HISTORIA

Pablo VI y el Concilio Vaticano II

La proximidad del cuarto aniversario de la canonización de Pablo VI, Papa que supo conducir con sabiduría y acompañar hasta el final el Concilio Vaticano II, convocado unos años antes por Juan XXIII, nos da la oportunidad de hacer un recorrido, aunque sintético, por algunos momentos significativos del acontecimiento conciliar en los que él fue propulsor de —e incansable «mediador» por— la concordia y la comunión entre los padres conciliares.

El arzobispo de Milán, Giovanni Battista Montini, fue elegido al solio pontificio el 21 de junio de 1963. Para muchos vaticanistas —aunque no solo para ellos—, su elección era altamente previsible, si bien no del todo evidente. El cónclave, que lo eligió tras un día y medio de votaciones, estaba compuesto por un buen número de cardenales «conservadores», en su mayoría italianos y curiales, que habrían preferido la elección de un candidato propio, como, por ejemplo, el cardenal friulano Ildebrando Antoniutti, o el marquesano Francesco Roberti[1]. Pero el cónclave optó por un cardenal filoconciliar que llevara adelante con sabiduría y clarividencia el concilio iniciado por Juan XXIII. Prefirió, en sustancia, un hombre moderado que fuese capaz de mantener unidas las diversas almas de la asamblea conciliar, y esa figura fue rápidamente identificada como la del arzobispo de Milán, más que como la del cardenal Giacomo Lercaro, apoyado por el ala más «progresista» del cónclave.

Montini era el candidato ideal para ambas líneas del cónclave y del Concilio —que, en realidad, no eran simétricas, pues en el primero los cardenales «conservadores» tenían una mayor representación—: era un obispo residencial con experiencia pastoral y, al mismo tiempo, un hábil prelado, experto conocedor de los mecanismos de la curia romana. En la primera sesión conciliar había mantenido un perfil bajo: había intervenido una sola vez en el aula, para criticar, desde una posición de centro, el esquema sobre la Iglesia presentado por la Comisión Doctrinal, presidida por el cardenal Alfredo Ottaviani[2]. En resumen, era afín al modo de ver de los llamados «progresistas» —que, a partir de la votación exploratoria sobre algunos puntos esenciales del De Ecclesia de octubre de 1963, se convirtió en la llamada «mayoría conciliar»—, pero también era sensible a las razones doctrinales de los llamados «conservadores», cuya mentalidad y bagaje cultural conocía bien desde los tiempos en que había trabajado en la Secretaría de Estado (1937-1954).

El nuevo Papa estaba muy ligado a sus predecesores: a Pío XII, al que había servido de manera fiel durante largos años, aun sin compartir siempre sus opciones en materia tanto eclesiológica como política; y a Juan XXIII, que lo había nombrado cardenal después de su elección y para quien Montini tuvo en diversas ocasiones palabras de gran veneración, declarando asimismo querer proseguir el proyecto conciliar o, mejor, los principios indicados en la alocución Gaudet Mater Ecclesia.

Sin embargo, hay que subrayar que, aun sintiéndose ligado a sus «venerados» predecesores, cuya canonización propuso en el Concilio, Montini no se sentía muy afín a ellos desde el punto de vista tanto psicológico como intelectual, hasta el punto de que, en el momento de aceptar la elección al pontificado, no eligió el nombre de «Pío» ni el de «Juan».

Pablo VI era plenamente consciente de su alto cargo «al servicio de la Iglesia» y sentía en lo más profundo de su corazón su responsabilidad frente a Dios: «Me parece que los hechos eran más fuertes que yo; y que en mí había una sincera y tácita plegaria pidiendo que fuese preservado, a la vez que el propósito de no cometer vilezas y de hacer, una vez más, la oblación de mi pobre vida»[3]. Durante su primer retiro espiritual en Castel Gandolfo, pocas semanas después de su elección, Montini volvió a meditar sobre los mismos temas: esta vez también lo hizo sobre la «tremenda» soledad en la que lo situaba su condición. Esto, junto con la oblación de su persona, se convertirá en uno de los rasgos sobresalientes de su espiritualidad. En una nota del 5 de agosto de 1963 escribió: «Es preciso que me dé cuenta de la posición y de la función que a partir de ahora me son propias […]. La posición es única. Vale decir que me constituye en una extrema soledad. Ya antes era grande: ahora es total y tremenda. Da vértigo. Como una estatua sobre una aguja»[4].

El primer acto del pontificado de Montini —después de haber confirmado al cardenal Amleto Giovanni Cicognani en la Secretaría de Estado— consistió en ratificar la prosecución del Concilio, como era la esperanza de muchos. En la mañana del 22 de junio, en la capilla Sixtina, tras el ritual de triple obediencia de los cardenales, el Papa afirmó que «la parte más importante» de su pontificado habría de estar ocupada por la continuación del Concilio joánico, «en el cual están fijos los ojos de todos los hombres de buena voluntad»[5].

