Biblia

La unidad de Cristo y el misterio pascual

Cristo y Santa María Magdalena en la tumba, Rembrandt van Rijn (1638)

El Evangelio de Marcos se abre con una clara afirmación de la identidad de «Jesucristo» como «Hijo de Dios» (Mc 1,1). Pero en los Evangelios aparece también otro personaje, denominado «Hijo del hombre», que no parece identificarse con el mismo Hijo de Dios. De hecho, Jesús habla a menudo de él en tercera persona del singular, como si se tratara de otra persona, distinta de él mismo: «Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho» (Mc 8,31); «Jesús les prohibió contar lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos» (Mc 9,9; cfr. 9,12; 10,33); «Y se verá al Hijo del hombre venir sobre las nubes, lleno de poder y de gloria» (Mc 13,26; cf. 14,62). Surge así la pregunta: ¿Son Jesucristo, el Hijo de Dios y el Hijo del Hombre la misma e idéntica persona?

El tema de la unicidad de la persona de Cristo se plantea desde los comienzos de la reflexión cristiana, que veía, por una parte, los grandes nombres o epítetos divinos que le atribuye el Nuevo Testamento (Verbo, Hijo de Dios, Unigénito, Sabiduría, Poder, etc.) y, por otra, sus facetas humanas, reveladas por los Evangelios: hambre, sed, tristeza, «temor y angustia» (Mc 14,33). Surgía entonces la pregunta: ¿cómo pueden todas estas condiciones, incluso tan diferentes, decirse de un único sujeto? ¿Cómo pueden el Logos (Verbum) y la sarx (carne = hombre) formar un ser verdaderamente, y no sólo accidentalmente, «uno»? ¿Cómo puede evitarse el escándalo de la cruz para el Hijo de Dios si sólo hay un sujeto? Estamos ante algo paradójico, no explicable con categorías antropológicas. El problema no es sólo antiguo, sino también actual, pues la cuestión de Cristo es siempre actual[1].

Antecedentes en el siglo II: Ireneo y las cristologías gnósticas

Los primeros intentos de respuesta teológica a tales cuestiones estuvieron marcados por tendencias divisorias, con resultados diferentes, incluso opuestos, oscilando ya hacia una acentuación del lado divino de Cristo en detrimento del humano, ya hacia una separación total de lo humano y lo divino. De hecho, una de las primeras herejías cristológicas fue el «docetismo» (del griego dokeō, «aparecer»), que reducía el lado humano de Cristo a una mera apariencia, en beneficio de su divinidad. La encarnación real y el sufrimiento real de Dios se consideraban, especialmente para quienes procedían de una cosmovisión marcada por la cultura grecohelenística, cosas absolutamente indignas de la divinidad. En consecuencia, la humanidad de Jesús no era vista como una realidad dotada de sustancia propia, sino meramente como «un revestimiento visible de la divinidad invisible»[2]. La concepción docetista, ya vivamente rebatida en las cartas de Ignacio de Antioquía[3], tuvo serias repercusiones en la naturaleza del misterio pascual y en la soteriología: si efectivamente la pasión y muerte de Jesús hubiesen ocurrido sólo «en apariencia», el misterio pascual dejaría de tener sentido. En cambio, la cristología unitaria de Ignacio de Antioquía «presupone una concepción de la Resurrección que preserva la identidad entre el Crucificado y el Resucitado, y por tanto el sentido salvífico de la Encarnación, la Pasión y la Eucaristía»[4].

El docetismo fue asumido, al menos en parte, por los gnósticos del siglo II, para quienes el concepto mismo de la unidad de Cristo resultaba inaceptable, debido su dualismo metafísico radical y su mentalidad divisoria[5]. De ahí su enfoque «ahistórico» y su concepción de la salvación «mediante el conocimiento de una doctrina secreta, que implica especulaciones sobre lo divino reservadas a los iniciados»[6]. Ya en el nivel del mundo divino, marcado por un conjunto de emanaciones, los gnósticos separaban al «Unigénito» del «Logos», al «Salvador» del «Cristo»[7]. Por ello no dudaron en asignar unos atributos a «Jesús», otros al «Salvador», otros al «Cristo» y otras al «Unigénito», disolviendo así la unidad del sujeto[8]. Ireneo denuncia claramente esta concepción divisionista: «Confiesan con la boca un solo Cristo (unum Christum), pero lo dividen con el pensamiento: en efecto, según su regla, uno es el «Cristo» […], otro el «Salvador» […], otro, finalmente, el «Jesús» de la economía, el que padeció (passum), mientras que el Salvador ascendió al Pléroma llevando al Cristo»[9].

