Espiritualidad

Ejercicio zen y meditación cristiana

© Sander Sammy / unsplash

A diferencia del islam, el budismo se presenta a la atención pública con más tiento. No obstante, en una época caracterizada por el activismo y por una agitación febril, ofrece un camino alternativo a quienes están buscando desde un punto de vista religioso, tanto más cuanto en varios estratos de la vida pública la invitación al silencio y a la meditación ha dejado ya de asociarse con la Iglesia cristiana. En las iglesias aún se ofrecen todavía múltiples oportunidades de reflexión en las que no raras veces se introducen también impulsos de procedencia asiática. En tal sentido, más allá de la simple atracción por prácticas asiáticas, se utilizan también algunos de sus elementos específicos.

El zen y Occidente

Nuestra intención en estas páginas es encarar lo que se propone con la meditación budista. En particular, queremos hablar de los ejercicios del zen en el modo en que lo practican los no budistas y, sobre todo, cristianos. Un motivo que nos induce a hablar de él es que la forma religiosa de la meditación asiática ha llegado a Occidente a través del zen japonés, mientras que el yoga ha hallado un espacio más amplio en el ambiente secular como entrenamiento psicosomático. Además, el uso del término «zen», que se ha puesto de moda, se extiende a propuestas múltiples, algo que se debe, en parte, a «maestros» que se autodefinen como tales y que se autorizan[1]. Por otra parte, hoy no puede tolerarse más la superficialidad con la que en siglos anteriores a veces se expresaron juicios acerca de lo que es o no herético, tanto más cuanto es preciso distinguir claramente entre teoría y praxis.

Ahora bien, en todas las culturas, junto al conocimiento racional —que puede expresarse de manera discursiva— también hay formas de conocimiento en las que los hombres se comunican entre ellos sin utilizar las palabras[2]. Tomás de Aquino habla de cognitio per connaturalitatem[3], entendiendo por tal un conocimiento fundado en una igualdad o afinidad espiritual, una «connaturalidad». John Henry Newman eligió para sí como lema cardenalicio Cor ad cor loquitur —«el corazón habla al corazón».

En años anteriores se leyó mucho el libro del jesuita Peter Lippert, Von Seele zu Seele («De alma a alma»), publicado por primera vez en 1924. En japonés está bastante extendida la expresión ishindenshin —«de ánimo a ánimo»—, que deriva del budismo zen y expresa la comunicación y la transmisión directa de un estado de ánimo. En todos estos casos se trata de un conocimiento que no se comunica por la vía discursiva y que debe tenerse en consideración también en la práctica de la meditación.

El ejercicio zen

El ejercicio zen se desarrolla en silencio, estando sentado de manera compuesta —zazen[4]—.El que practica el ejercicio se sienta sobre un cojín en posición erguida y, según las escuelas, con el rostro hacia la pared, o bien, en el gimnasio, frente a los otros ejercitantes, con los ojos abiertos o cerrados, las piernas cruzadas con repliegue simple o doble hacia delante, de modo que, en perfecta forma de loto, el pie derecho se apoye sobre la pierna izquierda y, viceversa, el pie izquierdo lo haga sobre la pierna derecha, con las manos juntas. En cuanto al tiempo, el ejercicio dura normalmente veinte minutos. Sigue después un ejercicio de meditación caminada (kinhin) y, después, una breve pausa da inicio a la sucesiva meditación sentada. El ejercicio se funda esencialmente en una actitud de quietud.

A la quietud exterior corresponde la interior. Esta se alcanza al comienzo contando el número de las respiraciones, inspirando y espirando, de modo que, con el paso del tiempo, se llega a establecer una respiración tranquila y, más precisamente, diafragmática. El objetivo de este adiestramiento es alcanzar un estado en que el ejercitante quede libre de imaginaciones y pensamientos.

Desde muchas partes se recurre a los llamados kōan[5], narraciones enigmáticas o simples palabras a las que debe dedicarse el que practica el ejercicio hasta que la pequeña historia o la palabra, por su evidente absurdidad, no encuentran una solución. El célebre dicho del maestro Hakuin: ejemplos clásicos de tales frases y palabras son «escucha el sonido de una mano», o bien mu —«nada», «no»[6]—. El mu, utilizado a menudo, no es una invitación a no pensar en nada, sino una espada que corta todos los pensamientos y vacía y libera al ejercitante[7].

