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¿Seremos capaces de erradicar definitivamente el hambre en el mundo?

© Paz Arando / Unsplash

Partamos por una triste constatación: en los últimos años, el número de personas subalimentadas en nuestro planeta ha aumentado. A pesar de las esperanzas de que el mundo dejaría atrás la pandemia de la enfermedad por el COVID-19 y de que la seguridad alimentaria empezaría a mejorar, el hambre en el mundo aumentó todavía más en 2021. Un incremento que refleja las exacerbadas desigualdades entre países y al interior de ellos, debido a un patrón desigual de recuperación económica y a las pérdidas de ingresos no recuperados entre los más afectados por la pandemia.

En 2021, el hambre afectó a 278 millones de personas en África, 56,5 millones en América Latina y el Caribe, y 425 millones en Asia. Considerando el punto medio del rango estimado, en 2021 sufrieron hambre entre 702 y 828 millones de personas. Una cifra que aumentó en 103 millones entre 2019 y 2020, y otros 46 millones el año siguiente. El aumento significativo en el primer intervalo temporal, en África, Asia y América Latina y el Caribe, siguió esa tendencia, pero a un ritmo menor.

Las previsiones apuntan a que cerca de 670 millones de personas seguirán padeciendo hambre en 2030, es decir, el 8% de la población mundial; igual que en 2015, cuando se puso en marcha la Agenda 2030[1].

Por «inseguridad alimentaria aguda» se entiende la situación de una persona cuando no consume alimentos adecuados y esto pone en riesgo inmediato su vida. Según el último informe de la Red mundial contra las crisis alimentarias[2], presentado en Roma a principios de mayo, el número de personas que la sufre, y requiere urgentemente ayuda, sigue aumentando a un ritmo alarmante. Este documento[3] pone de manifiesto que alrededor de 193 millones de personas en 53 países o territorios se encontraban en contextos de crisis aguda en 2021: un incremento de casi 40 millones de personas en comparación con las cifras máximas ya registradas en 2020. Más de medio millón de personas habían llegado al límite — la fase de «catástrofe» – en Etiopía, el sur de Madagascar, Sudán del Sur y Yemen, y requirieron ayuda urgente para evitar la muerte. Este dato, ya en sí impactante, confirma una tendencia alarmante: en los últimos seis años la inseguridad alimentaria aguda se ha duplicado.

Las consecuencias del cambio climático se unen a las guerras y la pobreza como causa del hambre. En 2021, las condiciones climáticas extremas fueron el factor principal de la inseguridad alimentaria aguda para más de 23 millones de personas en ocho estados africanos. Entre las causas del hambre en el Cuerno de África está la peor sequía en décadas. ¿Comprometen estos datos el objetivo de erradicar el hambre? En lo que sigue examinamos esta cuestión.

Nos enfrentamos a una nueva crisis alimentaria

Asistimos últimamente al preocupante hecho de que los precios de los alimentos están subiendo a máximos históricos. Esto se debe a las consecuencias del cambio climático, los conflictos violentos enquistados – a los que se ha unido la guerra en Ucrania -, y a la crisis económica desencadenada por la pandemia del COVID-19 y las consiguientes rupturas en las cadenas de suministro.

Es difícil ver algún ganador en la guerra en curso causada por la invasión irracional y devastadora de Ucrania por parte del ejército ruso. Pierde el pueblo de Ucrania, que está siendo atacado y arruinado, y pierde el pueblo de Rusia, que no eligió esta guerra, y se ve empobrecido, condenado a vivir en una economía que está siendo desmantelada por las sanciones comerciales y financieras. El impacto económico del conflicto se sentirá en todo el mundo, y nadie sabe cómo será el nuevo orden mundial – hay que gestionar el declive de la globalización -, pero afectará sobre todo en los países más pobres, a los que ya les está costando recuperarse de la calamidad del COVID-19. En ellos el hambre ya había aumentado drásticamente durante la pandemia. Ahora se ven trágicamente afectados en los precios y en la seguridad en el suministro de alimentos básicos[4].

