Santos

Frágil como todos, alegre como pocos: Santa Teresa del Niño Jesús

Saint Peter Catholic Church (Millersburg, Ohio) – Nheyob – Wikipedia

«Cuanto más santa es una mujer, más mujer es»: lo que escribía Léon Bloy en 1897 en La mujer pobre[1], Teresa del Niño Jesús, una joven carmelita del monasterio de Lisieux, lo estaba viviendo. El 30 de septiembre de 1897, cuando sólo tenía 24 años, su vida terrenal llegaba a su fin: apenas podía hablar debido a los padecimientos de una tuberculosis que la dejaba sin aliento, pero quedó claro en qué pobreza y oscuridad se encontraba. Y, sin embargo, en ese drama emerge luminosa su humanidad, su belleza de mujer, su santidad: se reconoce como una «carmelita, esposa y madre» que está a punto de unirse al Amado.

Santa y Doctora de la Iglesia

María Francisca Teresa Martin Guérin, nacida en Alençon, Normandía, hace siglo y medio, el 2 de enero de 1873, ingresó a los 15 años en el convento carmelita de Lisieux, con el nombre de Sor Teresa del Niño Jesús. Pío X, tras leer Historia de un alma y autorizar la apertura de la causa canónica, la describió como «la mayor santa de los tiempos modernos»[2]. En 1923 fue beatificada por Pío XI y, dos años más tarde, canonizada. Pío XI quiso que fuera la principal patrona de Francia junto con Santa Juana de Arco y, aunque nunca había salido del claustro, la proclamó «patrona de las misiones» por su oración apostólica. En 1932, el Congreso Teresiano Internacional de Lisieux pidió al Papa que se concediera a Santa Teresa el título de «Doctora de la Iglesia». Pío XI rechazó la petición, incluso golpeando la mesa con el puño: nunca una mujer había sido Doctora de la Iglesia (obstat sexus); además, su doctrina de la «infancia espiritual» no era más que una repetición de la enseñanza de Jesús en el Evangelio: «Si no os hacéis como niños» (Mt 18,3).

Así que dos impedimentos insalvables. Pero en la Iglesia puede ocurrir que lo imposible se haga realidad de repente. En 1970, sorprendentemente, Pablo VI eliminó el primer obstáculo, proclamando Doctoras de la Iglesia a Teresa de Ávila y Catalina de Siena por su genio doctrinal. El segundo obstáculo fue superado por Juan Pablo II. En 1997, en el centenario de su muerte, declaró solemnemente a Teresa de Lisieux «Doctora de la Iglesia», reconociendo la novedad de su doctrina espiritual: la «Ciencia del Amor». En 2011, Benedicto XVI completó la fórmula, añadiendo que la carmelita es «maestra especialmente de los teólogos»[3]. El Papa Francisco también mostró su cariño por ella y compuso una oración pidiéndole «una rosa» del jardín celestial. A una niña que le preguntó quiénes eran sus tres santos favoritos, respondió: «Soy amigo de Teresa del Niño Jesús, San Ignacio y San Francisco»[4].

Historia de un alma

Historia de un alma es una especie de biografía de la joven carmelita, publicada en 1898, un año después de su muerte. Su hermana Paulina – la Madre Inés de Jesús – le había pedido que escribiera las memorias de su infancia; luego, cuando comenzó su enfermedad, la priora la instó a que describiera su experiencia espiritual y, finalmente, sus últimos y dramáticos días. La idea de publicar estos manuscritos surgió porque en el Carmelo era costumbre informar a las hermanas de la muerte de una de ellas. El texto se publicó por primera vez en 2.000 ejemplares.

Sorprendiendo a todos, el libro tuvo un éxito extraordinario: pronto se agotó y se reimprimió, se reeditó 46 veces y se tradujo a más de 50 idiomas, con millones de ejemplares[5]. Bestseller religioso, marcó la vida de muchos cristianos y no cristianos. El texto, sin embargo, escondía algo: las hermanas carmelitas, especialmente la priora y Celina (la otra hermana de Teresa), además de dar título al manuscrito, lo habían manipulado en muchos lugares – aunque con la mejor intención – llegando a reescribir numerosas páginas. La narración es la misma, el fondo del discurso también, los cambios no habían impedido a los lectores captar el pensamiento de Teresa y captar su doctrina espiritual, pero el conjunto estaba filtrado por la espiritualidad de la priora y de Celina, que no habían captado el interior de Teresa[6].