Durante todo el tiempo en que dura el ejercicio, el maestro presta su ayuda al ejercitante. En efecto, el que practica el zen y tiene intención de alcanzar el objetivo, es decir, la iluminación, se pone bajo la guía de un maestro. Este imparte una enseñanza —teisho— en el gimnasio, por lo general una vez al día. Pero aún más importante es el encuentro con el maestro —dokusan—. Este no consiste necesariamente en un coloquio: a menudo es suficiente una mirada del maestro, que hace comprender al ejercitante que no ha alcanzado nada y puede despedirse de él para sumergirse nuevamente en el ejercicio.

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Otras veces hay breves indicaciones y, en el mejor de los casos, también la constatación de que en el ejercitante ha surgido algo nuevo, se ha abierto una brecha, se ha realizado una parte de la iluminación, o hasta la gran iluminación. Pero está la regla de que, una vez que ha llegado, nadie puede ir más allá. La iluminación necesita ser reconocida. Y esto vale aún más para adquirir el título y el reconocimiento de maestro.

Zen y ejercicios espirituales

Ahora el zen se practica en todo el mundo. Desde hace tiempo se ha dado una respuesta a la pregunta de si solo un budista puede y debe practicar el zen: su práctica está permitida en general a todos.

Para nosotros puede ser de ayuda una confrontación con los ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola (1491-1556)[8]. También aquí se utiliza la palabra «ejercicios». Un estudio más profundo de los ejercicios muestra, además, que es posible establecer paralelismos estructurales entre el ejercicio del zen y los ejercicios ignacianos. Estos últimos tienen que ver con la práctica espiritual que consiste en indicar un camino. Para Ignacio, que vivió a comienzos de la época moderna, los ejercicios constituían un camino para llevar a la persona a un conocimiento existencial de su relación con Dios[9]. Por eso dio indicaciones precisas acerca de los lugares y tiempos de los ejercicios, sobre la actitud del cuerpo y la disposición de ánimo, y también acerca de los diferentes pasos que había que dar durante el curso de los ejercicios. Además describió, ampliamente, la tarea de quien los guía y el modo en que este debe comportarse frente a cada ejercitante.

Ahora bien, muchos de estos detalles se habían olvidado desde hacía tiempo. Durante mucho tiempo los ejercicios fueron reducidos a temas de conferencias. Entretanto, han cambiado algunas cosas, y no precisamente gracias a impulsos de origen asiático. En muchos cursos se han insertado elementos psicosomáticos. El grupo de los participantes se ha ampliado y abierto. Los ejercicios han vuelto a ser una guía que indica el sendero a quienes están buscando y se encuentran en camino.

Quién hace zen en Occidente

Los que participan en los ejercicios zen o en lo que se propone en Europa con ese nombre u otros similares son, en general, personas que provienen del ámbito cultural «occidental». Pueden ser cristianos insertos en su credo religioso de forma más o menos profunda: cristianos convencidos que siguen estando ligados a una comunidad cristiana o que pertenecen a una comunidad solo nominalmente, o también personas que han abandonado la Iglesia por diversos motivos. Hay, además, un número creciente de personas no bautizadas que están en busca desde el punto de vista religioso y que, por eso, ponen su confianza en ejercicios asiáticos, como el zen.

Según la proveniencia de cada uno, la reacción a tales ejercicios es diferente. Hay cristianos creyentes que en el ejercicio descubren algo que no habían encontrado nunca en su ambiente y cuya falta habían sentido, por lo que perciben el encuentro con una propuesta proveniente de tierras extranjeras como una profundización de su fe. Sacerdotes y religiosos han dado testimonio de experiencias de ese tipo[10]. Hay personas que, proviniendo, por así decirlo, «de fuera», encuentran un camino hacia el cristianismo a través de la apertura interior inducida por los ejercicios. Y, viceversa, hay otros que han vivido el cristianismo como algo represivo y restrictivo, pero experimentaron de forma liberadora el ejercicio de un zen exento de dogmas y de leyes. Independientemente de estos grupos, hay personas occidentales que se han alejado del cristianismo, que creen haber alcanzado el objetivo de su vida a través del budismo y se adhieren a las «tres joyas»: el buddha —el fundador—, el dharma —la enseñanza— y el sangha —la comunidad.