Desde el comienzo de su gobierno eclesial, Montini advirtió la enorme responsabilidad del legado de su predecesor, esto es, conducir la mayor asamblea episcopal jamás congregada en la historia de la Iglesia, que iba a llevar a una renovación profunda del catolicismo no solo desde el punto de vista doctrinal, sino también —y, más aún, sobre todo— desde el punto de vista pastoral, litúrgico y espiritual. Montini condujo los trabajos conciliares aprovechando su experiencia precedente de hábil negociador y realizando pacientes mediaciones entre las diversas almas del Concilio, y además, cuando era necesario, interviniendo con decisiones personales, con el fin de asegurar el mayor consenso posible en las deliberaciones conciliares o, algunas veces, avocando así la decisión de algunas cuestiones importantes, como, por ejemplo, la reforma de la curia romana, la cuestión del celibato sacerdotal y el delicado problema de la regulación de los nacimientos[6].

Además, Pablo VI hizo modificar algunas partes del reglamento, de manera que se pudiera asumir de una forma más incisiva y visible la conducción del Concilio, eliminando el problema, denunciado por muchos, de una presunta «acefalía». Consiguió que la gestión de la asamblea y la deliberación de los textos que en ella se discutieran fuesen dirigidos y concordados por el Papa (en cuanto «jefe» del Concilio) y que la conducción del debate en las congregaciones generales fuese confiada a cuatro moderadores por él nombrados —los cardenales Lercaro, Döpfner, Agagianian, Suenens—, que, como los antiguos «legados papales», iban a tener que responder solo ante él.

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Pablo VI era un Papa moderno. A diferencia de sus predecesores, era de origen y cultura burgueses. Su formación, no solo clerical, era amplia y abierta a los desafíos de la contemporaneidad: leía a los teólogos y los filósofos transalpinos, en particular a Maritain y a Péguy, y tenía preferencia por la escuela teológica de Lovaina. Como convencido demócrata cristiano, no estaba interesado, como Pío XII, en la cuestión de la defensa del Estado católico o en renovar condenas contra el comunismo o contra el viejo racionalismo liberal: su gran preocupación residía en cómo conciliar el mundo moderno con la Iglesia.

En la homilía del solemne rito de su coronación, que tuvo lugar (por última vez en la historia del papado) el 30 de junio, afirmó: «Más allá de las fronteras del cristianismo hay otro diálogo en el cual la Iglesia está empeñada hoy: el diálogo con el mundo moderno. […] Él aspira a la justicia, a un progreso que sea no solo técnico, sino humano […] Estas voces profundas del mundo, Nos las escucharemos» y, desde esa profunda comunión con el mundo moderno, «continuaremos ofreciendo incansablemente a la humanidad de hoy el remedio a sus males, la respuesta a sus peticiones»[7].

La prensa internacional recibió con entusiasmo la elección del «lombardo» Montini al papado. Se lo solía describir como un hombre sensible, moderno, respetuoso y, sobre todo, «dialogante». Para Le Monde, Pablo VI era el Papa del Concilio, que guía la Iglesia «con manos hábiles, circunspectas, pero firmes», capaz de encontrar el delicado equilibrio entre autoridad y respeto por la libertad humana[8]. Esta relación de simpatía entre el Papa y el mundo de los medios se prolongó durante todo el período conciliar, pero comenzó a resquebrajarse a partir de 1968, es decir, al comienzo de las revueltas estudiantiles y, en particular, con la publicación de la encíclica Humanae vitae, sobre la regulación natural de los nacimientos, que también fue muy contestada desde algunos ambientes del «catolicismo progresista».

Pablo VI y la eclesiología del Vaticano II

El 29 de septiembre de 1963, Pablo VI abrió la segunda sesión del Vaticano II. La alocución de apertura manifestó en un lenguaje rico y sumamente articulado su proyecto de Concilio: junto con los «principios guía», confiados a la asamblea por Juan XXIII —los del aggiornamento, de la pastoralidad y del empeño en el ámbito ecuménico (releídos según la sensibilidad del nuevo Papa)—, aparecieron temas nuevos que complementaron y enriquecieron, desde el punto de vista del contenido pero también de la praxis, la materia propuesta a la atención de la asamblea conciliar y de sus órganos. Estos nuevos temas tenían que ver con la prioridad de profundizar la teología sobre la Iglesia y el compromiso del Concilio por un diálogo abierto con el mundo moderno.

El primer tema que el Papa indicó como el «objetivo principalísimo» del Concilio, tenía por meta definir el concepto de «Iglesia» en un marco eclesiológico renovado, integrándolo con la doctrina expresada por el Vaticano I sobre las prerrogativas del poder papal. Regresando más tarde al mismo tema, en una alocución del 14 de septiembre de 1964, el Papa afirmó: «Sobre el cuadrante de la historia ha llegado la hora en que la Iglesia […] debe decir de sí misma lo que Cristo pensó y quiso de ella»[9].

Esta materia ocupó durante mucho tiempo la mente del pontífice. A ella dedicó su primera encíclica, Ecclesiam suam, y veló con atención los trabajos del Concilio para que el nuevo esquema, De Ecclesia —que después pasaría a ser la constitución Lumen gentium—, elaborado por Mons. Gérard Philips y por los teólogos de la escuela de Lovaina, fuese aceptado, oportunamente pulido y adaptado de forma casi unánime por la asamblea de los padres. Así como a Juan XXIII le había tocado la tarea de estimular el compromiso y la responsabilidad de los padres conciliares, a Pablo VI le tocó la de asegurar la unidad de la reunión conciliar, aun en la pluralidad de las posiciones, así como su máxima convergencia —tras laboriosas actividades de mediación— en la aprobación de los textos.

