Espiritualidad

Crisis y futuro de la Iglesia

© Luca Baggio / Unsplash

¿Tiene futuro la Iglesia? ¿Cuál es la relación de la Iglesia con el paso del tiempo, es decir, con su historia? El riesgo de «estrellarse» al responder a estas preguntas es muy alto. Tanto de choque contra una visión puramente sociológica, como contra un análisis pura y abstractamente ideo-teológico, es decir, contra la ideología de la «juventud» de la Iglesia o de sus «magníficos progresos y destinos» en tiempos de crisis.

«La ideología – advirtió una vez el Papa Francisco – no convoca. En las ideologías no está Jesús. Jesús es ternura, amor, mansedumbre, y las ideologías, de todo signo, son siempre rígidas»[1]. La ideología es rígida, incluso la de la juventud perpetua. A algunos les parece que nuestro mundo está dejando de ser cristiano: ¿cómo hablar de la juventud de la Iglesia? La condena parece ser la insignificancia, ¿y hablamos del futuro? A menudo nos debatimos entre el tradicionalismo y la modernización, pero no salimos de ahí. Y, desde luego, uno de los graves problemas de la Iglesia actual es lo que el Papa, con un neologismo italiano, ha llamado repetidamente «indietrismo» (involucionismo, retroceso), una «moda» que lleva no a «arrancar de las raíces para avanzar», sino a un «retroceso que nos convierte en secta, que te cierra, que te quita horizontes» y te convierte en custodio «de tradiciones muertas»[2]. La verdadera pregunta es: si no se proclamara el Evangelio, ¿faltaría algo esencial a la vida humana?

¿Somos capaces de pensar el futuro?

Entre 1945 y 1946, el escritor sueco Stig Dagerman publicó sus primeras novelas[3]. Merece la pena leer una de sus magníficas reflexiones, en la que dice, entre otras cosas: «Me falta la fe y, por tanto, nunca podré ser un hombre feliz, porque un hombre feliz no puede tener el temor de que su vida sea sólo un vagar sin sentido hacia una muerte segura. No he heredado ni un dios, ni un punto fijo en la tierra desde el que pueda llamar la atención de un dios. Tampoco he heredado el furor bien escondido del escéptico, el gusto por el desierto del racionalista o la ardiente inocencia del ateo. Por eso no me atrevería a tirar piedras a la mujer que cree en cosas de las que yo dudo ni al hombre que adora su duda como si no estuviera él también rodeado de oscuridad. Esas piedras me golpearían a mí, porque de una cosa estoy convencido: de que la necesidad de consuelo del hombre no puede ser satisfecha»[4].

La imposibilidad de «consuelo» (tröst, en sueco) arrincona a Dagerman en el temor de que su vida no sea más que «un deambular sin sentido hacia una muerte segura». No puede ser un hombre feliz, entonces. Hay una necesidad de consuelo que no puede – con razón – satisfacerse con la proyección puramente calculada a partir de los datos de lo ya vivido. He aquí la cuestión, he aquí por qué esta lectura es útil para la reflexión: falta el futuro. Dagerman no puede pensar el futuro.

La incapacidad de pensar en la esperanza instala y fija una vía hacia la desesperación de un presente absoluto, que se convierte en ausencia de tiempo (y, por tanto, también de futuro), porque el tiempo «sólo toca las paredes exteriores de mi vida», escribe Dagerman.

He aquí sus palabras: «Todo lo importante que me sucede, todo lo que da a mi vida su maravilloso contenido – un encuentro con un ser querido, una caricia en la piel, la ayuda en la necesidad, la luz de la luna, un paseo en barco por el mar, la alegría que da un niño, la emoción frente a la belleza – todo esto tiene lugar totalmente fuera del tiempo. Que me encuentre con la belleza durante un segundo o durante cien años es totalmente indiferente. La dicha no sólo está fuera del tiempo, sino que niega toda relación entre el tiempo y la vida»[5].

Se trata de una reflexión extraordinaria. La intuición de lo maravilloso, el desafío de lo eterno no entran en el tiempo, no se convierten en pensamientos del futuro. Y también es extraordinario porque responde a la pregunta implícita: ¿qué es lo maravilloso? Para Dagerman, es «el encuentro con un ser querido, una caricia en la piel, la ayuda en la necesidad, la alegría que da un niño, la emoción frente a la belleza». Todas situaciones que generan futuro porque son «acontecimientos», promesas de futuro, como sólo pueden serlo la emoción y la caricia.

