Biblia

Jesús y el juicio

foto: iStock/vesilvio

«Dios en persona va a juzgar» (Sal 50,6). Esta afirmación del salmista expresa de manera apropiada cuál era la convicción común de los judíos en tiempos de Cristo. Ciertamente, hay un juez que juzgará tanto a los hombres como a las naciones. «¿Por qué ha de despreciar a Dios el malvado, pensando que no le pedirá cuentas?» (Sal 10,13). Pero a esta pregunta responde rabí Akiva diciendo: «Hay un juicio y hay un juez»[1].

Lo que podría parecer una amenaza es, en realidad, una esperanza. El juicio de Dios no es ante todo una mala noticia, porque la fe en un Dios que quiere la salvación de su pueblo y, aún más, que ama la vida de todas sus criaturas, está arraigada tanto en el Libro como en el culto: «amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que hiciste; pues, si odiaras algo, no lo habrías creado» (Sab 11,24). La fe bíblica está animada hasta el fondo por esta fe de que Dios es el justo juez. No hay imperio humano ni autoridad humana que pueda reemplazarlo.

En el Evangelio, Jesús comparte esta convicción con sus interlocutores judíos. Muchas parábolas, imágenes y palabras dan testimonio de esta profunda convicción. Dios hará justicia, porque es parte de su naturaleza ser un juez justo: «y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche, aunque los haga esperar? Les aseguro que en un abrir y cerrar de ojos les hará justicia» (Lc 18,7-8a). Por eso, Jesús utiliza un lenguaje propio para hablar del juicio. Si procuramos conocer bien los textos bíblicos y aquellos otros textos que nos han llegado entre los escritos judíos de la época podremos percibir poco a poco su originalidad. ¿Qué nos dice Jesús acerca del juicio, de la justicia y del juez?

Juzgar el tiempo presente

Jesús pide ante todo formular un juicio sobre el presente y en el presente. Creer que Dios juzgará en el futuro está bien, pero ¿qué pasa con el tiempo actual? El creyente podría estar tentado de remitir al juicio último de Dios como se remite a las calendas griegas, y sustraerse así a la exigencia de juzgar él mismo aquí y ahora lo que se desarrolla en el presente. Pero, si bien todos recordamos la invitación a no juzgar al propio hermano, tal vez no nos damos cuenta suficientemente de que Jesús invita ante todo a juzgar la situación y el tiempo en los que nos encontramos. «Cuando sopla el sur decís: “Va a hacer bochorno”, y sucede. Hipócritas: sabéis interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, pues ¿cómo no sabéis interpretar el tiempo presente? ¿Cómo no sabéis juzgar vosotros mismos lo que es justo?» (Lc 12,55-57). Es una invitación a juzgar por sí mismo. No hay que engañarse: la primera clave es saber reconocer cuándo habla Dios.

El primer juicio determinante que Jesús formuló en su vida —y al cual se atuvo hasta el final— fue que el Dios de Israel había enviado con una misión a Juan el Bautista. Quien confiesa que Juan es enviado por Dios para la conversión del pueblo juzga con justicia el tiempo en el que vive. La primera pregunta decisiva es esta: «El bautismo de Juan, ¿era del cielo o de los hombres?» (Lc 20,4). Este es el verdadero problema. Si Jesús se puso en camino es porque consideró que la misión del Bautista estaba inspirada por Dios. Se dirigió al Jordán a hacerse bautizar por Juan para avalar, en primer lugar y con todo su ser, esta decisión y esta convicción espiritual radical: Juan ha sido enviado por Dios. Reconocer el origen de la misión de Juan significa que Dios ha decidido ofrecer a su pueblo un espacio y un tiempo para la conversión: «El reino de Dios ha llegado a vosotros» (Lc 10,9). He ahí el juicio.

Nunca se podrá valorar en demasía este juicio inicial de Jesús y la importancia que asumió en su vida. Con Juan el Señor comenzó un proyecto de salvación, y Jesús lo vio como la señal de partida de su propia misión, una misión que se situaba en la huella de la del Bautista pero que, al mismo tiempo, debía manifestar características propias. Este camino seguido por Jesús contiene muchas enseñanzas. En cierto sentido, la primera pregunta que hay que plantearse es justamente esta: «¿Cuál es este tiempo?». El tiempo del juicio no debe ser trasladado a un futuro lejano: ya ha comenzado. Pero lo que hay que juzgar en primer lugar es todo aquello que Dios está emprendiendo para la vida del mundo. A cada uno de nosotros le compete ser un justo juez con respecto a la hora en la que Dios viene. ¿Por medio de quién me da Dios una señal?

