposición que La Trinidad hace de Contra los herejes es la permanencia de la amplitud, que alcanza a dos disputas muy distintas: contra los gnósticos, por una parte, y contra los arrianos por la otra. En efecto, tanto en un caso como en el otro se combate una persistente repugnancia frente a la condición carnal del hombre por la cual no se puede ni se quiere imaginar que el Espíritu pueda actuar y habitar en ella ni que el Verbo pueda encarnarse en ella. Esta irresistible repugnancia debe atribuirse a la «conciencia desdichada», precisamente en sus complicaciones más sutiles. La línea doctrinal de los galorromanos supo hacerla retroceder por lo menos en dos ocasiones.

Cesáreo de Arlés y su discernimiento sobre la predestinación

Desde el comienzo de esta exposición hemos señalado una tercera ocasión que se presentó en lo que se ha convertido en una cuestión punzante en el Occidente latino, que tiene que ver con la relación entre la gracia divina y la libertad humana y surge de manera clara a comienzos del siglo V. Pelagio, preocupado por el fervor espiritual de sus fieles, insiste tanto en el compromiso total de su libertad que termina por ensombrecer la ayuda que la gracia de Dios otorga a esta victoria de la ascesis.

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El principal representante de toda una reacción a esta simplificación, que es una falsificación, es Agustín, apoyado por los papas. Con toda la fuerza de su experiencia espiritual y de su ciencia teológica, Agustín libra una batalla que, en primer término, se estabiliza en torno al concilio de Cartago del año 411, pero sin llegar hasta el fondo, que es Dios mismo en su poder de conocer todo y de prever todo y por todo. La relación entre la gracia divina y la libertad humana pone en entredicho a Dios mismo en su presciencia y en su predestinación universal.

Un siglo más tarde los debates continúan y llegan a enfocar la cuestión del initium fidei, es decir: «¿Cómo ocurre que se comience a creer?». O, dicho de forma más dramática: «¿A quién corresponde atribuir el acto de creer? ¿Al hombre por sí solo o a Dios en él y con él? Pero entonces ¿es el hombre el que cree, o es Dios, que prevé todo y predestina todo?». Lo que está en juego es enorme y, a primera vista, no hay solución. Por muchas razones será Provincia —así denominada en latín—, la futura Provenza, donde el debate se libre de forma más viva. Será entonces cuando Cesáreo se vea impulsado a ocuparse de ello, pues ejerce el primado, honrado por el célebre pallium, justo en Provenza. El segundo sínodo de Orange (3 de julio de 529), en una quincena de cánones extraídos casi todos de Agustín, dirime el problema de la siguiente manera: 1) el initium fidei pertenece a Dios, que concede al hombre también ser libre en este compromiso; 2) hay una predestinación para el bien según todo el proyecto salvífico de Dios para el hombre, y 3) no hay una predestinación para el mal.

¡Un verdadero juicio salomónico! Y el correspondiente golpe de espada lo tenemos aquí, en la «conclusión» que el mismo Cesáreo redactó para el segundo sínodo de Orange: «Innumerables son los testimonios que podrían alegarse de las sagradas Escrituras para probar la gracia; pero se han omitido por amor a la brevedad, porque realmente a quien los pocos no bastan, no aprovecharán los muchos. Según la fe católica también creemos que, después de recibida por el bautismo la gracia, todos los bautizados pueden y deben, con el auxilio y cooperación de Cristo, con tal que quieran fielmente trabajar, cumplir lo que pertenece a la salud del alma. Que algunos, empero, hayan sido predestinados por el poder divino para el mal, no solo no lo creemos, sino que si hubiere quienes tamaño mal se atreven a creer, con toda detestación pronunciamos anatema contra ellos (si sunt, qui tantum mali credere velint, cum omni detestatione illis “anathema” [de todo el documento esta palabra aparece solo aquí] dicimus). También profesamos y creemos saludablemente que en toda obra buena no empezamos nosotros y luego somos ayudados por la misericordia de Dios, sino que Él nos inspira primero —sin que preceda merecimiento bueno alguno de nuestra parte— la fe y el amor a Él, para que busquemos fielmente el sacramento del bautismo, y para que después del bautismo, con ayuda suya, podamos cumplir lo que a Él agrada»[4].