Para Dagerman, estas situaciones «maravillosas» están enraizadas en un hic et nunc que no admite otra cosa que el ardor, la quemadura, el contacto directo instantáneo, el presente absoluto. Escribe: «No es cierto que un niño que se ha quemado se mantenga alejado del fuego. Se siente atraído por el fuego como una polilla por la luz. Sabe que si se acerca volverá a quemarse. Y, sin embargo, se acerca». De hecho, en la experiencia de la quemadura hay también una fuerza purificadora de la verdad: «Debemos bendecir a los volcanes, agradecerles su luz y su fuego. Debemos darles las gracias por habernos cegado, porque sólo los que han sido cegados pueden ver de verdad»[6]. La visión es cegadora, ardiente, no genera.

La experiencia de Dagerman es el grito de una desesperación que ha experimentado la gracia y la maravilla, pero sin creer que esto sea posible como historia, como futuro abierto. Es un presente total fuera del tiempo, que deja en la oscuridad y sin gracia el pensamiento del tiempo que pasa y supera el instante.

Aquí se vislumbra una respuesta a la cuestión de la juventud de la Iglesia y de su futuro: mantener viva la convicción de que la experiencia de la gracia y de la maravilla es posible como historia, como futuro. La esperanza desafía al nihilismo.

El mensaje del Evangelio se nos va de las manos

El tiempo de la Iglesia es el futuro, el porvenir. Cuando dominan el pasado y el presente sin el horizonte del futuro, el mensaje evangélico se convierte en una mercancía que se vende, se mercantiliza. Incluso la tradición se convierte en mercancía. Un intercambio elevado, eso sí: de valores e ideas, pero un intercambio al fin y al cabo. El mensaje del Evangelio no está disponible, no es comercializable «con las manos», no es utilizable. Se nos va de las manos, elude cualquier organización, cualquier forma de propaganda manipuladora. El Evangelio se proyecta hacia un futuro desconocido, hacia el porvenir.

En un Mensaje dirigido a las Obras Misionales Pontificias en 2020, a propósito de los discípulos que siguieron a Cristo, el Papa Francisco escribía: «Él está a punto de comenzar la realización de su Reino, y ellos siguen perdidos detrás de sus propias conjeturas». Hoy, como entonces: nos perdemos en conjeturas, como si fuéramos nosotros quienes tuviéramos que «organizar la conversión del mundo al cristianismo», como escribía el Papa, o la vida misma del espíritu. Si la Iglesia no es una mera organización, el sacerdos no puede reducirse a un burócrata del espíritu o a un «funcionario de la misión» que comercia con la salvación predicando valores[7].

«Vivir en la posibilidad»

La apertura al Espíritu vive de la posibilidad de pensar el futuro. Si uno no es capaz de pensar en un después, en un mañana, en algo que aún no ha sucedido, entonces es imposible hablar de generar un futuro. Parece obvio pensar en el pasado que ya está realizado, y en el presente que se despliega mientras pensamos en él. Y sin embargo, para generar futuro – y, por tanto, esperanza – es necesario imaginar, proyectarnos en un futuro posible, reflexionar sobre lo que no vemos con nuestros ojos ni tocamos con nuestras manos.

Recordemos que el clasicismo vivió su historia en el sentido de la ciclicidad y el eterno retorno. De hecho, el círculo es un símbolo de plenitud y perfección. Los clásicos, recelosos de las utopías y del futuro, habían anclado su identidad en sus orígenes y en el pasado. Habían idealizado el pasado, tenían el mito de los orígenes. Y habían absolutizado el presente: ¡carpe diem! Vive el presente, el hic et nunc. El clasicismo carece de futuro y, por tanto, de esperanza, que Séneca concibe como dulce malum, un hechizo, porque proyecta la vida hacia un futuro que no es seguro. La clasicidad necesitaba seguridad, estabilidad. La esperanza – podríamos decir – surgió realmente con el cristianismo.

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Por lo tanto, no es en absoluto obvio hablar de futuro y esperanza. Hablar del futuro de la Iglesia exige, pues, una apertura a la incertidumbre. Por supuesto, hay quien piensa que el futuro es una deducción: dadas ciertas condiciones, se puede deducir algo de lo que ocurrirá. Pero esto no tiene nada que ver con lo que los cristianos llaman esperanza. El futuro confiado a la estadística no se abre a la esperanza, sino al cálculo de probabilidades, al pensamiento calculador, capaz de hacer predicciones más o menos fiables. El futuro (incluso el de la Iglesia) sería, así, la continuación lógica del presente sobre la base del pasado. No hay salto, ni brecha, ni abismo, ni deseo, ni inquietud, ni revolución.