Hoy lo que está en juego es la próxima cosecha y la disposición de la anterior. Ni más ni menos. Rusia y Ucrania son el primer y quinto exportador de cereales. En los últimos 20 años Rusia ha pasado de producir 36 millones de toneladas de trigo a más de 80 millones; 35 millones se destinan a la exportación y corresponden a alrededor del 23% de las exportaciones mundiales de trigo. Junto con Ucrania, Rusia controla 1/3 de las exportaciones mundiales de trigo. Ucrania, también llamada el granero de Europa, alberga un tercio de la tierra más fértil del mundo. Es el líder mundial en la producción de aceite de girasol, cebada y maíz.

El cereal de Ucrania es inalcanzable por la invasión, y el de Rusia es intocable por las sanciones. El conflicto ha provocado un incremento del 67% en el precio del trigo desde el comienzo de este año. Su precio estaba por las nubes a causa de la pandemia y la tensión de las redes de suministros. Las prohibiciones a la exportación impuestas por otros productores de grano como la India y las restricciones en la oferta de fertilizantes desde Rusia y Bielorrusia, afectando la producción de alimentos a nivel mundial, han alimentado este proceso de alza en los precios. Una tormenta perfecta que pone en jaque la seguridad alimentaria de 800 millones de personas.

Lamentablemente, esta situación puede ser aprovechada por los especuladores. Dado que los mercados de cereales son siempre arriesgados, ya que las sequías y las plagas arruinan cosechas, un modo de gestionarlos es pactar los precios con antelación. Por eso, en la Bolsa de Chicago, referencia mundial de los precios de los alimentos y las materias primas, prevalecen los «futuros» y «opciones». Se paga por algo que todavía no existe: la próxima cosecha. El hecho es que, en los primeros días de marzo, el precio de los futuros del trigo en el parqué de Chicago aumentó en un 40%. Estos precios se han disparado mucho más de lo que cabría esperar por la mera disminución de la oferta. No cabe otra explicación que reconocer que se ha dado una febril actividad especulativa, con compras y ventas masivas de un producto básico, que acaban afectando al precio actual en el mercado spot[5].

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La presión especulativa magnifica el efecto provocado por la escasez causada por la guerra, y las economías ya frágiles se verán aún más perjudicadas. Urge ofrecer un financiamiento compensatorio para ayudar a que el mundo en desarrollo haga frente a los múltiples shocks de precios, y habilitar regulaciones para impedir la especulación en mercados esenciales. Sin esos esfuerzos, la guerra de Rusia contra Ucrania causará mucho más daño a la economía global, y repercutirá con especial fuerza en los pobres. Los países en desarrollo enfrentan una tormenta perfecta de hambruna, agitación política y crisis de deuda[6]. Todo este cuadro se está dando en una situación previa complicada. En los últimos años se ha observado un aumento del hambre y la inseguridad alimentaria, como hemos explicado, y, al mismo tiempo, se está cuestionando el actual sistema alimentario.

¿Es necesaria una nueva revolución agrícola?

A día de hoy, las predicciones de las Naciones Unidas estiman que para 2050 el mundo contará con 10.000 millones de habitantes. Alimentarlos será todo un reto, pero – ciertamente – nada nuevo para la humanidad. Una y otra vez nos hemos enfrentado a la cuestión que planteó Malthus: garantizar alimentos suficientes para una población creciente. Hasta ahora lo hemos logrado. Las dificultades siempre han hecho agudizar el ingenio.

En 1970, casi cuatro de cada diez personas que vivían en países en desarrollo pasaban hambre. No comían lo suficiente para una vida decente. Pero en la segunda mitad del siglo XX, los avances en la ingeniería química y la genética se pusieron al servicio de la agricultura para multiplicar la producción de los tres cultivos fundamentales: el trigo, el arroz y el maíz. Fue la Revolución Verde.

