ECONOMÍA

Empresa, sociedad y comunidad humana

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Ya sea en la familia, en las asociaciones religiosas, en los equipo deportivos y de trabajo, en la iglesia o la empresa, la «vida juntos» sigue buscando su fórmula adecuada, a medio camino entre la «sociedad» y la «comunidad». De hecho, la comunidad y la sociedad no son alternativas excluyentes una de la otra, argumentó Jürgen Habermas[1]. En toda vida humana, ambas son necesarias.

Por supuesto, nuestro mundo organizado tiende a excluir cualquier referencia a la comunidad, en beneficio exclusivo de la sociedad. Esta última, con todo lo que supone en términos de instituciones, organizaciones y normas, complementa necesariamente a la comunidad en virtud de su carácter político. La limitación de la comunidad es que sólo parece referirse a las relaciones interpersonales y a la amistad, donde los sentimientos y la libre ayuda mutua desempeñan un papel más importante que las transacciones, que son racionales aunque no siempre calculables. En consecuencia, en el mundo liberal actual, la comunidad queda relegada a los márgenes, como un asunto puramente privado. En realidad, cualquier empresa en la que se requiera la colaboración de varias personas debe combinar las características de la comunidad con las de la sociedad. Pero, ¿cómo hacerlo?

«En todo caso, debe tender a que la empresa sea una auténtica comunidad humana, cuya influencia bienhechora se deje sentir en las relaciones de todos sus miembros y en la variada gama de sus funciones y obligaciones», escribió el Papa Juan XXIII en 1961, en su encíclica Mater et magistra[2]. Treinta años más tarde, en 1991, con motivo del centenario de la encíclica fundamental Rerum novarum del Papa León XIII, Juan Pablo II recordaba que «la empresa no puede considerarse única- mente como una “sociedad de capitales”; es, al mismo tiempo, una “sociedad de personas”, en la que entran a formar parte de manera diversa y con responsabilidades específicas los que aportan el capital necesario para su actividad y los que colaboran con su trabajo»[3].

El reto es hacer de cada empresa una comunidad de personas. ¿Por qué? ¿Y cómo puede una empresa que se ha desarrollado como una sociedad convertirse en una comunidad?

Comunidad y sociedad

Aplicada a la empresa, la distinción entre comunidad y sociedad es moderna: tiene su origen en el racionalismo del siglo XVII, en el movimiento de los teóricos del contrato social. La noción moderna de sociedad se opone así frontalmente a la perspectiva cristiana. Surge de una asociación de ciudadanos libres que, mediante un contrato, deciden crear, por su sola voluntad individual, una sociedad que será reconocida como tal y a la que todos se someterán, junto a los miembros fundadores. En contraste con la antropología cristiana, el individuo prevalece así sobre la persona, que es un ser de relaciones en una comunidad humana.

No es difícil percibir en este enfoque moderno del individuo creador la «certeza un tanto infatuada de la hegemonía europea sobre el resto del pensamiento»[4]. Porque, incluso sólo a través del lenguaje, los individuos ya están en comunidad. Desde su nacimiento, el niño, aunque no sepa hablar, es acogido por una comunidad: familiar, tribal, eclesiástica, nacional, de fraternidad u otra. Nunca está exento de las relaciones que le constituyen como ser humano. Los individuos pueden, por supuesto, inventar nuevas formas de sociedad – no dudarán en hacerlo, sobre todo en el ámbito de las empresas económicas -, pero ciertamente no pueden ser el fundamento de la «sociedad de las personas» preconizada por Juan Pablo II.

A finales del siglo XIX, en el momento en que el Papa León XIII sacaba lecciones morales en la Rerum novarum sobre la nueva configuración social, Ferdinand Tönnies también criticó el individualismo inducido por la idea moderna de sociedad[5]. Su refutación estaba en línea con la corriente marxista. Karl Marx, de hecho, criticó la Declaración de los Derechos del Hombre de 1789 de la siguiente manera: «Ninguno de los llamados derechos del hombre va más allá de […] el hombre egoísta, el hombre como miembro de la sociedad burguesa, es decir, un hombre separado de la comunidad, replegado en sí mismo»[6]. En efecto, las relaciones de proximidad inherentes a la comunidad se reducen en la sociedad, en la que cada individuo elige a sus socios y negocia libremente con quién quiere. En la sociedad, la solidaridad es una elección. Cualquier colectividad que no sea la emanación de los deseos individuales aparece, entonces, como una amenaza permanente, que ata de manera anónima al individuo. Aquí se reconoce la ideología liberal, contra la que – a causa del individualismo inducido por el egoísmo – han argumentado los papas a lo largo del siglo XIX y hasta hoy.