La esperanza de la Iglesia, en cambio, es la inmersión en una historia que nos llega, dentro de la cual somos llamados, sin ser producto de nuestros cálculos, y mucho menos de «planes pastorales» elaborados por «operadores». Si uno tiene esta actitud de fe, entonces pueden abrirse las puertas de la esperanza. Es posible generar el futuro, «habitar en la posibilidad», como escribe Emily Dickinson en uno de sus espléndidos versos: I dwell in possibility. No se trata de creer en la probabilidad, sino en la posibilidad, es decir, en la posibilidad de la experiencia no limitada por lo estadísticamente probable. La esperanza es el territorio de lo posible, que va mucho más allá del ámbito de la probabilidad. Es el territorio de la gracia, la única posibilidad de «juventud» de la Iglesia. Implica incertidumbre, indeterminación. No el orden, la codificación, lo sólido, sino lo informe, el devenir, lo que aún no está solidificado ni definido.

Hay que cruzar un abismo, pues, para experimentar la esperanza. Se necesita fe. Su campo no es el del cálculo o el algoritmo, sino el de la gratia gratis data. El abismo es el de la confianza en la posibilidad de una historia futura que no conocemos y que no puede deducirse del presente y del pasado como conclusión lógica, una historia que es «otra» respecto de nosotros y nuestras limitaciones conocidas. En este sentido, el futuro no es la combinatoria de nuestras previsiones y expectativas. Sería un error hacer residir la esperanza en la pura proyección combinatoria de nuestros deseos. La esperanza es lo aún no conocido, que es capaz de sorprendernos, de desbordarnos. El motor de la esperanza es, en última instancia, el miedo a no recibir lo que se espera, de ahí la duda, la incertidumbre, la inquieta precariedad.

La inquietud del pensamiento abierto: entre la utopía y la madurez

Por eso Francisco habla a menudo de la «sana inquietud», que es el verdadero estado de ánimo de la juventud. Porque piensa en el futuro, en lo inaudito, en lo imprevisible. Y he aquí la definición clave que el Papa Francisco da del jesuita (y, por tanto, de sí mismo) en la entrevista que le hice en 2013 para La Civiltà Cattolica: «El jesuita debe ser una persona de pensamiento incompleto». Y de nuevo: «El jesuita piensa siempre, continuamente, mirando al horizonte hacia el que debe ir, teniendo a Cristo en el centro»[8]. Pero – como dijo en una carta a los sacerdotes en 2007, cuando era arzobispo de Buenos Aires – debemos tener cuidado de que el horizonte no se acerque tanto que se convierta en un encierro[9]. El horizonte debe estar verdaderamente abierto. Y a esta apertura corresponde un «pensamiento incompleto», un «pensamiento abierto». Francisco preguntó una vez: «¿Me dejo “desquiciar por dentro” por la paradoja?». Se refería a la fuerza de las Bienaventuranzas, y también podemos remitir la pregunta al Evangelio en su totalidad. La alternativa es permanecer «dentro del perímetro de mis propias ideas»[10].

«Dios es creativo, no está encerrado, y por eso nunca es rígido. Dios no es rígido»[11], dijo Francisco en uno de sus discursos a los catequistas. Así que nuestra vida no debe volverse rígida. La existencia humana no es una partitura preescrita, un «libreto de ópera», dice Bergoglio. Hay una dimensión de incertidumbre, de incompletud que es parte integrante de una vida de fe, que es – como dijo Francisco en la entrevista con La Civiltà Cattolica – «aventura», «búsqueda», apertura de nuevos espacios a Dios. Y esto genera una «sana inquietud».

A Bergoglio ama la postura existencial de Agustín. En la Misa de inicio del Capítulo General de la Orden de San Agustín, en agosto de 2013, habló de la «paz de la inquietud».

De esta visión se deriva una visión de la madurez que ya no coincide con la adaptación. El tema es realmente importante para un educador. «Jesús mismo – enfatiza provocativamente Bergoglio –, para muchas personas de su tiempo podría haber encajado en el paradigma de los inadaptados y, por tanto, inmaduros»[12]. Pero, sin caer en el elogio de la anarquía, argumenta: «Si la madurez fuera una pura y simple adaptación, el propósito de nuestra tarea educativa consistiría en “adaptar” a los niños, esas “criaturas anárquicas”, a las buenas normas de la sociedad, sean cuales sean. ¿A qué precio? A costa de la censura y el sometimiento de la subjetividad, o peor aún, a costa de privarles de lo que les es más propio y sagrado: su libertad»[13].

Continúa Bergoglio: «Un chico “inquieto” […] es un chico sensible a los estímulos del mundo y de la sociedad, abierto a las crisis a las que la vida le somete, que se rebela contra los límites pero, por otra parte, los reclama y los acepta (no sin dolor), si son justos. Un chico que no se conforma con los clichés culturales que le propone la sociedad mundana; un chico que quiere aprender a discutir». Por lo tanto, esta inquietud debe ser «leída» y valorada, porque todos los sistemas que tratan de «tranquilizar» al hombre son perniciosos: conducen, de un modo u otro, al «quietismo existencial»[14]. En la inquietud se genera el futuro.