Según algunos estudiosos, este principio de la búsqueda de la casi total unanimidad de los consensos tuvo consecuencias «en el plano de la claridad y de la coherencia de los textos aprobados. La inquietud llevada adelante por el Papa tuvo resonancias profundas en el espíritu de los obispos, induciéndolos también —cuando no era posible de otro modo— a sacrificar coherencias doctrinales abstractas»[10]. En realidad, toda mediación es, de por sí, fruto de inevitables (y oportunas) acomodaciones. Pablo VI logró componer disensos que, si no hubiesen sido sabiamente acompañados, habrían bloqueado la dinámica conciliar o sacrificado la aprobación de textos importantes.

Otro tema muy caro a Pablo VI fue el del diálogo con el mundo moderno. Este atravesó todas las fases del período conciliar, inspirando la redacción de documentos —como la constitución pastoral Gaudium et spes, que el Papa, a pesar de las dificultades de orden teológico encontradas en la redacción del texto, quiso que fuese llevada adelante—. A diferencia de muchos predecesores suyos, que condenaron incluso con encíclicas las denominadas «novedades» y las «libertades modernas» por considerarlas productos del racionalismo ateo y del pensamiento liberal hostil a la Iglesia, Pablo VI tuvo una visión positiva de la contemporaneidad. Más aún: leyó en este «grandioso panorama» del progreso de la ciencia y de la técnica muchas aspiraciones de justicia, de paz, de crecimiento humano y de colaboración confiada entre los hombres, aspiraciones que merecían una respuesta que la Iglesia —como él mismo dijo en varias ocasiones— era capaz de dar.

Este tema típicamente montiniano, que sería profundizado en sus encíclicas sociales, también era compartido, en buena parte, por el Concilio y, de hecho, muchos de sus textos hacen referencia a él[11]. La segunda sesión terminó en diciembre de 1963, con la promulgación de la constitución conciliar Sacrosanctum Concilium, sobre la liturgia, que había inaugurado en la sesión precedente los trabajos conciliares. Juan XXIII había querido que se comenzara con este tema porque era aquel sobre el cual, gracias al movimiento litúrgico, había mayor convergencia entre los padres.

Esta materia era muy importante a nivel estratégico para el futuro del Concilio, y Pablo VI era bien consciente de ello: de hecho, gran parte de los fieles captó la relevancia del acontecimiento conciliar gracias, precisamente, a las novedades aportadas por este documento, como la adopción de la lengua «vulgar» en la misa, la importancia de la Sagrada Escritura en las celebraciones litúrgicas, etc. En efecto, la reacción contra el Vaticano II después del Concilio se centró justo en la impugnación de la «nueva liturgia», haciendo de la defensa de la misa en latín de san Pío V la bandera para contestar a Pablo VI y la aplicación de los documentos conciliares.

En efecto, la constitución Sacrosanctum Concilium no representaba más que la necesaria premisa para la verdadera y propia reforma litúrgica. Se trataba de una suerte de ley marco en la que se indicaban los principios y criterios a aplicar en un posterior ordenamiento de la materia. En cualquier caso, para los católicos el latín no es una lengua sagrada (como lo es el árabe para los musulmanes), si bien durante siglos contribuyó «a dar míticamente a la liturgia el carácter de un culto que se remontaba a tiempos inmemoriales»[12]. En realidad, la misa en latín era el resultado de un largo proceso histórico que había comenzado con el concilio de Trento y que había tenido su sistematización definitiva con el misal de Pío V.

Además, para dar aplicación inmediata a los principios contenidos en la constitución sobre la liturgia y hacer circular entre los católicos las novedades del Concilio, Pablo VI creó ya en 1964 un organismo ad hoc, el Consilium ad Exsequendam Constitutionem de Sacra Liturgia, cuya presidencia fue confiada a uno de los mayores artífices de la constitución, el cardenal Lercaro. El Papa quiso que la aplicación de esta importante reforma no pasara por los canales tradicionales de la curia, sino que fuese gestionada y dirigida por un organismo específico que trabajara en estrecho contacto con las conferencias episcopales del mundo y con el Concilio, aunque prestando la máxima atención a que tales reformas se hiciesen con el plácet de la curia pidiéndole su parecer sobre el Ordo missarum, todavía en fase de experimentación[13].

En el discurso de clausura del segundo período, el 4 de diciembre de 1963, el Papa no ocultó su decepción por el hecho de que, aunque la asamblea había trabajado con asiduidad, quedaban todavía demasiadas cuestiones abiertas sobre temas importantes. Al final del discurso anunció que iba a dirigirse en peregrinación a Tierra Santa. Este anuncio fue recibido por la asamblea con un largo aplauso.

El histórico viaje, preparado minuciosamente por Pablo VI, se desarrolló del 4 al 6 de enero de 1964[14]. Era la primera vez que un Papa se dirigía a Tierra Santa; más aún, que salía del Viejo Continente, y Pablo VI quiso que este periplo tuviese un carácter religioso y, al mismo tiempo, ecuménico. Él fue el primer Papa que viajó en avión —en aquel tiempo, símbolo de progreso y de modernidad—. El pontífice visitó los lugares santos de Jerusalén y de Galilea y se encontró con las comunidades cristianas de rito oriental y con sus patriarcas. En particular, en Jerusalén se produjo el doble encuentro entre Pablo VI y el patriarca ecuménico de Constantinopla, Atenágoras. Había comenzado el período del ecumenismo. Los gestos de acogimiento y de amistad realizados en Jerusalén anticiparon actos más valientes, como la recíproca revocación de las excomuniones (conminadas en el lejano 1054) entre las dos Iglesias hermanas, durante una celebración que se realizó al mismo tiempo en San Pedro y en la sede patriarcal del Fana antes de la clausura del Concilio (7 de diciembre de 1965). Mientras tanto, al comienzo del tercer período, el patriarca ecuménico envió sus representantes a la reunión conciliar.