Norman Borlaug, en México, cruzó el trigo local con el de Japón, y obtuvo una variedad más resistente y más productiva. Este procedimiento se aplicó a otras especies y a otros lugares. En Filipinas se probó con el arroz, y funcionó. India y Pakistán consiguieron así aumentos espectaculares en sus cosechas a un ritmo que pronosticaba el final del hambre. En 1961, la producción mundial de cereales era de 640 millones de toneladas. En 2000, de casi 1.800 millones. Los mayores aumentos se registraron en los países en desarrollo, donde la producción de maíz se incrementó en un 275%, la de arroz en un 194% y la de trigo nada menos que en un 400%. China, Asia Meridional y Sudoriental se beneficiaron mucho de esta transformación; África, en cambio, se quedó atrás[7].

Mientras la Revolución Verde disparaba la producción, la población mundial no le iba a la zaga, y se duplicó entre 1962 y 2000. Pero esa renovada capacidad de producir comida y la seguridad que aportaban las nuevas técnicas permitió reducir el porcentaje de hambrientos. En 1970, estos constituían más de 1/3 de los habitantes del planeta. En 2000, en cambio, habían bajado al 18%. La revolución daba sus frutos. Además, se trataba de progresos duraderos: en 2014 la producción mundial de cereales ascendió a 2.500 millones de toneladas, en un nuevo incremento de más del 38% respecto al año 2000.

Entonces, ¿cuál es el problema? ¿Por qué no seguir el camino trazado por la Revolución Verde? Esta permitió producir mucho más y salvó del hambre a cientos de millones de personas. Perdónennos el juego de palabras, pero la razón es que dicha revolución no fue en realidad tan verde. Su pilar fundamental fue intensificar la producción agrícola, producir lo máximo posible, casi a cualquier precio. Se recurrió al monocultivo, lo que desplazó otras variedades de cereales, y se inició un proceso de desgaste de los nutrientes del suelo, del incremento de su toxicidad y de un aumento del número de plagas y enfermedades. El rendimiento del arroz ha comenzado a disminuir, el del trigo también se estanca.

Otra consecuencia negativa de la producción agrícola intensiva es que aumenta la emisión de gases de efecto invernadero, los que contribuyen al cambio climático. Desde que se generalizó esta práctica en los últimos 50 años, las emisiones achacables a la agricultura se han doblado.

Se han producido mucho más cereales y se han mantenido los precios relativamente bajos y constantes. Pero ello a costa de exprimir los recursos naturales más allá de lo recomendable. Es el coste oculto de algunas prácticas agrícolas intensivas, el coste medioambiental. No en vano los organismos de la ONU nos vienen advirtiendo que el mundo atraviesa una “coyuntura crítica” y que es necesario transformar los sistemas alimentarios para garantizar la seguridad alimentaria y la nutrición de todos los pueblos del planeta[8].

En general, se pasa por alto la urgente necesidad de cambiar la manera en que producimos y consumimos nuestros alimentos[9]. La FAO calcula que para dar de comer a los próximamente 10.000 millones de personas en el año 2050 habrá que incrementar un 50% nuestra producción actual de alimentos[10]. Esto es más de tres veces las bocas que había que alimentar en los albores de la Revolución verde. Ahora necesitamos una nueva revolución, una que sea realmente verde. Un sistema alimentario basado en la producción sostenible, el respeto a los ecosistemas naturales, una economía circular y el manejo responsable de las tierras y los recursos a lo largo de la cadena de valor.

¿Será posible erradicar el hambre?

