Espiritualidad

¿La belleza salvará al mundo?

En Morn, Kurt Schwitters (1947)

En los últimos tiempos se habla cada vez con más frecuencia de la belleza, pero este discurso no tiene una influencia particular. Los Papas hablan de belleza cuando se dirigen a los artistas. La belleza se menciona como argumento a favor del antiguo rito litúrgico tridentino. Y aquí y allá hay concursos de belleza. Pero, ¿qué significa la belleza en un mundo que revela cada vez más las huellas de una destrucción sin precedentes? «La belleza salvará al mundo», dijo una vez Dostoievski. ¿Lo hará realmente? Hoy en día, la belleza se equipara cada vez más con lo agradable. Pero, ¿es siempre agradable la belleza? ¿Y qué ocurre si uno experimenta dolor y muerte?

Al hablar de belleza, hay que plantearse una pregunta que va más allá de lo estético: ¿qué da sentido a la vida de un individuo y a la vida de una sociedad? ¿Qué da plenitud a la vida? La respuesta a esta pregunta también es fundamental para el anuncio de la fe. En las sociedades europeas, es evidente que la respuesta a esta pregunta no puede ser simplemente el bienestar general: algo más es necesario para vivir una buena vida.

La plenitud de la vida será experimentada por aquellos que reciban y disfruten la vida como un regalo. Esta actitud no es en absoluto algo común. Hoy en día, a menudo se tiene la impresión de que cada uno de nosotros debe ofrecer un servicio que justifique su vida ante la sociedad. A quienes no pueden ofrecer este servicio, como los niños, se les prepara para ofrecerlo en el futuro, o bien, como en el caso de los ancianos o discapacitados, se les considera como una carga que compromete la vida de los demás. Para quienes, en cambio, consideran la vida como un regalo, cada existencia es preciosa y hermosa.

¿Cómo se puede practicar una actitud así? ¿Qué puedo hacer para ver mi vida como un don? ¿Un regalo que acojo con gratitud, día tras día? En primer lugar, puedo cultivar el sentido de la belleza y mantener la capacidad de asombro. Otra posibilidad consiste en habituarme a pensar más allá del horizonte terrenal. Estos ejercicios pueden resumirse en uno solo: practicar el sentido del asombro ante la belleza, y en esta misma actitud captar una apertura del mundo a una realización más allá de sí mismo. En la percepción de la belleza reconocemos que todo lo que se nos da es un regalo.

Cuando se habla de belleza en el contexto de la Iglesia, se suele hacer referencia al arte. En su discurso para el encuentro con artistas en la Capilla Sixtina, el 21 de noviembre de 2009, Benedicto XVI citó a Pablo VI y dijo a los participantes: «Recordad que sois los guardianes de la belleza en el mundo». Decía que en la contemplación de la belleza resplandece una realidad superior: «el camino de la belleza nos lleva a reconocer el Todo en el fragmento, el Infinito en lo finito, a Dios en la historia de la humanidad»[1]. Este discurso de Benedicto XVI nos permite darnos cuenta de que la belleza es claramente un don y se refiere explícitamente a Dios. Habla de una belleza auténtica y verdadera.

Hoy, sin embargo, la belleza ya no se menciona, sino que se descubre: no se da y se entiende simplemente con una sola palabra, sino que aparece de diferentes formas. Según el contexto, estas formas remiten únicamente al mundo interior, o bien abren la mirada a una realidad que trasciende la Tierra. Los fenómenos del mundo ya no son evidentes: la forma de verlos e interpretarlos depende del espectador y del contexto en que los sitúe. El discurso sobre la belleza sigue siendo válido, pero debe inspirarse en poetas y artistas, amantes y místicos para que el secreto de la belleza se revele hoy.

La belleza de Dios también se revela en los desechos

La belleza, por tanto, no es algo que está simplemente presente y disponible, sino que debe ser reconocida. La percepción de la belleza es un proceso de aprendizaje sin fin. El arte del siglo XX nos ha enseñado a reconocer la belleza en muchas cosas, a descubrirla incluso donde antes sólo se veía basura y desechos. Kurt Schwitters nos ofrece un claro ejemplo de ello. Alrededor de 1920, fue el primer artista que prestó atención a todo tipo de residuos: restos de carteles, papel usado, trozos de madera, latas, hierro oxidado, etc. De todo ello creó pequeñas obras de papel y obras de arte más grandes que revelan una asombrosa belleza en la interacción de formas y colores.