Los viajes que Pablo VI realizó durante el período conciliar y también después —en total, nueve— eran fruto de una atenta meditación espiritual y de una precisa elección intelectual; se trataba de señales que el Papa quería mandar al Concilio y también al mundo moderno. Habitualmente, tales viajes eran breves, pero muy intensos, tanto por los «gestos» que el pontífice realizaba como por los tocantes mensajes que pronunciaba. Cada uno de ellos tenía un valor simbólico muy grande, pues representaba una manera nueva de anunciar el Evangelio y de vivir la proximidad con el mundo. Así, Pablo VI fue el iniciador genial y profético de un modo nuevo de desarrollar el ministerio petrino a través de los «viajes apostólicos», que fue luego ampliamente retomado por sus sucesores.

El 6 de agosto de 1964, más de un año después de su elección, Pablo VI promulgó la encíclica inaugural de su pontificado, Ecclesiam suam, enteramente redactada por él mismo. En ella trataba sobre la Iglesia —aunque sin tocar los temas que eran objeto de discusión en el Concilio—, definida no ya como societas perfecta, sino como «cuerpo místico», desde la perspectiva de la encíclica Mystici corporis Christi, de Pío XII. La novedad del pensamiento de Montini respecto de la eclesiología de Pacelli consistía en el hecho de que proponía la Iglesia «como comunión en diálogo intenso con el mundo». La de Pablo VI era una Iglesia no separada o en oposición al mundo, sino en diálogo fraterno con él. La palabra «diálogo» se repite en la encíclica no menos de 77 veces; su significado y sus aplicaciones ocupan cerca de la mitad del largo documento papal[15]. No hay que olvidar que fue este documento el que introdujo esa terminología en el Concilio, hasta el punto de hacer de ella una de sus expresiones clave[16].

El papel de Pablo VI en el Concilio

A partir del tercer período conciliar, las intervenciones de Pablo VI en los trabajos de la asamblea se hicieron más asiduas con el tiempo. Aun respetando plenamente la libertad del Concilio, él quiso hacer explícito su pensamiento acerca de las cuestiones que más le preocupaban. «El Papa —afirmará— no es el simple notario del Concilio. Tiene su responsabilidad frente a Dios y a la Iglesia»[17]. Lamentablemente, a veces estas intervenciones fueron consideradas como injerencias indebidas del pontífice en la actividad del Concilio, aun cuando su objetivo fuera ampliar el consenso de la asamblea en la línea reformadora de la «mayoría» y garantizar así la casi unanimidad en la aprobación de los documentos conciliares.

Algunos líderes del frente progresista reprochaban al Papa que se mostrara dócil en exceso frente a los requerimientos de la «minoría». Esta se apoyaba a menudo en la sensibilidad del pontífice para defender sus propias posiciones tradicionalistas, y, en materia doctrinal, el Papa tendía a evitar polarizaciones excesivas y a buscar en cada caso una solución de apropiada síntesis entre tradición e innovación.

Según O’Malley, Pablo VI desarrolló en el Concilio cuatro papeles distintos por lo menos. A veces quiso actuar como «obispo entre los obispos», presentando así enmiendas que las comisiones encargadas eran libres de aceptar o no. Pero, en cuanto jefe del Concilio, asumió tres papeles directivos diferentes: a) actuó como árbitro supremo de las disputas procedimentales, también en primera instancia; b) actuó como promotor para asegurar en todo caso la casi unanimidad de la aprobación de los documentos conciliares para que el Concilio no tuviese que terminar con vencedores y vencidos, con el peligro de un cisma en la Iglesia; c) actuó como garante de la ortodoxia católica, es decir, en pro de la conservación íntegra de la verdad de la fe, aun en la variación de sus formas de transmisión al hombre moderno. Aunque «a la asamblea, y sobre todo a las comisiones, no le quedaba siempre claro qué papel estaba desarrollando [el Papa] en un momento dado»[18].

Las intervenciones de Pablo VI en el Concilio

Ahora queremos examinar de manera sintética los casos más significativos en los que Pablo VI intervino durante la tercera sesión en el Concilio —tanto en la Asamblea General como en las comisiones— y las motivaciones que lo llevaron a hacerlo. Esto, pasando por alto posiciones ideológicas preconcebidas, nos dará la justa medida y el tenor de tales intervenciones papales, que en ningún caso minaron la libertad del Concilio, en cuanto que actuó con pleno respeto por sus prerrogativas y sus poderes.

La primera intervención de Pablo VI fue sobre el tercer capítulo del De Ecclesia, «De la estructura jerárquica de la Iglesia». Durante el período de inter-sesión en mayo de 1963, el Papa envió a la Comisión Doctrinal trece «sugerencias» en materia de colegialidad, que deseaba fuesen atentamente examinadas con el fin de evitar en el futuro posibles interpretaciones erróneas del texto. En este caso, dijo actuar como «obispo entre los obispos», aunque tal intervención fue recibida con consternación por los padres de la «mayoría». «El episodio —escribe O’Malley— era un presagio del extraordinario número de intervenciones de este tipo que iban a producirse a partir de aquel momento»[19].