El problema surgió en 1946, cuando el abate André Combes, profesor de Historia de la Espiritualidad Cristiana en la Sorbona y en el Instituto Católico de París, tuvo la idea de dedicar un curso a Teresa de Lisieux. Fue al Carmelo, donde fue muy bien recibido por las monjas, hasta el punto de que sus propuestas despertaron entusiasmo. Pero nada más comenzar el trabajo, el abate se llevó una sorpresa poco grata: las ediciones de la Historia de un alma preparadas por el Carmelo eran diferentes de los pocos originales que tenía entre manos. Muchos pasajes habían sido reescritos, modificados, ajustados. En particular, faltaba en los manuscritos la expresión que había calificado la espiritualidad de la santa, «el camino de la infancia espiritual». Hoy, una vez publicados los originales, se ha descubierto que las hermanas habían retocado el manuscrito en más de 7.000 pasajes[7]. Fue difícil aceptar las observaciones del abate Combes, hasta el punto de que el erudito fue expulsado del Carmelo. Pero al final se impuso la verdad: desgraciadamente no fue hasta 1955-56, casi 60 años después de la muerte de Teresa, cuando se publicaron en facsímil los originales y, juntos, los Manuscritos Autobiográficos[8].

La vocación

Teresa era la novena y última hija de Louis y Zélie Martin, proclamados santos por el Papa Francisco en 2015: es amada y mimada por sus padres y hermanas (sus hermanos varones mueren nada más nacer). A los cuatro años, pierde a su madre, y el carácter alegre de la niña parece desaparecer, y ahora llora a menudo. Elige a Paulina como «madrina» y le comunica su deseo de «hacerse ermitaña» (A f. 25v)[9]; su hermana también le confía un secreto similar y le promete esperar a que sea mayor. Pero cuando Teresa tiene nueve años, Paulina decide ingresar en el Carmelo, y ella se siente conmocionada por esta nueva pérdida.

Sus estudios van mal y la chica sufre un revés, una «extraña enfermedad». Aunque se cura, empeora, pero no se comprende el origen de la enfermedad. Tras una novena de su padre a Nuestra Señora Reina de las Victorias, una estatua de Nuestra Señora colocada sobre la repisa de la chimenea le sonríe: la enfermedad desaparece.

El mismo día de la profesión de su hermana en el Carmelo, el 8 de mayo de 1884, Teresa hizo la Primera Comunión. Durante todo un año, vivió en una paz interior extraordinaria.

A los 13 años, el 25 de diciembre de 1886, recibe la gracia de la Navidad: su «conversión completa» (A f. 45r). De vuelta de la Misa del Gallo, Teresa escucha a su padre que, al ver los zuecos colocados en la chimenea para recibir los regalitos, dice: «Por fin, afortunadamente es el último año» (ibíd.). Celina, cerca de ella, ante esas palabras ya imagina los llantos de su hermana. En cambio, sucede algo nuevo: Teresa se da cuenta de que el Niño Jesús la ha transformado, se siente una persona madura, adulta. En efecto, en aquella «noche de luz», siente «un gran deseo de trabajar por la conversión de los pecadores […] ¡Desde entonces fui feliz!» (A f. 45v). Se curó, reanudó sus estudios y pronto consiguió terminarlos: «Empecé, por así decirlo, una “carrera de gigantes”» (A f. 44v).

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Teresa, por casualidad, lee en el periódico La Croix, que su padre ha dejado abierto sobre la mesa, sobre el autor de un triple asesinato que está a punto de ser condenado a muerte, pero se niega a recibir al sacerdote. Se dirige a Dios por su conversión, pero pide, como confirmación de su deseo, una señal del arrepentimiento del criminal. El 31 de agosto, día de la ejecución, la sorpresa: el periódico informa de que el asesino, llamado Henri Pranzini, tras subir al cadalso, «¡toma un crucifijo que le presenta el sacerdote y besa tres veces sus santas llagas!» (A f. 46r). Para Teresa, es la confirmación de la luz de lo Alto: ha descubierto que el Señor la ama y le ha mostrado su amor. Su oración fue escuchada: el deseo de orar por los pecadores y de dar la vida por ellos se hizo fuerte en ella[10].

Su voluntad de consagrarse al Señor emerge luminosa: «Jesús vio que había llegado el momento de que yo fuera amada: hizo una alianza conmigo y me convertí en suya» (A f. 47r). A los 14 años, tras recibir el consentimiento de su padre, pidió entrar en el Carmelo. El cura la desanima, porque para entrar en la vida religiosa hay que ser adulto y ella es demasiado joven; si quiere, puede dirigirse al obispo. Teresa no se da por vencida y, de hecho, acude con su padre al obispo, quien, a su vez, se muestra indeciso. Queda una última esperanza: la oportunidad de un viaje a Roma para pedir permiso al Papa…