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Ireneo es el primer gran teólogo de la unidad de Cristo[10]. Reitera que, según el evangelista Juan, el Verbo, el Unigénito y Cristo encarnado son «uno y el mismo (unum et eundem)» (Adv. haer. III, 16.2); asimismo, Mateo «sólo conoce a un único y mismo (unum et eundem) Jesucristo» (ibíd.). También Marcos «sólo conoce a uno y el mismo (unum et eundem) Hijo de Dios, Jesucristo» (Adv. haer. III, 16.3)[11]. Lo mismo vale para Lucas y Pablo. En definitiva, «nuestro Señor es uno y el mismo (unus et idem), aunque rico y múltiple. Porque está al servicio de la rica y múltiple voluntad del Padre, siendo el “Salvador” de los que se salvan, el “Señor” de los que están bajo su dominio, el “Dios” de las cosas que han sido creadas, el “Unigénito” del Padre, siendo el “Cristo” el que fue anuncido, y el “Verbo de Dios” encarnado, cuando llegó la plenitud de los tiempos (Gal 4,4), en la que el “Hijo de Dios” debía hacerse “hijo del hombre”» (Adv. haer. III, 16,7)[12].

A la pregunta: «¿Quién sufrió en la cruz?», los gnósticos respondieron que fue «Jesús», no el «Cristo», distinguiendo a ambos como entidades diferentes: «dicen que es uno el que nació y sufrió (passum), y éste sería Jesús, y otro el que descendió sobre él. Este sería el que también ascendió, al cual anuncian como el Cristo. Y el Demiurgo sería distinto del Jesús de la economía que nació de José, del cual arguyen que es el pasible (passibilem), y otro distinto de ambos sería el que descendió de entre los seres invisibles e inenarrables, el cual pretenderían que es invisible, incomprensible e impasible (impassibilem)» (Adv. haer. III, 16,6)[13].

Al separar al «Jesús» pasible del «Cristo» impasible, los gnósticos acabaron negando el valor salvífico de la pasión, rompiendo el vínculo inseparable entre pasión y resurrección, y vaciando así la centralidad del misterio pascual. En cambio, para Ireneo es esencial reconocer un único sujeto, en el contexto de una verdadera encarnación: «Aprended, pues, necios, que Jesús, el que padeció por nosotros, el que habitó entre nosotros (Jn 1,14), es el Logos de Dios mismo» (Adv. haer. I, 9,3). «El Cristo [que padeció] es el mismo que nació de María […]. El Evangelio no conoce otro Hijo del hombre que el que nació de María y padeció la pasión (qui et passus est). Tampoco conoce un «Cristo» que hubiera huido de «Jesús» antes de la pasión (ante passionem), sino que reconoce que el que nació, Jesucristo el Hijo de Dios, éste mismo, después de sufrir la pasión (passum), resucitó» (Adv. haer. III, 16.5). Toda la segunda parte del tercer libro de Adversus haereses (cc. 16-23) es una defensa del único sujeto Jesucristo, que nació, murió y resucitó. Ireneo afirma en particular: «Estos textos [de Pablo] muestran que no descendió sobre “Jesús” un “Cristo” (impassibilis) impasible, sino que Jesús mismo, que era el Cristo, padeció (passus est) por nosotros, fue depositado en el sepulcro y resucitó, es él quien descendió y ascendió (cfr. Ef 4,10)» (Adv. haer. III, 18,3).