La obra de Schwitters ha tenido una gran repercusión a lo largo del siglo XX y hasta nuestros días. L’Arte povera – con su preferencia por los materiales «pobres» – forma parte de esta tradición. Por supuesto, la belleza de todas estas obras de arte no puede compararse con lo que antaño se consideraba como tal. Para los artistas de la época moderna, hasta el siglo XIX, el término «belleza» tenía un significado diferente: armoniosa, preciosa, noble. Pero la belleza también puede descubrirse donde antes no se buscaba. El espectador debe ser capaz de percibir esta otra belleza, porque no se impone por la fuerza, a diferencia de las muchas formas bellas anteriores.

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La belleza de las cosas pequeñas, de la basura y los desperdicios, es silenciosa. Requiere paciencia y un espectador capaz de esperar. Todo esto, a primera vista, parece desconcertante; pero luego, poco a poco, resurge en nosotros aquella mirada con la que, de niños, observábamos el mundo y éramos capaces de reconocer en los trozos de madera menos llamativos las figuras más maravillosas. Es la misma mirada con la que San Francisco observaba el mundo: como no poseía nada, para él hasta el objeto menos llamativo y sin valor se convertía en precioso. La belleza de Dios también se le reveló en estas cosas.

Una condición esencial para la percepción de la belleza es saber esperar. En muchos casos, esperar no es difícil, sino que sólo requiere un poco de paciencia. ¿Qué ocurre, sin embargo, cuando se busca la belleza en una situación de dolor atroz, de terrible necesidad? ¿Puede la belleza mostrarse también en estas situaciones? ¿Puede la perseverancia en el dolor conducir a la percepción de una belleza inimaginable?

La poesía revela una amplia visión de la vida

En la obra de Giuseppe Ungaretti Il dolore, publicada en 1947, se recogen – bajo el título «Roma ocupada» – poemas compuestos en un periodo extremadamente difícil, en la Roma de 1943 y 1944. Una de ellas es «Mio fiume anche tu»: «Río mío también tú, oh Tíber fatal, / Ahora que ya la noche atormentada fluye, / Ahora que insistente / Y como recién erigido de la piedra / Un gemido de cordero se propaga / Perdido y atónito por las calles; / Que del mal la espera sin descanso, / el peor de los males, / Que la espera del mal impredecible / Estorba el ánimo y los pasos; / Que sollozos infinitos, de larga agonía / Hielan las guaridas inciertas; / Ahora que fluye la noche ya herida, / Que a cada instante se desvanecen con estrépito / O temen la ofensa de tantos signos / Que han venido, formas casi divinas, a brillar / Por la ascensión de milenios humanos; / Ahora que ya la noche atormentada fluye, / Y cuánto puede sufrir un hombre aprendo; / Ahora, mientras esclavo / El mundo de dolor abismal sofoca; / Ahora que insoportable tormento / Se desata entre hermanos con rabia de muerte; / Ahora que mis labios blasfemos se atreven a decir / «Cristo, latido pensativo, / ¿Por qué Tu bondad / se ha alejado tanto?»[2].

Este poema tiene el carácter de una letanía, y con ese «ahora» repetido varias veces, envuelve al lector en una situación de gran dolor. A medida que leemos, nos adentramos más y más en él. Parece que el dolor se hace insoportable, y una herida grave permanece abierta para siempre.

Sin embargo, curiosamente, esta herida no nos priva de la vista; al contrario, el poema revela una visión amplia de la vida: una vida caracterizada por una herida grave, pero que no está derrotada. Es precisamente en este lugar donde el lenguaje se abre a una posibilidad impensable. Ahora los labios se atreven a decir algo que puede parecer blasfemo, pero que abre un horizonte nuevo y maravilloso. Se invoca a Cristo y se le coloca frente a una pregunta; se le llama «latido pensativo»: una imagen maravillosa, en la que se unen el sentimiento y la razón. Y se habla de una «bondad» que, de hecho, se ha alejado, pero que sigue presente.

El texto que hemos citado es la primera de las tres partes del poema. En la tercera parte, se retoma la expresión «Cristo, latido pensativo». El poema termina con una especie de himno, mostrando que precisamente en el lugar del dolor, precisamente en la herida abierta, se puede experimentar la presencia de la santidad. En última instancia, el poema es la revelación de una belleza maravillosa precisamente allí donde no cabía esperarla. Ungaretti escribió un himno sobre la espera en el lugar del dolor, porque es ahí donde puede revelarse la presencia de la salvación y puede resplandecer una belleza inesperada.