La audiencia con el Papa León XIII

En 1887, la peregrinación a Roma marcó un punto de inflexión en la vocación de Teresa. Durante la visita al Coliseo, ella y Celina vivieron una experiencia especial de alegría, debido a su audacia. Habiendo oído decir al guía que, más allá de una barrera, había una placa con una cruz que indicaba el lugar donde lucharon los mártires, las hermanas saltan la barrera para buscar esa señal en el pavimento. Mientras su asombrado padre les llama para que vuelvan, encuentran la lápida, se arrodillan sobre ella y besan la cruz manchada con la sangre de los primeros cristianos, teniendo una experiencia espiritual muy intensa. Teresa escribe: «Yo también pedí la gracia de ser mártir por Jesús y sentí en el fondo de mi corazón que mi oración había sido escuchada» (A f. 61r).

Tras la conmovedora visita a las catacumbas, se celebró una audiencia con León XIII, precedida de una misa. El Evangelio del día era un fuerte estímulo: «No temas, pequeño Rebaño, porque el Padre de ustedes ha querido darles el Reino» (Lc 12,32). Teresa sintió que se dirigía a ella. Aunque le estaba prohibido hablar con el Papa, se armó de valor y, arrodillándose ante él, le dijo: «“¡Santísimo Padre, en honor de vuestro jubileo, permítame entrar en el Carmelo a los 15 años!”. “Pues bien, hija mía – continuó el Santo Padre mirándome amablemente -, haz lo que te digan tus superiores”. […] Hice un último esfuerzo y dije con voz suplicante: “¡Oh, Santísimo Padre, si usted dijera que sí, todo el mundo lo querría!”. Me miró fijamente y pronunció estas palabras, enfatizando cada sílaba: “¡Bien… bien… Entrarás si el Buen Dios lo quiere!”. Animado por la bondad del Santo Padre, quise seguir hablando, pero dos guardias […] me cogieron por los brazos y me llevaron afuera» (A, f. 63r-v). El Vicario que dirigía el grupo, y que se oponía al deseo de Teresa, había presentado a su padre como «el Padre de dos Carmelitas». No pudo contener las lágrimas… Sin embargo, en el fondo de su corazón sentía una paz extraordinaria: había hecho todo lo que podía hacer.

La conclusión: «[A mi regreso] ya no tenía la esperanza “del Santo Padre”; no encontraba ayuda en la tierra, que me parecía un árido desierto sin agua: toda mi esperanza estaba sólo en el Buen Dios… Había experimentado que es mejor recurrir a Él que a sus santos” (A f. 66r).

El regreso a Lisieux

De regreso a Lisieux, comenzó una larga espera para la ansiada dispensa. Sin embargo, había recibido el fruto de una experiencia inolvidable. Había estado allí donde los apóstoles dieron testimonio del Evangelio mediante el martirio, con dos hechos fundamentales: primero, haber entrado en contacto con «la vida y las miserias del mundo» (A f. 53v). El grupo de peregrinos estaba formado en su mayoría por nobles con títulos elevados, lo que despertó la ironía de las hermanas: «De lejos – escribe Teresa –, la cosa me había dejado suspensa, pero de cerca, vi que “no todo lo que brilla es oro” y entendí esta frase de la Imitación: “No persigas esa sombra que se llama gran nombre”. […] La verdadera grandeza se encuentra en el alma» (A f. 55v-56r). Es interesante la viveza de las observaciones de Teresa y su libertad de juicio sobre el aspecto mundano de la peregrinación.

El segundo hecho se refiere al conocimiento de la vida cotidiana de los sacerdotes, aunque sólo se limite a la peregrinación: «Rezar por los pecadores me extasiaba, pero rezar por las almas de los sacerdotes, que creía más puras que el cristal, ¡me parecía sorprendente! […] Durante un mes conviví con varios santos sacerdotes y comprobé que, si su sublime dignidad los eleva por encima de los ángeles, no por ello son hombres menos débiles y frágiles… Si los santos sacerdotes a los que Jesús llama en su Evangelio: “La sal de la tierra” muestran en su conducta que tienen una extrema necesidad de oración, ¿qué decir de los tibios?» (A f. 56r). A Teresa, los sacerdotes le habían dado la impresión de ser poco entusiastas con Dios: por eso era necesario rezar, para que sus vidas y sus palabras dieran testimonio del Evangelio. Fue la misión del Carmelo la que le ayudó a comprender su propia vocación, «ser apóstol de los apóstoles» (ibid.).

En el Carmelo

Finalmente llegó la dispensa, y Teresa entró en el Carmelo el 9 de abril de 1888. Cabe preguntarse qué entendía de la vida una chica de 15 años que quería consagrarse al Señor.