Juzgar por sí mismo

En la pregunta de Jesús planteada en Lc 12,55-57, que es una invitación a juzgar el tiempo en que nos encontramos, hay también una invitación a juzgar por sí mismo. Esto podría sorprendernos: ¿no hay acaso en el pueblo santo jueces y sacerdotes encargados de eso? Se trata justamente de juzgar por uno mismo aquello a lo que Dios nos llama aquí y ahora. Por eso, una de las expresiones preferidas de Jesús era: «El que tenga oídos para oír, que oiga» (Lc 14,35), es decir: que juzgue él mismo.

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Sin duda, una comunidad numerosa necesita jueces, pero, por otra parte, una de las tentaciones de la humanidad será siempre la de no asumir la responsabilidad del juicio y, para no pronunciarse en primera persona, invocar como pretexto la presencia de jueces a los que se les ha confiado la tarea de juzgar. Pero ni siquiera el Mesías ha venido a juzgar a los demás. «Entonces le dijo uno de la gente: “Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia”. Él le dijo: “Hombre, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?”» (Lc 12,13-14). Habría podido agregar: «¿Cómo no sabéis juzgar vosotros mismos lo que es justo?» (Lc 12,57). ¿Acaso no tenéis sabiduría suficiente como para saber que la vida de un hombre no está en sus bienes y que los celos entre hermanos conducen a la muerte? ¿Es que no está escrito y también relatado todo ello desde el principio en el Libro?

Este tema, del cual comienza a hablarse en los Evangelios sinópticos, será retomado después ampliamente por Juan. No solo no son competencia del Mesías los juicios según el mundo, sino que tampoco el mismo juicio final integra su misión primaria. Esta es la perspectiva desarrollada por Juan: «Al que oiga mis palabras y no las cumpla, yo no lo juzgo, porque no he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo» (Jn 12,47). Recordar que Jesús es el Mesías juez acarrearía el peligro de hacer pasar a un segundo plano su misión de salvador, de dador de la vida y del Espíritu. Sin duda, Jesús es un justo juez, pero no vino para juzgar. Juan insiste en esta reticencia de Jesús a presentarse como juez: «Y, si juzgo yo, mi juicio es legítimo, porque no estoy solo» (Jn 8,6).

Sería todo un triunfo para nosotros si meditáramos y sopesáramos bien la parte inicial y la final de este versículo. Por un lado, «Y, si juzgo yo», donde se puede intuir toda la reserva de Jesús frente al juicio. No podemos vivir sin juzgar, pero ha de hacerse con conocimiento de causa. Se podría agregar: en caso de extrema necesidad. Por otro lado, «no estoy solo», donde puede entreverse la relación de Jesús con su Padre. No podemos vivir sin juzgar, pero ¿no podemos, tal vez, juzgar frente a Dios, con él? Y ¿no estará nuestro juicio demasiado a menudo falseado por el hecho de que no lo hemos aclarado lo suficiente hablando con otros y con Dios?

Juzgar al propio hermano

Una vez que se ha elegido bien el tiempo y que cada uno ha juzgado en primera persona, ¿hay todavía espacio para juzgar a los otros? Llegamos así precisamente a aquello de lo cual a menudo partimos: el juicio sobre los demás. Sabemos que Jesús invita con insistencia a no juzgar al prójimo. No obstante, no podemos no sentirnos incómodos si entendemos esta invitación a no juzgar como si se tratara de la necesidad de no juzgar situaciones y acciones. Así pues, ¿cómo puede ser posible actuar, hablar y, en suma, vivir, sin juzgar?

Este es el motivo por el cual Lucas ha querido precisar de inmediato el «no juzguéis, y no seréis juzgados» agregando el «no condenéis, y no seréis condenados» (Lc 6,37). Por tanto, habría que diferenciar entre el juicio que juzga y el juicio que condena. Pensemos en la manera con la que Jesús se inclina hacia el suelo frente a la mujer adúltera. Él dice: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más» (Jn 8,11). La ausencia de condena precede al juicio. Ha habido un pecado. Pero, por experiencia, sabemos que no condenar requiere un trabajo interior difícil y exigente. ¡Cuántas veces llegamos fácilmente a juzgar a una persona partiendo del juicio que emitimos acerca de una de sus acciones!