Con ocasión del 80º aniversario de la Rerum novarum, Pablo VI recordaba que «en su raíz misma el liberalismo filosófico es una afirmación errónea de la autonomía del ser individual en su actividad, sus motivaciones, el ejercicio de su libertad. Por todo ello, la ideología liberal requiere también, por parte de cada cristiano o cristiana, un atento discernimiento»[7]. Ciertamente, por razones pragmáticas, la Iglesia ha llegado a adaptarse, si no a adherir, a la democracia liberal. Por otra parte, la adhesión a la libertad de conciencia y a los derechos humanos se ha ido adquiriendo paulatinamente; ahora es uno de los fundamentos de la doctrina social cristiana. En cambio, el capitalismo liberal, basado – Karl Marx lo vio claramente – en la libertad individual absoluta, y dominado hoy por la esfera financiera que refuerza sus rasgos, requiere no sólo reticencias intelectuales, sino también respuestas prácticas.

El tema de la tensión entre la empresa-sociedad y la empresa-comunidad adquiere hoy una dimensión global, dada la cuestión ecológica, que replantea en nuevos términos el problema – no resuelto por el pensamiento liberal, porque fue deliberadamente ignorado – de la compenetración de los aspectos económicos, sociales y políticos. Pero, antes de valorar las reticencias intelectuales que debería suscitar la idea de la empresa entendida sólo una sociedad (en el sentido moderno del término), y antes de proponer respuestas prácticas, es necesario tomar nota de las resistencias, a primera vista legítimas, que frenan el cambio e impiden que la empresa despliegue su dimensión comunitaria.

Las razones de la resistencia: «performance», racionalidad y seguridad

La evidencia de la productividad del capitalismo liberal, la reducción de la pobreza de las masas (pero no la de los marginados), el sentido común – ya afirmado por Tomás de Aquino – de que cuidamos mejor lo que nos pertenece que lo que pertenece a la comunidad; en una palabra, los logros materiales de las sociedades modernas que se basan en la iniciativa, la propiedad y la responsabilidad individuales, pesan mucho a favor de la empresa como sociedad.

No insistamos más en la racionalidad instrumental, en la búsqueda de la mayor conexión posible entre los objetivos y los medios: ésta es la esencia de toda empresa. A esto hay que añadir los avances científicos y técnicos favorecidos por la competencia, basados en el postulado de racionalidad que rige los fenómenos de la naturaleza. Nos limitaremos a recordar la «responsabilidad limitada» que proponen quienes defienden la concepción societaria de la empresa. A diferencia de la comunidad, en una sociedad cada persona sólo está obligada a hacer lo que se ha comprometido a hacer contractualmente. En esto vemos un reflejo de la libertad de los modernos, muy alejada de la libertad evangélica proclamada en el Evangelio de Mateo: «Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos: en esto consiste la Ley y los Profetas» (Mt 7,12; cfr Lc 6,31). Por último, lo que la cultura moderna reprocha a la comunidad es que en ella el interlocutor es un vecino y no un tercero anónimo (hacia el que sólo tendríamos la obligación de cumplir con los deberes prescritos por los dirigentes de la sociedad). En consecuencia, celebrar la comunidad da la impresión – falsa – de desacreditar la dimensión política de la vida humana en sociedad. Falsa, porque este argumento reduce la dimensión política de la sociedad a la justicia distributiva que preside el reparto de la riqueza, las responsabilidades y los honores.

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Otro argumento a favor de la sociedad frente a la comunidad empresarial es que la responsabilidad parece ser tanto más productiva cuanto más limitada sea. En efecto, toda empresa es una apuesta sobre un mundo posible, con la esperanza de obtener un beneficio. Esto genera un riesgo, es decir, la posibilidad de un daño. Para contener el riesgo, desarrollamos lo que los anglosajones llaman compliance, que consiste en ajustarse (literalmente «plegarse») a las normas, párrafos, protocolos, reglamentos, decretos y procedimientos. La idea de una organización eficaz regida por restricciones jerárquicas se inscribe en los valores fundamentales de la modernidad: racionalidad, eficacia, seguridad.