En cambio, hoy sentimos la fuerte tentación – a veces incluso en la Iglesia – de «cerrar filas». Existe la tentación de oponer al caos percibido la respuesta de un catolicismo intransigente e identitario. Hoy reconocemos que una «civilización católica» no es una burbuja cerrada sobre sí misma, ni alimenta el resentimiento hacia un mundo que a algunos les parece ahora perdido y a la deriva, abandonado por Dios. La civilización católica no es una civilización construida sobre la intransigencia de lo puro, que mata el espíritu. La tentación de la identidad es la necrosis del cristianismo.

En este sentido, Bergoglio no rechaza la «utopía» como una mera abstracción. Por el contrario, reconoce su carga positiva y su valor político; afirma: «Las utopías son, ante todo, fruto de la imaginación, proyecciones hacia el futuro de una constelación de deseos y aspiraciones»[15]. La utopía saca fuerzas de la insatisfacción y el malestar que genera la realidad actual, pero también de la convicción de que otro mundo es posible. No es puro escapismo, sino una forma que adopta la esperanza en una situación histórica concreta y que va acompañada de una búsqueda concreta de nuevos caminos. Se trata de una tarea radical: reconstruir el imaginario de la fe y la convivencia humana en una sociedad cambiante, donde las referencias simbólicas y culturales ya no son lo que eran.

Si no hay sensación de vértigo, si no hay experiencia del terremoto, si no hay duda metódica – no duda escéptica –, percepción de sorpresa incómoda, entonces quizá no haya experiencia de la Iglesia. Si el Espíritu Santo está en acción, dijo una vez Francisco, «patea la mesa»[16]. La imagen es feliz, porque es una referencia implícita a Mt 21,12, cuando Jesús «derribó las mesas» de los mercaderes del templo.

El tiempo de suspensión

¿No sentimos hoy la necesidad de una «patada» del Espíritu, aunque sólo sea para despertarnos de nuestro letargo? Los comerciantes están siempre alrededor del templo, porque es ahí donde hacen negocio, es ahí donde venden bien: formación, organización, estructuras, certezas pastorales. Los comerciantes presumen de estar «al servicio» de los religiosos. A menudo ofrecen escuelas de pensamiento o recetas prefabricadas y geolocalizan la presencia de Dios, que está «aquí» y no «allí». O futuro o mercancía. O posibilidad o comercio.

Pensemos en el proceso eclesial del Sínodo sobre la sinodalidad. Llama la atención, por ejemplo, lo que dice el Relator General, Card. Jean-Claude Hollerich, en su saludo del 9 de octubre de 2021, durante la inauguración: «Debo confesar que aún no tengo ni idea de qué tipo de instrumento escribiré. Las páginas están vacías, les toca a ustedes llenarlas». Debemos vivir el tiempo sinodal con paciencia y expectación, abriendo bien los ojos y los oídos. «Effatà, es decir: “¡Ábrete!”» (Mc 7,34) es la palabra clave del futuro. «Aún no tengo ni idea…». ¡Cuánto futuro hay en estas palabras! No es indeterminación, sino expectación, tensión, escucha, conciencia del futuro. Hay que soportar la suspensión, evitando que nuestra planificación para el futuro se convierta en un activismo pelagiano chismoso o en una operación pastoral marcada por el carisma del frenesí. ¿Esa suspensión es la forma de la Iglesia del futuro? Ciertamente lo es, al menos escatológicamente. Una suspensión incómoda.

«Desinstalarse»

Una forma de sana inquietud fue definida por Francisco con un verbo utilizado en un mensaje a los jóvenes de las Antillas: desinstalarse[17]. He aquí sus palabras: «Si están instalados la cosa no va. Tienen que desinstalarse los que están instalados, y empezar a luchar».

Al evocar la desinstalación, Bergoglio aprovecha un principio ignaciano que guía su ministerio petrino de un modo particular: la movilidad. Es diametral y carismáticamente opuesto y complementario al criterio benedictino de la stabilitas. Benito funda monasterios y estabiliza a los monjes, de modo que los monasterios se convierten entonces en centros de irradiación. Ignacio envía misioneros, quiere que los jesuitas profesos no vivan en colegios, sino en stationes.

Si la Iglesia se redujera a esta dimensión espacial, si el espacio fuera su criterio fundamental, se convertiría en una forma más de poder. Por supuesto que la Iglesia ejerce el «poder», y por supuesto que lo ha hecho para bien o para mal. Pero el discurso no acaba ahí. Si así fuera, la Iglesia ya estaría muerta y enterrada, como todos los imperios. Es cómodo pensar así, porque esto nos deja tranquilos. Pero no es así. La juventud de la Iglesia no reside ahí.

