FILOSOFÍA Y ÉTICA

El hombre y la palabra

El laico moralizador y la falsa redención del religioso

© Amador Loureiro / Unsplash

Uno de los elementos modernos que componen las vinculaciones personales es la relación entre el hombre y la palabra. Nadie duda de que la palabra es un milagro, una realidad extraordinaria. La palabra es vida y da la vida. Cuando una madre alumbra al hijo, le hace un don grandísimo, pero cuando le enseña a decir las primeras palabras, le confiere una segunda vida, tan importante como la primera y, tal vez, aún más asombrosa. La madre ayuda a que nazca el pensamiento en el niño, a desarrollar su inteligencia y creatividad, a que surjan en él los primeros signos de la afectividad: amándolo le enseña a amar. La palabra hace del niño una persona capaz de comunicarse y de relacionarse con los demás.

Tan habituados estamos a las palabras que a menudo no consideramos su valor, su fuerza, su eficacia. Puede ser útil reflexionar al respecto para comprender su dignidad. A veces pasa que se derrochan palabras, que se dicen cosas huecas que no significan nada, que se consumen palabras.

Muchos son los riesgos y peligros en el uso y abuso de la palabra. Entre estos hay que contar también la sensación por la cual pensamos haber hecho algo solo por el hecho de haber hablado de ello. Cuántas veces nos vemos llevados a sustituir el compromiso efectivo y la elección operativa con la expresión eficaz y bien lograda. Una actitud semejante podría llamarse «verbalismo»: una costumbre de literatos o de moralistas y, en suma, de personas que tienen el hábito y la ejercitación de expresarse bien y con propiedad. Pero es también una actitud hacia la que, por diversos caminos, todos estamos inclinados por igual.

El tema tiene numerosas implicaciones prácticas. No obstante, no consideramos que sea fácil organizarlo en un tratamiento exhaustivo, ordenado y sistemático, o siquiera suficientemente completo, es decir, capaz de enumerar todos los elementos necesarios como para aclarar su cuadro. En efecto, el tema es en gran medida inédito, por lo que hay que contentarse con una tentativa de reelaboración de varios estímulos e intuiciones.

El «verbalismo»

Notemos ante todo que el «verbalismo» es un defecto al que todos somos propensos, en especial aquellos que, por profesión o por otros motivos, tienen ocasión de expresarse en público.

Las cosas dichas se vacían por el solo hecho de haberse pronunciado. Un compromiso moral que sea verbalizado antes de ser puesto en práctica corre el riesgo de no ser cumplido nunca por entero porque, después de haberlo enunciado, es más difícil de realizar. Habría que haberlo practicado antes hasta el fondo y, solo entonces, transformarlo en discurso. En cambio, cuando la concreción de nuestro compromiso moral o espiritual —en colaboración con la gracia— está en desarrollo —algo inevitable, dado que la vida moral y la experiencia religiosa progresan siempre de forma gradual—, si comenzamos a hablar de él como si ya lo hubiésemos llevado a término, se hace irremisiblemente más difícil darle después cumplimiento efectivo, por el hecho de que, en cierto sentido, ya lo hemos cumplido mediante su formulación verbal. Este carácter inacabado se hace tanto más irrevocable cuanto más adecuada y lograda es la expresión con la que se ha cubierto la distancia que nos separa de la meta.

Es difícil dar a las cosas una doble existencia, primero «dicha» y después «hecha», que resulte auténtica: una existencia de palabras y, después, una de cosas. Por el contrario, una existencia primero «hecha» y después «dicha» representa la sucesión adecuada a tener en cuenta.

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El «verbalismo» afecta también a la experiencia religiosa porque parece ser una manera falsa de redención. Frente a un compromiso tan complejo como es el del hombre de hoy —sobre el que pesa la carga de todas las componendas, las mistificaciones, las vilezas individuales y, sobre todo, colectivas que representan la herencia de cada uno de nosotros desde el día de nuestro nacimiento—, el «verbalismo» ofrece una línea propia de rescate, una salvación «laica», que pertenece del todo al hombre y que no pide nada a Dios: una salvación y un rescate en los que la libertad espiritual que Cristo nos ha conquistado es sustituida mediante una huida de las cosas. Como en el caso de quien está en la cárcel y se evade: la libertad, ese don insustituible que se encuentra cada vez que se experimenta la redención cristiana, queda reducida a simple evasión.

