Biblia

El «poder» en la Biblia

San Jeronimo en su estudio, Marinus van Reymerswaele (1550)

¿Qué dice la Biblia sobre el «poder»? El tema es actual y de gran interés[1], pero para nada simple, pues si alguien buscara el término «poder» en el Antiguo Testamento quedaría decepcionado: en hebreo no existe.

¿Es que la Sagrada Escritura no ofrece motivos de reflexión sobre el poder? Todo lo contrario. Pero no encontramos al respecto afirmación teórica alguna, porque la tradición bíblica es experiencia vivida que se clarifica en el curso de la narración. Por tanto, es necesario tener presente que las conceptualizaciones y el lenguaje han evolucionado en el tiempo y que, a menudo, ciertas realidades hay que captarlas en el transcurso de una historia también particular. Es así como aparece en el texto griego de la Septuaginta el término exousía, «autoridad», y algunos otros pertenecientes a la misma raíz semántica, como dýnamis, «potencia», y krátos, «fuerza».

El poder y la potencia de Dios

El discurso sobre el poder se inicia en la primera página del Génesis, donde se despliega la potencia de Dios que culmina en la creación del hombre, su exaltación más luminosa. La potencia, cuando se refiere a Dios, es un valor positivo, porque crea, libera y salva. Se manifiesta como sabiduría y como don perenne y es una fuerza ilimitada. La potencia pertenece al Creador y dice qué es el poder cuando está referido totalmente a él: la manifestación de su gloria. El hombre goza por la gloria de Dios, que se revela en el acto creador y en el don que se le hace; más aún, justamente el encuentro con la infinita potencia divina lo realiza y hace de él una criatura libre.

No obstante, el hombre traiciona el designio originario de Dios y es alejado de su condición paradisíaca: experimenta pobreza y miseria, sobre todo aquella soledad y precariedad que amenazan su existencia. Dios no ignora el fracaso, pero no abandona al hombre a su pecado. La historia que parecería frustrar la potencia divina se revela, por el contrario, como una nueva creación: comienza la historia de la salvación, en la cual la omnipotencia divina habla, paradójicamente, el lenguaje de la fragilidad y del compartir. No es una exhibición de fuerza, sino «la condición para llegar al hombre desde abajo, desde las raíces. La salvación no te llega de alguien que lo posee todo y que da algo o mucho de todo ello, avasallándote con la abundancia. Por el contrario, es la potencia de alguien que se pone a tu nivel y, partiendo de tu nivel más bajo, te levanta de nuevo, te hace diferente; de alguien que te hace partícipe de su plenitud después de haber participado en tu miseria, y que en esta comunión efectiva con una impotencia y una miseria que tú bien conoces, no imaginarias, sino sufridas día a día, te garantiza la consistencia real de esa plenitud que quiere compartir contigo»[2].

Así, la potencia de Dios se comunica al ser humano con el rostro de la misericordia y del perdón[3], que no son una compensación o un contrapeso de la potencia, sino su consecuencia más directa. Dios no tiene tentaciones de desmesura ni ambiciones que alcanzar, ni menos aún inseguridades o vacíos que llenar. Su intención no es aplastar o destruir al hombre, sino salvarlo. Y esto sucede precisamente porque él es omnipotente.

En el libro de la Sabiduría la potencia divina se funda en el amor por el hombre: «Te compadeces de todos, porque todo lo puedes y pasas por alto los pecados de los hombres para que se arrepientan. Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que hiciste; pues, si odiaras algo, no lo habrías creado» (Sab 11,23-24)[4]. Por lo tanto, la salvación se realiza gracias a un poder que reúne en sí aspectos muy diversos: la misericordia, la sabiduría y una fuerza sin límites, aun cuando habla el lenguaje de la debilidad humana y de la humillación. Muy distinta es «la potencia» del ser humano: limitada, tendiente a defenderse y, por tanto, a destruir a quien se le opone; se torna en prepotencia, en el temor de que otro poder pueda prevalecer. Sabe que puede salir perdedora de cualquier enfrentamiento y, por eso, aniquila, aplasta y no levanta de nuevo al otro.