El Concilio Vaticano II tenía poco que decir sobre la belleza; sin embargo, algunas de sus declaraciones pueden mostrarnos cómo podría descubrirse. Habla de sencillez, sobriedad y dignidad (cfr Sacrosanctum Concilium [SC], nn. 34 y 80): «Los ordinarios, al promover y favorecer un arte auténticamente sacro, busquen más una noble belleza que la mera suntuosidad» (SC 124). Las obras de arte «que repugnen a la fe, a las costumbres y a la piedad cristiana y ofendan el sentido auténticamente religioso» deben mantenerse alejadas de las iglesias (ibid.). Esto puede significar muchas cosas, y sin embargo indica que la Iglesia puede aprender a percibir una belleza distinta de la del arte eclesiástico de los siglos XIX y XX.

Descubrir una belleza misteriosa

Este otro tipo de belleza puede descubrirse a través de una reflexión sobre Jesucristo y su forma de ver el mundo. La preferencia de Jesús eran los pobres, los marginados, los pequeños. En ellos descubrió la belleza de la salvación, de la pureza, de la filiación divina. Un ejemplo de esta actitud se encuentra en la parábola del pastor que deja las 99 ovejas para ir en busca de la que se había perdido. En las parábolas del reino de los cielos, Jesús se refiere a cosas y personas sencillas. En lo sencillo y discreto resplandece el misterio de la belleza de Dios. Brilla incluso donde toda belleza parece oscurecerse: en la muerte en la cruz.

La perspectiva de Jesucristo, la naturaleza de sus parábolas y su vida y muerte proporcionan un contexto en el que muchas obras profanas del arte moderno y contemporáneo adquieren un significado nuevo y diferente. No es que se tomen como testimonios de la fe cristiana, sino que su forma se abre a nuevas interpretaciones.

Así, las obras de Francis Bacon (Dublín, 1909 – Madrid, 1992), uno de los grandes pintores del siglo XX y ateo declarado, no sólo pueden interpretarse como prueba de su ateísmo. Las figuras en suspenso, la extraordinaria belleza de la encarnación, la naturaleza expuesta de las figuras, todo ello adquiere un significado diferente en el contexto de una reflexión inspirada en el misticismo cristiano. Resplandece una belleza muy particular: ya no los horrores del aislamiento, sino estar sostenido por poderes invisibles; ya no el horror de la deformación, sino la belleza del color. Se manifiesta un mundo que corre grandes riesgos, pero que no se deja abatir. Quienes reconocen esto pueden descubrir una belleza misteriosa en tales obras.

Por supuesto, todo esto no viene dado sin más, sino que depende del ojo del observador y del contexto de su observación. La gran tarea de los cristianos es, sin duda, aprender a percibir cada vez más esas obras en el contexto de una mística cristiana. De este modo, alcanzan una dimensión de belleza que alude a una realidad más allá de lo que se da en la tierra: una dimensión que les enseña a percibir incluso en la futilidad de lo meramente terrenal la presencia de una realidad mayor.

La maravillosa magia del silencio

Cuando hablamos de belleza, debemos destacar un elemento que en el siglo XX y hasta nuestros días ha adquirido una importancia extraordinaria: el silencio. El significado del silencio es la belleza de la espera. La espera puede ser insoportable, puede torturar e incluso matar; pero también puede tener una magia maravillosa. Para ser bella, la espera debe ser estructurada y no un simple «no sé qué más hacer». Hay que soportar la espera: incluso en el aburrimiento, debo permanecer presente de forma recogida. La espera me prepara para una venida. Entonces agudizo mis sentidos, me mantengo despierto, me vuelvo sensible a las señales pequeñas y discretas.

Una y otra vez, la espera se ve recompensada por un resultado sorprendente: algo se abre ante mí, pero también vuelve a sustraerse; sin embargo, sé que todo está ahí. Todo el mundo sabe lo que significa mirar pacientemente, una y otra vez, las obras de arte, escuchar la misma música una y otra vez, escuchar atentamente a alguien o, simplemente, sentarse y no hacer nada.

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En el arte del siglo XX, esta expectativa se ve especialmente favorecida por la falta de imágenes. Porque ante una imagen vacía, un lienzo monocromo o un cubo riguroso, no hay contenido que descifrar. La música al borde de lo audible no me arrastra, sino que me devuelve a mí mismo y me pide silencio. Nada me interroga, ni me distrae de mí mismo. Estoy solo conmigo mismo. Este es el momento en que la belleza de la espera puede surgir en mí. Porque en el vacío, la nada y el silencio que se abren, descubro que el otro viene hacia mí, ya sea a través de los colores que surgen en toda su belleza, o de un sonido que se manifiesta extraordinario, o de una llamada, o del milagro de un encuentro.