Ciertamente, sus ojos estaban abiertos a la realidad, y Celina lo descubrió cuando, tras entrar en el monasterio, señaló a Teresa el ambiente gris de la comunidad religiosa. Ella le contestó: «No había querido decirte nada por adelantado, pero ahora ves por ti misma que estás en medio de una buena compañía de solteronas, y así ves lo que no debes ser»[11].

Su entrada en el Carmelo no fue aprobada por todos. Así lo afirmó el superior eclesiástico cuando entró en el monasterio: «“Como delegado del obispo, les presento a esta muchacha de 15 años, cuya entrada deseaban. Deseo que no defraude sus esperanzas, pero les recuerdo que si ocurre lo contrario, sólo ustedes serán responsables”. Toda la comunidad quedó estupefacta ante estas palabras»[12]. Sólo Teresa estaba imperturbable: estaba en paz, «una PAZ tan dulce y profunda que me hubiera sido imposible expresarla. Y durante siete años y medio esta paz interior ha sido mi patrimonio, no me ha abandonado en medio de las mayores pruebas. […] He venido a salvar almas y especialmente a rezar por los sacerdotes» (A f. 69r-v).

El 8 de septiembre de 1890 hizo su profesión religiosa solemne, en la que tomó el nombre de «Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz». Para la ocasión escribió una carta para un destinatario excepcional: «¡Oh Jesús, mi divino esposo! […] ¡Que nunca busque ni encuentre a nadie más que a ti, y que las criaturas no sean nada para mí, ni yo para ellas, sino que tú, Jesús, lo seas todo! […] Sólo pido paz, y luego amor: amor infinito sin otro límite que Tú, un amor tal que deje de ser yo, para que seas Tú, Jesús mío. […] Hazme comprender lo que debe ser una novia para ti. […] Déjame salvar muchas almas: que hoy no haya ni una sola alma condenada»[13].

Palabras, éstas, que podrían definirse como el corazón de la profesión de Teresa: es quizá uno de los poquísimos textos en los que usa el «Tú» para referirse a Jesús por el matrimonio espiritual, y donde resuena el deseo de «amor infinito» al Señor, esa exclusividad que es el signo del amor esponsal. En Jesús todos son comprendidos, todos pueden esperar; por eso pide salvar muchas almas: que ninguna se pierda hoy.

La vida en el monasterio

En el silencio, en la oración, en el servicio, la vida en el monasterio transcurre con normalidad; no hay acontecimientos extraordinarios en la biografía de la carmelita, ni siquiera visiones o milagros: su vida está marcada por la intimidad con el Señor. Sin embargo, algunos hechos marcan la vida cotidiana. La Madre Inés, en febrero de 1893, es elegida priora y Teresa se convierte en vice-novicia. Al año siguiente, su padre murió de una grave enfermedad; Celina, que había asistido a su progenitor durante varios años, también ingresó en el Carmelo.

El 9 de junio de 1895, fiesta de la Santísima Trinidad, otra gracia extraordinaria para Teresa, “El acto de ofrenda al amor misericordioso”: “¡Oh Dios mío! Santísima Trinidad, deseo Amarte y hacer que me Ames, para trabajar por la glorificación de la Santa Iglesia salvando a las almas que están en la tierra y liberando a las que sufren en el purgatorio. […] ¡Deseo ser santo, pero siento mi impotencia y te pido, oh Dios mío, que seas mi santidad! […] Si a veces caigo por debilidad, que Tu Divina Mirada purifique inmediatamente mi alma. […] Te doy gracias por todas las gracias que me has concedido, especialmente por haberme hecho pasar por el crisol del sufrimiento. […] Al atardecer de esta vida, compareceré ante ti con las manos vacías, pues no te pido, Señor, que cuentes mis obras. Toda nuestra justicia es imperfecta a tus ojos. Quiero, pues, revestirme de Tu propia Justicia, y recibir de Tu Amor la posesión eterna de Ti mismo»[14].

Este es el segundo gran acontecimiento en la vida de Teresa: es el estímulo fundamental para entregarse al Amor, cuyo protagonista es Dios Padre, que suscita el don. Un hecho íntimo, personal, guardado en secreto en el corazón. Teresa se siente pequeña y alejada de este amor, pero descubre que puede apoyarse en esta pequeñez para pedir ayuda al Señor[15]. Es el centro de su vida y el núcleo de su doctrina espiritual, «el caminito», que constituye una de las páginas más altas de la espiritualidad del siglo. Aquí se deja ver quién es «su» director espiritual, el «Doctor de Doctores» (A f. 83v): el Señor Jesús (A f. 74r).