Para Ireneo, por tanto, la cristología gnóstica vacía el sentido del misterio pascual. En la perspectiva gnóstica, la Pasión y la Cruz ya no tienen ningún significado salvífico, sino que sólo se convierten en un feo incidente que hay que olvidar, y la resurrección de Cristo ya no es el preludio del don del Espíritu como «prenda de resurrección» para todos los salvados, sino que sólo es un acontecimiento mental, que se consuma en el hoy solipsista del gnóstico. Tal vaciamiento del misterio pascual se prolonga también en el rechazo del martirio, considerado por los gnósticos como inútil y sin sentido, mientras que para los cristianos era un acto supremo de amor al Señor. Todo depende, en última instancia, del dualismo cosmológico y cristológico de los gnósticos. Sólo manteniendo la unidad del sujeto Jesucristo, en la diversidad de su doble condición, divina y humana, y en su unión con Dios Padre y Creador, se puede hablar del Misterio Pascual como bisagra de salvación para todo el hombre, en todas sus dimensiones, espiritual y corporal, rechazando así la concepción gnóstica reductora.

Cristologías adopcionistas

La incapacidad de mantener una cristología unitaria, basada en el Nuevo Testamento y en las profesiones de fe, se manifestó también en otra dirección. Si los gnósticos se inclinaron por los textos paulinos y de Juan que presentan una «cristología desde arriba», otros grupos, partiendo principalmente de los Evangelios, se inclinaron por ver en Jesús un sujeto humano autónomo, unido al Logos (o Espíritu) sólo en un sentido moral («cristología desde abajo»). Esto significaba hacer de Jesús un «simple hombre», nacido naturalmente de María y José, negando así su concepción virginal. Este tipo de cristología se llama también «adopcionista», porque hace de Jesús un hombre corriente, que luego es «adoptado» por Dios como Hijo por sus méritos. Los ebionitas[14] ya afirmaban que «Jesús nació de José», y que por tanto era un «simple hombre»[15]. El gnóstico Cerinto también afirmaba que «Jesús no nació de una virgen – esto, de hecho, le parecía imposible -, sino que era hijo de José y María como todos los demás hombres, y se diferenciaba de todos ellos en justicia, prudencia e inteligencia»[16]. Del mismo modo, Teodoto, originario de Bizancio, después de haber negado a Cristo durante una persecución, cuando llegó a Roma bajo Víctor († 198), se defendió diciendo que no había negado a Dios, sino «al hombre Cristo»[17]. Para él, «Cristo es un simple hombre, nacido de semilla de hombre»[18].

Para Ireneo, quienes afirman que Jesús es un simple hombre engendrado por José están fuera de la fe de la Iglesia y no reciben la promesa de adopción filial, que sólo puede dar el Hijo de Dios encarnado. Retoma la fórmula de Jn 1,14, pero sustituyendo caro por homo: «Por eso el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios hijo del hombre, para que el hombre, unido al Verbo y recibiendo la adopción filial, llegara a ser hijo de Dios» (Adv. haer. III, 19,1). Así pues, Cristo es verdaderamente hombre, aunque «no como todos los demás hombres», a causa de su doble nacimiento: el del Padre y el de la Virgen (cfr. Adv. haer. III, 19, 2). Sin embargo, este doble nacimiento no produce un doble sujeto, sino que conserva un único sujeto, con dos propiedades distintas, la de hombre, capaz de sufrir (passibilis), y la de Dios, capaz de salvar: «Porque así como era hombre, para ser tentado, así era el Verbo, para ser glorificado» (Adv. haer. III, 19.3). Sería erróneo ver aquí un argumento que cede a una cristología divisionista de tipo nestoriano, como hace Grillmeier[19]. Antes bien, para mantener la unidad del sujeto en la multiplicidad de propiedades, hay que llegar necesariamente a la communicatio idiomatum, la «comunicación de propiedades», que no siempre es fácil de aplicar correctamente[20].