Observaciones de este tipo pueden hacerse a propósito de la oración: se habla de la necesidad y de la urgencia de esta, y después nos contentamos solo con haber hablado de ella. Está claro que a este vicio se halla inclinado el moralizador laico, es decir, el que dicta normas a los demás, el que se ve llevado a cuestionar al prójimo en lugar de a sí mismo. En efecto, al actuar de ese modo, sucede con mucha facilidad que se enajene en palabras dirigidas a la responsabilidad de otros el compromiso efectivo al que se está obligado en primera persona. Esta transferencia de responsabilidad es, en cierto modo, el pecado original de los literatos —dado que todas las categorías humanas llevan en sí un pecado original propio y específico, aparte del que es común a todos los hombres.

El «verbalismo» y el Evangelio

Sería justo fundar el desarrollo entero de nuestro tratamiento en el Evangelio, pero no es fácil encontrar textos persuasivos y apropiados. Tal vez, la página evangélica más pertinente se halle representada por la parábola de los dos hijos (Mt 21,28-32): «Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: “Hijo, ve hoy a trabajar en la viña”. Él le contestó: “No quiero”. Pero después se arrepintió y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: “Voy, señor”. Pero no fue. ¿Quién de los dos cumplió la voluntad de su padre?”».

Parece ser un ejemplo muy ajustado e, indudablemente, lo es. No obstante, al continuar la lectura del texto se comprende que Jesús refiere esta parábola —que tiene también un valor permanente— a una situación muy determinada. El hijo obediente de palabra y desobediente en los hechos representa a los fariseos; en cambio, los que en un primer momento dicen que no y después cumplen la voluntad del Padre son los publicanos y las prostitutas, que escucharon, por ejemplo, la predicación del Bautista y se convirtieron. Aparte de esta aplicación, de la que no se puede prescindir puesto que es la que hace Cristo al pronunciar la parábola, el ejemplo esbozado por Jesús es, por un lado, el de una obediencia diligente que se agota por completo en el acto de formularse y, por otro lado, de una desobediencia, pero que está igualmente constituida por meras palabras —y también este segundo aspecto es muy interesante.

Hay otra expresión, extraída del sermón de la montaña, que tiene que ver con nuestro asunto: «No todo el que me dice “Señor, Señor” entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mt 7,21). También al comienzo de los Hechos de los apóstoles (1,1) se habla de todas las cosas «que Jesús hizo y enseñó», dando precedencia al hacer por encima del enseñar: se trata de una precedencia sobre la cual los autores espirituales han insistido mucho, remitiéndose precisamente a este texto.

Entre las «palabras» de los padres del desierto hay una pronunciada por un anciano eremita moribundo a un discípulo que le pedía una enseñanza espiritual para llevar consigo durante toda su vida: «No enseñes nunca nada que no hayas practicado ya perfectamente»[1]. Es como si el hecho de disertar sobre una virtud que no se haya ejercitado en medida suficiente hiciese evaporar un poco la posibilidad de ejercerla en el futuro.

Los padres eran parcos en extremo en su comunicación cotidiana, pero después concluían la propia vida transmitiendo una enseñanza de experiencia capaz de resumir toda su existencia: una enseñanza alimentada por la lectura bíblica (en especial de los Salmos), pero madurada después por cuenta propia y poseedora de una enorme densidad espiritual. Justo por ese motivo las «palabras de los padres» constituyen uno de los aspectos más genuinos de aquella «tradición» que nosotros consideramos fuente de la Revelación: una tradición no separada de la fuente bíblica y caracterizada, sin embargo, por una índole más empírica y por una extraordinaria inmediatez espiritual[2].