Ciertamente sí. Podemos lograr este Objetivo de la Agenda del Desarrollo Sostenible de poner fin al hambre para el 2030. Aunque nuestro panorama inmediato parece sombrío, ya que en los últimos años han aumentado las personas que sufren desnutrición crónica, lo paradójico es que seguimos produciendo mucho más de lo que necesitamos. Y esto a pesar del espectacular crecimiento demográfico y de que, además, desperdiciamos alrededor de 1/3 de los alimentos que generamos. El mundo es una gran despensa de alimentos, como se ha demostrado en los últimos 50 años del siglo XX. Hoy, la cuestión del hambre no es un problema de producción. En su estado actual, la agricultura mundial podría alimentar sin problemas a 12.000 millones de seres humanos. Sus causas fundamentales son la pobreza y los conflictos bélicos.

Eliminar el hambre es posible. Sabemos cómo hacerlo y tenemos los recursos suficientes. Sabemos que hay experiencias que funcionan, como la de Brasil. Al llegar al poder Lula da Silva, en 2003, se puso en marcha un programa denominado «Hambre cero». Se trataba de un paquete de medidas que incluía inversiones en infraestructuras, carreteras, electricidad, agua corriente, educación y sanidad, complementadas por transferencias directas de fondos para los más necesitados. Un programa complejo y ambicioso con un enfoque completo, calificado como de «doble vía», vinculando las políticas destinadas a aumentar la producción con otras políticas sociales para potenciar su efecto.

La piedra angular del programa «Hambre cero» fueron las transferencias de ingresos para las familias más necesitadas. De este modo, en algo más de una década se rescató de la extrema pobreza a más de 36 millones de brasileños, se redujo la mortalidad infantil en un 45% en 11 años, disminuyó el número de personas subalimentadas en un 82% y se consiguió que Brasil, el país más grande de Latinoamérica y donde la brecha entre ricos y pobres era mayor que en cualquier otro lugar del mundo, desapareciera del mapa del hambre que la FAO elabora anualmente. El 98% de los brasileños tuvo acceso a una alimentación adecuada[11].

Los conflictos agravan el hambre en el mundo y, a su vez, el hambre desencadena guerras. En 2017, la FAO cifraba en 489 millones las personas subalimentadas en los países afectados por guerras, frente a los poco más de 300 millones que viven en países en paz. Esta diferencia es más pronunciada en relación con la desnutrición infantil. Casi 122 millones de menores de 5 años con retraso en el crecimiento viven en países azotados por la violencia o enfrentamientos armados. Por lo tanto, lograr la paz y un desarrollo integral de todos equivale a erradicar el hambre. La lección es obvia. No se trata solo de producir más alimentos, sino hacerlo de forma sostenible, implantando al mismo tiempo políticas que permitan el acceso a los alimentos de todas las capas de la población y un crecimiento sin dejar a nadie atrás. Esto no solo es posible, sino que es un escándalo ético moral y político no lograrlo. Con todos los medios que tenemos a nuestro alcance en la actualidad, este es el reto de la humanidad para esta generación.

Los cereales usados como arma de guerra y de negociación política

En 1932, Stalin recurrió al Holodomor, matar de hambre para subyugar a la población ucraniana. Hoy Putin se está apropiando de una parte del cereal que contienen los silos de Ucrania y bloqueando la salida al Mar Negro de cantidades ingentes de productos agrícolas. Con ello impide las ventas a 45 países africanos, 18 de los cuales importan el 50% de su consumo. Es su represalia por las sanciones occidentales.

El escenario lleva semanas preocupando a las instituciones internacionales. Si Rusia no reabre los puertos en la región de Odessa, estaría declarando la guerra a la seguridad alimentaria mundial[12]. Las consecuencias podrían ser hambruna, inestabilidad y migración masiva. La inseguridad en el abastecimiento, la consiguiente subida de precios en países desarrollados que durante décadas han derivado hacia terceros, la caída en la producción de grano y la ruptura del mercado por acopio y especulación, son problemas que urge afrontar, que no pueden aplazarse a la espera de la resolución del conflicto. Lo más temerario sería entramparse con Putin en un trueque de sanciones por cereales que daría a éste un mayor control a cambio de inciertos resultados. La crisis alimentaria y la inflación obligan a cada país a reducir su dependencia de otros y a la propia UE a replantearse la política agraria común y considerar un deseable nivel de autosuficiencia. Basta una cifra para todos: Ucrania produce 102 millones de toneladas de trigo contra 52 millones en Europa.