En el siglo III

La creencia en Cristo como «simple hombre» continuó en los planteamientos racionalistas del siglo III, como el de Artemón. Eusebio nos relata su opinión, según la cual la creencia en la divinidad de Cristo habría sido ignorada por los apóstoles y los primeros cristianos, y que sólo habría aparecido en tiempos del papa Cefirino († 217). Así, en realidad, según Artemón, Cristo era un «simple hombre», que luego habría sido deificado[21]. Unas décadas más tarde, hacia 260, Pablo de Samosata adoptaría la misma postura. En efecto, este Pablo, que llegó a ser obispo de Antioquía pero fue depuesto en un sínodo en 264, «contrariamente a la enseñanza eclesiástica, pensaba que Cristo era por naturaleza un hombre ordinario»[22]. La acusación que le hacían sus adversarios era «no considerar sustancial la unión del Logos con el hombre Jesús, sino sólo como fruto por participación, por gracia»[23]. La misma acusación se lanzaría contra Fotino de Sirmio (después de 362), «tan cercano a Pablo en doctrina y ciertamente tachado – como Pablo – de reducir a Cristo a un simple hombre»[24].

Hay que reconocer que las cristologías adopcionistas tienen la virtud de insistir sobre todo en los «méritos» de Cristo, es decir, en su virtud, en su dependencia del Padre, para presentárnoslo como ejemplo y modelo a seguir. Sin embargo, al no captar la unidad sustancial con la divinidad, acaban haciendo de Jesús uno de tantos profetas u hombres de Dios, es decir, sólo un maestro, pero no un Salvador. Esto conduce al pelagianismo, donde el misterio pascual se desvanece tras el esfuerzo humano.

La cristología de Orígenes

La cristología de Orígenes se mueve ciertamente en un marco unificado, frente a las posturas divisionistas de los docetas y los gnósticos, y frente a las posturas reduccionistas de los ebionitas y adopcionistas, según los cuales Jesús era un «simple hombre». En efecto, para Orígenes, Cristo es el Logos de Dios, el Poder y la Sabiduría de Dios hechos carne. Contrariamente a lo que pensaban los gnósticos, los numerosos apelativos dados a Cristo no constituyen entidades separadas y separables, sino sólo epinoiai, designaciones, predicados del único sujeto. Estos «presuponen un sujeto, cuyas cualidades o aspectos indican»[25]. Sin embargo, no parece que Orígenes se planteara explícitamente el problema de cómo fundamentar la unidad de Cristo. La dio por supuesta, encontrándola en los términos Logos encarnado, Señor y Cristo.

Por otra parte, la cuestión del alma humana de Cristo puede presentar un problema. Orígenes es el autor que más habló de ella: dotada de perfección moral, está ligada al bien de manera estable y no puede desviarse en modo alguno hacia el mal; desde el principio, se adhirió al Logos divino de manera total[26]. Sin embargo, en la encarnación, el alma de Cristo no constituye para Orígenes un sujeto distinto, aunque sea una verdadera alma espiritual, dotada de intelecto y voluntad. Al contrario, lejos de ser un obstáculo para la concepción unitaria de Cristo, la presencia de un alma humana realza aún más el misterio pascual, ya que Cristo en la pasión se ofrece al Padre no sólo en su carne, sino también en su alma, es decir, con su obediencia y su amor humano.

La cristología del Logos

La cristología de Orígenes, sin embargo, tenía un punto muy discutible: admitía que las almas, incluida la de Jesús, habían sido creadas por separado, antes de ser unidas a los cuerpos. Esta doctrina de la «preexistencia de las almas» no gozó del favor de los teólogos; al contrario, fue duramente criticada. El resultado fue que el papel del alma humana de Cristo, que estaba presente en el esquema Logos/antropos, quedó relegado a un segundo plano, cuando no completamente silenciado, en favor del esquema más sencillo Logos/sarx, también llamado Logoschristologie («cristología del Logos»), que era una cristología entonces muy extendida. Ahora bien, «es típica de las Logoscristologías la concepción del Logos celeste (Sabiduría) subsistiendo personalmente desde antes de los tiempos, descendiendo y encarnándose en María, asumiendo en ella un cuerpo sin alma»[27]. Esta concepción favoreció ciertamente una cristología unitiva, siempre temerosa de que admitir un alma racional en Cristo pudiera favorecer el reconocimiento de un sujeto autónomo distinto del Verbo, y caer así en una cristología adopcionista. Este eclipse del alma de Cristo se produjo precisamente en aquella teología alejandrina de la que Orígenes había sido maestro[28].