Frente a los diversos valores ínsitos en estas experiencias es del todo inapropiado rechazar simplemente el ejercicio zen, considerarlo peligroso y advertir siempre en su contra. No toda medicina beneficia y ayuda a todos. Pero esto no significa que lo que no es bueno para alguien no pueda constituir una ayuda válida para otras personas. Para comprenderlo es importante consultar al médico y al farmacéutico o, en todo caso, a alguien que sea experto en la materia.

Jesús, el «Camino», y el camino del zen

Desde un punto de vista cristiano, en una época en la que el pluralismo se extiende cada vez más, estamos llamados a hacer una elección personal. Por eso, examinando todos los caminos que nos son accesibles, podemos llegar a compartir lo que Karl Rahner consideraba el término de toda su investigación, es decir, que el camino que nos fue indicado por Jesucristo es aquel que, según nuestra convicción, nos conduce a alcanzar el objetivo de nuestra existencia.

Podemos estar también convencidos de que ningún otro fundador de religiones puede estar a la altura de Jesús de Nazaret. Podemos pensar que otros caminos no conducen a la meta o, por lo menos, no conducen tan lejos como Jesús en cuanto camino y, también, que hay caminos equivocados. Pero esta sigue siendo nuestra convicción subjetiva, aunque estemos en condiciones de fundarla. El juicio último podemos dejarlo con confianza a la instancia superior, es decir, a la libre decisión de Dios. En el fondo, también el destino de los otros tenemos que remitirlo al juicio de Dios.

Con estas premisas, preguntémonos cuáles son los criterios que hemos de adoptar en el discernimiento de los espíritus. También los primeros discípulos de Jesús llamaban «maestro» a quien les enseñaba. Intentemos trasladarnos, pues, al momento en que ellos plantearon a este las preguntas decisivas.

En los discursos de despedida de Jesús, poco antes de su muerte, encontramos dos preguntas de parte del grupo de los discípulos que pueden sugerirnos una primera respuesta a la cuestión del criterio de discernimiento cristiano fundamental. Tomás dice: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?». Y Jesús le responde: «Yo soy el camino y la verdad y la vida» (Jn 14,5-6). Inmediatamente después, Felipe dice: «Señor, muéstranos al Padre». Y recibe de Jesús la respuesta: «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,8-9).

Las dos respuestas se funden en una: Jesús en su persona es el camino en el que encontramos la realidad última, a Dios, y Dios se nos hace visible. El modo en que Jesús conduce su vida humana indica concretamente el camino que nos lleva a Dios o a la vida más íntima de Dios. El Padre y el Hijo, aun permaneciendo distintos, son una sola cosa y encuentran su unidad en el mismo Espíritu del Padre y del Hijo, que se nos comunica. Los discursos de Jesús sobre el camino que lo conduce a la muerte son «mistagogía», es decir, que quien ve y comprende verdaderamente a Jesús es introducido por él en el misterio de Dios. En este sentido, para todos los que buscan a Dios él sigue siendo un punto de enlace válido en su camino de búsqueda.

La regla: el doble mandamiento del amor

Si frente a las afirmaciones que Jesús hace sobre sí mismo nos preguntamos más concretamente cómo podemos ponernos en relación con él, encontramos el doble mandamiento del amor: «El primero es: “Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”. El segundo es este: “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. No hay mandamiento mayor que estos» (Mc 12,29-31 par). Mateo, con la mirada dirigida de forma aún más expresa hacia el judaísmo, resume así: «En estos dos mandamientos se sostienen toda la Ley y los Profetas» (Mt 22,40).

Efectivamente, con este doble mandamiento, Jesús en cuanto judío se coloca en su tradición religiosa: cree en un solo Dios que se comunica con palabras y acciones y que invita a los hombres a ponerse en una relación dialógica con él y con los demás, en cuanto estos últimos son imagen suya. El «Escucha, Israel» constituye desde la perspectiva religiosa un hito en la historia de la humanidad: resuena como un eco en las religiones de la humanidad.