Patrona de las Misiones

Unos meses más tarde, en octubre de 1895, un seminarista, Maurice Bellière, inseguro sobre su vocación pero con deseos de ir a la misión, escribe a la priora del Carmelo para que una monja rece por su salvación y por la gracia de ser misionero. La priora, Sor Inés, eligió a Teresa. En una carta, escrita a su «primer hermano espiritual», Teresa adjuntaba una oración que ella misma había compuesto. A esto siguió una importante correspondencia espiritual. El sacerdote embarcó hacia Marsella para unirse a los Padres Blancos en Argel, el 29 de septiembre de 1897, víspera de la muerte de Teresa.

En 1896, la nueva priora, la madre Marie de Gonzaga, le confía un segundo hermano espiritual, el padre Adolphe Roulland, de la Sociedad de Misiones Extranjeras de París: desea partir a China como misionero y pide oraciones. En una carta, Teresa le manifestaba su alegría: «Sería verdaderamente feliz trabajando con usted por la salvación de las almas; por eso me hice carmelita, ya que no podía ser misionera por la acción, quería serlo por el amor y la penitencia como santa Teresa de Ávila». El P. Roulland pudo celebrar una misa en el Carmelo unos días antes de partir para China. Le dejó una fotografía suya y Teresa, al darle las gracias, escribió: «Si voy pronto al Cielo, pediré permiso a Jesús para visitarlos en Su-Ciuen y continuaremos juntos nuestro apostolado»[16].

Su oración misionera, sin embargo, se extendía a todo el universo: «Puesto que “el celo de una carmelita debe incendiar el mundo”, espero con la gracia del buen Dios ser útil a más de dos misioneros, y no podría olvidarme de rezar por todos, sin dejar de lado a los simples sacerdotes, cuya misión es a veces tan difícil de cumplir como la de los apóstoles que predican a los infieles. En definitiva, quiero ser hija de la Iglesia como lo fue nuestra Madre Santa Teresa y rezar según las intenciones de nuestro Santo Padre el Papa, sabiendo que sus intenciones abarcan el universo» (C f. 33v)[17].

Por su espíritu misionero y apostólico, Teresa, aunque nunca abandonó el monasterio, se convirtió en patrona de las misiones al mismo nivel que san Francisco Javier, que evangelizó la India, Japón e incluso llegó a China.

La Pascua de 1896: «La noche de la nada»

La culminación de la experiencia espiritual y existencial de Teresa se produce en la Pascua de 1896. Comienza el Viernes Santo, tras la meditación de la Pasión, cuando experimenta el primer síntoma de tuberculosis (una hemoptisis), y termina con su muerte en la noche del 29 de septiembre de 1897. Fueron los últimos 18 meses de su vida, una larga y dolorosa «noche» de Pascua. En el pasado, los biógrafos no lo señalaron, quizá porque podía parecer escandaloso: una joven monja a punto de morir, mujer de fe y oración, fiel al Señor, vive un momento de crisis, de tormento, de oscuridad total. Sus propias hermanas no la comprenden: «Si se tuvieran la prueba de que sufro desde hace un año, ¡cómo se asombrarían!» (C f. 4v). «[Jesús] permitió que mi alma fuera invadida por las más espesas tinieblas y que el pensamiento del Cielo, tan dulce para mí, no fuera más que motivo de lucha y tormento. Esta prueba no durará unos días, unas semanas; sólo desaparecerá a la hora señalada por el Buen Dios y… esa hora aún no ha llegado» (C f. 5r). En la oscuridad de las tinieblas, le parece oír las voces de los pecadores que se burlan de ella: «“¡Sueñas con la luz, […] crees que un día saldrás de las brumas que te rodean! Sigue, sigue, regocíjate en la muerte que no te dará lo que esperas, sino una noche más profunda aún, la noche de la nada”» (C f. 6v). No falta la tentación de suicidarse, una semana antes de su muerte[18].

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La Madre Inés había intentado validar la prueba como una «noche de la fe», como la de San Juan de la Cruz, pero Teresa experimenta algo absolutamente nuevo. Mientras que el místico vivió en una época en la que la mayoría eran creyentes, el calvario de Teresa tiene lugar cuando el ateísmo emerge con fuerza en el mundo. Charles de Foucauld vive como ateo entre 1874 y 1886; y entre 1885 y 1887 Nietzsche proclamaba la muerte de Dios en La Gaya Ciencia[19].