Ignacio de Loyola y Erasmo de Rotterdam

Otro término de referencia podemos encontrarlo en la relación entre dos maestros espirituales que pueden tomarse como emblemas de dos opciones contrapuestas: Ignacio de Loyola y Erasmo de Rotterdam.

Los Ejercicios espirituales de san Ignacio no son una obra ascética destinada a la lectura o un libro agradable escrito para quien se contenta con recorrer una serie de imágenes y de formulaciones apropiadas, complaciéndose en cosas dichas con buen gusto y claridad. Por el contrario, pueden compararse con un excelente manual acerca de la práctica de un ejercicio físico, como nadar, esquiar, etc.: un manual que, desde luego, no reemplaza el acto de nadar o de esquiar, pero da consejos a quien está nadando o a quien, en cierta medida, ya sabe esquiar. Se trata de un libro tanto más útil cuanto más se ha ejercitado uno en ese deporte —si de verdad es un buen manual, escrito por un maestro—. La riqueza de los Ejercicios espirituales se descubre en la medida en que se profundiza en la experiencia de conversión que Ignacio quiere sugerir: con palabras que no reemplazan nunca, de ningún modo y ni siquiera en una medida infinitesimal, el acto al que quieren referirse.

También el Enchiridion militis christiani de Erasmo, del año 1503, se basa en imágenes guerreras. Es el manual de la milicia cristiana, escrito para utilidad de aquel a quien puede aplicarse el dicho dulce bellum inexpertis, de aquel que no posee la experiencia de esa «suave batalla» que es la lucha espiritual. No obstante, mientras que Ignacio es un caudillo, Erasmo es solo el director de escena de una película de guerra, que imparte enseñanzas sobre una lucha espiritual pintada, novelada, escenificada con avidez. En este magisterio suyo muestra toda la actitud de pomposa afectación con la que los hombres y las cosas del mundo artificial se han dirigido usualmente a los hombres y las cosas de la realidad genuina.

La fuerza del «verbalismo» está precisamente en eso: en que el sucedáneo espectacular del heroísmo es mucho más heroico o persuade mucho mejor que las empresas del héroe auténtico. Y así, también el sucedáneo espectacular del genio, del santo, del poeta, parece mucho más genial, más santo y más inspirado que el auténtico hombre de ingenio o que el verdadero santo o el verdadero poeta. El público de gusto tosco, que es siempre mayoritario, prefiere el sucedáneo a la realidad: se trata de una experiencia corriente, es decir, de la experiencia del «verbalismo». Como vemos, de este modo hemos sido llevados una vez más a la cuestión de la autenticidad, de lo genuino (cfr 1 Pe 1,7). Los Ejercicios espirituales son precisamente una confirmación de lo genuino, una verificación de lo auténtico.

Pero hagamos todavía una observación más a propósito de los verdaderos o falsos maestros espirituales. Leyendo a Erasmo, o a tantos otros espíritus refinados contemporáneos suyos —también anteriores o posteriores— que disertaron sobre las virtudes, se tiene la impresión de que nunca hicieron la prueba de lo costoso que es poner en práctica las cosas de las que trataban. Se tiene la sensación de que el que habla se limita a comunicar algunas formulaciones más o menos interesantes, pero parece también que su discurso no ofrece ayuda alguna para poner en práctica todo lo que se está sugiriendo. Quien ha ejercido de verdad las virtudes de las que habla no se limita solo a amonestar acerca de la utilidad, oportunidad o urgencia de actuar de una forma determinada, sino que da de manera efectiva un impulso que facilita la ejecución. Lo que se recibe no es solo un consejo fraterno, sino un verdadero impulso.

El compromiso moral, hoy

En nuestro tiempo, la solución más ajustada para verificar en qué términos la conciencia del hombre culto se plantea el problema del compromiso moral está en examinar los cursos de Filosofía moral que se dictan en nuestras universidades laicas. De tal examen resulta que hoy en día no se habla más de filosofía moral, sino de filosofía de la moral, es decir, de la descripción y del análisis fenomenológico de aquellos datos fácticos que son el compromiso moral, la existencia de normas de comportamiento, los condicionamientos ambientales. Se escucha incluso constatar con estupor que, hasta una cierta fecha, tuvo validez el concepto aristotélico según el cual para desarrollar un tratamiento moral había que practicar los actos de los que se hablaba, y solo sobre la base de un compromiso efectivamente realizado se podía admitir un discurso de Filosofía moral.

