Biblia

La Pascua del papa Francisco

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«El que existía antes de que naciera Abraham, el que quiso acercarse para caminar con nosotros, el Buen Samaritano que nos elige mientras vamos derrotados por la vida y por nuestra veleidosa libertad, el que murió y fue sepultado, y cuya tumba fue sellada, ha resucitado y vive para siempre». Este es el anuncio pascual que el entonces arzobispo de Buenos Aires, el cardenal Bergoglio, pronunció el 22 de abril de 2000 en su catedral en la noche de Pascua.

El mensaje del papa Francisco es un mensaje radicalmente pascual: afronta los acontecimientos de la historia y de la actualidad, con su carga de sufrimiento, muerte y dolor, y ofrece una interpretación de los mismos a la luz de la resurrección de Cristo. No teme acercarse a los numerosos «sepulcros» de la historia y del alma humana para hacer resonar en ellos el anuncio de que la muerte ha sido vencida. Como ha dicho varias veces el Pontífice, la homilía – toda homilía – debe comenzar siempre, de un modo u otro, con el anuncio cristiano, el anuncio del kerygma. Todo lo demás viene después.

En este tiempo que se nos avecina, puede ser útil meditar las palabras que el papa Francisco ha pronunciado en las diversas homilías pascuales que ha vivido[1]. Su pensamiento es fruto de una «inteligencia histórica», es decir, de un modo de pensar ligado a los acontecimientos, pero también a la «carne» y a los sentimientos que acompañan las situaciones de la vida. Estos sentimientos son para él – por su formación espiritual como jesuita – no sólo una expresión de nuestra psique, sino también el lugar donde el Señor «mueve y atrae» a cada uno de nosotros, y también el lugar donde el hombre experimenta tanto su vocación como su tentación. Por eso Bergoglio se pregunta por los sentimientos: ¿cuáles son los sentimientos que acompañan los acontecimientos pascuales? ¿Cuál es la profunda dinámica espiritual que desencadenan? ¿Qué le dicen a nuestra vida cotidiana hoy?

Para entenderlo, tenemos que comprender lo que ocurrió la noche de Pascua. Conocemos los acontecimientos tal como nos los cuentan los Evangelios. El Papa, a lo largo de los años, los recuerda con sencillez, comentando las lecturas de la liturgia. Pero no olvida fijar su atención en algunos elementos que deseamos destacar aquí.

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La piedra y el sepulcro. El primero de los elementos centrales en la escena de los relatos de la muerte y resurrección de Cristo es la piedra que cubre y cierra el sepulcro de Cristo muerto. «Era una piedra muy grande – recuerda el Papa –. Pensaba, mientras escuchaba el Evangelio, que el curso de los siglos de historia que hemos revivido hoy aquí, con las lecturas sobre la historia de la salvación, del pueblo judío, del pueblo de Dios… todos esos siglos de historia chocan y fracasan contra una piedra que parece que nadie puede mover. Todas las promesas de los profetas, las ilusiones, las esperanzas terminan aquí, se estrellan contra una roca» (p. 39). La piedra parece ser la tumba de los siglos: no sólo de la historia, sino también de mi historia personal. Porque cada uno de nosotros tiene su propia historia «con sus pros y sus contras, sus bienes y sus males» (p. 40). ¿Quién de nosotros, después de todo, no ha sentido, al menos en algún momento de su vida, el peso de una roca sobre él?

La piedra crea un ambiente sellado, privando de oxígeno a los deseos de salvación que la vida y la predicación de Jesús habían suscitado y abierto en los corazones de los hombres. Esa tumba cerrada está sellada y custodiada por la «inquietud de una mala conciencia» y proclama la derrota. Más aún, da cuenta de un «estrepitoso fracaso» (p. 47). Y así, Bergoglio pregunta: ¿cuántas veces en nuestra vida cristiana nos encontramos de pronto preguntándonos quién puede hacer rodar esta roca, que «¡no nos deja volar! ¡No nos deja ser nosotros mismos!» (p. 40).

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La piedra del sepulcro, en la reflexión del Papa, asume todas las connotaciones negativas de lo que pesa sobre nuestra vida como un peñasco, impidiéndonos vivir, abrirnos a la existencia; pero es también el símbolo de los fracasos de la historia, del camino de la humanidad en el tiempo. La piedra es el fracaso, un veredicto que parece definitivo e inapelable, imposible de revertir. Es el primer elemento sobre el que debemos meditar.