Bien sabemos que vivir según el ejemplo de Cristo nos induce a creer que cada uno puede cambiar, y sabemos, además, que en el plano humano el juicio puede envenenar de verdad nuestra vida. Lytta Basset escribe con razón que cada uno de nosotros «desea vivir libre de esta compulsión, aislarse de los demás con un juicio definitivo». El juicio no es solo —y no puede ser en primer lugar— un mal que se hace al prójimo al que se juzga, sino que es ante todo una herida que uno se inflige a sí mismo: «Nuestro espíritu de juicio, como un terco espinoso, no cesa de invadir y de cubrir el camino de nuestra alegría»[2].

¿Cómo afrontó Jesús esta parte de nuestra —y, por tanto, de su— humanidad? Él puso en práctica de manera radical el adagio agustiniano que consiste en odiar el pecado y amar al pecador. Fue al encuentro de los pecadores sin preconceptos, pero también sin cerrar los ojos a los hechos: «Tienes razón, que no tienes marido: has tenido ya cinco, y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad» (Jn 4,17-18). ¡Qué delicadeza muestra al encuadrar lo que está situado en el ámbito del pecado, del fracaso y del sufrimiento en aquello que pertenece al orden de lo bueno y de lo verdadero! ¿Y si también nosotros, cada vez que intentamos definir una situación de pecado, comenzáramos y termináramos subrayando todo aquello que, a pesar de todo, es bueno y verdadero? ¿No cambiaría esto, tal vez, nuestro modo de hablar?

Al respecto resulta ejemplar la actitud de Jesús hacia Zaqueo. Jesús tomó la iniciativa: se invitó a la casa de un pecador. Dejó que la gracia del hoy de Dios hiciese su curso en el corazón de Zaqueo. De alguna manera dejó que él estableciese libremente su propia penitencia. Repitió a cada uno que siempre es posible un futuro de conversión.

¿Juzgarse a sí mismo?

Sabemos bien que los juicios que formulamos sobre los demás son a menudo el fruto del juicio que formulamos sobre nosotros mismos. Cuando se trata de juzgarnos a nosotros mismos oscilamos entre una indulgencia complaciente y una dureza excesiva. ¿Cómo llegar a dirigir una mirada distinta hacia uno mismo? Jesús no puso en primer plano ese juicio. Por el contrario, ayudó a sus oyentes a tomar conciencia de esta divergencia y los invitó a arrojar luz sobre su vida fundándose en la misericordia de Dios. Desplazó la atención hacia el modo en que juzgamos a nuestro prójimo sin ver primero la viga que hay en nuestro propio ojo: «¡Hipócrita: sácate primero la viga del ojo; entonces verás claro y podrás sacar la mota del ojo de tu hermano!» (Mt 7,5).

Jesús habla siempre con vistas al prójimo. No pide nunca pronunciar un juicio sobre sí mismo. Por el contrario, exhorta a tomar conciencia de los motivos que inducen a juzgar. Además, invita a entrar en otra perspectiva en relación con los demás y, en consecuencia, en relación consigo mismo.

Muchas de sus palabras subrayan la responsabilidad de nuestra mirada sobre Dios como clave para nuestra manera de juzgar. En la parábola de los talentos, el patrón declara a su tercer siervo: «Por tu boca te juzgo, siervo malo» (Lc 19,22). Juan podrá después desarrollar este tema: «El que me rechaza y no acepta mis palabras tiene quien lo juzgue: la palabra que yo he pronunciado, esa lo juzgará en el último día» (Jn 12,48). Es en la negativa a escuchar, en la negativa a abrirse a la mano tendida del Padre, donde cada uno se juzga a sí mismo. En última instancia no debemos juzgarnos, sino confiar este juicio a Dios pidiendo poder recibir cada vez más su mirada sobre nuestra vida: una mirada que se dirigirá siempre en primer lugar hacia lo que es bueno y verdadero, sin cerrar los ojos, por complacencia, frente a quien ha cometido una mala acción.

Por tanto, la buena noticia consiste en que no debemos juzgarnos y en que nuestro juez es justamente el Señor. Karl Barth afirmaba con energía: «El hombre quiere ser su propio juez y se comporta como tal. Todo pecado tiene su esencia y su origen en el hecho de que el hombre quiere ser su propio juez»[3].