Estas constataciones no eliminan otro dato de hecho, a saber, que una cierta medida de «verbalismo» es inevitable para todos en la vida. En primer lugar, porque en cualquier realización humana permanece siempre un residuo de incompletitud, de símbolos verbales que no han sido resueltos en acciones. Además, porque el compromiso moral es una realidad vicaria que media nuestras relaciones con las cosas y que, necesariamente, forma una suerte de cámara aislante entre las cosas y nosotros, entre la ejecución efectiva y nuestra obligación de conciencia. Puesto que esta razón toca el corazón del problema, sería oportuno, tal vez, desarrollarla de forma más extensa.

La palabra nos sirve para comprender las cosas y para comunicarnos con los demás. Esta tarea de mediación es una verdadera tarea, la tarea de la palabra. Las fórmulas ayudan a guiar la acción: son instrumentos para comprender y para actuar. Pero también la comprensión está subordinada a la acción. No sobreviene dificultad alguna hasta que el ánimo está verdaderamente dirigido a las cosas, y a nosotros nos importan más las cosas que las palabras.

Pero ocurre con facilidad que, en lugar de buscar las cosas y de transformarlas, nos contentamos con realizar esta tercera modalidad que define el mundo de la realidad hablada. Es decir, sucede que nos detenemos en la formulación verbal —en especial, si está constituida por una expresión exacta, elegante, refinada—, haciendo que se convierta en un mundo en sí, en una «cámara aislante», en lugar de en un instrumento de mediación. Es fácil que terminemos prefiriendo la transparencia y la precisión de la realidad vicaria —‍que es la palabra— a la opacidad de la realidad cotidiana, que es densa, resistente y sucia, mientras que la primera es aérea y límpida. En síntesis, a todos nos ocurre que solemos hacer que las ideas no sirvan para mediar la realidad, sino que se conviertan en una cámara aislante para ponernos al resguardo del fastidioso impacto con las cosas.

Este inconveniente es tanto más inevitable cuanto más experimentamos que el malestar provocado por el choque directo con las cosas se atenúa cuando logramos expresar la situación en la que estamos implicados. El que no sabe expresar o formular es de verdad un prisionero: la realidad que lo circunda lo impacta, lo golpea, y él carga con todo el desequilibrio de esos choques.

En el análisis que hemos comenzado a esbozar, el peligro del «verbalismo» comienza cuando transformamos esa realidad vicaria, expresión de la verdadera, en una zona de evasión o en un muro de defensa para resguardarnos del choque demasiado brusco con las cosas de cada día. Evidentemente, esta evasión y esta defensa afectan también a Dios, justamente porque Dios se encuentra en la raíz de todas las cosas. Él está en la raíz de todas las cosas y también de todas las palabras como garantía de la posibilidad de un encuentro con las cosas y de la función mediadora de las palabras.

A través de la mediación tenemos que ser capaces de encontrarnos con las cosas tal como son, tenemos que interiorizarlas poco a poco en nosotros mismos, tenemos que atenuar la dificultad de ese choque convirtiéndolo en un impulso útil. Al principio las cosas están fuera de nosotros; después, nuestro discurso y, al final, la acción hacen que se vuelvan interiores a nosotros: este es el camino correcto a seguir. En cambio, si hacemos del discurso mental o hablado una realidad vicaria, una suerte de obstáculo que es necesario superar si se quiere llegar al encuentro efectivo con las cosas, entonces recaemos en el «verbalismo».