Esta sumisión escrupulosa a la letra de las instrucciones se basó, durante más de un siglo y hasta hace poco, en la ambigua idea del «progreso científico y técnico». Hoy en día la compliance se exige en nombre de la seguridad. Su culto no cede fácilmente paso a las relaciones humanas en la empresa, que son mejor recibidas en las start-ups innovadoras con una reactividad más arriesgada. El miedo al riesgo lo exige. Pero este repliegue en las normas sólo puede penalizar a las industrias maduras, burocráticas y, en última instancia, inhumanas, frente a las innovadoras, que movilizan amplias redes y en las que la calidad y la performance florecen en los límites de un diálogo inteligente entre los que proyectan los planes y los encargados de su funcionamiento, la mantención y el servicio posventa. En el ámbito financiero, la relación personal basada en la confianza entre el cliente y el banquero está dando paso a las transacciones automatizadas, en las que somos reducidos a una categoría estadísticamente definida[8].

No podemos pasar por alto los numerosos lobby profesionales que consideran ventajoso retorcer la ley para adaptarla a sus propios intereses. Tampoco podemos olvidar la codicia, guiada por las tres libidos que alimentan las pasiones humanas: libido sentiendi, libido dominandi y libido sciendi (apetito del placer, voluntad de poder y deseo de conocimiento). Porque, como nos hace ver San Ignacio de Loyola en sus Ejercicios Espirituales, el pecado es siempre parte de una historia, no es la creación ex nihilo de una pasión individual.

Al atenerse sólo a la lógica del sistema, ese terreno fértil que fomenta la actitud egoísta, la empresa-sociedad está en línea con la lógica del interés de dar y recibir, la lógica comercial, en las antípodas del Evangelio de la gracia. Esta lógica inscribe en la mente una tensión constante, menos hacia la eficacia (que presupondría un objetivo significativo y, por tanto, una cierta gratuidad) que hacia la performance o el rendimiento. De ahí la polarización en la lucha contra el derroche.

Por supuesto, la lucha contra el derroche puede tener un aspecto comunitario. Nuestros abuelos solían recordarnos que «derrochar es peor que robar». No decían que robar es bueno, sino que el despilfarro es peor. ¿En qué sentido? Porque, según ellos, el ladrón atestigua con su propio acto el valor del trabajo del productor. Evidentemente, no podían imaginar la perversión que a veces se esconde detrás de la destrucción gratuita, sin más contrapartida que el placer de la destrucción; tampoco podían pensar en la violenta protesta social que a menudo se expresa destruyendo los objetos simbólicos de la sociedad: antes cabinas telefónicas, más recientemente torniquetes, peajes o cruces de autopistas, etc.

En este contexto cultural, la tentación para las empresas y sus stakeholders es pensar no en términos de eficiencia, vinculando los medios a un objetivo significativo, sino en términos de rendimiento, comparando los resultados propios (financieros y de otro tipo) con los de los competidores. La competencia crea una distancia, o incluso una exclusión, y lleva al ganador a un cierto aislamiento. Uno siempre está solo en lo alto del podio.

Al servicio de la empresa concebida como sociedad, las discusiones que enardecen los debates políticos no están exentas de esta idea de rendimiento en la seguridad. Pero rara vez se evocan las preguntas que abrirían el debate a la dimensión humana inherente a la comunidad: ¿«Productivo» en qué? ¿Para quién? ¿Para cuándo? ¿En qué circunstancias? Para un capitalista, lo productivo es lo que genera una ganancia, una renta, un interés monetario y, en definitiva, algún tipo de beneficio. Pero, ¿para el resto de los stakeholders? ¿«Útil» para quién? ¿En qué situación concreta? Todos estos debates políticos se alimentan de la idea de «competitividad económica nacional» y se agudizan cuando se refieren a la competencia fiscal. Incluso los candidatos a las elecciones que se manifiestan en contra de las empresas «depredadoras», en los patios de colegio acaban votando a favor de subvenciones y exenciones fiscales para atraer a las empresas a sus circunscripciones. Es comprensible que este procedimiento sea mal visto por los socios internacionales, aunque los que hoy lo critican lo hayan utilizado a menudo.