Con Francisco, San Pablo ha subido al trono de Pedro en un momento en que la Iglesia vive en una gran Corinto, en una Roma imperial, la descrita por Pasolini e identificada por él con la ciudad de Nueva York[18]. De esta manera, Francisco eleva la tensión entre espíritu e institución, de un modo sanamente perturbador. Afirma que Iglesia es «un pueblo peregrino y evangelizador, lo cual siempre trasciende toda necesaria expresión institucional» (Evangelii gaudium, n. 111).

Por eso Francisco rechaza radicalmente la idea de la implantación del reino de Dios en la Tierra, que había sido la base del Sacro Imperio Romano Germánico y de todas las formas políticas e institucionales similares, hasta la dimensión «partidista». El lema de Constantino, «In hoc signo Vinces», y el «In God we trust», que leemos en el dólar estadounidense, corren siempre el riesgo, de un modo u otro, de caer en la idolatría. Recordamos con angustia el «Gott mit uns». La teología cristiana de la historia no tiene nada que ver con las escatologías intramundanas que prometen el cielo en la tierra, convirtiendo la tierra en un infierno. La Iglesia está llamada a desacralizar las ideologías seculares, pero también a evitar ideologizar el cristianismo. Imaginar la ecclesia triumphans en esta tierra convierte la faith en fight, la fe en lucha. Por desgracia, la dinámica de la invasión rusa de Ucrania no es ajena a esta tentación.

El «pueblo elegido», una vez convertido en «imperio» o en «partido», entra en una intrincada red de dimensiones religiosas y políticas capaces de hacerle perder la conciencia de estar al servicio del mundo, enfrentándolo a los distantes, a los que no le pertenecen, es decir, al «enemigo» institucionalizado como tal. Lo mueven a la conquista o la colonización. El futuro estaría hipotecado, la juventud desaparecida. En cambio, el tiempo futuro de la Iglesia es el suspenso.

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La lógica del anuncio del Evangelio no es expansionista ni neocolonial. Francisco ama a las Iglesias del «punto cero», que son semillas para la Iglesia universal: desde la Iglesia asiática de Bangladesh a la de Mongolia; desde la Iglesia europea de Suecia a la de Estonia. Esto no es exotismo: es la fuerza de un proceso de fecundación. «Hay una gracia escondida al ser una Iglesia pequeña, un pequeño rebaño», dijo Francisco en Kazajstán. Consiste en la percepción de no ser «autosuficientes» y de ser, en cambio, «una comunidad abierta al futuro de Dios, encendida por el fuego del Espíritu: viva, llena de esperanza, disponible a su novedad y a los signos de los tiempos, animada por la lógica evangélica de la semilla que da frutos de amor humilde y fecundo». Esta es para él la «Iglesia del futuro»: ser «como levadura en la masa y como la más pequeña de las semillas arrojadas a la tierra», habitar «los acontecimientos alegres y tristes de la sociedad en la que nos encontramos, para servirla desde dentro»[19].

El discernimiento consiste en comprender dónde están las semillas para todos, para la Iglesia universal. Es la operación colonial a la inversa: la «desinstalación». Por lo tanto, el tiempo del proceso, del crecimiento, es más importante que el del espacio, la semilla entendida como la totipotencia del futuro, más que los árboles y las ramas. El tiempo cuenta.

El ritmo de la Iglesia

Sin embargo, no sólo es importante el tiempo, sino también el ritmo. El ritmo de la Iglesia no es el de la sinfonía, sino el que evocábamos al principio como ritmo del argumento que estamos desarrollando: el de la jam session de un concierto de jazz. Este género reúne tradiciones musicales dispares y se caracteriza por la improvisación y la polirritmia. Sus expresiones más características son las performances de músicos que tocan sin nada preestablecido, improvisando en redes de acordes y temas conocidos. Son situaciones «geniales», en las que el reto consiste precisamente en dar una forma imprevista a partir de un caos de sonidos.

En este caso, no hay que imaginarse la Iglesia como una construcción de diferentes ladrillos de Lego que encajan todos en el lugar correcto, según las debidas proporciones. Sería una imagen mecánica de la comunión eclesial. Sería mejor considerarla como una relación sinfónica, de diferentes notas que juntas crean una composición. No se trata de una sinfonía en la que las partes ya están escritas y asignadas, sino de un concierto de jazz, en el que se toca según la inspiración compartida del momento. Este es el ritmo del futuro: el jazz.