Naturalmente, nadie impugnaba el derecho del Papa a intervenir en los textos conciliares, pero lo que creaba problemas era que, de manera habitual, dicha intervención se producía al final del itinerario de producción del texto, cuando este ya se hallaba listo para su firma y envío a la asamblea. La Comisión consideró las «sugerencias» del Papa con extrema atención: algunas fueron acogidas; otras, rechazadas. Entre estas últimas se contaban, en particular, las limitaciones pedidas por Pablo VI en materia de colegialidad, a fin de que la autoridad del colegio episcopal fuese ejercida según «las prescripciones de su cabeza», el Papa. La Comisión, por el contrario, confirmó la solución previamente adoptada, a saber: que la autoridad del Colegio nunca podía ser ejercida independientemente del pontífice. Mons. Philips, en una carta dirigida a Pablo VI, explicó los motivos de las decisiones adoptadas por la Comisión sobre las «sugerencias» presentadas por el Papa.

La materia del De Ecclesia, reformulada por la Comisión Doctrinal sobre la base del llamado «proyecto Philips», siguió todavía durante cierto tiempo preocupando al Papa, entre otras cosas, porque en relación con algunos puntos del documento —como la doctrina de la colegialidad— se había desencadenado hacía tiempo entre las dos almas del Concilio (es decir, entre la «mayoría» y la «minoría») un conflicto que no presentaba indicios de disminuir.

Así, el 13 de septiembre, en la vigilia del tercer período conciliar, Pablo VI recibió un largo memorando confidencial firmado por 25 cardenales (16 de los cuales eran curiales) y por 13 superiores generales de órdenes religiosas. El documento afirmaba que la doctrina expresada en el capítulo tercero del De Ecclesia representaba un gran peligro para la Iglesia y para su estructura tal como había sido querida por Cristo. En él se definía el esquema como «muy débil y falaz, tanto histórica como doctrinalmente […] poco preciso, poco lógico, poco coherente y, por tanto, capaz de dar ocasión, si fuese aprobado, a discusiones sin fin, a crisis, a dolorosas locuras y a atentados peligrosos contra la unidad, contra la disciplina y contra el gobierno de la Iglesia». Según estos padres, la doctrina de la colegialidad modificaba la enseñanza del Vaticano I sobre la del primado, porque comportaba una disminución de la autoridad y de la libertad del Papa en la conducción de la Iglesia, vinculándolas a un acuerdo con los obispos.

Pablo VI, que desde el principio había sostenido la línea del cambio en materia eclesiológica y había hecho de la «Iglesia en diálogo con el mundo moderno» uno de los temas claves de su pontificado, recibió el mencionado memorando con gran dolor, y el 21 de septiembre envió una carta personal al cardenal Larraona, de quien sabía que era el inspirador de la maniobra. En dicha carta manifestaba su desagrado por el memorando, fundado en argumentos discutibles, y agregaba, con insólita dureza, que, si hubiese intentado tomar las medidas indicadas por el memorando, de ellas se habría derivado un grave daño para el Concilio y para la Iglesia.

El 18 de octubre, el Papa rechazó de manera más atenta todas las acusaciones contra el esquema sobre la Iglesia presentadas por la «minoría» y recordó sus intervenciones para garantizar la integridad y la ortodoxia de la doctrina de la Iglesia[20]. Sin embargo, esta defensa del De Ecclesia contra sus detractores no significaba que Pablo VI compartiese el esquema en todas y cada una de sus partes. Según el pontífice, algunos pasajes en materia de colegialidad debían repensarse mejor y, en todo caso, debían tenerse en cuenta, asimismo, las argumentaciones de la «minoría» conciliar y, por tanto, buscar formulaciones que pudiesen obtener la unanimidad de los consensos en la votación final.

A la luz de lo dicho se comprende el significado de la Nota explicativa praevia distribuida el 16 de noviembre —en la denominada «semana negra»— a los padres conciliares, junto con el capítulo tercero del De Ecclesia, acerca de la estructura jerárquica de la Iglesia. Dicha Nota había sido enviada «por mandato de la autoridad superior», es decir, del Papa. El texto, redactado en medio de un gran secreto en los días precedentes por Mons. Philips y Mons. Carlo Colombo, fue presentado como una interpretación «auténtica» del capítulo tercero propuesta a los padres de la Comisión Teológica antes de que se pasara a la votación de las enmiendas[21].

En realidad, dicho texto repetía en buena parte de forma pleonástica lo establecido en el capítulo tercero. Las partes, por decirlo así, «nuevas» representaban la tentativa extrema de ganar para el esquema eclesial a la «minoría», que presionaba al Papa, pero, de hecho, el contenido más potente de aquel —capaz de renovar la vieja eclesiología— permaneció inalterado.

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La Nota no fue discutida ni votada en la asamblea. Como no había sido firmada por el Papa, sino solo por el secretario general del Concilio, Mons. Pericle Felici, la pregunta que se plantea es cuál es su verdadero valor con relación a los documentos conciliares. Para algunos se trata de un simple documento de trabajo de la Comisión Teológica; para otros, en cambio, tiene valor obligatorio en la interpretación del capítulo tercero, con el cual está estrechamente ligada. Según Alberigo, todo lo que en la Nota «es contradictorio, contrastante o, aunque solo sea, agregado y disonante respecto de la constitución Lumen gentium carece de todo valor»[22].