Reticencias cada vez más flagrantes

El único vínculo admisible en línea con la idea moderna de la empresa vista como sociedad es el de la competencia. Ahora bien, la competencia – como los concursos o las competiciones deportivas – nunca es otra cosa que un medio de selección por exclusión. Por eso es comprensible que los teóricos de la empresa – en el sentido moderno de sociedad – no hayan dejado de buscar el patrocinio del naturalista Charles Darwin: en nombre de la evolución de las especies por selección «natural», invocan the struggle for life en beneficio de los más fuertes, identificados con los «mejores» (¿para quién? ¿hasta cuándo?).

Contra esta antropología generadora de violencia, los escolásticos habrían evocado sin duda la necesaria armonía de las tres justicias («conmutativa», que regula las relaciones interpersonales entre los miembros; «distributiva», que especifica los deberes de la colectividad para con cada uno de sus miembros; y «legal» -y no social-, que sólo apareció en el siglo XIX, y designa los deberes de cada uno para con la colectividad: pagar impuestos, defender la patria, aconsejar a los gobernantes, etc.). Los escolásticos habrían visto en la sociedad – en el sentido moderno – el aplanamiento de la justicia distributiva y legal, en el mejor de los casos, respecto de la justicia conmutativa. El Estado y la comunidad se convierten entonces en un socio con el que negociar en la lógica comercial del do ut des. Uno se comporta con los organismos públicos como se comporta con el panadero o el carpintero. El bien común ya no existe, el interés general no es más que un inconveniente indispensable para compensar los desembolsos realizados.

El costo humano de esta racionalidad orientada al rendimiento en la seguridad sigue siendo el punto ciego de los gerentes o managers, jefes de departamento y ejecutivos varios. Cuando la empresa se ve sólo como una sociedad que reúne a individuos en pos de sus propios intereses, lo gratuito se vuelve mucho más difícil de conseguir, rozando lo imposible, sea cual sea el fin social de la empresa.

Considerada en su contexto nacional, ¿se beneficia la empresa de una reducción de impuestos? Para el Estado, ¿es una pérdida de ingresos improductiva, incluso inútil? No siempre, si esta reducción fomenta la esperanza de atraer empresas que, a largo plazo, reforzarán su potencial productivo y su capacidad para atender las necesidades sociales. Si la reducción de impuestos sirve para reparar el tejido económico y social de una región abandonada por la industria siderúrgica, ¿puede decirse que no está justificada una diferencia fiscal entre Hesse y el Mezzogiorno?

Hoy en día, el valor de rendimiento del capital está incrustado en el valor creciente: la búsqueda de una mayor seguridad, que hace que el riesgo parezca negativo. La gestión del riesgo se confía a organizaciones financieras privadas o públicas, compañías de seguros, el Estado, etc., que la asumen, a menudo con precaución, a veces de forma temeraria, cuando no maliciosa. El riesgo puede vivirse como un desafío que encierra una complacencia mortificante; es la actitud estoica, complementaria del individualismo.

La empresa – por muy humanitaria que sea – tiene solo en cuenta los resultados, ignorando lo que los humanistas del Renacimiento nos recordaron, siguiendo a muchos otros, pero de forma más lapidaria: la única riqueza es la del hombre, es decir, sus capacidades de iniciativa, de imaginación, de reacción, de sensibilidad, con todo lo que ello conlleva en términos de aspiración a la gratuidad y de riesgos, es decir, en última instancia, la posibilidad de fracaso. Cuando en la empresa todo el mundo limita estrictamente su contribución a lo especificado en su contrato de trabajo, no es posible ayudar gratuitamente a un compañero (en inglés, give a hand) sin reticencias. Cuando todo el mundo considera que ha hecho lo necesario obedeciendo a la letra las normas, en una especie de fariseísmo económico, indiferente a las consecuencias perjudiciales para los demás, el clima social se tensa, el ambiente se vuelve penoso y los resultados de la empresa se resienten. Ahora bien, esta lógica de la compliance sólo puede intensificarse bajo la presión del individualismo propio de la empresa concebida a la manera de una sociedad contractual. Ya François-René de Chateaubriand observó: «A falta de un gran poder moral, al menos es necesaria una gran fuerza coercitiva entre los hombres»[9].