Estamos ante un hecho indiscutible : quien tiene alimentos y petróleo tiene poder. De hecho, el grano es el único recurso en el mundo más importante que el petróleo. Es esencial para la vida humana y la salud. Como el petróleo, el grano ha movido los intereses de los grandes actores de la política internacional. Después de la Segunda Guerra Mundial, empezando con el Plan Marshall para una Europa hambrienta, docenas de países que antes se alimentaban por sí mismos, empezaron a depender de una fuente lejana, la de los Estados Unidos. De este modo, América se hizo el centro del sistema mundial de alimentación incluyendo a la mismísima Unión Soviética.

El grano llegó a ser clave en las relaciones entre los EE.UU y la Unión Soviética. Conviene recordar que en 1972, el entonces secretario de Estado Henry Kissinger quiso cultivar la dependencia soviética del grano estadounidense y vincular el comercio con el comportamiento soviético en la emigración judía y otras políticas, como la de lograr un descuento en el petróleo ruso a cambio de cereales. Los soviéticos compraron el 25% de la cosecha de trigo estadounidense a precios subsidiados, la mayor compra de granos en la historia, así como grandes cantidades de maíz y soja. Cuando se conoció el alcance total de las compras soviéticas, la administración de Nixon se sintió avergonzada y los consumidores estadounidenses se enfrentaron a precios más altos para el pan. El trato se conoció como el «gran robo de grano».

Otra mala cosecha soviética condujo a un nuevo acuerdo de cinco años en octubre de 1975, para comprar grano estadounidense (1976-1981). Pero la década de 1980 comenzó con un embargo de cereales estadounidense en represalia por la invasión soviética de Afganistán, decretado por el presidente Jimmy Carter. Nunca antes se habían suspendido las exportaciones de alimentos de EEUU a la URSS en busca de un objetivo de política exterior no comercial[13]. Naturalmente, los agricultores y las grandes empresas comercializadoras de granos se vieron perjudicados. Ahora las tornas han cambiado y es Rusia la que fuerza el embargo.

El comercio de cereales está en manos de grandes multinacionales: el ABCD

Hay una materia prima cuyo precio es tan volátil como el del petróleo y que influye tanto o más en la inflación: el cereal con el que se amasa el pan nuestro de cada día. Del trigo dependen 2.500 millones de personas; del maíz, 900 millones.

Una gran parte de los mercados agroalimentarios son de ámbito regional; pero, en situaciones de escasez, el mercado internacional es el que mueve el precio en el margen e impacta de manera directa en los mercados nacionales. Es un mercado que controlan unas pocas empresas[14], gigantescas y muy reservadas. Los analistas las llaman «ABCD». La «A» es por Archer Daniels Midland, fundada en Estados Unidos en 1902. La «B» es por Bunge, creada en Holanda en 1818. Y la «D» es por la francesa Dreyfous (1851). Pero el gigante en el que se miran todas es la «C», que corresponde a Cargill (1865), la empresa privada más grande de Estados Unidos. No cotiza en Bolsa y, por tanto, no está obligada a dar explicaciones. Controlan la mayor parte del comercio internacional de cereales y granos, y tienen gran influencia sobre la determinación de los precios internacionales de los alimentos. Un ejemplo: una mala cosecha en Rusia, en 2011, suministradora de Egipto y otros países árabes, hizo que Cargill llevara trigo de otras partes del mundo a los puertos del norte de África. Pero apretó las clavijas con el precio. El pan subió en todo el Magreb, porque constituye el 50% de la dieta, y estalló una revolución. ¿Sucederá hoy ahora algo similar?[15]