El libro del Éxodo

El comienzo del libro del Éxodo pone de manifiesto el poder político del faraón, que oprime y explota a los israelitas (cf. Éx 1). La continuación del libro relata la vocación de Moisés en su desarrollo: desde el desinterés por sus hermanos hasta el compromiso en favor de ellos, un compromiso que, sin embargo, desemboca en la violencia. El homicidio de un egipcio lo obliga a huir a Madián, donde se produce el encuentro con Dios, que lo envía de nuevo a sus hermanos, confiriéndole una misión de salvación. El asentimiento de Moisés tiene en lo inmediato una consecuencia práctica: una tribu sometida y oprimida se convierte en pueblo; a Egipto había entrado la familia de Jacob, y de allí sale el pueblo de Israel. Las adversidades que llevan a la salida de la tierra del faraón dan origen a un grupo de personas libres. La pascua enseña que esa libertad es un don, es comunión en la escucha del Señor y en la práctica del culto (cf. Éx 12–13); y la travesía por el desierto indica la meta, que es la constitución de una comunidad de fe que no está cautivada por la grandeza y que avanza hacia la constitución de una unidad de pueblo.

Pero la adhesión a la llamada de Dios se resquebraja en las durezas del camino. De ahí las quejas y murmuraciones: «¡Quién nos diera carne para comer! ¡Cómo nos acordamos del pescado que comíamos gratis en Egipto, y de los […] puerros y cebollas y ajos!» (Núm 11,4-5). El precio de la libertad revela ser demasiado alto[5]. No obstante, también aquí la potencia misericordiosa de Dios previene y acompaña. Los cuarenta años en el desierto marcan también el camino civil del pueblo, y en ese camino se concreta la alianza. El Decálogo es el fundamento del pacto que el Señor ofrece a Israel para constituirlo como comunidad en la fe y en la fidelidad: fidelidad indefectible de parte de Dios, que significa su presencia en la Tienda del Encuentro (cf. Éx 20-24)[6]. Es el Señor el que guía a Israel, lo protege y lo salva: a él pertenecen el poder y la autoridad.

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En el libro del Éxodo todo está in nuce; está también aquella certeza que se explicitará en el Apocalipsis[7]: la idolatría no es solo infidelidad religiosa (cf. Éx 32), sino que implica también la aceptación de una esclavitud sin límites y, por tanto, la explotación, la opresión y todas las arbitrariedades del poder.

El poder político en el pueblo de Dios

En el Antiguo Testamento, el hecho de que el pueblo de Dios constituya una unidad política es un dato contingente y provisional, puesto que la relación entre Dios y el pueblo expresa, de hecho, una situación universalmente extendida en el mundo antiguo. Por tanto, lo que aquí se dice no funda ningún modelo permanente, sino que indica más bien la originalidad del pueblo de Dios en el mismo terreno donde parece colocarlo bajo un denominador común junto a los demás pueblos: en efecto, la situación de Israel se origina en una vocación, es algo que se recibe de lo alto, que se acepta y que es una experiencia de fe.

En cualquier caso, aun sin suministrar ideas o modelos para la convivencia cívica, la Biblia dice algunas cosas sobre el poder político. Ante todo, el poder no debe eliminar la paridad entre aquellos a los que unifica (véase la polémica sobre el requerimiento de un rey en 1 Sam 8,11-18). Pero la paridad se vive en la diversidad, es decir, en la variedad de vocaciones, que en el Antiguo Testamento no excluye el ejercicio del poder. El que lo ejerce está llamado a un compromiso que no se reduzca a un debate sobre los principios o a la inteligencia profética de las situaciones, sino que sea implicación y responsabilidad en la historia.

Por último, cabe señalar la diferencia de Israel con respecto a los pueblos del mundo antiguo: el poder político no está sacralizado. El Antiguo Testamento coloca al pueblo en la inmediata dependencia de Dios solamente en vista de una relación de fe, y no —como era la costumbre en el contexto histórico de la época— para divinizar y, por tanto, absolutizar el poder político. Se prepara así la total desacralización de aquel poder al que se hace referencia en la vida de Jesús[8] y que se encuentra desarrollado en términos positivos en Pablo[9] y negativamente en el Apocalipsis. En este último, en la línea del Antiguo Testamento, la sacralización del poder equivale a su demonización[10], de modo que el servicio al hombre, que constituye el significado del poder político, se convierte en manipulación del hombre a causa de las arbitrariedades de quienes lo detentan.