El cristiano y la investigación científica

Este discurso tiene una clara aplicación en el modo en que la conciencia cristiana entiende el estudio, la investigación científica, la cultura. El cristiano tiene el deber de hacer de todo una experiencia interior. Salvo el derecho o la obligación de la cautela y de los retardos impuestos por el sentido común, el cristiano no puede contentarse con registrar lo que ocurre fuera de él, sino que debe tender siempre a tomar posición. Para un laico con buena conciencia es suficiente documentarse y memorizar; en cambio, un cristiano debe verificar en sí mismo.

Poco es el énfasis que se ha puesto en esta divergencia, pero es también muy relevante. A un estudioso laico se le pide solo que sepa describir y tomar nota y, después, como resultado final, que pueda ofrecer una justificación histórica de lo que está poniendo de relieve. En cambio, a una conciencia cristiana se le pide mucho más: se le pide que lo que es objeto de estudio se torne al mismo tiempo en instrumento de transformación interior, y esto supone un gran esfuerzo. Es el esfuerzo de tomar posición, de afrontar personalmente el coste de las propias opciones, de conversar de manera efectiva.

El estudio, la ciencia y la cultura son encuentro con las cosas, son el precio inevitable para que este encuentro llegue hasta el fondo y sea históricamente adecuado. Es fácil leer mucho si no se conversa, si uno se limita a tomar nota, si se hacen constataciones y nada más. Pero leer es reaccionar, e implica una conversación a distancia —distancia de espacio y, sobre todo, de tiempo—, y, por tanto, exige una respuesta personal continua, durante todo el lapso de la lectura. Leer es reaccionar: no solo de forma intelectual, sino también espiritual, moral, con toda la sustancia humana[3].

El perfil del estudioso cristiano es específicamente original, diferente. Para comprender la crisis de la cultura católica contemporánea no basta con remitirse a los numerosos, monstruosos y enormes pecados de omisión que pesan sobre nuestro pasado y todavía sobre el presente: hay que considerar en especial la complejidad y la dureza de la tarea que se exige a la conciencia cristiana.

Un discurso sobre el «verbalismo» está afectado por graves lagunas si no toma completa nota del lugar que la palabra y el gesto expresivo ocupan en la vida humana. Solo con esta condición, es decir, atribuyendo a las expresiones toda la parte que les compete, se puede pedir de manera eficaz que la vida expresiva —aquella zona de mediación o de «cámara aislante» de la que hablábamos antes— se resuelva por entero en compromiso operativo.

El valor del «signo»

El signo, el símbolo, no es solo una vía de comunicación o, antes aún, un momento y un componente del acto cognoscitivo: es mucho más que eso, es un alimento. Los hombres comen símbolos, se alimentan de símbolos. Si miramos a nuestro alrededor, si consideramos las cosas y los gestos que nos circundan, vemos que las cosas que no tienen valor de signo, que no son a la vez cosas y símbolos, son cosas que no significan nada, no dicen nada, no hablan de nada, no remiten a nada. Están cerradas en su identidad de cosas; no son mediación, no conversan. Y cosas como estas, si las hay, no entran en nuestra vida, no nos alimentan[4].

Los hombres comen símbolos. Hay quienes se ven llevados a pensar que los signos eucarísticos resultan de una elección sustancialmente arbitraria: un arbitrio garantizado por el misterio, pero totalmente convencional. Pero el símbolo que se deja comer es un hecho de todos los días. Hay quienes en su vida han tragado demasiados símbolos, a diferencia de otros que han sufrido hambre al respecto. El discurso sobre el «verbalismo» se reduce justamente a esto.

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Existe de hecho —y está tan cerca de nosotros como para ser más o menos idéntico a nosotros— un personaje que tiene por oficio ser el «verificador de símbolos». Aparte del de hablar, este personaje no tiene ningún otro acto: absorbe el símbolo y deja la cosa de lado. También un cristiano que tiene una vida espiritual exteriormente intensa puede quedarse vacío de cosas y ebrio de símbolos; hasta puede suceder que, poco a poco, con cada nuevo amanecer, se vaya vaciando en él ese símbolo infinitamente lleno de significado que es la misa, que puede reducirse al mero rezo —por parte de un sacerdote— o a un espectáculo —para un laico—, es decir, a un vivir en el símbolo, mientras que la cosa, que es Dios mismo, se aleja cada vez más, sublimada en símbolos.