Antes, Teresa pensaba que los ateos no podían existir, ahora, «en los días gozosos del tiempo pascual, Jesús [le hizo] sentir que efectivamente hay almas que no tienen fe, que por abuso de las gracias pierden este precioso tesoro, fuente de las únicas alegrías puras y verdaderas» (C f. 5v). La incredulidad de sus contemporáneos hace cuestionarse a la joven carmelita. Para ella, no se trata de una crisis de fe, sino de estar cerca de los que no creen: no pierde la luz de la fe, sino que se encuentra compartiendo la oscuridad que experimentan los ateos. «Si Jesús le ha hecho ver la realidad de la incredulidad e incluso le ha hecho partícipe de la noche de la incredulidad, es para que invierta la situación: para que experimente ese estado de oscuridad de los propios incrédulos. A partir de entonces se convierte para ella en una nueva alegría: […] la alegría de no vivir la alegría de la fe, para que aquellos “otros”, […] que no conocen esa alegría, puedan alcanzarla»[20]. Teresa se convierte en la «compañera» de los infieles, comparte su mismo pan, está en su mesa de sufrimiento, está cerca en comunión fraterna. Con una novedad: partir el pan del dolor con los ateos es vivir la experiencia de Jesús en la agonía de Getsemaní, cuando recibió en su corazón las tinieblas del pecado del mundo[21].

A diferencia de las monjas que se ofrecían como víctimas a la Justicia divina mediante la penitencia para que los pecadores se convirtieran[22], ella se hace «hermana», vivió su drama, experimentó «la noche de la nada»; comprendió hasta qué punto el hombre es libre de creer o no creer, tiene el poder de entregarse a Dios o negarse a Dios. Teresa quiere aceptar el misterio del otro, sean cuales sean sus opciones o su vida; y se realiza como persona, como mujer, como libertad, como amor[23].

La ciencia del amor

Un año antes de su muerte, en septiembre de 1896, Teresa hizo su retiro anual y por orden de la priora, su hermana, escribió lo que había descubierto en la oración: es el Manuscrito B, donde se encuentra la frase Ciencia del amor (B f. 1r), que califica la novedad del «caminito»: es el grito de amor de una mujer enamorada que quisiera hacer lo imposible por su Amado. «Ser carmelita, esposa y madre… ser con Jesús madre de las almas» no le basta; «siento en mí otras vocaciones: siento la vocación de Guerrera, de Sacerdote, de Apóstol, de Doctora, de Mártir» (B f. 2v). Intenta aplicarse a sí misma todas estas vocaciones, pero se da cuenta de que no puede hacerlo y se siente confundida: «Oh Jesús, amor mío, vida mía, ¿cómo puedo conciliar estos contrastes?» (ibíd.). La radicalidad de tales deseos no puede dejar de sorprender: «Siento la necesidad, el deseo de hacer por ti, Jesús, todas las obras más heroicas» (ibid.). «Me gustaría caminar por la tierra…, me gustaría ser misionero…, me gustaría ser mártir, me gustaría sufrir todos los martirios» (B f. 3r). Así que busca en el más grande de los misioneros, el apóstol Pablo, un posible discernimiento, y descubre, en el himno al ágape, que el mejor camino es el amor: «Comprendí que la Iglesia tenía un Corazón, y que este Corazón ardía de Amor. […] ¡Entendí que el Amor abarcaba todas las Vocaciones, que el Amor lo era todo, que abrazaba todos los tiempos y todos los lugares!… En resumen, ¡que es eterno! […] ¡Mi vocación es el Amor! Sí, he encontrado mi lugar en la Iglesia y este lugar, oh Dios mío, me lo has dado: ¡en el Corazón de la Iglesia, Madre mía, seré Amor! Así lo seré todo» (B f. 3v).

Teresa parece definirse a sí misma como una «contemplativa en la acción», o más bien, como señala von Balthasar, una «activa en la contemplación», porque «llega a encontrarse a sí misma en la ley única y unificadora del amor, de la que tanto María como Marta derivan su pasividad receptiva y su fecundidad»[24]. He aquí el centro del caminito de Teresa: «La santidad del hombre es Dios mismo. […] Unión maravillosa de una intuición prodigiosa de la naturaleza de Dios hacia el hombre, ella misma don de Dios, y de una respuesta muy fiel y coherente del hombre que se abandona a ese Dios cuya propiedad consiste en abajarse hacia él para divinizarlo»[25]. Es un camino muy recto, porque es el camino que Jesús mismo recorrió, sin desviaciones; es muy corto, porque el punto de partida y el punto de llegada están unidos; es todo nuevo, porque no se basa en la voluntad humana que quiere llegar a la santidad, sino en la santidad de Dios que quiere llegar al hombre en su característica de rebajarse, hasta convertirse Él mismo en la santidad del hombre[26].

Teresa había comparado el camino con un «ascensor»[27] espiritual: «El ascensor que ha de elevarme al Cielo son tus brazos, ¡oh Jesús! Para ello no necesito crecer, sino seguir siendo pequeña, hacerme cada vez más pequeña» (C f. 3r).