Remitámonos a una experiencia concreta: quienes han seguido las Asambleas del Sínodo de los Obispos de los últimos años se han dado cuenta, sin duda, de hasta qué punto ha aflorado la sonora diversidad que configura la vida de la Iglesia católica. Si en un tiempo una cierta latinitas o romanitas constituía y modelaba la formación de los obispos – que, por cierto, entendían al menos un poco de italiano –, hoy la diversidad emerge con fuerza en todos los niveles: mentalidad, lengua, enfoque de los temas. Y esto, lejos de ser un problema, es un recurso, porque la comunión eclesial se realiza a través de la vida real de los pueblos y las culturas. En un mundo fragmentado como el nuestro, es una profecía. De ahí la necesidad de una gran escucha por parte de las comunidades eclesiales en la confrontación y el debate sobre las experiencias: es en base a las experiencias sobre las que se puede discernir, y no sobre las ideas. Es el Espíritu Santo quien origina la jam session de la Iglesia, el ritmo de su juventud.

¿A qué punto de nuestro razonamiento hemos llegado? Hasta ahora hemos intentado indicar cómo la juventud de la Iglesia reside en la posibilidad de pensar el futuro, en la apertura a un futuro que no es mera deducción de los datos del pasado, sino apertura a lo posible (no a lo probable), lo que genera una «sana inquietud». La postura del alma es la de «desinstalarse» de las coordenadas «coloniales» del espacio y del poder, que harían del cristianismo una cosa, una mercancía que se vende. El espacio de la Iglesia es el de la semilla. De ahí el interés de Pedro, del Papa, por las realidades menos establecidas, las realidades del «punto cero». La escucha de estas realidades periféricas o marginales produce en la Iglesia un ambiente sonoro que – si se vive en comunión – es el de una jam session, donde el director de orquesta sólo puede ser el Espíritu Santo.

El futuro viene del pasado

Pero ha llegado el momento de ir un paso más allá, ahondando en la relación entre el futuro y el pasado. El futuro nunca es abstracto: no puede serlo. Somos nosotros mismos los que esperamos. Y somos lo que ya hemos sido y seguimos siendo. El futuro viene a nosotros en las formas de nuestras tensiones presentes. El futuro viene del pasado, así como la posibilidad de pensarlo. Somos capaces de desear, porque somos lo que somos, tal y como nuestra vida nos ha moldeado. No en el sentido de que el futuro tome las formas ahora vacías del pasado, sino todo lo contrario: el futuro succiona el pasado hacia sí mismo. En el futuro, de hecho, podremos recuperar de algún modo lo que ha sido, integrarlo, restaurarlo. En el presente, el recuerdo del pasado adquiere un significado inesperado en su dirección.

¿Cuántas veces una experiencia nueva nos hace ver una experiencia pasada bajo una luz diferente? ¿Cuántas veces nos ocurre que entendemos lo que ha sucedido en nuestra vida desde una perspectiva diferente, al punto que cambia, así, su significado y su valor?

Podemos describir la trayectoria del futuro por referencia al tiempo vivido. La pregunta sería: ¿cómo poner en marcha y cambiar un pasado que ya no existe? ¿Cómo compensar la falta de amor, de educación, de éxito que puede habérsele negado desde la infancia? ¿Cómo deshacer el camino andado y recuperar el tiempo perdido? ¿Cómo convertir el pasado? La conversión es dar un nuevo sentido a la experiencia vivida. La conversión no es una mera apertura al futuro, un cambio de mentalidad hacia la vida venidera. La conversión es ante todo metanoia de nuestro pasado, traer a Cristo que viene a los códigos de nuestra vida vivida, para ver cómo ya estaba presente in illo tempore, «en aquel tiempo». Una de las experiencias más bellas del amor, por ejemplo, es comprobar cómo la mirada del amado (o al menos sus huellas) estuvo presente – aunque sólo fuera en forma de deseo – en la vida pasada.

El proceso temporal descrito en la física clásica se compone de un movimiento de pasado-presente-futuro. En la dinámica de la esperanza, la dirección de la línea temporal no es la dirección física, sino la dirección del sentido, que no vincula el futuro al presente y el presente al pasado en una dirección unívoca, sino que vincula el futuro al pasado.

Se trata de un problema que emerge con especial urgencia, por ejemplo, en el psicoanálisis: de no ser así, la verdad de la interpretación analítica y la eficacia del psicoanálisis en su acción se verían irremediablemente comprometidas. La memoria no debe considerarse una transcripción inmutable. Si el pasado determina el presente, es porque a su vez es retomado y, por tanto, remodelado por el presente.