Hagamos tres breves observaciones sobre este texto:

1) El juicio libera a Agustín de todo predestinacionismo inveterado. Sus excesos, por lo demás bien inventariados, se ven cubiertos por el valor general de su doctrina, citada con complacencia en todas las actas del concilio. Al mismo tiempo, este es el único «anatema» de todo el magisterio contra la predestinación al mal. Ni el mismo Trento lo retomará. Y el papa Bonifacio II, en la aprobación del segundo sínodo de Orange, no hará alusión alguna a la expresión. En cierto sentido, Cesáreo carga solo con toda la responsabilidad y el honor de una definición conciliar de la única predestinación al bien sin la mínima contrapartida de una predestinación al mal.

2) En efecto, la teología galorromana está de su parte. Sería útil mostrar con mayor amplitud que su «detestación» de la predestinación al mal, que solo es comparable con la reservada a los maniqueos, hunde sus raíces en la fidelidad a Ireneo y a Hilario. Como todo tiene su comienzo en Dios, Cesáreo puede salir con facilidad de la trampa del initium fidei. Es conocida también su preocupación pastoral de hacer leer —o de hacerse leer— todas las Escrituras a todos los cristianos, así como sus muchos discursos acerca de innumerables perícopas, incluidas las más extrañas (pensemos en la del hierro del hacha caído al agua en 2 Re 6, que Cesáreo trata en un discurso inspirado por Ireneo V, 17, 14), dan testimonio de una fidelidad a sus predecesores en este campo, no solo en contra de eruditos extraviados —los gnósticos o los arrianos—, sino por el amor paterno hacia todo el pueblo que lucha de todas las maneras contra el mal para vivir la salvación.

Por lo demás, Cesáreo practica asimismo con brío la argumentación mediante los contrarios, cara a sus dos predecesores. Utiliza este tipo de argumentación solo en el pequeño opúsculo sobre la «naturaleza y la gracia», y anula las citas a favor y en contra de una y otra en una especie de agradable juego de bolos al final del cual aparece la esencial cita: «¡Qué abismo de riqueza, de sabiduría y de conocimiento de Dios!» (Rom 11,33).

Sin duda, el vocabulario de la gloria en el estado actual de la investigación sobre Cesáreo no parece ser lo primero para él. Demasiado preocupado está —aunque ¿es posible estar demasiado preocupado?— por la conversión de su pueblo[5].

Pero su comentario del Apocalipsis, muy original, no trata de las catástrofes de la escatología: toda la luz se dirige hacia la lucha de la Iglesia en el mundo y sobre todo en sí misma y, también allí, hacia la victoria de la Iglesia gracias a todos sus hijos. Solo una doxología final de los diecinueve capítulos evoca la «gloria» (IV). Pero la décima, en el centro de la obra, termina así: «los cristianos estamos “signados desde el origen del mundo”, porque, en la presciencia de Dios, mucho antes, la Iglesia ha sido predestinada y signada. ¡Que Dios mismo se digne ser su garante!».

3) Dom Germain Morin, monje de Maredsous, que ha reunido desde 1942 doscientos treinta y ocho sermones de Cesáreo, ha publicado en Échos de Saint-Maurice un artículo para el XIV centenario de la presunta fecha (542) de su publicación original. Morin explica en dicho artículo por qué esta luz del siglo VI cristiano ha desaparecido entretanto. Se imponen dos razones: la falta de «herederos» en la Provenza franca en los tres siglos siguientes bajo las incursiones de los sarracenos, pero también la humildad editorial de Cesáreo. He ahí la razón por la cual el segundo sínodo de Orange, con su «conclusión», tuvo poca influencia contra la «conciencia desdichada» predestinacionista, que no dejó de levantar la cabeza. La línea galorromana se convirtió así en una suerte de levadura escondida, lo cual no podría permanecer sin fecundidad en la Iglesia a corto, a medio o a largo plazo.