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Con más de un siglo de antigüedad, constituyen un grupo de empresas sumamente peculiar. De actitud discreta, han cambiado muy poco en su larga existencia. Se ubican entre las más grandes compañías a nivel mundial, pero son empresas tradicionalmente familiares. Además de las actividades de comercio, transporte y almacenamiento de granos, participan de manera importante en el financiamiento de la producción, a través de la entrega de paquetes tecnológicos e insumos (semillas, fertilizantes y agroquímicos); sus empresas subsidiarias en numerosos países consumen gran parte de las materias primas que comercializan; almacenan en instalaciones propias; transportan en sus propios ferrocarriles y barcos; son productores ganaderos y avícolas; tienen gran importancia en la producción de alimentos para animales y en los mercados de biocombustibles; son grandes propietarias o arrendatarias de tierras; y son entidades financieras que participan activamente en los mercados de derivados.

Las ABCD realizan eficazmente una labor sumamente compleja e importante, al organizar toda la logística y llevar a cabo los movimientos físicos de los alimentos, conectando, en tiempo y espacio, las regiones productoras con las poblaciones consumidoras. Estas funciones son cruciales para el abastecimiento mundial de alimentos. Los aportes de estas empresas en la ciencia y la generalización de tecnologías para mejorar la producción y el comercio de los alimentos son también muy relevantes. Sin embargo, la propia importancia de estas cuatro empresas en un área tan extremadamente sensible como los sistemas agroalimentarios mundiales, así como su amplia participación en los mercados y la concentración de poder que representa su reducido número, que les permite relacionarse desde posiciones ventajosas no solo con otros agentes privados, sino, incluso, con poderes públicos, hace evidente la necesidad de reducir la opacidad de su operación, logrando mayor transparencia en la información y favoreciendo la competencia[16].

Consideraciones sobre el hambre

«Conocemos el hambre, estamos acostumbrados al hambre: sentimos hambre dos, tres veces al día. No hay nada más frecuente, más constante, más presente en nuestras vidas que el hambre —y, al mismo tiempo, para la mayoría de nosotros, nada más lejos del hambre verdadero. Entre ese hambre repetido, cotidiano, repetida y cotidianamente saciado que vivimos, y el hambre desesperante de quienes no pueden con él, hay un mundo. El hambre ha sido, desde siempre, la razón de cambios sociales, progresos técnicos, revoluciones, contrarrevoluciones. Nada ha influido más en la historia de la humanidad. Ninguna enfermedad, ninguna guerra ha matado más gente. Todavía, ninguna plaga es tan letal y, al mismo tiempo, tan evitable como el hambre»[17].

¡Todo un texto! A cualquiera de nosotros nos es difícil imaginar qué es vivir sin saber si se va a poder comer mañana, sin poder pensar en casi nada más, llevando una vida tan mínima y dolorosa. El hambre amenaza la propia dignidad, provoca crueldad. El hambre evidencia nuestro egoísmo, el hecho de que no nos importa que haya otros que la pasen muy mal. Un niño que se muere de hambre es un niño asesinado. Hoy mismo 40.000 personas morirán de hambre.

San Juan Crisóstomo dejó claro que el cristiano es el que se preocupa por los demás. San Basilio nos dejó una descripción escalofriante de cómo mata el hambre: «La enfermedad del hambre es un sufrimiento espantoso. Pertenece a las calamidades humanas. El hambre es la principal y más miserable de las muertes […]. El hambre es un mal lento que prolonga el dolor. Es una enfermedad metida en su madriguera, una muerte presente siempre y que nunca llega. Consume la humedad natural, enfría el calor contra el volumen y poco a poco, agota las fuerzas. La carne se adhiere en torno a los huesos como tela de araña. La piel no tiene color porque agotada la sangre huye el buen color. No hay tampoco blancura, pues las superficies ennegrecen por la flaqueza. El cuerpo se torna lívido, ya que por la enfermedad se mezclan miserablemente la palidez y la negrura. Las rodillas ya no sostienen, sino que se arrastran a la fuerza. La voz es delgada y lánguida, los ojos debilitados en sus cuencas, encerrados en vano en sus recintos, son como el fruto de la nuez seca dentro de su cáscara. El vientre está vacío, contraído, informe, sin peso, sin la natural tensión de las vísceras, pegado a los huesos de la espalda. ¿Ahora bien, qué castigo no merece el que pasa de largo junto a este cuerpo? ¿Qué colmo de crueldad no sobrepasa? ¿Cómo no contarlo entre las fieras más fieras, y no mirarlo como sacrílego y homicida? El que puede remediar el mal y voluntariamente, por avaricia, difiere su remedio, con razón puede ser condenado como homicida»[18].