Cristo ha aceptado incluso el dejarse juzgar por nosotros, aun siendo él del todo inocente. Él, el juez, se dejó juzgar por aquellos a los que debía juzgar. No es un juez por encima de nosotros, sino por nosotros. No debemos tener miedo del juicio de Dios, sino que debemos esperarlo con la misma alegría con la que esperamos el regreso de Cristo. «Vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos» no es una amenaza, sino una promesa feliz. Cristo «ocupó como juez nuestro lugar. Él ocupó nuestro lugar al ser juzgado. Fue juzgado en lugar de nosotros. Hizo lo que es justo en lugar de nosotros. Sería importante reconocer que no hay nada más que agregar a esto, a no ser un “amén”»[4]. ¿Y si Cristo fuese el que nos permite juzgarnos con justicia sin condenarnos?

La sed de justicia

Pero no podemos olvidar que nuestra historia personal y colectiva encierra una sed de justicia y sigue en espera de un juicio. El requerimiento de dictamen es una aspiración legítima y urgente de toda la humanidad sufriente. Toda injusticia que no ha salido a la luz y no ha sido juzgada exige un juicio. Paul Ricœur funda su análisis del papel ejercido por la narración en nuestra vida sobre esta aspiración a la justicia: «Contamos historias porque, al fin y al cabo, las vidas humanas necesitan y merecen contarse. Esta observación adquiere toda su fuerza cuando evocamos la necesidad de salvar la historia de los vencidos y de los perdedores. Toda la historia del sufrimiento clama venganza y pide narración»[5].

Podemos recordar aquí el éxito obtenido por las series policíacas. Pensamos que estas responden a la sed profunda de justicia que el ser humano lleva en su interior. Citaremos como ejemplo la serie estadounidense Cold Case (en España, Caso abierto; en Latinoamérica, Caso cerrado), que tiene por lema: «El tiempo nunca se acaba para la justicia» (Time never runs out for justice). Las novelas policíacas se fundan también en esta búsqueda. Sed de justicia y sed de verdad. Buscamos la verdad. Conocer la verdad tranquiliza, aunque hayamos perdido a un ser querido.

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Precisamente, algunos grandes autores de novelas policíacas han dado forma narrativa a este asunto que inspira su creación literaria. En un mundo signado por el mal, a veces de manera muy profunda, no se puede renunciar a desear la justicia. Todo ser tiene derecho a la vida. En Cold Case, los que no se sienten en paz —a veces incluso durante años tras la muerte de aquellos a los que amaban (más o menos bien, pero este aspecto es secundario)— no son solo los parientes de la víctima, sino a menudo el mismo culpable, que, además, experimenta una suerte de redención cuando llega a explicar lo sucedido, lo que hizo. El caso del culpable que no quiere decir nada ni explicar nada sería el lance más violento, pero es muy raro.

Dicho de manera breve, como escribe Dorothy Sayers, «la justicia es una realidad terrible, pero la injusticia es peor»[6]. Y agrega: «las novelas policíacas contienen un sueño de justicia. Proyectan la visión de un mundo en el que las maldades son reparadas, los villanos son traicionados por indicios que no se daban cuenta que dejaban. Un mundo en el que los asesinos son capturados […] y las víctimas inocentes son vengadas». Se le objeta entonces: «Pero es solamente una visión […]. El mundo en que vivimos no es así». Y ella responde: «Las novelas policíacas mantienen viva una visión del mundo que debería ser verdadera. Desde luego, la gente las lee para entretenerse, por diversión, como lo hacen con las palabras cruzadas. Pero por debajo alimentan un hambre de justicia»[7].

La novela policíaca nos ofrece casi de manera inconsciente la certeza de vivir en un universo comprensible a nivel moral y de que tenemos el deber de buscar la verdad y la justicia. Justo esta es la convicción de fondo que sostiene el trabajo —podría decirse, la vocación— de la inspectora Lilly Rush en Cold Case. Lo más importante, a fin de cuentas, no es el castigo del culpable, sino la reconciliación a la que conduce la verdad. Es una convicción profundamente cristiana. No hay libertad sin verdad. No hay paz sin justicia.

¿Puede el juicio mismo ser una buena noticia? Sí. Pues ¿cómo podría hacerse oír, de otro modo, una palabra de verdad? El biblista Daniel Marguerat se expresa en estos términos: «El horizonte del juicio es una herida continua infligida en el deseo del mundo de replegarse sobre sí mismo y de autodefinirse. El juicio abre una brecha en este repliegue idolátrico del mundo sobre sí mismo»[8]. A pesar de toda su limitación, nuestros juicios humanos expresan nuestra sed del dictamen de Dios, del día en que «el Señor enjugará las lágrimas de todos los rostros» (Is 25,8). Las bienaventuranzas de Jesús nos lo recuerdan con fuerza. En efecto, el Hijo del hombre vendrá como juez: «Porque el Hijo del hombre vendrá, con la gloria de su Padre, entre sus ángeles, y entonces pagará a cada uno según su conducta» (Mt 16,27).