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Esta culminó en la cristología de Apolinar de Laodicea, el primero que se planteó explícitamente el problema de cómo fundamentar teológica y filosóficamente la unidad de Cristo. Partiendo del principio de que dos seres completos no pueden formar una unidad sustancial, sino sólo accidental, concluyó que el Logos asumió una «carne» humana en sentido estricto, es decir, sólo un cuerpo sin alma, desempeñando el Logos la función intelectual y volitiva propia del alma racional. En efecto, «no veía cómo sostener la presencia concomitante en Jesús del Logos divino y del alma racional humana, sin tener que confesar dos centros distintos de intelección y acción, y por tanto dos Cristos»[29]. Para Apolinar, sólo «ocupando el lugar del alma racional, el Verbo destruyó el pecado, que entró en el hombre por el nous [intelecto]. La carne de Cristo fue así divinizada. Las pasiones fueron dominadas, de modo que Jesús se regocijó en la inmutabilidad»[30]. Las consecuencias en el lenguaje teológico fueron notables. Porque si Cristo es uno, y Cristo es verdadero Dios y Señor, la carne asumida por él puede llamarse «carne de Dios», María es verdaderamente «Madre de Dios» (Theotokos)[31], y el crucificado es «el Señor de la gloria». Esta es la plena aplicación de la «comunicación de propiedades». La salvación, que tuvo lugar primero en la carne de Cristo, se comunica después a los hombres mediante el bautismo y el don del Espíritu.

Estamos ante una conquista permanentemente válida de la cristología. Sin embargo, siempre hay que tener cuidado de no caer en un monofisismo latente. Aparentemente, en efecto, con el monofisismo parece reforzarse el valor salvífico del misterio pascual, pero si Cristo no es verdadera y completamente hombre, falta una pieza fundamental en la obra de la redención: si de hecho el Salvador salvó sólo la «carne» y no también el alma intelectual y volitiva, la salvación que comunica está incompleta, le falta una parte esencial. Así, si contra el espiritualismo gnóstico Ireneo tuvo que defender la «salvación de la carne» (salus carnis), contra el monofisismo apolíneo hubo que defender la «salvación del alma» (salus animae), es decir, la obediencia y el amor que el alma de Jesús manifestó hacia el Padre, especialmente en su pasión. Sólo así se revaloriza la dimensión plenamente humana de la Encarnación, con su centro de gravedad en el Misterio Pascual: «El Verbo no asumió la humanidad sólo para salvarla, sino también para que pudiera participar en su propia salvación»[32]. El hombre fue liberado del pecado y revestido de gracia precisamente en virtud de la gratia Christi. La pretensión de explicar racionalmente el misterio de Cristo, como hacen todas las herejías, acaba vaciando todo el valor salvífico del misterio pascual, que queda así reducido o bien a la muerte de un justo, o bien a un acto puramente escenificado de la divinidad[33].

Conclusión

También en nuestros días, en el intento de dar una respuesta a las cuestiones relativas a la persona de Jesús, las cristologías de tipo divisivo o reductivo están siempre al acecho, sobre todo si se olvida que nos encontramos ante un misterio inefable e indecible. Esto no significa, sin embargo, que debamos refugiarnos en un silencio apofático. Mientras que la cristología como reflexión sistemática ha progresado por tanteos, cuyas apuestas fueron fijadas por los concilios de Éfeso (431) y Calcedonia (451), los símbolos de la fe han conservado siempre la concepción de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, en la unidad de un único sujeto, Hijo eterno del Padre y dador del Espíritu. Lo mismo sucede con la liturgia. Así, la noche de Pascua proclama: «Él es el verdadero cordero que quitó los pecados del mundo, él es quien muriendo destruyó la muerte y resucitando nos dio la vida»[34]. No es «uno» el que murió en la cruz y «otro» el que resucitó: es siempre «el mismo», nuestro Señor Jesucristo. La liturgia aparece así como «custodia de la fe creída y vivida, y es, por tanto, testimonio autorizado de la profunda unidad que une la ley de orar (lex orandi) a la ley de creer (lex credendi) y, finalmente, a la ley de vivir (lex vivendi[35]. Este triple vínculo no debe romperse nunca. En efecto, la fe en la unidad de Cristo se refleja no sólo en la unidad del misterio pascual, sino que se prolonga en la unidad de los dos mandamientos fundamentales, que consisten en amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas, y en amar al prójimo como a sí mismo (cfr. Mt 22, 36-40).