El hambre fue la condición original de los hombres. El proceso de civilización es el recorrido que va desde pasar todo el tiempo dedicados a conseguir comida hasta dedicarle a esta labor el menor tiempo posible. Cuanto más hambrientos, más animales somos; cuanto menos, más humanos. Inventamos el pan. Este es un logro que supuso miles de años de búsquedas. Hubo que plantar semillas, cosechar sus plantas, moler los granos, convertirlos en masa, darle forma, y hornearla: seis descubrimientos deslumbrantes para que los hombres mediterráneos produjeran su alimento más emblemático. Tanto que, en la Ilíada y la Odisea, Homero suele decir «comedores de pan» por hombres[19].

Conclusión

El derecho a la alimentación es uno de los principios proclamados en 1948 por la Declaración Universal de Derechos Humanos. Ciertamente es pisoteado a diario. San Juan Pablo II escribió: «La amplitud del fenómeno pone en tela de juicio las estructuras y los mecanismos financieros, monetarios, productivos y comerciales que, apoyados en diversas presiones políticas, rigen la economía mundial: ellos se revelan casi incapaces de absorber las injustas situaciones sociales heredadas del pasado y de enfrentarse a los urgentes desafíos y a las exigencias éticas. Sometiendo al hombre a las tensiones creadas por él mismo, dilapidando a ritmo acelerado los recursos materiales y energéticos, comprometiendo el ambiente geofísico, estas estructuras hacen extenderse continuamente las zonas de miseria y con ella la angustia, frustración y amargura. […] No se avanzará en este camino difícil de las indispensables transformaciones de las estructuras de la vida económica, si no se realiza una verdadera conversión de las mentalidades y de los corazones. La tarea requiere el compromiso decidido de hombres y de pueblos libres y solidarios[20].

Por último, un recuerdo a una Madre que alimentó su hogar, que amasó el pan de la Sagrada familia: Nuestra Señora. Después, su Hijo lo multiplicó, encomendándonos la tarea de entregarlo a todos, y lo consagró. El Concilio Vaticano II afirma que «después de Cristo, María ocupa en la santa Iglesia el lugar más alto y a la vez el más próximo a nosotros» (Lumen Gentium, n. 54). Ella «sobresale entre los humildes y los pobres del Señor, que esperan en Él con confianza la salvación y la acogen» (ibid, n. 55). Por eso, puede iluminar nuestro compromiso con los más desfavorecidos, entre los que se encuentran aquellos hermanos nuestros que carecen del pan cotidiano.

  1. Cfr FAO – IFAD – UNICEF – WFP – WHO, 2022. The State of Food Security and Nutrition in the World. Repurposing food and agricultural policies to make healthy diets more affordable, Roma, FAO, 2022: cfr https://doi.org/10.4060/cc0639en

  2. Fundada por la FAO, el PMA y la Unión Europea en 2016, es una alianza de agentes humanitarios y del desarrollo que trabajan juntos para prevenir, prepararse y responder a las crisis alimentarias y apoyar el Objetivo de Desarrollo Sostenible de poner fin al hambre (ODS 2).