El día de su muerte, incluso en el mayor sufrimiento, sus últimas palabras fueron: «No me arrepiento de haberme entregado al Amor» (OC 1121); «¡Ya no puedo más! No, nunca hubiera creído que fuera posible sufrir tanto». Y finalmente: «Dios mío… ¡te amo!» (OC 1122). Tras su muerte, Teresa aparece alegre en la paz: «Es encantadoramente bella, con una sonrisa que parece decir: “El buen Dios no es más que amor y misericordia”»[28].

Amor a la Palabra de Dios

«[Teresa] se deleitaba en presentarse ante Dios “con las manos vacías”, audazmente entregada al Amor misericordioso: [ella] es una de las más grandes maestras espirituales de todos los tiempos, a quien es justo situar junto a San Benito, Santa Teresa de Ávila, San Juan de la Cruz, San Francisco de Sales»[29]. Juan Pablo II, al proclamarla Doctora de la Iglesia, recordó que la carmelita «es una santa joven, a pesar del paso de los años», porque no sólo describió, sino que vivió la verdad del Amor como corazón de la Iglesia. Su escuela era la palabra de Dios: en los momentos de dificultad, en las distracciones o en el sueño que la sorprendían durante la oración, en su pobreza, anotaba: «En esta impotencia mía, vienen en mi ayuda la Sagrada Escritura y la Imitación, […] especialmente el Evangelio: siempre descubro en él nuevas luces, significados ocultos y misteriosos» (A f. 83 r-V)[30]. En sus escritos, Teresa cita la Biblia 270 veces, lo que confirma su familiaridad con la palabra de Dios[31], de la que era una apasionada. «Si hubiera sido sacerdote, habría estudiado a fondo el hebreo y el griego para conocer el pensamiento divino, tal como Dios se ha dignado expresarlo en nuestro lenguaje humano»[32]. La competencia exegética con la que interpreta la Biblia es excepcional: Teresa, a través de la fidelidad a la Palabra, fue capaz de reavivar el más puro espíritu evangélico en la Iglesia. Y es asombroso que una experiencia humana y espiritual tan limitada tuviera una irradiación universal.

  1. El título del artículo hace referencia al libro del autor italiano A. Piccirilli, Fragile come tutti, felice come pochi. Teresa di Lisieux e le nostre ferite, Cinisello Balsamo (Mi), San Paolo, 2019. Cfr L. Bloy, La donna povera. Una storia di miseria, peccato ed eroismo, Verona, Fede & Cultura, 2020, 61 (original: La femme pauvre, París, Mercure de France, 1897).

  2. Cfr G. Gennari, Teresa di Lisieux. Il fascino della santità. I segreti di una «dottrina ritrovata», Turín, Lindau, 2012, 16-19.

  3. Ibid, 21 s.

  4. É. de Baudoüin, Thérèse et François, París, Salvator, 2019, 27; cfr la oración por la rosa, 66.

  5. Cfr Concessionis tituli Doctoris Ecclesiae Sanctae Teresiae a Iesu infante et a Sacro Vultu, Cabellione, R. Rimbaud, 1997, 124.

  6. En 1926, con Teresa ya canonizada, la Madre Inés consideraba suyos los textos de la santa y escribía: «Ya es hora de que nosotras [es decir, las hermanas] mostremos que sus palabras [las de Teresa] son de nuestra propiedad» (G. Gennari, Teresa de Lisieux…, cit., 29).

  7. El P. François de S.te-Marie, encargado oficialmente de la publicación de los Manuscritos originales, afirma que la Madre Inés y Celine habían «reescrito» Historia de un alma con nada menos que 7.000 cambios: «En una sinopsis en la que los dos textos aparecen uno al lado del otro y en la que se señalan sus divergencias, de las más leves a las más importantes, encontramos más de 7.000 variantes». Cf. J. Lonchampt, «Introducción», en Teresa Del Niño Jesús y de la Santa Faz, s., Obras Completas. Escritos y últimas palabras, Ciudad del Vaticano – Roma, Lev – Ocd, 1997, 72.

  8. Cfr François de S.te-Marie, Manuscrits autobiographiques, Lisieux, Ocl, 1955-56, con tres volúmenes de introducción y comentarios; tras la edición facsímil, también la transcripción de los manuscritos, ibid. 1956. Falta el título anterior, Historia de un alma, que sin embargo se retoma en la edición de 1972, Histoire d’une Ame. Manuscrits autobiographiques, París, Cerf – Desclée De Brouwer.

  9. Para las citas seguimos las abreviaturas en uso en los tres Manuscritos originales: A, B, C, con el número del folio, y la indicación de recto o verso. Así, A f. 25v indica Manuscrito A, folio 25, verso. Las demás citas están tomadas de las Obras Completas…, cit., con la abreviatura OC.