La autoridad: grandeza y fragilidad del poder

Otro término cercano a la realidad del poder es el de «autoridad». En griego es exousía, y no tiene equivalentes en hebreo. Proviene de éxesti, una forma verbal impersonal que indica «lo que es lícito», «lo que se puede hacer» y lo que uno tiene libertad de hacer[11]: en la práctica, poder realizar lo que se quiera. Nótese cómo ya la etimología del término indica que la autoridad se expresa en la libertad: «Libertad de los condicionamientos y libertad de condicionar; libertad de imponer a los otros mi modo de vivir; libertad por la que exijo de otros un cierto comportamiento en su trato conmigo y limito el ámbito dentro del cual él puede moverse en relación conmigo. […] La relación originaria de la autoridad con la libertad sigue estando más allá de todo abuso, es indestructible: parece el presentimiento de una condición en la que la autoridad está directamente en función de la libertad»[12].

El termino exousía se encuentra en el Nuevo Testamento en Rom 13,1: «No hay autoridad [exousía] que no provenga de Dios». Las autoridades existentes han sido establecidas por Dios. Esa autoridad, que es la facultad de cuidar de los otros, proviene de Dios. Que el ejercicio de la autoridad depende del querer de Dios es algo que ya se presupone en el Antiguo Testamento y, por tanto, quien la posea en alguna de sus formas —rey, sacerdote, profeta, escriba—, cualquiera que sea, debe actuar en nombre de Dios dando una señal visible de ese hecho en su propio gobierno.

De por sí, Pablo no quiere hacer un discurso sobre la autoridad ni sobre la legitimidad del poder, sino solo afirmar el respeto hacia quien lo detenta, justamente porque esto puede significar la intervención de Dios en la historia[13].

El hecho de que la autoridad proviene de Dios toca la raíz y el nudo que vincula el poder y la autoridad e indica la tarea de quien posee la autoridad: se trata de administrar un bien no propio y de ejercer el poder para realizar la voluntad de Dios, y no la propia. La autoridad no es un título de mérito, sino que denota más bien una dependencia, una responsabilidad, un servicio; quien la detenta no puede hacer lo que quiera con los demás ni disponer de ellos como le plazca, sino que debe dar cuenta momento a momento de su actuar.

El tratado del buen gobierno

En el Antiguo Testamento, el libro de la Sabiduría es el tratado del buen gobierno. En él se expone la tarea de quien tiene una responsabilidad sobre otros y, por tanto, la modalidad en la que se ha de ejercer el poder político. Este promueve la justicia entre los hombres, porque la «fuerza [de Dios] es el principio de la justicia» (Sab 12,16). Además, pensar lo contrario es una locura. El poder no se ejerce sin la sabiduría, que es don de Dios, de modo que la convivencia ordenada que es la vida civil no se alcanza fuera de la benevolencia de Dios, sino en la historia iniciada por Dios entre los hombres y signada por el amor fraterno[14].

El libro explica también de manera indirecta, pero radical, los peligros de quien ejerce mal la autoridad que se le ha confiado y las arbitrariedades de quien tiene el poder político: «sus ilusiones de omnipotencia, su tendencia a sentirse originariamente distinto de los demás, su fundamental ateísmo (él es dios por sí mismo y se impone como dios a los demás), la propensión a construir a su alrededor instituciones idolátricas en las que proyecta la propia imagen; […] el rechazo del humilde, del pobre, más propiamente, del “pobre porque es justo”; y, por tanto, las complicidades que rodean sus abusos, la degradación humana que difunde en torno suyo, y que, en el lenguaje de la Biblia, tiene como punto de partida y de llegada la transfiguración idolátrica operada por el poder»[15].