El amor, además, es la expresión más eficaz de ese comportamiento abierto que el hombre debería tener frente a la realidad que lo circunda y a la creación entera con todos sus habitantes. No hay para el mundo humano imagen más convincente que la que nos presenta el gran cuadro del juicio universal en el Evangelio de Mateo (Mt 25,31-46). Después de haber enumerado las obras concretas del amor, se dice que lo que se ha hecho de positivo se lo ha hecho al Hijo del hombre y, viceversa, que lo que se omitido hacer, se lo ha dejado de hacer al Hijo del hombre (Mt 25,40.45). Jesús mismo es el Hijo del hombre. En sus acciones y en su sufrimiento él constituye el canal de mediación en el que se muestra efectivamente qué significa ser hombres. Cuando se actúa como él, pero también cuando se percibe en el otro una invitación a actuar, uno se encuentra en el camino del seguimiento de Jesús.

La magnitud del compromiso que Jesús asume para que el hombre llegue a realizarse verdaderamente en el encuentro con la gracia de Dios lo muestra el hecho de que el evangelio de Juan, a diferencia de los sinópticos, no habla de la última cena, sino del lavatorio de los pies que Jesús realiza a los discípulos. El evangelista lo describe como un maestro que se pone al servicio de los otros: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis “el Maestro” y “el Señor”, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis» (Jn 13,12-15). O bien, dicho en la forma más radical, del evangelio de Marcos: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida a cambio por muchos» (Mc 10,45).

«Amor» y «servicio» son dos palabras que en estos últimos tiempos se colocan cada vez más en el centro de lo que se entiende por cristianismo y lo reducen a un común denominador simple y fácilmente comprensible. No se trata de palabras, sino de poner en práctica las palabras. En cierto sentido, el silencio viene antes de las palabras.

La «kénosis» de Dios

El amor servicial y olvidado de sí se asocia hoy en día a otra palabra, que inspira a su modo el diálogo budista cristiano, pero que, tal vez, ha creado también un nuevo espacio para dicho diálogo: nos referimos al término paulino, que indica el despojamiento divino en la encarnación de Jesús: kénosis. En Flp 2,5-8, en un texto en el que se exhorta a seguir a Cristo, dice Pablo: «Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús. El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz».

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Pablo afirma que Cristo heautón ekénōsen, «se hizo vacío», «se vació»[11]. El término «vacío» no puede captarse de forma suficiente en su sentido literal. Los maestros japoneses del zen y también el filósofo Keiji Nishitani han reconocido la cercanía de esa palabra con uno de los conceptos fundamentales de la espiritualidad y del pensamiento budistas, y en sus reflexiones volvieron continuamente a él: śūnyatā, «el vacío»[12].

El término en cuanto tal no pertenece propiamente al zen, sino que proviene del erudito y místico indio Nāgārjuna, del siglo II d. C., al que se debe sobre todo la formulación del gran patrimonio de los contenidos del budismo. La expresión, que tiene también un significado filosófico, está entre las que se utilizan principalmente para indicar una práctica espiritual. En el budismo zen se trata sustancialmente de un proceso de «vaciamiento del vacío», una operación de desprendimiento radical de aquello a lo que tampoco hay que aferrarse y que se denomina «vacío». El vacío no es una situación que pueda ser objeto de reflexión, sino un proceso que recuerda al conocedor el lenguaje de la mística cristiana: desde los clásicos españoles Juan de la Cruz o Teresa de Ávila hasta los místicos renanos, como el Maestro Eckhart.

«Mi “kōan” es Jesucristo»

El religioso palotino Johannes Kopp (1927-2016) tituló con esta frase el cuarto capítulo de su libro Schneeflocken fallen in die SonneCaen copos de nieve en el sol[13]—. Su maestro zen, Roshi Kōun Yamada, hizo de Jesucristo su kōan y afirmó: «Debes realizar a Jesucristo». Kopp explica el significado de esta expresión haciendo referencia a dos modos de entender la fe: «creer en —hacia— Cristo y creer estando/siendo en —dentro de— Cristo».

«Creer en Cristo es acercarse desde fuera y, finalmente, llamar a la puerta… Es creer a Dios, que está frente a nosotros, en representaciones y conceptos, sobre la base de la revelación y de testimonios que invitan y exhortan a hacer propias esas verdades, a interiorizarlas. […] El que se adentra en esta intensidad de interioridad, de trascendencia de la polaridad, es también capaz de comprender de manera nueva las radicales exigencias del evangelio, ve la promesa que se cumple realizando una tarea inicialmente incomprensible. Conoce la dureza y las crisis del camino de acercamiento, que, después, en algún momento indisponible, se convierte en ser en. Y aquí se encuentra en el campo de lo inefable. Aquí el kōan alcanza el cumplimiento de su propio sentido. Después de haber experimentado en un kōan el estar/ser en, obtuve también una comprensión nueva del estar/ser en Cristo, el fin y el sentido de la revelación del Nuevo Testamento. La chispa salta, el relámpago destella. Se torna en EN»[14].