Una ayuda fraterna para nuestras batallas actuales

Muchos son los puntos de vista desde los que habría que completar la descripción de la tradición galorromana. Sin embargo, habría que subrayar tres en particular: ante todo, el hecho de que estos autores colaboraron estrechamente con Roma; después, que estaban abiertos e íntimamente ligados a los orientales y, por último, que fueron intrépidos defensores de la libertad humano-divina.

En estas páginas hemos relatado una historia del pasado. ¿Habríamos podido hacerla aún más bella? Debemos responder que no. Es nuestra historia actual la que revivimos. En efecto, se nos ha manifestado una constante teológico-filosófica que parece no morir con facilidad; más aún, que no deja de levantar la cabeza. En 2017 esta «puerta del infierno», esta «conciencia desdichada» de cien rostros turba no solo al pueblo de Dios, sino también al mundo occidentalizado —y, por tanto, ya no muy cristianizado— que es nuestro mundo. Resulta provechoso resituar todas las dificultades del presente —eclesial y humano— en esta zona de sombra. Al hacerlo se iluminan de verdad.

Y es allí donde se ha manifestado, también en los siglos XX y XXI, una fuerza de resistencia en el pueblo cristiano. Es verdad: Ireneo, Hilario y Cesáreo no han abandonado nunca del todo la inteligencia de los creyentes para pasar a la de los historiadores de la Iglesia. Pero es alrededor del período del concilio Vaticano II, y también al revivir sus obras, como los padres antes casi desconocidos han llegado a secundar al incomprensible Agustín: los griegos y los capadocios, por ejemplo, o este esmírneo devenido lionés, Ireneo. A este último se agregaron, gracias a publicaciones de base científica, verdaderos luchadores de la doctrina renovadora del Concilio. Todo ello sucede en la actualidad. La «conciencia desdichada» existe hoy. La línea doctrinal galorromana, que en verdad puede ser todavía reforzada por otros decididos luchadores, es actual. Nuestra batalla es la suya. Modernos con nosotros en su descubrimiento, ellos no inventan nada en nuestro lugar, porque somos nosotros los que los redescubrimos por las necesidades de nuestra causa.

Los padres, en nuestras batallas y victorias, no son solo hermanos para nosotros, sino hermanos verdaderos. Con ellos sabemos que procurar siempre hacer entrar en razón a esta «puerta del infierno» de la que nos hemos ocupado aquí no es en vano. Con ellos retomamos en Dios la sabiduría y el coraje necesarios en esta tarea de salvación del mundo. Con ellos podemos recuperar en la Trinidad, primera amiga del hombre, el realismo de una ambición divina por el hombre mismo: su gloria, su filiación, su única predestinación al bien.

  1. San Ireneo de Lyon, Contra los herejes: exposición y refutación de la falsa gnosis [traducción, estudio introductivo, notas e índices de Carlos Ignacio González], México, Conferencia del Episcopado Mexicano, 2000 (de aquí tomamos las citas).

  2. San Hilario de Poitiers, La trinidad [ed. bilingüe preparada por Luis Ladaria], Madrid, La Editorial Católica (BAC), 1986 (de aquí tomamos las citas).

  3. Cf. Cesáreo de Arlés, Predicare la Parola: scelta di sermoni sull’amore per la Scrittura e la predicazione, Magnano, Qiqajon, 2000.

  4. H. Denzinger y P. Hünermann, El magisterio de la Iglesia. Enchiridion symbolorum definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, Barcelona, Herder, 1999, n.º 396-397.

  5. En el Regina coeli del 11 de mayo de 2014 el papa Francisco puso en evidencia la imagen viva de un celo semejante, dado que Cesáreo compara la avidez del pueblo con la de los terneritos por la ubre de la vaca.

Dominique Bertrand
Jesuita francés, ex Director del Institut des Sources Chrétiennes de Lyon, especialista en san Ignacio y patrística. Durante 17 años colaboró con la revista Christus. Entre sus libros destacan: La política de san Ignacio de Loyola (2001), Pierre Favre, un portrait (2007) y Un corps pour l’esprit (1974).

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