  10. Cfr L. Pereira de Oliveira, «Il processo decisionale di Teresa di Lisieux», en Mysterion 12 (2019/2) 229-235.

  11. Cfr G. Gennari, Teresa di Lisieux…, cit., 339, nota 29: testimonio de sor Celina a p. Louis Augros, Superior de la Mission de France.

  12. OC, nota 301, 1263. Testimonio de sor Inés. Teresa no informa de esto en sus memorias.

  13. Cfr «Biglietto di professione», en OC 937 s. Cfr F.-M. Léthel, «La kenosi dell’amore, della fede e della speranza in santa Teresa di Lisieux», en P. Coda et Al. (edd.), Il Nulla-Tutto dell’amore. La teologia come sapienza del Crocifisso, Roma, Città Nuova, 2013, 89 s.

  14. Cf. «Offerta di me stessa», en OC 941-943. Las mayúsculas están en el texto. Nótese la observación de Piccirilli: «Teresa no está interesada en llegar a ser perfecta, sino en llegar a ser santa; no está interesada en llegar a ser buena, sino en agradar a Dios; no está interesada en llegar a ser grande, sino en permanecer pequeña, frágil, débil. Amar su propia pequeñez, ofrecerla a Dios: ése es su secreto». Cf. A. Piccirilli, Fragile come tutti…, cit., 176 y ss.

  15. Cfr J. F. Six, Vita di Teresa di Lisieux: la donna, la famiglia, l’ambiente, Brescia, Morcelliana, 1977, 228, observa que la Madre Inés no capta el valor de la consagración y la coloca entre las hojas menos importantes, porque quiere hacer de la hermana un modelo de virtud. El autor señala una corrección de las hermanas: «Si por debilidad cayera…», mientras que el original dice: «Si a veces caigo por debilidad…».

  16. Ibid, 247. Cfr la entrevista del 17 de julio de 1897: «Quiero pasar mi Cielo haciendo el bien en la tierra» (OC 1028).

  17. La cita es de Santa Teresa de Ávila; «Hija de la Iglesia» es también una expresión típica de la Santa.

  18. Cfr OC 1112; A. Piccirilli, Fragile come tutti…, cit., 128.

  19. Cfr C. Dobner, Eco creante. Teresa di Lisieux in sintonia con il suo tempo, Génova – Milán, Marietti 1820, 2008, 22; 57-59.

  20. J. F. Six, Vita di Teresa di Lisieux, cit., 255.

  21. Cfr F.-M. Léthel, «La kenosi dell’amore…», cit., 99.

  22. Cfr A. Piccirilli, Fragile come tutti…, cit., 228.

  23. Cfr I. Magli, Storia laica delle donne religiose, Milán, Longanesi, 1995, 97 s.

  24. H. U. von Balthasar, Sorelle nello Spirito. Teresa di Lisieux e Elisabetta di Digione, Milán, Jaca Book, 1974, 143.

  25. G. Gennari, Teresa di Lisieux. La verità è più bella, Milán, Àncora, 1974, 194; es interesante la carta 57 a Celina, que explica como Teresa guia las almas en su «caminito»: cfr A. Piccirilli, Fragile come tutti…, cit., 208-214.

  26. Cfr G. Gennari, Teresa di Lisieux. La verità…, cit., 195-198.

  27. Como ella misma señala, el ascensor acababa de inventarse.

  28. Testimonio de la Madre Inés en OC 62.

  29. G. Gaucher, «Prefacio», en Marie-Eugène de l’Enfant Jésus, Il tuo amore è cresciuto con me. Un genio spirituale, Teresa di Lisieux, Roma, Ocd, 2004, 7.

  30. Cfr «Introduction», en La Bible avec Thérèse de Lisieux, París, Cerf – Desclée De Brouwer, 1979, 9-41.

  31. Cfr Teresa del Niño Jesús, s., Opere complete…, cit., 746.

  32. Cfr el testimonio de Celina, en Procès de béatification et canonisation de S. Thérèse de l’Enfant-Jésus et de la Sainte-Face. I. Procès informatif ordinaire, Roma, Teresianum, 1973, 275.

Giancarlo Pani
Es un jesuita italiano. Entre 1979 y 2013 fue profesor de Historia del Cristianismo de la Facultad de Letras y Filosofía de la Universidad de La Sapienza, Roma. Obtuvo su láurea en 1971 en letras modernas, y luego se especializó en la Hochschule Sankt Georgen di Ffm con una tesis sobre el comentario a la Epístola a los Romanos de Martín Lutero. Entre 2015 y 2020 fue subdirector de La Civiltà Cattolica y ahora es escritor emérito.

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