A diferencia de lo que sucede en el kōan, que agota su sentido cuando llega a su realización, el paso de «ceer en Cristo» a «creer estando/siendo en Cristo» no representa el fin, sino el comienzo de un proceso que no termina y que conduce a una profundidad cada vez mayor. Para quien conoce la Biblia, hablar de «estar/ser en» recuerda desde muchos puntos de vista el lenguaje joánico y paulino. En efecto, conocemos expresiones como «el Padre en el Hijo» y «el Hijo en el Padre», «Cristo en mí», y «yo en Cristo», «Él en nosotros» y «nosotros en él»: es un lenguaje que nos inserta en el misterio de la vida más íntima de Dios y nos hace penetrar en ella.

Lo que en el zen se «realiza» —en el doble significado del verbo inglés to realize («realizar» y «comprender»)— sobre la base de una fórmula bíblica teórica se torna en experiencia y en hecho realizado. Con cierto asombro se suscita la pregunta: ¿cómo puede llegar un maestro budista a exhortar a un discípulo cristiano diciéndole: «Debes realizar a Jesucristo»?

Efectivamente, se constata aquí que el ejercicio zen no aleja al ejercitante de Cristo, sino que le hace encontrar el camino para estar/ser en él. Y no extraña tampoco que la celebración de la eucaristía se vincule estrechamente con el ejercicio. Para el jesuita Hugo Enomiya-Lassalle, la celebración de la eucaristía constituía parte esencial del sesshin, del tiempo dedicado al ejercicio, del «tiempo que toca el corazón». Es necesario tener presente esta experiencia positiva.

La tentación

Si se quiere conseguir el «discernimiento de los espíritus» hay que hablar también de los peligros. Al comienzo de la vida pública de Jesús encontramos el relato de sus tentaciones en el desierto (cf. Mt 4,1-11 par). Del mismo modo, también en el desarrollo del ejercicio zen hay que hablar de situaciones de crisis que no pueden saltarse. Se habla de makyō, el mundo de los espíritus: fenómenos, alucinaciones o cosas semejantes que el ejercitante puede vencer solo si no se interna en ellas[15]. Fácilmente se puede comprender cómo puede llegarse a situaciones de este tipo si se tiene presente que el ejercicio zen consiste en un desprendimiento radical en el cual el ejercitante, al final, llega a estar vacío de todo, incluso de sus propios pensamientos[16]. Cuando se llega a la quietud total y «no hay ya pensamiento alguno», se abre la posibilidad de que todo lo que había sido reprimido en el subconsciente y en el inconsciente emerja de nuevo a la consciencia e intente encontrar lugar en el hecho mismo de sentirse vacío.

En ascética se ha sostenido siempre que la tentación no es todavía pecado, sino una situación en la que es preciso tomar una decisión. Y esto vale también en el ejercicio zen. El mejor consejo que dan los expertos es el de no abandonarse a las «apariencias», a las «sugestiones», a las «imágenes». Solo quien evita entrar en estas cosas llega a la meta de la iluminación.

En la historia de la espiritualidad cristiana es conocida la figura de Antonio en el desierto. El cerdito que la iconografía coloca a su lado recuerda sus tentaciones, eficazmente representadas en muchas pinturas, tal vez de la forma más dramática en el políptico del retablo de Isenheim, obra de Matthias Grünewald.

A su manera, también la experiencia del makyō, del «mundo demoníaco», exige el intercambio con otros expertos y, al final, con el maestro. Y aquí comienza también el discernimiento cristiano: discernir si uno se ha introducido con Cristo en cuanto maestro en el ignoto ejercicio y ha hecho la experiencia de haberse «revestido» de Cristo, o bien si, por el contrario, no ha conocido a Cristo ni está caminando hacia él. La situación que se crea con la tentación deja sustancialmente abiertas las dos posibilidades: puede dar la prueba de que el ejercitante se mueve por el camino del seguimiento de Jesús y alcanza por él profundidades aún mayores con la ayuda del ejercicio, o bien la prueba de que, en realidad, se está alejando de él.