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Cuando el progreso técnico, que aumenta la productividad del trabajo, ya no existe, el capitalismo se contenta con reducir el valor del trabajo. Para ello, hay dos soluciones: o bien bajar el valor de los bienes que necesitan los trabajadores, frenando las demandas sociales y lastrando los salarios; o bien poner en competencia a los trabajadores mediante la inmigración. La ampliación del espacio económico mediante el aumento de la competencia entre productos y servicios de más países actúa sobre ambas palancas simultáneamente.

Esta racionalidad instrumental – en la que cada uno adapta sus objetivos a los medios de que dispone – busca la mayor seguridad posible, ajustándose a la lógica financiera. «Duérmete, yo lo quiero y yo me encargo del resto», parece susurrar el sistema financiero al oído de todos, dando la impresión de que se puede confiar en la manipulación monetaria o en la especulación financiera para controlar el futuro. El división de riesgos permite exigir a cada empresa un rendimiento mayor, incluso extravagante. Al diversificar las inversiones, el experto financiero reduce sus propios riesgos aumentando los riesgos generados por el sistema en su conjunto. Los peligros no se eliminan, sino que se incrementan para cada empresa. La ilusión es creer que uno puede cubrirse, no contra el riesgo de quiebra de Fiat o Kodak, sino contra los riesgos del sistema en su conjunto.

Para mitigar los riesgos, se desarrolla entonces la compliance, la aplicación de normas cada vez más precisas, que a su vez alimentan el individualismo en el que cada uno se siente aliviado en cuanto ha aplicado el texto de la ley al pie de la letra.

Hacia la empresa comunitaria

Así como el bien común es el bien de cada miembro de la comunidad a través de la solidaridad de todos, la comunidad humana de la empresa supone que cada persona sea reconocida no sólo por su contribución económica individual, sino también como un ser humano único con su propio propósito y capaz de participar a su propio nivel en las decisiones que le afectan. Este reconocimiento se consigue con salarios justos para los empleados de la empresa, con el precio justo de los suministros y servicios pagados a los proveedores, con el pago de impuestos proporcionados, pero también con el ajuste de las exigencias a los subcontratistas y a las autoridades públicas. La doctrina social cristiana nos recuerda que esta justicia, aplicada a todos los actores de la empresa, no es el fruto mecánico de la lógica comercial. Sobre todo porque la emergencia ecológica – que es la justicia hacia las generaciones futuras – no debe ser sacrificada. El Papa Francisco, en su encíclica Laudato sì (LS) de 2015 sobre la ecología integral, subraya que en este ámbito no podemos conformarnos con aspirar a un «término medio» para conciliar «el cuidado de la naturaleza con la renta financiera, o la preservación del ambiente con el progreso», porque, añade, «en este tema los términos medios son sólo una pequeña demora en el derrumbe» (LS 194). La solidaridad, a través de la cual todos se reconocen, es en última instancia la principal preocupación que debe tener el gerente. Dentro de su empresa, no debe limitarse a encarnar la norma impuesta a los demás, sino que debe ser parte de las acciones de sus colaboradores o subordinados, porque les proporciona – o no – las normas y los medios necesarios para cumplir las misiones que les encomienda. Lo que está en juego es su autoridad, que va mucho más allá de su poder jerárquico.

El poder es la capacidad de hacer incierto el futuro de sus socios o subordinados: es una restricción impuesta externamente. La autoridad, en cambio, obtiene la adhesión del subordinado o socio que encuentra sentido en el orden u organización al que se somete. Algunos líderes tienen carisma, como se dice, parecen gozar de una autoridad natural. Pero el carisma resulta cruelmente insuficiente si no se apoya en tres condiciones: en primer lugar, proponer objetivos precisos; en segundo lugar, dar medios proporcionados, que no sean ni insuficientes ni dispendiosos; y, por último, compartir los riesgos. Por supuesto, los riesgos no son los mismos para todas las partes implicadas en la empresa – según la posición jerárquica y el estatuto jurídico de los empleados; según si se es autónomo o externo, si se es acreedor o accionista -, pero quien no asume ningún riesgo de la empresa se excluye ipso facto no de la sociedad, sino de la comunidad humana de la empresa.