La «conversión» en profundidad sólo es posible si el pasado no está ya determinado y no se sustrae por completo a la posibilidad de actuar. El pasado debe permanecer abierto. Esto es «juventud». No una condición pasajera y transitoria, ni una nostalgia que perseguir torpe y desesperadamente como en un tapis roulant. La juventud consiste en no sellar el pasado, en dejarlo abierto a las interpretaciones (y a su conflicto). ¿Por qué? Porque el recuerdo de la experiencia vivida en el pasado adquiere en el presente un significado imprevisto, pero actual y efectivo, en la dirección de una expectativa de futuro. La religión es también una re-lectura, un replanteamiento de la experiencia.

Así se puede actuar sobre el pasado con vistas a un futuro. Es el hilo del deseo el que conduce esta retroacción, que es ante todo anticipación de un futuro diferente. No podemos quedarnos pegados con la vista vuelta hacia atrás, porque entonces no sólo estaríamos dejando atrás nuestro pasado, sino también nuestro presente y nuestro futuro. Lo que está por venir modifica continuamente nuestra memoria, incluso selecciona su contenido.

Vivir es realmente «habitar en la posibilidad», como escribió Dickinson. I dwell in possibility. Para el creyente, la vida es apertura a la posibilidad, que no depende sólo de sus propias fuerzas. En efecto, como escribe San Pablo, está «oculta» en Dios (cfr Col 3,3). El hombre espiritual no cree saber cuál es su destino, pero sabe que Dios – y sólo Él – tiene la llave del mismo. Incluso los acontecimientos más contradictorios o negativos del pasado tienen su inteligibilidad en una contraseña que sólo conoce Dios. El creyente sabe que su vida está protegida por esta contraseña. También sabe que le espera un «desciframiento» de su destino. La juventud de la Iglesia está protegida por esta contraseña, está encriptada en Dios, preservada de las operaciones voluntaristas y pelagianas.

Una Iglesia que no se separa de la vida

Hay un episodio en el Evangelio en el que se desarrolla esta experiencia de desciframiento. Es el de los discípulos de Emaús (cfr Lc 24,13-35). El episodio nos ayuda a reflexionar sobre este habitar en la posibilidad. Los discípulos van hacia Emaús, desolados, como Dagerman. No ven futuro y dan media vuelta. Sin embargo, se encuentran con un hombre que ilumina el pasado que habían vivido y los proyecta hacia el futuro. Convierte su experiencia, revelándola: «¿No ardía nuestro corazón?», reconocen, refiriéndose al momento en que Jesús les explicó el sentido de lo que habían vivido.

El Papa Francisco se ha referido a menudo a estos dos discípulos como modelo de la Iglesia que tiene futuro. Los dos discípulos huyen de Jerusalén, escandalizados por el fracaso del Mesías en quien habían cifrado su esperanza. Aquí podemos leer el difícil misterio de las personas que abandonan la Iglesia, que sienten que ya no puede ofrecer nada significativo e importante.

Ante esta situación, ¿qué hacer? ¿Qué Iglesia «serviría» a las personas de hoy que son como los dos discípulos de Emaús? El Papa Francisco describe a grandes rasgos la Iglesia del futuro: «Hace falta una Iglesia capaz de acompañar, de ir más allá del mero escuchar; una Iglesia que acompañe en el camino poniéndose en marcha con la gente; una Iglesia que pueda descifrar esa noche que entraña la fuga de Jerusalén de tantos hermanos y hermanas; una Iglesia que se dé cuenta de que las razones por las que hay gente que se aleja, contienen ya en sí mismas también los motivos para un posible retorno, pero es necesario saber leer el todo con valentía. Jesús le dio calor al corazón de los discípulos de Emaús»[20].

Hay que destacar una cosa: la confianza para reconocer con fino discernimiento, de manera aguda y tal vez imprevisible, que las razones por las que las personas se alejan de la Iglesia «contienen ya en sí mismas también los motivos para un posible retorno». Aquí el Papa quiere decir que también hay que dar crédito a las tentaciones centrífugas, las que empujan a dejar la Iglesia, que pueden contener un deseo de autenticidad que hay que preservar, custodiar y que sigue siendo importante para una vida cristiana consciente y plena.

¿Cuál es el sentido de esta actitud, tan abierta como para poder encontrar – sub contraria specie – en lo que empuja a dejar la Iglesia una autenticidad que luego puede conducir al retorno? El sentido es el discernimiento, que consiste en saber leer las huellas de la experiencia, del pasado, para cambiar su sentido, descubriendo las huellas de la gracia. Se trata de «descifrar la noche», dice Francisco. Y eso es lo que hace Jesús con sus discípulos.