La palabra después del silencio

Para el proceso de discernimiento no es menos significativo lo que sucede después del ejercicio y que, al mismo tiempo constituye su fruto. La pregunta aquí es: qué impulsa hacia la palabra después del silencio e «induce a hablar», y qué hace quien ha llegado hasta este punto.

«De lo que rebosa el corazón habla la boca» (Mt 12,34): ver si y cómo Jesús llega a hablar en un creyente constituye un criterio fundamental de la identidad cristiana. Hoy vivimos en un tiempo en el que los anclajes de nuestro ambiente habitual se rompen y las fórmulas dogmáticas no debidamente absorbidas se desprecian como cadenas. Pero si alguien no está anclado a la fe cristiana de manera existencial —y eso significa también conscientemente— ¿cómo puede emerger del ejercicio de la meditación de tal forma que aún esté más sólidamente anclado a esa fe? Muchos tienen cerrado el acceso a los misterios centrales de la fe cristiana. Se encuentran desvalidos aunque digan «Dios», y más aún si eso significa «Dios trinitario» o «Dios en tres personas», y también Jesús «verdadero Dios y verdadero hombre». También el creyente teme a menudo expresarse de manera errónea y ser condenado por ello. En otras palabras, a menudo tampoco los creyentes están en condiciones de decir qué creen en realidad. En líneas generales, hoy nos sentimos limitados e impedidos en cuanto al lenguaje. En el plano religioso se oye decir cada vez más: «No saben lo que creen»[17].

La falta de formación filosófica y psicológica previa lleva a algunos maestros cristianos de meditación a encontrarse con sus propios límites. No es de extrañar que para ellos hablar de Dios se disuelva en lo impersonal, y que Jesús hecho hombre no interese más desde el punto de vista histórico y se convierta en un principio cósmico, del tipo que sea. La dureza de la cruz se convierte aquí en una barrera nada fácil de superar. Y esto lo demuestran, por una parte, el hecho de que para los no cristianos la confrontación con el Crucificado constituye a menudo una experiencia chocante y, por la otra, el hecho de que, en una época llamada «poscristiana», incluso los que todavía son cristianos o los que han dejado de serlo se esfuercen para hacer que el símbolo de la cruz desaparezca de la vida pública y que para muchos jóvenes se convierta en un simple objeto de culto que no guarda relación con nada. Quien quiera ser verdaderamente cristiano debe tomar posición frente a la cruz[18].

No obstante, en el ámbito del lenguaje religioso vale siempre el criterio de la acción realizada en silencio. En el juicio universal del que habla Jesús (cf. Mt 25,31-46), lo que cuenta es la entrega desinteresada, el compromiso amoroso con el prójimo. Para los ejercicios espirituales se sigue de allí que cuando el lenguaje desaparece y, después de los ejercicios, se sigue llevando la propia vida en una autosuficiencia cerrada y, tal vez, incluso en una autocomplacencia elitista, desde el punto de vista cristiano no puede hablarse de una vida iluminada, vivida en el espíritu. En el diálogo budista-cristiano, la auténtica iluminación no puede comprenderse de manera unilateral como un conocimiento y una comprensión profundas. Antes bien, la iluminación invita a interesarse, con dedicación compasiva, por el mundo no iluminado.

Como relata la Escritura, después de los momentos vividos con Jesús en el Tabor, los discípulos no vieron a nadie junto a ellos fuera de Jesús (cf. Mc 9,8 par). Desde un punto de vista cristiano, para un discernimiento de los espíritus es decisivo el interés que Jesús suscita en la vida de una persona. Para los discípulos de la primera hora eso significó caminar con él por los caminos de Palestina en dirección hacia Jerusalén.