El gerente es ciertamente el garante del interés general cuando establece el marco de la comunicación, la seguridad y la salud, sin el cual los empleados, los subordinados o los socios no podrían realizar su trabajo con dignidad; pero este marco, primera figura de la solidaridad, no constituye más que el esqueleto de ese cuerpo social que es la empresa. Además de este marco o estructura de apoyo al interés general, el gerente debe proporcionar a cada individuo, en relación con el objeto social de la empresa, las condiciones de su autonomía; esto permite desarrollar la dimensión comunitaria de la empresa.

El principio moral de subsidiariedad refleja esta tensión entre el interés general, que es responsabilidad del propio gerente, y la relativa autonomía de los colaboradores o subordinados, que es esencial para perseguir el bien común. La comunidad humana no privilegia necesariamente el tipo de democracia corporativa que a menudo se parodia en las Juntas Generales de Accionistas, sino que se expresa mejor en las empresas cooperativas o mutualidades y cogestionadas. Aparte de la gestión de la delegación democrática, que no es específica de las empresas, el reto es la distribución de los riesgos empresariales, porque los riesgos comunes son el verdadero fundamento de la solidaridad. En las empresas capitalistas, los riesgos financieros suelen ser asumidos por los accionistas, los propietarios por derecho. En las cooperativas y las mutualidades, estos riesgos corren a cargo de los socios. Pero hay otros riesgos en juego, asumidos por todos, dando prioridad a los que se enfrentan a situaciones más precarias.

Un llamado a la prudencia

Suponiendo que se hayan resuelto estas cuestiones de autoridad y riesgos comunes inherentes a la empresa comunitaria, quedaría sin embargo la exigencia común a todas las formas de gobernanza, incluso en la empresa: la de la subsidiariedad. Esta, que es uno de los pilares de la doctrina social de la Iglesia, expresa la prudencia en la gestión, la comprensión de las situaciones particulares; confía la toma de decisiones al nivel más cercano a los que conocen el terreno o a los que van a sufrir las primeras consecuencias. Vista de lejos, implica pues dos dimensiones: primero, una dimensión política – el poder de decidir – de los que están «sentados abajo» (sub-sedo); luego, una dimensión económica -los medios (materiales, informativos y organizativos) para decidir -, de ahí la idea de «subsidio».

Como recuerda a su manera el Tratado de Lisboa, firmado el 13 de diciembre de 2007 entre los países de la Unión Europea, el principio de subsidiariedad va acompañado de un doble corolario: el principio de atribución y el principio de proporcionalidad. El de atribución consiste en delimitar los ámbitos de aplicación del principio de subsidiariedad. La proporcionalidad limita la intervención del nivel superior a lo estrictamente necesario para alcanzar el objetivo colectivo perseguido.

Estas referencias muestran claramente que la subsidiariedad no debe confundirse con la delegación de poderes. Por el contrario, deriva de un principio opuesto, porque establece en principio la primacía del nivel subordinado. Sin embargo, esta primacía no es absoluta. Se inscribe en la solidaridad indispensable para que la empresa persiga su objetivo social. Por ello, la subsidiariedad no es un simple método de aplicación mecánica, sino una cuestión de discernimiento, porque promueve el bien común y se combina con el interés general de la solidaridad.

Para aplicar el principio de subsidiariedad, el gerente debe, en primer lugar, convencerse de que no tiene un control total sobre los conocimientos, el know-how y la sensibilidad de sus subordinados o socios. También debe ser consciente de que los colaboradores o subordinados no pueden ser considerados, sin perjuicio para la empresa o riesgo para la dignidad de las personas, como engranajes que prolongan mecánicamente la acción de la directiva. Esto es aún más cierto en un mundo fluido en el que el terreno social y político, marcado por la economía del conocimiento y el funcionamiento de las redes, está atravesado por corrientes contradictorias. La subsidiariedad es una actitud de gestión; ésa es su flexibilidad, pero también su debilidad política.