Además, el poder del hombre, por el hecho de ser simplemente recibido y de provenir de Dios, nunca es absoluto. Es otro signo que pone al desnudo la originaria condición de dependencia del ser humano. De ella se sigue que el absolutismo político está en conflicto con el plan de Dios y con la libertad del hombre, es un abuso de poder, una forma de ateísmo y de idolatría.

Si se lee a fondo el Antiguo Testamento se comprende que toda la Biblia está atravesada por esa visión. La palabra que el hombre escucha y acoge marca el encuentro entre lo divino y lo humano, pero comporta también una compleja legislación religiosa y política, penal y administrativa, que sirve para atemperar el ejercicio de la autoridad. La palabra dicta los mandamientos, que son los deberes de todos, pero atribuye derechos a todos, también al esclavo, al extranjero, al huérfano, a la viuda, al prisionero[16]. Toca la esfera familiar y social —relación entre esposo y esposa, entre padres e hijos, entre amos y esclavos[17]— y dedica una particular atención al ámbito político, el lugar donde más fácilmente se está tentado de traspasar los límites.

El poder político y económico

Ese peligro es bien evidente en el caso de Lamec (cf. Gén 4,23-24), de Nimrod (cf. Gén 10,9), del rey de Tiro (cf. Ez 28,1-9), de Nabucodonosor (en el libro de Judit), donde se juega la ilusión del hombre de superar la propia condición en un proceso que lo lleva a identificarse con la divinidad. Al rey de Tiro se le dirige esta profecía de Ezequiel: «Se enalteció tu corazón y dijiste: “Soy un dios y estoy sentado en el trono de los dioses en el corazón del mar”. Tú que eres hombre, y no dios, pusiste tu corazón como el corazón de Dios. Te dijiste: […] “Con tu sabiduría e inteligencia te has hecho una fortuna; acumulaste tesoros de oro y plata”. […] Acrecentaste tu fortuna; y por tu fortuna te llenaste de presunción. Por ello, así dice el Señor Dios: “Por haber puesto tu corazón como el corazón de Dios, por eso, haré venir contra ti extranjeros, los más feroces de entre los pueblos. […] Te hundirán en la fosa y perecerás» (Ez 28,2-8)[18]. Así pues, la muerte constituye el signo más elocuente de la condición humana, el signo más evidente de que el hombre no es «dios»[19].

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El proceso de identificación con la divinidad es múltiple y articulado. Como el hombre no puede divinizarse de manera convincente, intenta recurrir a un símbolo, a una estatua, a un icono que lo represente. El autor del Apocalipsis tiene frente a sus ojos al emperador romano: este, deificado después de la muerte o mientras aún está en vida, se identifica con la diosa Roma, la divinidad del imperio, que se revela a través de sucesivas epifanías: los emperadores (cf. Ap 13,1-10). Todos en Occidente y Oriente deben adorarla. En el Apocalipsis se trata de la bestia que surge del mar y que es directamente una personificación de lo demoníaco: parece casi derivada del enorme dragón (cf. Ap 12,1-18) que, a imitación del Padre, engendra al hijo, una manera de imitar burdamente lo divino. La bestia encarna el poder en cuanto tal: el poder político, militar y económico en su visibilidad y tangibilidad, pero también toda forma efectiva de abuso y de violencia que se ejerce sobre los hombres, capaz de frustrar cualquier resistencia u oposición. Es la imagen más clara de abuso de poder: la idolatría que imita lo divino distorsionándolo, y que es el producto de la divinización del hombre.

La verdad del hombre

El texto del Apocalipsis guarda una relación directa con el capítulo 3 del Génesis. Una lectura superficial ve en él la violación de un precepto alimentario y convencional (que podía existir o no). «En realidad, ese pecado es una reivindicación de poder: “Yo hago lo que quiero, soy la ley por mí mismo”; porque el conocimiento del bien y del mal, cualquiera que sea la interpretación […] que de ello se haga, proviene de la posibilidad de decidir por sí solo qué está bien y qué está mal, sin depender de nadie. En este punto se pone fuera de discusión a Dios, de quien, justamente, el hombre depende»[20]. De esa acción se deriva que la dependencia del ser humano respecto de Dios no es más que un mito, una fábula vacua, de la cual ni siquiera hay que hablar… El hombre es autónomo y se basta a sí mismo. Pues bien, cuando el hombre ha cometido ese pecado, aparentemente banal, descubre que es otro, experimenta la fragilidad y la precariedad, el malestar de la propia desnudez, la necesidad de esconderse y de huir, se condena al oscuro mal de la soledad y se ve impulsado al atropello de los demás.

