Biblia

Cruz y resurrección

El cristo crucificado, Kandinsky (1911)

«Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Jn 13,1). Con estas palabras, el Evangelio de Juan abre el relato de la pasión, el cumplimiento de una vida dedicada a los hombres, compartida y marcada por el amor, en la obediencia total al Padre, hasta el don extremo de sí mismo. «Se ha cumplido» (Jn 19,30), dirá Jesús en la cruz, sellando una ofrenda que no conoce reservas ni arrepentimientos. Algunos manuscritos de la Vulgata – y las traducciones al español también suelen hacerlo – han añadido el término «todo», para mayor claridad: «Todo se ha cumplido», en el sentido de que el plan salvífico, revelado en la Escritura, realizado en la encarnación, se perfecciona en la cruz en un acto supremo de amor.

***

Contemplando a Jesús en la cruz, el sentido de sus palabras se vuelve plenamente comprensible: «Es necesario que el mundo sepa que yo amo al Padre y obro como él me ha ordenado» (Jn 14,31). El cumplimiento dramático de una existencia vivida en obediencia al Padre entre los hombres es la revelación más luminosa del amor de Dios por su Hijo y por nosotros. Y es un amor sin reservas, que no espera otra respuesta que ser acogido. En la Carta a Tito está escrito: «Él se entregó por nosotros, a fin de librarnos de toda iniquidad, purificarnos y crear para sí un Pueblo elegido y lleno en la práctica del bien» (Tt 2,14; cfr. Ga 1,4; 1 Tim 2,6). Pablo precisa: «el Hijo de Dios, me amó y se entregó por mí» (Ga 2,20). Y no hay amor más grande que éste: dar la vida por todos (cfr. Rm 5,7-10; 1 Jn 4,10). Así se realiza la misión salvífica de Jesús hacia «los suyos» (Jn 13,1), es decir, hacia los discípulos, pero es una realidad que abarca a toda la humanidad y de la que sólo nuestro rechazo puede excluirnos. En efecto, está en la naturaleza misma del amor no imponerse.

La Carta a los Romanos aclara la profundidad del don del Señor: su amor revelado en la cruz es el fundamento de nuestra esperanza. «La prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores […]. Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más ahora que estamos reconciliados, seremos salvados por su vida» (Rm 5,8-10). Más adelante, el Apóstol retoma el tema preguntándose por el juicio final. El Señor Jesús no vino a condenarnos ni a juzgarnos, sino que «murió, más aún, resucitó, y está a la derecha del Padre e intercede por nosotros». Por eso se pregunta: «¿Quién podrá entonces separarnos del amor de Cristo? […]. Tengo la certeza de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8, 35-39).

***

«Jesucristo murió, más aún, resucitó» (Rm 8,34): Pablo relaciona inmediatamente la muerte con la resurrección del Señor. No se trata de un detalle irrelevante, ya que en la resurrección el fracaso de la cruz queda totalmente redimido.

Al fin y al cabo, ¿qué sería Jesús para nosotros si los Evangelios se cerraran con la muerte y sepultura del Crucificado? Sería el ejemplo luminoso de una solidaridad vivida con valentía hasta el final, un ejemplo, empero, tristemente perdedor, como sucede en las cosas de este mundo. La suya sería la vida de un profeta semejante a la de los grandes profetas de Israel, semejante también a la de los filántropos y grandes hombres de nuestro tiempo que se han entregado a los demás con valentía y don absolutos. ¿Qué añade, pues, el anuncio de la resurrección a la figura de Jesús y, por tanto, a la de tantos otros que, conscientemente o no, vivieron como él?

Inscríbete a la newsletter

Cada viernes recibirás nuestros artículos gratuitamente en tu correo electrónico.

En la resurrección de Jesús, el Padre proclama que la vida de Cristo entregada como don total de sí mismo, más allá del fracaso evidente (la cruz), porta consigo el signo de la victoria: la vida dada por los demás hasta el fin, y la muerte aceptada para vivir la solidaridad con los hermanos, no son el fin de todo, sino el germen de una nueva vida, de una vida redimida, cuyo anuncio profético Cristo lleva en la propia carne y en su propia historia. Lo explica la parábola del grano de trigo: «Les aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que tiene apego a su vida la perderá; y el que no está apegado a su vida en este mundo, la conservará para la Vida eterna» (Jn 12,24-25). En efecto, la vida es un amor que crece y se desarrolla en el don de sí mismo, y así se vuelve fecunda para una vida nueva.

***

A la luz de lo anterior es posible entender las palabras de Pablo: «Si Cristo no hubiera resucitado, nuestra fe sería vana» (cfr. 1 Cor 15,14). Cada uno de nosotros es destinatario del anuncio de Cristo resucitado: ¿qué puede significar esto en nuestra vida?

No hay fórmulas que puedan expresar plenamente el significado de una realidad tan grande, la cual, en cambio, debe buscarse, vivirse, amarse a lo largo de toda una existencia y ser fruto de un encuentro personal con el misterio de Cristo.

Cada uno de nosotros tiene experiencias de fracaso y de muerte que le son propias y que percibe de modo diverso en distintos momentos; estas pueden ser: la inseguridad, la fragilidad, la soledad, la incomprensión, la derrota, la enfermedad, el miedo, la miseria cotidiana. Hoy, en particular, en la era del «coronavirus», descubrimos la humillación del poder del mal: ser golpeado por una enfermedad oscura, que avanza imparable, que no conoce límites ni fronteras, que supera muros y alambrados, que parece todopoderosa y penetra en todas las partes del mundo, indiscriminadamente. Cada uno de nosotros capta en el fondo su vulnerabilidad, su pobreza, su nada inconfesable: una verdad desconcertante que nos asusta.

Cristo resucitado sale a nuestro encuentro en cada una de estas situaciones: no sólo – y no tanto – para anunciarnos la alegría de una vida futura más plena, sino para decirnos que asumir con valentía las cargas que la vida nos trae, permaneciendo abiertos al amor y a la solidaridad, tiene ya en sí mismo el signo de la victoria. A pesar de todo posible fracaso, la vida que resucita en Cristo es ya desde ahora, en la vida cotidiana, el anuncio gozoso de que el Padre nos ama y nos salva en Cristo: Dios no se ha arrepentido de haber creado al hombre.

***

De este modo, es posible comenzar a comprender en plenitud la parábola del «Pastor» en el evangelio de Juan, que explica la epifanía del amor de Dios: «Yo soy el buen Pastor. El buen Pastor da su vida por las ovejas. El asalariado, en cambio, que no es el pastor y al que no pertenecen las ovejas, cuando ve venir al lobo las abandona y huye […]. Yo soy el buen Pastor: conozco a mis ovejas, y mis ovejas me conocen a mí – como el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre – y doy mi vida por las ovejas […]. El Padre me ama porque yo doy mi vida para recobrarla. Nadie me la quita, sino que la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y de recobrarla: este es el mandato que recibí de mi Padre» (Jn 10, 11-18).

 

La Civiltà Cattolica

Comments are closed.