Como forma de prudencia, la subsidiariedad articula la autonomía de los subordinados y socios con el interés general de la empresa. Esta prudencia tiene su corolario: la solidaridad de interés general es el complemento necesario de la subsidiariedad. A veces, se califica de «ciudadana» la defensa de los intereses de determinadas categorías, de las ventajas adquiridas por un país de la Unión, una región, una ciudad, un barrio, una categoría socioprofesional o una empresa en situación de monopolio privado o público. El calificativo de «ciudadano», que debería expresar la necesidad de solidaridad nacional, se utiliza como pretexto para protestar contra una decisión del nivel superior. Hay que tener cuidado y no otorgar el calificativo de «ciudadano» a la defensa de intereses particulares – por más que sean perfectamente legítimos -, incluso circunscritos a la empresa en una administración regional.

Conclusión

Un antiguo principio moral, consagrado en las guerras de la Edad Media, puede inspirar al gerente que busca respetar la dimensión comunitaria de su empresa en el contexto de las guerras económicas actuales. En 1139, el Segundo Concilio de Letrán condenó el uso de las ballestas[10]. ¿Por qué condenar estas armas de guerra, y no más bien el azote que hacía girar una bola con puntas afiladas al final de una cadena, el aceite hirviendo, el hacha de guerra, el arco y la flecha, la lanza o la espada? La razón es comprensible, aunque conviene señalarla: las piedras lanzadas desde las balistas y los dardos de las ballestas son proyectados por una mecánica que escapa al control del soldado, porque van tan rápido y tan lejos que éste no puede ver todas las consecuencias de su gesto. Por supuesto, el gerente no tiene los medios para controlar y limitar todos los riesgos asumidos por sus empleados que utilizan habilidades intuitivas, trucos del oficio, herramientas matemáticas o patrones de pensamiento difíciles. El principio enunciado en 1139 sugiere una respuesta a este problema cotidiano: la actitud pertinente es la del sentido común, que quiere que no utilicemos las técnicas más poderosas, sino las que se pueden dominar y controlar.

Es fácil comprender el corolario de una prudencia empresarial que, para salir de los confines de una concepción puramente contractual de la empresa y entrar en su dimensión comunitaria, nunca separa la solidaridad de la subsidiariedad: el nivel subordinado no puede sustituir al superior cuando la decisión obstaculizaría la aplicación de la responsabilidad propia del nivel superior. Este corolario obliga al nivel subordinado a respetar, y por tanto a conocer en primer lugar, las responsabilidades de la autoridad superior. Así como el subordinado no puede pretender ignorar los objetivos y las limitaciones impuestas al nivel superior. Por otra parte, si quiere desarrollar la comunidad humana de su empresa, el superior jerárquico no puede pretender desconocer las condiciones en las que el subordinado cumplirá su orden. Afirmar que «no es su problema» sería una actitud irresponsable, por no decir inhumana.

  1. Cfr J. Habermas, «Espace public et sphère politique publique. Les racines biographiques des deux thèmes de pensée», en Esprit 84 (2015/7-8) 19.

  2. Juan XXIII, s., Mater et magistra (1961), n. 91.

  3. Juan Pablo II, s., Centesimus annus (1991), n. 43.

  4. Ph. Lefebvre, «Un concept de personne dans la Bible», en Choisir, n. 702, enero 2022.

  5. Cfr F. Tönnies, Comunità e società, Roma – Bari, Laterza, 2011.

  6. K. Marx, Sulla questione ebraica, Milán, Bompiani, 2007.

  7. Pablo VI, s., Octogesima adveniens (1971), n. 35.

  8. A este respecto, son interesantes los análisis realizados por el economista polaco-suizo Paul Dembinski, en particular en Finance servante ou finance trompeuse?, París, Parole et Silence, 2008.

  9. F.-R. Chateaubriand, Le génie du christianisme, París, Gallimard, 1978, 1089.

  10. «Artem autem illam mortiferam et Deo odibilem ballistariorum et sagittariorum adversus christianos et catholicos exerceri de caetero sub anathemate prohibemus» (Concilio Lateranense II [1139], canone XXIX, Venecia, Mansi, 1776, tomo XXI, columna 533).

Étienne Perrot
Es un sacerdote y teólogo francés, jesuita y economista. Desde 1988 enseña economía y ética social en París y ética empresarial en la Universidad de Friburgo. En su amplia bibliografía destacan los libros Refus du risque et catastrophes financières (Salvator, 2011) y Esprit du capitalisme, es-tu là? (Lessius, 2020).

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