Aquí se pone en evidencia un aspecto más: el tema del poder ilumina la verdad del hombre. En concreto, este no se construye momento a momento a sí mismo como individuo como no sea mediante el ejercicio del poder, un poder que puede expresarse tanto en el ámbito privado como en el público. Y esto vale también para las instituciones. La Biblia ofrece en negativo el discurso con el cual confrontarse. Al creyente le compete la tarea de reconstruirlo en positivo, no de manera teórica, sino existencial, a través de su propia experiencia personal iluminada por la fe. El Espíritu de Dios no impone decisiones puntuales ni reemplaza la libertad personal, sino que interpela la creatividad y la inteligencia humana[21]. Y se expone incluso al rechazo.

El poder del hombre espiritual

El discurso sobre la divinización del hombre y sobre la idolatría del poder toca también el ámbito religioso y espiritual. No se trata de la fabricación de un ídolo o de un icono, sino de la pretensión de disponer del absoluto, de reducir a Dios a la propia conciencia y al propio ideal de santidad. En otras palabras, es la facultad de disponer de una imagen de Dios construida según la santidad personal, es decir, sobre la base de los propios méritos espirituales.

El apóstol Pablo capta bien el problema no solo respecto de la idolatría de los paganos, sino también respecto de Israel y de la ortodoxia judía: es un hecho nuevo que emerge en el Nuevo Testamento, donde la relativización de la Ley lleva precisamente a un discurso sobre el poder. Resulta emblemática la página del capítulo 2 de la Carta a los Romanos, que es una despiadada polémica contra el fariseo consciente de observar toda la Ley y, por tanto, de ser «justo», pero donde la fidelidad a la Ley se convierte en un factor de prestigio y, al final, en vanagloria de la propia santidad.

De ese modo, la palabra que viene de Dios, recibida y observada hasta el fondo con sacrificio, se torna en algo de lo que me apodero, un privilegio del que me enorgullezco. Lo «divino» se convierte en un título de reivindicación, no solo frente a los otros, sino sobre todo frente a Dios, que, de alguna manera, es mi acreedor. La conciencia que nace de tal actitud se convierte en algo absoluto: hace que uno se conciba como superior a los demás, como si pudiese mandar o, de todos modos, juzgar. Y se trata hasta de un patrimonio que se puede transmitir a los propios descendientes. Es una presunta superioridad espiritual que, si no llega a transformarse en revancha política, tiene, no obstante, la intención y el proyecto de hacerlo. En el evangelio es el poder espiritual de los doctores, de los escribas y de los fariseos, el poder del cual deriva el rechazo del Mesías Jesús de Nazaret.

El «poder» en la Biblia

Volvemos a la pregunta inicial: ¿qué es, entonces, el «poder» en la tradición bíblica? El poder es la facultad de disponer de otros con una autoridad que viene de Dios y cuyo sentido es el servicio a los hombres; esa autoridad se expresa con el derecho. No es casual que el Antiguo Testamento dé mucha importancia a la legislación, que abarca todos los aspectos de la existencia. Dicha característica parece perderse en el Nuevo Testamento. La polémica de Pablo contra la Ley, tanto en la Carta a los Romanos como en la dirigida a los Gálatas, tiene que ver con toda ley y con cualquier expresión jurídica que regule la vida espiritual y civil[22]. Más aún: paradójicamente, la Ley mosaica, querida por Dios para la salvación, puede convertirse en un instrumento de pecado y de muerte por aquella dinámica que Pablo identifica en Rom 7, que, por el propio egoísmo, cae en la explotación hasta del bien suscitado por el Espíritu de Dios.