Los símbolos son una comida necesaria, pero peligrosa. Oficialmente, los signos significativos sin las cosas significadas son alimento para estetas, para todos los pertenecientes a las culturas prerrafaelita, parnasiana y dannunziana. En efecto, representan el pan de cada día de los que dan por hechas las cosas cuyos signos expresivos poseen.

Pero los hombres comen solo símbolos. El eros es un símbolo: de la apropiación, de la recapitulación, de la divinidad del yo empírico, de la donación de sí. Signos contrastantes, inmediatamente contradictorios, porque las mismas cosas, los mismos gestos, las mismas razones pueden ser asumidas de las más diversas formas. La conversación es un símbolo: un símbolo de la soledad del que habla, de su presencia satisfecha y locuaz en medio de los hombres —«a los otros y a sí mismo como amigo»[5]—, de la compasión de sí, del remordimiento. Salir de caza es un símbolo: de aburrimiento provinciano, de virilidad, de continuidad ancestral, de posesión o de conquista.

Comulgar de manera sacramental es también un símbolo, representativo del amor en Cristo, para el que comulga, un amor aceptado o hecho objeto de burla según se comulgue en gracia de Dios o con intención sacrílega. Hasta el que mata busca un símbolo: de liberación, de invasión, de afirmación de la propia mortalidad o de la propia salvación.

No hay acto humano que no sea símbolo, porque el hombre, cada vez que se compromete, a través de eso mismo se expresa, se pronuncia, se comunica a otros —aunque después este «otro» sea, aberrantemente, solo él mismo, replicado fuera de sí, transferido a otro de sí y después reconocido y verificado en este proceso de alienación.

No hay acto humano que no sea discurso y, por tanto, alimento para símbolos. No hay acto humano que pase a través de cosas que no son símbolos. Puede pasar por símbolos lejanos y apartados de las cosas, por símbolos que se dan como equivalentes de las cosas a las que reemplazan, pero nunca por cosas que no son símbolos.

El simbolismo de la comida

Lo principal y lo más obvio de los símbolos no es, tal vez, la palabra, sino la comida. Aparte de la función natural para la nutrición, los alimentos son símbolos de la supervivencia, de la comunión, de la propia presencia, de la afirmación de sí, de la propia pérdida, de la alienación en el otro de sí: signos en extremo contradictorios, como es obvio. Hay quienes comen para deglutir realidad, porque se sienten solos y sienten atenuarse o desvanecerse su relación con lo que los circunda a nivel material; hay quienes comen para celebrar la propia abundancia y saciedad.

Hay que destacar la importancia que la comida tiene en la Biblia: «Un acto religioso en el que domina la alegría»[6]. El espíritu cristiano tiende a redimir la comida no ya glosándolo desde fuera, sino autenticándolo desde dentro, en cuanto que participación en el sacrificio de Cristo, como «acto de confianza y de esperanza en Aquel que da a los hombres su alimento, acto de gratitud, verdadera eucaristía»; y como acto de comunión con los otros, esos otros que son muy a menudo nuestros comensales durante la misa.

La comida se vincula de manera espontánea a la misa no solo a través del ayuno eucarístico o por otras razones de abstinencia, sino porque la misa es el banquete por excelencia y, en cuanto que banquete, constituye el rito de la comunión fraterna. Se quiere citar a propósito de la misa el antiquísimo texto de la Didaché: «Como este fragmento estaba disperso sobre los montes / y reunido se hizo uno, / así sea reunida tu Iglesia / de los confines de la tierra en tu reino. / Porque tuya es la gloria y el poder por Jesucristo eternamente»[7].

Hay quienes consideran que este texto no se refiere a la misa, sino al ágape fraterno, aunque utilizando un lenguaje que induce a pensar en aquella; un lenguaje más rico y más interesante también, aunque la relación siga siendo indirecta, justo porque la ambigüedad de las expresiones —¿la misa o el banquete fraterno?— viene a subrayar la contigüidad o continuidad entre los acontecimientos significativos. La comida representa el símbolo principalísimo de la comunión con los demás.