El 21 de noviembre de 1964 la constitución eclesial Lumen gentium fue aprobada por la asamblea conciliar con solo cinco votos en contra (de 2 156 expresados). La estrategia adoptada por el Papa en aquellos meses —considerada por algunos «“hamlética” y ambigua»[23]— había obtenido sus resultados. Varios meses antes, hablando con el director de La Civiltà Cattolica, P. Roberto Tucci, acerca del esquema De Ecclesia, Pablo VI tuvo respecto de este, todavía en proceso, palabras de vivo aprecio, definiéndolo como «el fruto maduro de un hermoso florecimiento de estudios eclesiásticos, y alabó de manera particular a los autores franceses, que supieron unir la firmeza de las concepciones con la sensibilidad moderna y con la expresión así adherente a las exigencias de la cultura contemporánea». La simpatía del Papa se inclinaba sobre todo hacia los progresistas, pero, en su alta función de cabeza y árbitro del Concilio, no podía ignorar las posiciones de la «minoría». De alguna manera había que mediar, y eso fue lo que Pablo VI hizo de manera excelente.

Pablo VI en la ONU

El clima de la asamblea volvió a calentarse generando un «descontento general» cuando el 19 de noviembre el cardenal Eugène Tisserant comunicó que el Consejo de Presidencia había decidido aplazar la votación en relación con el texto de la declaración sobre la libertad religiosa[24] porque, tras las modificaciones aportadas en la Comisión, representaba un texto nuevo que, según el reglamento, requería un lapso adecuado de tiempo para su examen.

La comunicación fue recibida por la «mayoría» con turbación y fastidio, sobre todo cuando se supo que el Papa había aceptado la petición de un grupo de obispos españoles, hostiles por motivos políticos a la declaración, que querían que se aplicase de manera puntual el reglamento de la disciplina de voto. Los obispos estadounidenses, muy sensibles en materia de libertad religiosa, enviaron al pontífice una carta de protesta firmada por 441 padres, en la que se pedía que se procediese al voto. Pablo VI quiso que se aplicara el reglamento como garantía de imparcialidad, pero prometió a los padres de la «mayoría» que la declaración se discutiría y se votaría al comienzo de la cuarta sesión.

El mismo día, el secretario del Concilio, Mons. Felici, anunció que el Secretariado para la Unidad de los Cristianos había introducido en el esquema sobre el ecumenismo, ya próximo a la votación final, 19 modificaciones, requeridas por la «autoridad superior» para mayor claridad del texto. Y Pablo VI había presentado en el último momento no menos de 40 «enmiendas» para aportar al escrito, que no eran incompatibles con lo que se había decidido. Puesto que la petición fue realizada en la víspera de la discusión, el cardenal Augustin Bea no tuvo tiempo para pedir una sesión del Secretariado y, con sus colaboradores más estrechos, acogió las modificaciones que se habían propuesto.

En realidad, se trataba de agregados marginales —en su mayoría, precisiones, pulimentos, ya fueran lingüísticos o conceptuales—; sin embargo, en el candente clima de aquellos días a muchos padres les pareció que se quería modificar la sustancia del texto y que el Papa estaba atentando contra la libertad del Concilio.

Estas intervenciones papales sobre los textos, aunque realizadas desde la convicción de mejorar lo que se había hecho, fueron recibidas usualmente de mala gana por la «mayoría»: de ellas nació casi siempre un asunto delicado y derivó en drama, mientras que, por el otro lado, daban a la «minoría», derrotada en el aula conciliar, la posibilidad de introducirse en las fracturas que se creaban de ese modo.

Así, el esquema sobre el ecumenismo —que se convirtió en el decreto Unitatis redintegratio— logró, también gracias a las intervenciones papales, ser aprobado casi por unanimidad en aquella misma sesión.

En la cuarta, el primer esquema propuesto para la discusión de los padres fue el relativo a la libertad religiosa. Una vez más, el debate resultó acalorado: la «minoría» dio batalla, interviniendo muchas veces en el aula. Setenta fueron los oradores que participaron. Las posiciones entre las dos almas del Concilio todavía se hallaban distantes. A favor del esquema se alinearon en masa los obispos estadounidenses, casi todos los obispos de Europa occidental, los provenientes de los países comunistas y otros cuantos.

Como las posiciones en el debate en el aula parecían igualarse, el 20 de septiembre el Consejo de Presidencia decidió dejar de lado el documento, en espera de una nueva redacción. Apenas fue informado de la decisión, el Papa ordenó que los padres votaran el texto lo más pronto posible para, después, ser presentado a la votación final, «porque —dijo el Papa— este documento es capital. Fija la actitud de la Iglesia para varios siglos. El mundo lo espera»[25].

En ese mismo período, Pablo VI tuvo un papel propositivo y de estímulo para llevar a puerto otro importante documento conciliar: el que dio en llamarse «Esquema 13», que versaba sobre las relaciones entre la Iglesia y el mundo, y que después se convertiría en la constitución Gaudium et spes. De nuevo fue criticado, y no solo por la «minoría». Algunos lo definieron como un texto más de sociología que de teología; otros dijeron que reflejaba de manera excesiva la influencia de la teología francesa y que era demasiado optimista en su valoración del mundo contemporáneo. Los alemanes lo criticaron porque trataba demasiado poco o de manera superficial acerca del pecado original y del papel salvífico de la cruz.