  1. Cfr A. Begasse de Dhaem, Mysterium Christi. Cristologia e soteriologia trinitaria, Asís (Pg), Cittadella, 2021.

  2. Ibid, 276.

  3. Cfr ibid, 275-277. Sobre el docetismo, en sus diversas variantes, cfr A. Orbe, Cristología gnóstica, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1976, 409-412; A. Grillmeier, Gesù il Cristo nella fede della Chiesa, I/1, Brescia, Paideia, 1982, 248-252.

  4. A. Begasse de Dhaem, Mysterium Christi…, cit., 277.

  5. El gnosticismo (de gnōsis = conocimiento) es un movimiento de pensamiento de carácter dualista y espiritualista, que se injertó en el cristianismo, erosionando sus presupuestos.

  6. A. Begasse de Dhaem, Mysterium Christi…, cit., 284.

  7. Cfr Ireneo, s., Adversus haereses, I, 9,2.

  8. Cfr Id., Adversus haereses, III, 16,8; A. Orbe, Cristología gnóstica, cit., II, 263.

  9. Ireneo, s., Adversus haereses, III, 16,1. Pasaje paralelo en III, 16,6: «“Con la boca confiesan un solo Jesucristo (unum Iesum Christum), pero una cosa es lo que piensan y otra lo que dicen, llegando a ser ridículos». Ireneo vuelve varias veces sobre la cristología «divisoria» de los gnósticos: «Dividen (dividunt) al Señor» (III, 16,5); «Pronuncian blasfemias contra nuestro Señor, separando y dividiendo (abscindentes et dividentes) a Jesús de Cristo, a Cristo del Salvador, al Salvador del Verbo, y al Verbo del Unigénito» (IV, pr., 3).

  10. Cfr A. Begasse de Dhaem, Mysterium Christi…, cit., 282-287.

  11. La fórmula εἷς καὶ ὁ αὐτός (unus et idem) será retomada y canonizada en el Concilio de Calcedonia en 451 (cfr. Denzinger, nn. 301-302). Alois Grillmeier escribe: «La fuerza de tal fórmula (que se remonta a los orígenes de la filosofía) resultará más de una vez de gran ayuda en las discusiones sobre la presentación de la unidad de la persona de Cristo. Al cuádruple ἄλλος [otro] de los seguidores de Ptolomeo, Ireneo opone un séptuplo τοῦτον [este mismo] para subrayar la identidad del sujeto único de todos los títulos que el prólogo de Juan da a Cristo» (A. Grillmeier, Jesús el Cristo en la fe de la Iglesia, cit., 285).

  12. Orígenes desarrollará este planteamiento con su doctrina de los «apelativos» (ἐπίνοιαι) de Cristo. Cfr A. Grillmeier, Gesù il Cristo nella fede della Chiesa, cit., 348 s.

  13. La afirmación de los gnósticos se contradice abiertamente con Ef 4,10 («El que descendió es el mismo que subió más allá de los cielos»), pasaje al que Ireneo se refiere varias veces.

  14. Su nombre deriva del hebreo ‘ebhyonīm, que significa «pobre». Adhirieron a la ley mosaica, adoptaron un evangelio similar al de Mateo y rechazaron las cartas paulinas.

  15. Cfr Ireneo, s., Adversus haereses, III, 21,1.

  16. Id., Adversus haereses, I, 26,1. Escribe Epifanio en Panarion, 28, 1,5: «Jesús nació de la semilla de José y María, y después de haber crecido, descendió sobre él desde lo alto en forma de paloma el Cristo, es decir, el Espíritu Santo» (Epifanio di Salamina, Panarion: eresie 1-29, Roma, Città Nuova, 2017, 218).