  3. Cfr http://www.fightfoodcrises.net/fileadmin/user_upload/fightfoodcrises/doc/resources/GRFC_2022_FINAl_REPORT.pdf

  4. Cfr J. Ghosh, «Putin’s War Is Damaging the Developing World», en Project Syndicate (www.project-syndicate.org/commentary/ukraine-war-economic-damage-for-developing-countries-by-jayati-ghosh-2022-03), 11 de marzo de 2022; F. de la Iglesia, «La economía mundial sale del Covid y entra en guerra», La Civiltà Cattolica, 1º de abril de 2022, (https://www.laciviltacattolica.es/2022/04/01/la-economia-mundial-sale-del-covid-y-entra-en-guerra/)

  5. Cfr J. Ghosh, «Prices Soar as Corporate Profiteers & Speculators Drive Inflation; It Hurts the Developing World Most», en Democracy Now! (www.democracynow.org/2022/4/13/russian_war_ukraine_developing_world_inflation), 13 de abril de 2022.

  6. Cfr N. Woods, «A Perfect Storm for Developing Countries», en Project Syndicate (www.project-syndicate.org/commentary/developing-countries-perfect-storm-famine-conflict-debt-by-ngaire-woods-2022-04), 19 de abril de 2022.

  7. Cfr E. Yeves – P. Javaloyes, «La nueva revolución agrícola», en El estado del planeta, FAO – El País, 2018, 10-16.

  8. Cfr United Nations, Food Systems Summit 2021. Action Tracks, en www.un.org/en/food-systems-summit/action-tracks

  9. Cfr N. Okonkwo Nwuneli – O. Camp, «Fixing Our Failing Food Systems», en Project Syndicate (www.project-syndicate.org/commentary/sustainable-production-fixing-failing-food-systems-by-ndidi-okonkwo-nwuneli-and-oliver-camp-2022-04), 5 de abril de 2022.

  10. Cfr Fao, The future of food and agriculture: Alternative pathways to 2050, Roma, 2018, en www.fao.org/3/I8429EN/i8429en.pdf

  11. Cfr E. Yeves, «Hambre Cero: “La experiencia del Brasil”», en El estado del planeta, FAO – El País, 2018, 63-67.

  12. P. Wintour, «UN warns of “looming hunger catastrophe” due to Russian blockade», en The Guardian (https://www.theguardian.com/world/2022/jul/07/un-hunger-crisis-ukraine-russia-blockade), 8 de julio de 2022.

  13. Cfr S. K. Wegren – F. Nilssen (edd.), Russia’s Role in the Contemporary International Agri-Food Trade System, Cham, Palgrave Macmillan, 2022, 279-316.

  14. Cfr D. Morgan, Merchands of Grain, New York, Viking Press, 1979.

  15. Cfr C. M. Sánchez, «El hombre que amasa el pan del mundo», in ABC (https://tinyurl.com/2x2a74kb), 2 de abril 2022.

  16. Cfr S. Murphy – D. Burch – J. Clapp, El lado oscuro del comercio mundial de cereales. El impacto de las cuatro grandes comercializadoras sobre la agricultura mundial, Londres, Oxfam International, agosto 2012.

  17. Cfr M. Caparrós, El hambre, Buenos Aires, Planeta, 2014, 2.

  18. Basilio Magno, s., Homilía dicha en tiempo de hambre y sequía, M.G., 31, 305 y sig.

  19. Cfr M. Caparrós, El hambre, cit., 79.

  20. Juan Pablo II, s., Encíclica Redemptor hominis, 1979, n. 16.

Fernando de la Iglesia Viguiristi
Licenciado en Ciencias Económicas y Gestión de Empresa en la Universidad de Deusto (1976), en Teología moral en la Pontificia Universidad Gregoriana (1987) y, desde 1993, doctor en Teoría Económica de la Universidad de Georgetown (Washington, D.C). Ha sido presidente de la International Association of Jesuit Business Schools. Actualmente es profesor de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Gregoriana.

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