Por tanto, el poder debe orientarse a promover la unión entre los miembros de la sociedad, a dar una figura coherente a la colaboración entre los hombres, a obrar por el bien de todos, con una atención privilegiada a los pobres, a los excluidos, a los últimos; sirve para liberar la capacidad de crecimiento ínsita en toda persona, para promover la conciencia y la libertad de los sujetos, que se desarrollan en las relaciones interpersonales y se realizan en aquella empresa común que es la vida[23]. En tal sentido, el poder no es solo signo de unidad, sino también su motivación subyacente.

Desde este punto de vista, el derecho, después de haber desaparecido del Nuevo Testamento, emerge de nuevo en la vida de la Iglesia. El mismo apóstol Pablo, el teólogo de la salvación por la fe y no por la observancia de la Ley, cuando está preocupado por la vida de la comunidad, se presenta de pronto dando consejos y respuestas normativas a los problemas que le son planteados. En efecto, en cualquier sociedad, la salvaguarda del orden y el establecimiento de la paz requieren una autoridad y, por tanto, el ejercicio del poder, que se configura también como norma.

Hay que recordar que dentro de la comunidad se da también una riqueza carismática. Cuando Pablo, al escribir a los corintios, habla del don de los carismas, es decir, de aquella luz y gracia propios del Espíritu de Dios, afirma enérgicamente que ellos deben dirigirse al bien de la comunidad, y no al capricho. Además, es irrenunciable que se confronten con la autoridad de la Iglesia (cf. 1 Cor 12,1-31; 14,1-40). El carisma que prescinde de la autoridad es destructivo e insensato, del mismo modo que, por el otro lado, la autoridad que desautoriza al carisma pierde su verdadero significado y se vuelve profana. De ello se sigue que las propuestas de política eclesiástica, si son pura administración y simple gobierno, pueden destruir la identidad propia de la Iglesia, que es «misterio». Ellas no pueden reducirse a un simple juego de fuerzas o a mayorías numéricas, porque la comunión en la Iglesia no tiene como objetivo estar bien juntos, sino la construcción de la unidad del pueblo de Dios en el Señor Jesús (cf. Jn 17,11.21-23; Mt 18,20).