  17. Cfr Epifanio de Salamina, Panarion, 54, 1,3-7. Teodoto habría sido excomulgado por el papa Víctor (cfr Eusebio de Cesarea, Storia ecclesiatica, V, 28,6). El mismo problema vuelve al inicio del siglo V: «“A la pregunta: ¿Quién es a la vez el crucificado y el Señor de la gloria (cfr. 1 Cor 2,8)?”, introducen la división y en su huida ante la unidad […] dicen: “Señor de la gloria es el Logos, pero el crucificado es el hombre”» (Marco il Monaco, L’ incarnazione, IV, 9-16: Sources Chrétiennes, n. 455, 256).

  18. Cfr Eusebio de Cesarea, Storia ecclesiastica, V, 28,6; Epifanio de Salamina, Panarion, 54, 1,8.

  19. Cfr A. Grillmeier, Gesù il Cristo nella fede della Chiesa, cit., 285: «En su batalla por una expresión adecuada de la unidad en Cristo, Ireneo desarrolla un lenguaje que, en última instancia, ya parece preludiar las fórmulas de orientación nestoriana». Es cierto que la formulación de Adversus haereses, III, 19.3 parece desafortunada, porque habla como si el Verbo «se retirara» para hacer sitio al hombre, y luego el hombre fuera «absorbido» por el Verbo en su resurrección.

  20. «Por “comunicación de idiomas” se entiende que las propiedades de “divinidad” y “humanidad” se atribuyen al mismo y único sujeto Jesucristo, ya sea designado por un nombre que connota su divinidad (por ejemplo, “Hijo”, “Señor”, “Verbo”), ya sea designado por un nombre que connota su humanidad (“Jesús”)». (A. Begasse de Dhaem, Mysterium Christi…, cit., 247, nota 83).

  21. Cfr Eusebio de Cesarea, Storia ecclesiastica, V, 28.

  22. Ibid., VΙΙ, 27,2.

  23. M. Simonetti, Studi sulla cristologia del II e III secolo, Roma, Institutum Patristicum Augustinianum, 1993, 250.

  24. Ibid., 250 s.

  25. D. Pazzini, «Figlio», en Dizionario di Origene, Roma, Città Nuova, 2000, 162.

  26. Cfr G. Sfameni Gasparro, «Anima», en Dizionario di Origene, cit., 21.

  27. M. Simonetti, Studi sulla cristologia del II e III secolo, cit., 263.

  28. Así, Atanasio de Alejandría adopta una cristología Logos/sōma o sarx, donde no se niega el alma de Cristo, pero no tiene relevancia teológica. Quien llegaría a la negación del alma o intelecto en Cristo sería Apolinar de Laodicea, partidario de una cristología unitaria, preludio del monofisismo.

  29. A. Begasse de Dhaem, Mysterium Christi…, cit., 312.

  30. Ibid.

  31. Este título fue reconocido oficialmente en el Concilio de Éfeso de 431.

  32. A. Begasse de Dhaem, Mysterium Christi…, cit., 393.

  33. Necesariamente, el apolinarismo desemboca en una especie de docetismo.

  34. «Prefazio pasquale I», en Messale Romano, Conferencia Episcopal Italiana, 2020, 348.

  35. Conferenza Episcopale Italiana, «Presentazione» del Messale Romano, cit., X.

Enrico Cattaneo
Licenciado en Filosofía (Facultad de Aliosianum, 1967), laureado en Letras clásicas (Universidad de Padua, 1971), licenciado en Teología (Institut Catholique, París 1976), doctor en Teología y en Ciencias de las Religiones (Institut Catholique, París - Sorbonne, París IV, 1979). Ha enseñado Patrología y Teología Fundamental en la Pontificia Facultad Teológica de Italia Meridional (Nápoles) y Patrología en el Pontificio Instituto Oriental (Roma). Actualmente es profesor emérito.

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