Así pues, la condición del espíritu de una Iglesia abierta al futuro es aquella que predica un Evangelio capaz de convertir el pasado, de cambiar el sentido de lo que ha sido, una que no teme la contradicción, la crisis, y más bien se aventura en ella en busca de las huellas de Dios.

El futuro de la Iglesia, en este sentido, está no sólo en la apertura al futuro, al suspenso, a la inquietud, al ritmo de la diversidad armónica, sino también como plena reconciliación con todas las dinámicas de lo humano, incluidas las centrífugas de la propia Iglesia. Sólo en el eschaton aparecerán en toda su plenitud la unidad, la santidad, la catolicidad y la apostolicidad de la Iglesia. La Iglesia no es una societas perfecta paralela a la sociedad civil humana. No es un «mundo en sí mismo». Es el pueblo fiel de Dios que camina, communio viatorum. Su juventud y su futuro consisten en reconocer dónde está ya presente el Señor en el mundo, comprender dónde se le ha encontrado y dónde se encuentra: ya animando y dando valor, ya llamando a la conversión. Es necesario releer la experiencia del mundo a la luz de la Providencia y de la Gracia, reconociendo la semina Verbi, sin caer nunca en las tentaciones de la desolación y de la soledad.

Hemos esbozado una Iglesia inquieta, inestable, «desinstalada», que, sin embargo, a la luz de la tensión hacia el reino de Dios y gracias al Evangelio, sabe dar sentido a la vida humana. De esta manera nos parecerán ciertas las palabras que Julien Green escribió en su Diario: «Creo que todos estamos en camino hacia el cristianismo, y eso es todo lo que podemos decir».

  1. Francisco, Homilía en Santa Marta, 17 de octubre de 2013.

  2. Id., Saludo a los participantes del congreso «Líneas de desarrollo del pacto educativo global» promovido por la Congregación para la educación católica, 1º de junio de 2022.

  3. Cfr A. Spadaro, «“Il nostro bisogno di consolazione”. La narrativa di Stig Dagerman», en Civ. Catt. 2005 II 248-260.

  4. S. Dagerman, Il nostro bisogno di consolazione, Milán, Iperborea, 1991, 17.

  5. Ibid, 24.

  6. Id., Bambino bruciato, ibid, 2001, 285.

  7. Cfr A. Spadaro, «“Rompete tutti gli specchi di casa!”. Papa Francesco scrive alle Pontificie Opere Missionarie», en Civ. Catt. 2020 II 471-479.

  8. Id., «Intervista a Papa Francesco», en Civ. Catt. 2013 III 449-477.

  9. Cfr J. M. Bergoglio, «Lettera ai sacerdoti, ai consacrati e alle consacrate dell’arcidiocesi», 29 de julio de 2007, en Id., Nei tuoi occhi è la mia parola. Omelie e discorsi di Buenos Aires 1999-2013, Milán, Rizzoli, 2018, 558.

  10. Francisco, Angelus, 13 de febrero de 2022.

  11. Id., Discurso a los participantes en el Congreso internacional sobre la catequesis, 27 de septiembre de 2013.

  12. Id., «Messaggio alle comunità educative in occasione della Messa per l’educazione», 6 de abril de 2005, en Id., Nei tuoi occhi è la mia parola…, cit., 369.

  13. Ibid.

  14. Id., «Messaggio alle comunità educative», 23 de abril de 2008, ibid, 627.

  15. Id., «Messaggio alle comunità educative», 9 de abril de 2003, ibid, 193.

  16. Id., Incontro con i partecipanti al Convegno della diocesi di Roma, 9 de mayo de 2019.

  17. Id., Videomensaje a la Asamblea trienal de los jóvenes organizada por la Conferencia Episcopal de las Antillas, 17 de julio de 2018.

  18. Cfr P. P. Pasolini, San Paolo, Turín, Einaudi, 1977.

  19. Francisco, Discurso a los obispos, sacerdotes, diáconos, consagrados, seminaristas y agentes pastorales, Nursultán, 15 de septiembre de 2022.

  20. Id., Incontro con l’episcopato brasiliano a Rio de Janeiro, 27 de julio de 2013.

Antonio Spadaro
Obtuvo su licenciatura en Filosofía en la Universidad de Mesina en 1988 y el Doctorado en Teología en la Pontificia Universidad Gregoriana en 2000, en la que ha enseñado a través de su Facultad de Teología y su Centro Interdisciplinario de Comunicación Social. Ha participado como miembro de la nómina pontificia en el Sínodo de los Obispos desde 2014 y es miembro del séquito papal de los Viajes apostólicos del Papa Francisco desde 2016. Fue director de la revista La Civiltà Cattolica desde 2011 a septiembre 2023. Desde enero 2024 ejercerá como Subsecretario del Dicasterio para la Cultura y la Educación.

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