  1. Cf. A. Spadaro, Il nuovo mondo di Francesco. Come il Vaticano sta cambiando la politica globale, Venecia, Marsilio, 2018; P. Prodi, Il sacramento del potere. Il giuramento politico nella storia costituzionale dell’Occidente, Bolonia, il Mulino, 2017; L. Bianchi (ed.), La vita dei cristiani e il potere civile. Questioni storiche e prospettive attuali in Oriente e Occidente, Padua, San Leopoldo, 2015; VV. AA., Il potere, Brescia, Morcelliana, 2014; C. Versaci, Il delirio dell’onnipotenza. La critica al potere e alla sua storia in Is 14,4b-20. Esegesi e intertestualità della pericope, Bolonia, EDB, 2014; M. Cacciari, Il potere che frena, Milán, Adelphi, 2013; P. Prodi, Cristianesimo e potere, Bolonia, Il Mulino, 2012; S. Corradino, Il potere nella Bibbia, Roma, ACLI, 1977; íd., Il potere nella Bibbia. L’ autorità come servizio, ed. F. Fabrizi, Villa Verucchio, Pazzini, 2011; P. Arciprete, Apocalittica e violenza politica nelle tre grandi religioni abramitiche, Trapani, il Pozzo di Giacobbe, 2011. Véanse también P. Brown, Power and Persuasion in Late Antiquity: Towards a Christian Empire, Madison, University of Wisonsin Press, 1992; P. Prodi y L. Sartori (eds.), Cristianesimo e potere. Atti del seminario tenuto a Trento il 21-22 giugno 1985, Bolonia, EDB, 1986.
  2. S. Corradino, Il potere nella Bibbia, op. cit., p. 4; ed. F. Fabrizi, p. 13.
  3. Cf. la oración colecta del domingo XXVI del tiempo ordinario: «Oh Dios, que manifiestas tu poder sobre todo con el perdón y la misericordia, aumenta en nosotros tu gracia…». Esta oración aparece ya en el siglo VII entre los textos eucológicos del Sacramentarium gelasianum, uno de los más antiguos misales para la celebración de la eucaristía.
  4. Cf. también Sab 11,24-26 y, más adelante, 12,2.16-19.
  5. Resultan significativas las añoranzas y las murmuraciones del pueblo en su huida: «¿No te lo decíamos en Egipto: “Déjanos en paz y serviremos a los egipcios, pues más nos vale servir a los egipcios que morir en el desierto?”» (Éx 14,12; cf. 16,2-8).
  6. Cf. Éx 25-40: nótese que la importancia de la Tienda del Encuentro o tabernáculo está dada también por la amplitud del texto, el más largo del libro del Éxodo.
  7. Cf. Ap 13; S. Corradino, L’Apocalisse, Palermo, Pietro Vittorietti, 2014, p. 106.
  8. Véase el pasaje del impuesto que se ha de pagar al César: Mt 22,15-22.
  9. El poder político está en función del bien común (Rom 13,1-7; 1 Tit 2,1-12 y 3,1), y Pablo lo afirma cuando ya habían comenzado las persecuciones; cf. también 1 Pe 2,13-15.
  10. Cf. en particular Ap 13.
  11. G. Segalla, «Exousia nel Nuovo Testamento. Il potere fra autorità di servizio ed autorità di dominio», en P. Prodi y L. Sartori (eds.), Cristianesimo e potere…, op. cit., p. 38.
  12. S. Corradino, Il potere nella Bibbia, op. cit., p. 9; ed. F. Fabrizi, p. 21s.
  13. Cf. M. Pesce, «Marginalità e sottomissione. La concezione escatológica del potere politico in Paolo», en P. Prodi y L. Sartori (eds.), Cristianesimo e potere…, op. cit., pp. 44-49 y p. 63.
  14. Cf. Sab 12,19: «Solo el poder irrigado por el amor es un poder verdaderamente humano»: así interpreta A. Bonora, «Il potere “politico” nell’Antico Testamento», en P. Prodi y L. Sartori (eds.), Cristianesimo e potere…, op. cit., p. 36.
  15. S. Corradino, Il potere nella Bibbia, op. cit., p. 10; ed. F. Fabrizi, p. 22.
  16. Cf. Éx 20-23,9; Dt 5,1-21; 21,10-14.
  17. Cf. Lev 11-15; 18-20; 25,35-55.
  18. «Lo original del poema es cantar al rey de Tiro como el hombre primordial que, colocado en el jardín de los dioses, peca y es expulsado»: L. Alonso Schökel y J. L. Sicre Díaz, Los profetas II, Madrid, Cristiandad, 1980, pp. 784-787.
  19. También en el libro del Éxodo el faraón no es una divinidad como el Señor Dios, justamente porque muere barrido por el Mar Rojo (Éx 14,26-28).
  20. S. Corradino, Il potere nella Bibbia, op. cit., p. 12; ed. F. Fabrizi, p. 29.
  21. Téngase presente que el cristiano que conduce una comunidad y ejerce el poder no tiene de por sí una tarea diferente de la de un no cristiano que tiene poder. Puede ejercerlo bien, pero también puede hacerlo mal. No obstante, si el cristiano que está en el poder perpetra los mismos abusos y los mismos atropellos que los otros, termina siendo peor que ellos, porque ese comportamiento constituye una traición de una vocación privilegiada.
  22. S. Corradino, Il potere nella Bibbia, op. cit., p. 27; ed. F. Fabrizi, p. 61.
  23. Cf. L. Sartori, «Puntualizzazioni per un quadro di sintesi», en P. Prodi y L. Sartori (eds.), Cristianesimo e potere…, op. cit., p. 18.
Giancarlo Pani
Es un jesuita italiano. Entre 1979 y 2013 fue profesor de Historia del Cristianismo de la Facultad de Letras y Filosofía de la Universidad de La Sapienza, Roma. Obtuvo su láurea en 1971 en letras modernas, y luego se especializó en la Hochschule Sankt Georgen di Ffm con una tesis sobre el comentario a la Epístola a los Romanos de Martín Lutero. Entre 2015 y 2020 fue subdirector de La Civiltà Cattolica y ahora es escritor emérito.

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