Algunos padres consideraban que el texto no contenía ninguna condena explícita del comunismo y se preguntaban qué fin habían tenido las 330 enmiendas de condena explícita del ateísmo marxista presentadas por la asamblea. Pablo VI pidió que se citaran en nota las encíclicas y las declaraciones de los papas que condenaban el comunismo. No obstante, y a pesar de que todavía había mucho que hacer y que integrar en diversos ámbitos, no quiso que el esquema dejara de figurar en la agenda conciliar, como muchos esperaban. Y, en previsión del viaje que iba a hacer poco después a la ONU, tampoco quiso dar la impresión de que la Iglesia católica solo se interesaba por sí misma, ignorando los grandes desafíos del mundo moderno.

El 4 de octubre de 1965, mientras el Concilio trabajaba sobre los documentos arriba citados, Pablo VI fue de visita a la ONU, invitado por el secretario general, U Thant. El Papa iba acompañado por siete cardenales provenientes de varios continentes. Habló frente a los representantes de 117 naciones, ya que solo el de Albania se hallaba ausente. Su estilo fue sobrio; su grácil figura vestida de blanco inspiraba respeto y simpatía en el auditorio. Pablo VI no se presentó como un maestro de civilización que fuera a enseñar a los grandes de la Tierra la verdad sobre la base de la revelación o del derecho natural, sino como el representante de una Iglesia que era «experta en humanidad» y que, desde hacía mucho tiempo, estaba en camino a través de la historia. Habló no solo en nombre de los católicos, sino también de todos los cristianos, en especial —dijo— «de aquellos que han tenido a bien encargarnos explícitamente ser intérprete suyo».

El Papa expresó palabras de aprecio hacia el estatuto de la ONU e invocó para todos la paz: «La humanidad deberá poner fin a la guerra —afirmó, citando John F. Kennedy—, o será la guerra la que ponga fin a la humanidad […]. ¡Nunca más la guerra! ¡Nunca más la guerra! Es la paz, la paz la que debe guiar el destino de los pueblos y de toda la humanidad».

Pablo VI exhortó al desarme, a una distribución diferente de la riqueza de los bienes de la tierra, a cultivar una mentalidad nueva y a difundir una manera distinta de pensar al hombre y su convivencia.

Tan pronto como regresó de Nueva York quiso dirigirse de inmediato al aula conciliar, donde fue recibido con un largo aplauso. La Iglesia católica —dijo— ha asumido frente al mundo la obligación «de servir a la causa de la paz». Los padres quisieron que el mensaje del Papa fuese adjuntado a las actas conciliares.

Estos temas, solo esbozados en el discurso de Pablo VI a la ONU, se convirtieron después en puntos firmes del nuevo magisterio pontificio, no centrado ya en la condena del mundo moderno, sino en la promoción integral del hombre como ser abierto a la trascendencia y llamado, al mismo tiempo, a trabajar por el bien de la colectividad.

  1. Acerca del cónclave, cf. A. Tornielli, Paolo VI. L’ audacia di un papa, Milán, Mondadori, 2009, p. 329s.

  2. Cf. G. Sale, «Del De Ecclesia a la Lumen Gentium», en La Civiltà Cattolica Iberoamericana, I, 2017, n. 9, pp. 66-80.

  3. Cf. P. Macchi, Paolo VI nella sua parola, Brescia, Morcelliana, 2003, p. 106.

  4. L. Sapienza, La barca de Pablo, Madrid, San Pablo, 2018, p. 39.

  5. Pablo VI, Messaggio all’ intera famiglia umana «Qui fausto die», 22 de junio de 1963, en w2.vatican.va.

  6. Cf. G.M. Vian, «Paolo VI», en Enciclopedia dei Papi, vol. III, Roma, Treccani, 2017, p. 666; G. Adornato, Paolo VI. La storia, l’eredità, la santità, Cinisello Balsamo, San Paolo, 2014, p. 112.

  7. Pablo VI, Homilía durante la solemne coronación, 30 de junio de 1963, en w2.vatican.va.

  8. Cf. A. Riccardi, Il potere del papa. Da Pio XII a Paolo VI, Roma/Bari, Laterza, 1988, p. 227.

  9. Pablo VI, Discurso inaugural en la tercera sesión del Concilio Vaticano II, 14 de septiembre de 1964, en w2.vatican.va. Frente a la orientación eclesiológica de Pablo VI se manifiesta críticamente G. Verucci, La Chiesa nella società contemporanea, Roma/Bari, Laterza, 1988, p. 384.

  10. G. Alberigo, Transizione epocale. Studi sul Concilio Vaticano II, Bolonia, il Mulino, 2009, p. 787.

  11. Escribe a ese respecto Alberigo: «No obstante, en varias ocasiones permanece la impresión de que era un uso tal vez un poco desenvuelto y no profundizado. Si la actitud dialogante constituía un claro progreso en contraste con la actitud hosca y, de todos modos, de superioridad asumida por el magisterio eclesiástico precedente, a veces se percibe un uso demasiado “fácil” y, al final, banalizador» (G. Alberigo, Transizione epocale…, op. cit., p. 787).