  1. El autor fue introducido en su momento en la meditación oriental del zen en Japón por los maestros jesuitas Hugo Makibi Enomiya-Lassalle (1898-1990), en el plano de la práctica, y Heinrich Dumoulin (1905-1995), con sus amplias investigaciones históricas. Lassalle lo introdujo en el ejercicio y lo llevó consigo a la sesshin, una semana de ejercicios en el templo de su maestro Harada. El autor ha podido conocer también al posterior maestro de Lassalle, Roshi Kōun Yamada (1907-1989). A propósito de Lassalle véase H. Enomiya-Lassalle, Zen Weg zur Erleuchtung, Viena, Herder, 1960 [trad. cast., Zen, un camino hacia la propia identidad, Bilbao, Mensajero, 2007]; íd., Zen-Buddhismus, Colonia, Bachern, 1966; íd., Zen-Meditation für Christen, Weilheim, Otto Wilhelm Barth, 1969 [trad. cast., El zen, Bilbao, Mensajero, 41998]. Hay, además, publicaciones posteriores de carácter reelaborado, entre las que cabe citar las de Roland Ropers. A propósito de Dumoulin véase H. Dumoulin, Geschichte des Zen-Buddhismus, Berna, A. Franke, vol. I: 1985; vol. II: 1986; íd., Zen im 20. Jahrhundert, Múnich, Kösel, 1990; íd., Spiritualität des Buddhismus, Maguncia, Grünewald, 1995. Sobre la confrontación entre cristianismo y budismo véase íd., Östliche Meditation und Christliche Mystik, Friburgo de Brisgovia, Karl Alber, 1966; íd., Begegnung mit dem Buddhismus. Eine Einführung, Friburgo de Brisgovia, Herder, 1978 [trad. it., Buddhismo, Brescia, Queriniana, 1981]; también la traducción de la colección de kōan titulada Mumonkan. Die Schranke ohne Tor, Maguncia, Grünewald, 1975. De Kōun Yamada recordamos la obra Die torlose Schranke. Mumonkan. Zen-Meister Mumons Koan-Sammlung, Múnich, Kösel, 1989.

  2. Sobre lo que sigue véase H. Waldenfels, An der Grenze des Denkbaren. Meditation – Ost und West, Múnich, Kösel, 1988, pp. 148-176, en particular las pp. 150-152.

  3. Cf. Tomás de Aquino, STh I, q. 1, a. 6, ad 3; I-II, q. 23, a. 4c; q. 58, a. 5c; II-II, q. 45, a. 2c; q. 60, a. 1, ad 1 y 2 y s.

  4. El ejercicio fue descrito varias veces en sus detalles. Puede aconsejarse todavía P. Kapleau, Die drei Pfeiler des Zen. Lehre – Übung – Erleuchtung, Weilheim, O. W. Barth, 1972 [trad. cast., Los tres pilares del zen. Enseñanza, práctica, iluminación, Móstoles, Gaia, 2006]. Para lo que sigue véase una breve presentación en H. Waldenfels, Faszination des Buddhismus. Zum christlich-buddhistischen Dialog, Maguncia, Grünewald, 1982, pp. 116-118.

  5. Un kōan es, literalmente, la transcripción de un «caso público» ocurrido en el pasado. Hay sobre todo dos colecciones importantes de kōan: el Mumonkan (japonés; en castellano: Z. Shibayama, La barrera sin puerta: comentarios zen al Mumonkan, Barcelona, La liebre de marzo, 2005; véanse los escritos de Heinrich Dumoulin, Kōun Yamada, Philip Kapleau y Zenkei Shibayama citados en las notas 1, 4 y 7) y la traducción alemana de W. Gundert, Bi-yän-lu. Meister Yüan-wu’s Niederschrift von der Smaragdenen Felswand, Múnich, Carl Hanser, vols. I-III, 1964-1973.

  6. Elegimos la triple traducción porque mu no significa «nada» en sentido espacial o metafísico, sino que recuerda el sentido de «no» o también de un «no» de recisión, como la espada de la que se habla en el comentario: no hacer, no decir, etc.

  7. Mu constituye el punto central del primer kōan del Mumonkan: cf. el teisho («discurso») de comentario de Yamada, en Die torlose Schranke…, op. cit., pp. 30-334. Véase también Z. Shibayama, Zu den Quellen des Zen, Berna, Donauland, 1976, pp. 31-46.

  8. Cf. H. Enomiya-Lassalle, Zen und christliche Spiritualität, Múnich, Kösel, 1987, pp. 125-186 [trad. it., Zen e spiritualità cristiana, Roma, Edizioni Mediterranee, 1995]. El libro ha sido publicado bajo el nombre de Lassalle, pero es una reelaboración de sus textos realizada por Roland Ropers y Bogdan Snela.