La belleza de la espera consiste en vivirlo todo como un regalo. Esto es lo que la mística llama «gracia». Muchas iglesias modernas carecen de imágenes. Crean un espacio para el encuentro con Dios, ya sea para una persona que espera sentada en silencio o para una comunidad que celebra la misa. Muchos cuadros modernos carecen de contenido, son superficies vacías o contienen un gran vacío. La música contemporánea crea largos e intensos momentos de silencio, cuyo significado es la belleza de la espera.

Un obstáculo importante para esa belleza es la creciente aceleración de nuestro tiempo. Hoy en día, ¿quién se toma la molestia de detenerse más de unos minutos ante una imagen? El cine – quizás el género artístico más característico del siglo XX – combina los dos motivos: la velocidad de las imágenes y la perseverancia. Una película puede considerarse, en su conjunto, como una imagen que, para ser reconocida, requiere de tiempo. En este sentido, revela similitudes con la música. Desde esta perspectiva, la liturgia también puede considerarse como una mirada a la vida.

La presencia de los que sufren y los marginados

Siempre se puede encontrar belleza, incluso en los detalles, pero sólo en el contexto del conjunto se manifiesta una belleza diferente, más profunda y duradera. En lo que respecta a la liturgia, esto significa que la sencillez, los momentos de silencio, los gestos discretos y las acciones sólo adquieren su significado en relación con el contexto. Cuando hablamos del contexto del conjunto, no nos referimos sólo a las obras individuales, sino al conjunto de la vida, al mundo. Hoy existe el peligro de que el esteticismo separe sectores parciales de la vida de su contexto, atribuyéndoles una magia particular. Un trozo de naturaleza, sectores de la convivencia humana, objetos o lugares desarrollan, en la experiencia del esteta, una belleza sorprendente. Incluso las cosas pequeñas y discretas se convierten en el lugar de la revelación de una plenitud inesperada.

El fenómeno de lo bello se desprende de lo bueno, lo que exige no perder de vista el mundo de los sufrientes y marginados. Quienes se dedican sólo a la contemplación de la belleza absolutizan ciertos ámbitos del mundo, excluyendo el resto: se excluye sobre todo el ámbito del dolor, la amenaza y el sufrimiento. El esteticismo olvida la compasión. Crea su propio mundo, que puede ser muy artístico, pero se cierra al mundo del sufrimiento. Por «sufrimiento» no sólo debemos entender a aquellos cuya existencia se ve amenazada por la enfermedad y la guerra, sino también a las personas relegadas a los márgenes de la sociedad y cuyas vidas son duras y llenas de privaciones.

El mundo del sufrimiento sólo puede modelarse artísticamente entrando en contacto con él. Esto ha ocurrido varias veces, empezando por Los desastres de la guerra de Goya a principios del siglo XIX. Los poemas de Ungaretti son un excelente ejemplo de ello. Y entre los muchos libros de fotografía del siglo XX, cabe mencionar dos en particular: Roma, de Josef Koudelka, publicado por primera vez en 1975, con 60 fotografías de los gitanos de la Checoslovaquia de la época; y In the American West, de Richard Avedon, publicado en 1985. Para los cristianos, volverse artísticamente hacia la vida y el sufrimiento de los demás está enraizado, en última instancia, en el volverse de Dios hacia el mundo, en la encarnación de Jesucristo.

La Iglesia occidental ha perdido en muchos sentidos el sentido de la belleza, al igual que ha perdido su relación con el arte contemporáneo. No se trata sólo de preservar las bellas formas tradicionales – como pretenden los opositores a la renovación litúrgica y los partidarios de la belleza de la antigua liturgia tridentina -, sino de redescubrir la belleza de este mundo en el contexto del mensaje evangélico. En otras palabras, se trata de vivir una preferencia estética por los pobres y los rechazados, los marginados y los olvidados. Sólo cuando la belleza se percibe en las personas discretas y despreciadas puede reconocerse el don de la vida también en estos entornos. Cuando se reconoce la belleza, brilla el don de la vida.

  1. Benedicto XVI, Discurso del encuentro con los artistas, 21 de noviembre de 2009, en www.vatican.va

  2. G. Ungaretti, «Mio fiume anche tu», en Id., Vita d’un uomo. Tutte le poesie, Milán, Mondadori, 2009, 268 (traducción propia al español).

Gustav Schörghofer
Cursó estudios de historia del arte y arqueología clásica en Salzburgo, con Wilhelm Messerer y Hans Walter, antes de ingresar a la Orden de los Jesuitas en 1981. También estudió filosofía y teología en Múnich y Roma. Ha dirigido revistas culturales (Entschluss, entre 1988-1997) y fue rector de la Iglesia de los Jesuitas en Viena. Es miembro del consejo de administración del Fondo Otto Mauer desde 1998 y preside el jurado del Premio Otto Mauer desde 2000.

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