En la Biblia el tiempo de la comida está destinado a la oración o, mejor, constituye directamente una oración realizada más a través de acciones que de palabras. El tiempo de la comida se asoma a la parusía más que cualquier otro: es el tiempo del Mesías. Es el tiempo de Cristo, que te sirve a la mesa (Sal 23; Lc 12,37); de Cristo, que llama a la puerta de casa para sentarse a la mesa contigo (Ap 3,20); de Cristo esposo y de la Iglesia esposa unidos en el eterno banquete nupcial.

Al tiempo de ayuno para prepararse de cara al bautismo le sigue un tiempo feliz y convival en el que se celebra la unión bautismal con el Señor en una evidencia de alegría y de fraternidad.

¿Quién es un héroe?

Sin embargo, no todo símbolo es bueno porque no todo significado es aceptable. No obstante, no son los signos de cosas aberrantes, sino justo los símbolos buenos los que remiten a un universo de signos, de gestos, de recuerdos que intentan a veces ponerse como equivalentes de la realidad auténtica, con el peligro, como en el caso de la piedad religiosa, de reducirla a un tráfico de estampitas, como si fuese, en cierta medida, un juego de cartas.

Un niño llora por una leve bofetada que no le produce dolor alguno, y, en cambio, permanece callado por un golpe un poco más fuerte que no signifique desaprobación. Desde que nace, el hombre se nutre de símbolos: solo a una cierta edad se adquiere después el hábito de mirar con positividad lo que sucede y a tomar las cosas por lo que son más que por lo que significan.

La máxima que el joven Holden aprende en una noche de fuego —«Lo que distingue al hombre inmaduro es que aspira a morir noblemente por una causa, mientras que el hombre maduro aspira a vivir humildemente por ella»[8]— es, precisamente, una regla que impone hacer y no limitarse a significar. El sacrificio supremo al que Holden mira con tanta ternura es, por desgracia, un puro símbolo. Podrá imponérsenoslo, pero no es la norma del comportamiento cotidiano.

  1. Cfr G. Vannucci (ed.), Le parole dei Padri del deserto, Milán, Corsia dei Servi, 1958, p. 61.
  2. Cfr J. Casiano, Colaciones, 2 vols., Madrid, Rialp, 1998, además de las Vidas de los padres del desierto, traducidas muchas veces hasta nuestros tiempos.
  3. Cfr A.D. Sertillanges, La vita intellettuale, Roma, Studium, 1998 (orig. 1920), pp. 139-160.
  4. Reflexiones útiles acerca de este tema o, por lo menos, ejemplificaciones espiritualmente atendibles se encuentran en R. Guardini, Los signos sagrados, Barcelona, Editorial Litúrgica Española, 1965 (orig. de 1922, primera ed. orig. completa de 1933).
  5. E. Montale, «Non chiederci la parola», en íd., Ossi di seppia: Poesie, Milán, RCS, 2004.
  6. Cf. I. Duesberg, Aspetti biblici del mistero della Messa, Roma, Coletti, 1963, p. 27.
  7. Didaché IX, 4. Cita según D. Ruiz Bueno, Padres Apostólicos y Apologistas Griegos (s. II) [introducción, notas y trad. cast. de D. Ruiz Bueno], Madrid, BAC, 2002, p. 87s.
  8. J.D. Salinger, El guardián entre el centeno, Alianza, Madrid 42010, p. 249.
Saverio Corradino
Sacerdote jesuita nacido en 1920, en Udine. Es el autor de numerosos libros, entre los que destacan: Il pottere nella Bibbia (Pazzini, 2011), Giona. Il profeta tradito da Dio (Pietro Vittorietti, 2016) y La Sapienza (Pietro Vittorietti) en coautoría con Giancarlo Pani. Falleció en 1997, dejando un amplio legado de publicaciones sobre los más diversos ámbitos.

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