La idea que Jesús se hace del juicio es original, aun permaneciendo totalmente anclada en la fe de Israel. Para el juicio vale lo mismo que para las otras dimensiones de su enseñanza: Jesús reúne en sí todos los hilos de la pedagogía bíblica y se muestra fiel a la tradición de sus padres, aun renovándola. Habla con un tono inimitable y de una manera sorprendente, más aún, inaudita. Extrae de su tesoro cosas nuevas y antiguas. Sí: Dios juzgará a cada uno, pero ya desde ahora cada cual está invitado a juzgar bien. El juicio de Dios no debe ser una coartada para la pasividad y la falta de discernimiento. Todo lo contrario.

En segundo lugar, cada uno está invitado a mirarse a sí mismo más que a su prójimo. Dios ha optado por dejar con vida a un mundo pecador. No queramos ser jueces más severos que el supremo Juez. Sí, Dios es juez, pero ha elegido suspender su juicio, usar la paciencia. Su deseo es hacer misericordia. Jesús invita a sus oyentes a entrar en la imitación de Dios. Se preocupa por repetir: «No juzguéis, para que no seáis juzgados» (Mt 7,1).

La espera del reino que viene no debe impedirnos actuar antes de su llegada. La fe en el juicio que hará Dios no es una invitación a no juzgar nada, sino, por el contrario, a entrar en una escucha que permita un proceso justo sobre la situación en vista de la acción. A fin de cuentas, no solo hay que juzgar bien con respecto al tiempo y a uno mismo, sino respecto del mismo Dios… La primera conversión que Jesús exige es la conversión del juicio sobre Dios, de la mirada sobre Dios. El que entra poco a poco en las perspectivas de Dios, que son «designios de paz y no de aflicción» (Jer 29,11), se interna en una visión que mantiene lejos la condena. ¿Y si para Dios juzgar fuese plasmar la verdad sin condenar? ¿Y si tuviésemos que ir también nosotros por el mismo camino?

No obstante, el Evangelio de Mateo se halla totalmente bajo el signo del juicio. Pero, en definitiva, las dos tradiciones no están tan lejos la una de la otra. Asimismo Juan, el evangelista del amor, hace decir a Jesús: «No juzguéis según apariencia, juzgad según un juicio justo» (Jn 7,24). Pues bien, también Mateo, en la solemne visión del retorno del Hijo del hombre, deja la última palabra sobre el juicio al amor concreto hacia los más pequeños: «En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). Mateo anticipa así a san Juan de la Cruz y su célebre dicho: «A la tarde te examinarán en el amor»[9].

  1. Comentario hebreo al libro del Génesis en Bereshit Rabba 26,6.

  2. L. Basset, «Moi, je ne juge personne»: l’Evangile au-delà de la morale, París, Albin Michel, 2003, p. 9s.

  3. K. Barth, Die Kirchliche Dogmatik IV (1), Zúrich, Evangelischer Verlag, 1953, p. 241.

  4. Ibíd., p. 300.

  5. P. Ricœur, Tiempo y narración I, México/Buenos Aires, Siglo XXI, 52004, p. 145.

  6. «Justice is a terrible thing, but injustice is worse», citado en S. Hauerwas, A Better Hope. Resources for a Church Confronting Capitalism, Democracy, and Postmodernity, Grand Rapids, Brazos, 2000, p. 205.

  7. Ibíd., p. 206.

  8. D. Marguerat, «Loi et jugement dernier dans le Nouveau Testament», en F. Mies (ed.), Bible et droit. L’esprit des lois, Bruselas/Namur, Lessius, 2001, p. 86.

  9. Juan de la Cruz, Avisos espirituales, 1: «Dichos de luz y amor», n.o 60, en íd., Obras completas, Burgos, Monte Carmelo, 2003, p. 100.

Marc Rastoin
Es un jesuita francés. Luego de obtener su título en Ciencias Políticas, entró a la Compañía de Jesús en 1988. Defendió su tesis sobre la Epístola a los Gálatas. Comprometido desde la infancia en el diálogo judeo-cristiano, es delegado del Padre General de la Compañía para las relaciones con el judaísmo desde 2014. Enseña el Nuevo Testamento en el Centro Sèvres de París y en el Institut Biblique de Rome.

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