  9. Véase K. Rahner, «Die Logik der existentiellen Erkenntnis bei Ignatius von Loyola», en íd., Sämtliche Werke, t. 10, Friburgo de Brisgovia, Herder, 2003, pp. 368-420 [trad. cast., «La lógica del conocimiento existencial en san Ignacio de Loyola», en íd., Lo dinámico en la Iglesia, Barcelona, Herder, 1963, pp. 91-181].

  10. Véase W. Johnston, Der ruhende Punkt. Zen und christliche Mystik, Friburgo de Brisgovia, Herder, 1974; íd., Christian Zen. A Way of Meditation, San Francisco, Harper and Row, 1971 [trad. it., Lo zen cristiano, Roma, Coines, 1974]; K. Kadowaki, Zen und die Bibel. Ein Erfahrungsbericht aus Japan, Salzburgo, Otto Müller, 1980 [trad. cast., El zen y la Biblia, Madrid, San Pablo, 21986]; íd., Erleuchtung auf dem Weg. Zur Theologie des Weges, Múnich, Kösel, 1993; J. Kopp, Schneeflocken fallen in die Sonne. Christuserfahrungen auf dem Zen-Weg, Antweiler, Ploger, 1991 [trad. it., Così la neve al sol si disigilla. Esperienze di Cristo sulla via zen, Roma, Appunti di Viaggio, 2001]; M. Seitlinger y J. Höcht-Stöhr (eds.), Wie Zen-Meditation mein Christsein verändert. Erfahrungen von Zen-Lehrern, Friburgo de Brisgovia, Herder, 2004.

  11. Véase K. Rahner, «Zur Theologie der Menschenwerdung», en íd., Sämtliche Werke, t. 12, Friburgo de Brisgovia, Herder, 2005, p. 318 [trad. cast., «Para la teología de la Encarnación», en íd., Escritos de teología IV, Madrid, Taurus, 1963, 152], donde se capta en el hombre aquello que resulta en él a través de ese radical despojamiento de Dios: «Tal hombre es precisamente, en tanto hombre, la automanifestación de Dios en su autoalienación. Porque Dios se revela justamente cuando se aliena, se manifiesta a sí mismo como Amor al ocultar la majestad de dicho Amor y al mostrarse como la habitualidad del hombre» (cita según la versión en castellano).

  12. Para ampliar la información bibliográfica acerca de este punto véase H. Waldenfels, Absolutes Nichts. Zur Grundlegung des Dialogs zwischen Buddhismus und Christentum, Paderborn, Ferdinand Schöningh, 2013. Véase también la segunda parte de íd., Gottes Wort in der Fremde. Theologische Versuche II, Bonn, Borengässer, 1997, pp. 167-331 y pp. 129-164.

  13. Così la neve al sol si disigilla, op. cit., pp. 51-63.

  14. Ibíd., p. 94.

  15. Véase H. Enomiya-Lassalle, Zen Weg zur Erleuchtung…, op. cit., pp. 50-53.

  16. En japonés se distingue entre «ausencia de pensamiento» —fushiryō— y «no pensar» —hishiryō—; véase, en particular, H. Waldenfels, Gottes Wort in der Fremde…, op. cit., pp. 235-238; T. Izutsu, Philosophie des Zen-Buddhismus, Reinbek, Rowohlt, 1979, pp. 101-125 [trad. cast., Hacia una filosofía del budismo zen, Madrid, Trotta, 2009].

  17. Véase E. Hurt, «Sie wissen nicht, was sie glauben. Zur religiösen Wissenskrise in einer nachchristlichen Gesellschaft», en Herder Korrespondenz 66 (2012), pp. 141-146.

  18. Esta posición o esta confesión no debe asumirla o hacerla en el mismo plano que el debate científico. No basta confrontarse a nivel puramente conceptual. El proceso de «verbalización» de una teoría debe ser enfrentado en su lugar propio, teniendo presente que una religión tiende a superar el lenguaje hablado y que el mencionado proceso no debe confundirse con el discernimiento de los espíritus, del que estamos hablando aquí.

Hans Waldenfels
Sacerdote jesuita alemán, biblista y teólogo. Es profesor de teología fundamental y ha enseñado teología de las religiones no cristianas en la Universidad de Bonn. Cursó sus estudios de teología en la Universidad Católica de Sofía, en Tokio y se doctoró en la Pontificia Universidad Gregoriana. Entre numerosas obras publicadas destaca Dios. El fundamento de la vida (Sígueme 1996).

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