  12. A. Riccardi, Il potere del papa. Da Pio XII a Paolo VI, op. cit., p. 229.

  13. Cf. ibíd.

  14. Cf. G. Sale, «A cinquant’anni dal viaggio di Paolo VI in Terra Santa», La Civiltà Cattolica, 2014, II, pp. 313-326.

  15. Cf. J.W. O’Malley, Che cosa è successo nel Vaticano II, Milán, Vita e Pensiero, 2010, p. 207.

  16. Según Alberigo, la relación entre Pablo VI y el mundo contemporáneo fue más compleja de lo que parece a partir de este documento. Para Alberigo, el Papa se movía según «una valoración simpatética, pero predominantemente crítica del tiempo actual. Por tanto, el diálogo respondía a una actitud de disponibilidad, pero no necesariamente de sintonía o de fraternidad» (G. Alberigo, Transizione epocale…, op. cit., p. 785). Sin embargo, esta posición no tiene en cuenta las difíciles condiciones históricas en las que se desenvolvió el ministerio del Papa, ni tampoco su personalidad introvertida, tímida y discreta, pero capaz de grandes impulsos de afecto y de generosidad también hacia los más lejanos.

  17. G.F. Svidercoschi, Inchiesta sul Concilio. Parlano i protagonisti, Roma, Città Nuova, 1985, p. 34.

  18. J.W. O’Malley, Che cosa è successo nel Vaticano II, op. cit., p. 175.

  19. Ibíd., p. 205.

  20. Cf. X. Toscani (ed.), Paolo VI. Una biografia, Roma, Studium, 2014, p. 384.

  21. La Nota explicativa praevia estaba articulada en cuatro puntos: 1) el primer punto precisaba que el término «colegio» no debía entenderse en sentido estrictamente jurídico, es decir, como un grupo de iguales; 2) el segundo punto afirmaba que la incorporación en el colegio como efecto de la consagración episcopal está condicionada por la «comunión jerárquica» del nuevo obispo con el Papa y los demás obispos. De todos modos, corresponde a este la «determinación jurídica» del ámbito del ejercicio de la autoridad (diócesis) recibida por cada obispo en la consagración; 3) el tercer punto trataba sobre la relación entre «modalidad personal» (el Papa solo) y la «modalidad colegial» (el Papa con el colegio episcopal) del ejercicio de la autoridad suprema en la Iglesia. Se subrayaba que la elección del modo de ejercer la autoridad correspondía solo al pontífice; 4) el cuarto punto subrayaba la libertad del Papa respecto de condicionamientos por parte del colegio episcopal y la imposibilidad de este último de realizar actos válidos sin la participación o aprobación del Papa. Cf. G. Alberigo, Breve historia del Concilio Vaticano II (1959-1965), Salamanca, Sígueme, 2005, p. 120s.

  22. Íd., Transizione epocale…, op. cit., p. 324.

  23. Cf. C. Falconi, La svolta di Paolo VI, Roma, Ubaldini, 1968, p. 207.

  24. La Declaración sobre Libertad Religiosa, que después pasó a llamarse Dignitatis humanae, trató una de las materias más debatidas en el Concilio. Tenía que ver, en primer lugar, con las relaciones de la Iglesia con los distintos gobiernos no inclinados a la libertad religiosa con los que había suscrito concordatos. Además, en la Iglesia misma una corriente de pensamiento sostenía que solo la verdad tenía derechos, no el error, el cual solo podía ser tolerado para evitar males mayores. En cambio, los que apoyaban la libertad religiosa consideraban que ningún hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, podía ser obligado a la fe o impedido (en particular por la autoridad civil) a manifestarla. Este tema había sido ya ampliamente desarrollado en la encíclica Pacem in terris, de Juan XXIII. En el Concilio se afirmó de forma gradual pero decidida la convicción de que se debía «asumir como punto de partida la persona humana en cuanto sujeto de derechos y llamada a adherir a la verdad» (X. Toscani [ed.], Paolo VI…, op. cit., p. 386).

  25. X. Toscani [ed.], Paolo VI…, op. cit., p. 397. En este período, el Papa intervino también en el esquema sobre la revelación —que se convirtió en la constitución Dei Verbum—, enviando a la comisión encargada algunas enmiendas importantes que la «minoría» estaba dispuesta a aceptar. Acerca de la cuestión de las fuentes de la revelación, propuso la siguiente formulación: «La Iglesia no saca exclusivamente de la Escritura la certeza de todo lo revelado» (n. 9). En materia de inerrancia propuso: «La Sagrada Escritura enseña sin error la verdad que Dios quiso que fuese consignada en las sagradas letras para nuestra salvación» (cf. n. 11). Sobre la constitución Dei Verbum, cf. G. Sale, «La discussione conciliare sul rapporto tra Scrittura e Tradizione», La Civiltà Cattolica, 2017, IV, pp. 24-39.

Giovanni Sale
Después de realizar estudios en derecho en 1987 ingresó a la Compañía de Jesús, en la cual fue ordenado presbítero. Desde 1998 es parte del Colegio de Escritores de La Civiltà Cattolica. Enseña, además, Historia de la Iglesia Contemporánea en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Ha trabajado durante años en el Instituto Histórico de la Compañía de Jesús, del que fue su último director.

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