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El terremoto y el grito. La terrible escena de la muerte de Cristo en la cruz va acompañada de un terremoto: «una gran sacudida de tierra y cielo pone fin a la vida de Jesús» (p. 23). Este terremoto es, para Bergoglio, el segundo gran elemento de la escena del misterio pascual. Encarna el grito de la humanidad, un «grito de muerte, el grito del infierno triunfante» (23s). Podemos imaginar el cuadro El grito, del pintor noruego Edvard Munch, pero también el clamor que proviene de tantas «periferias» de la humanidad, que parecen confirmar que Dios ha muerto, que no hay nada más que hacer. Y, sin embargo, ese mismo espasmo universal «escondía la tímida confesión de fe de los soldados, el dolor de los que amaban a Jesús y una tibia esperanza…, una especie de brasa escondida en el fondo del alma» (p. 24). Incluso dentro de este grito infernal se vislumbra, tímidamente y bajo las cenizas, el rescoldo de otra cosa, de una posibilidad. Se trata de una intuición fundamental: el Señor actúa dentro de toda situación existencial. Incluso en la más desolada y cerrada a la esperanza. Obra, a veces, inadvertidamente, pero puede actuar y hacer arder brasas al rojo vivo bajo las cenizas grises.

Después del sábado viene otro temblor, el que acompaña a la manifestación de la resurrección: un ángel del Señor hace rodar la piedra y se posa sobre ella, dejando atónitos a los guardias (cfr. Mt 28,1-4).

El Papa comenta: «Dos terremotos, dos temblores de la tierra, del cielo y del corazón» (p. 23). Con la invitación «no tengan miedo», Jesús destruye la trampa del primer terremoto. Éste era un grito nacido del triunfalismo de la soberbia: el «no tengan miedo» de Jesús, en cambio, es el manso anuncio del verdadero triunfo, el que se transmitirá de voz en voz, de fe en fe, a lo largo de los siglos» (p. 24).

La voz del Señor resuena, pues, dentro de todos los terremotos «personales, culturales, sociales; en medio de estos terremotos producidos por la trama de la autosuficiencia y de la arrogancia, del orgullo y de la soberbia; en medio de los terremotos del pecado en cada uno de nosotros, en medio de todo esto se nos anima a escuchar la voz del Señor Jesús, que estaba muerto y ahora está vivo» (p. 25).

El terremoto se convierte en el símbolo de una profunda sacudida: primero libera un grito humano de angustia, luego permite que la voz del Señor haga resonar su presencia por todas partes.

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El movimiento y el camino. Un tercer elemento que el entonces cardenal Bergoglio destacó en la escena del misterio pascual es el movimiento. El fortísimo contraste entre la inmovilidad de la piedra y el terremoto que la hace rodar, libera una gran energía que se extiende a toda la escena, a todos los personajes: «Nadie se ha detenido…, todos están en movimiento, en camino» (p. 36), comenta el Papa. Las mujeres, «con el corazón en movimiento», corren para dar la noticia y encontrarse con Cristo. Es este movimiento de las mujeres hacia Cristo y de Cristo hacia las mujeres lo que genera el encuentro. Es como si el Papa dijera que, si no hay movimiento, no es posible un verdadero encuentro. En definitiva: no se puede producir el encuentro si uno está sentado.

El Papa es muy consciente de la complejidad de la vida, y de ella no tiene una visión estática, sino dinámica: la complejidad se despliega en el movimiento. El propio mensaje evangélico está en movimiento: «no está relegado a una historia lejana que sucedió hace dos mil años…, es una realidad que sigue dándose cada vez que nos ponemos en camino hacia Dios y nos dejamos encontrar por Él» (p. 36). Y el encuentro «nos lleva a ponernos en camino para que, de encuentro en encuentro, lleguemos al encuentro definitivo» (p. 37).

Así, la escena de la resurrección no implica la contemplación estática de un misterio que sucedió una vez, hace mucho tiempo, sino que es un impulso que pone en marcha la historia que se había quedado bloqueada por la roca sepulcral. El terremoto, el grito, la piedra que rueda, los soldados atónitos, las mujeres que corren, Pedro que huye, el ángel que llega… trazan movimientos tensos que impiden ver la gloria de Dios como algo estático. El encuentro con Dios es siempre un misterio histórico, entra en la dinámica de los acontecimientos, e imprime energía – a veces, incluso, aceleración – a los cuerpos, que redescubren, así, una fuerza interior y una viva capacidad de reacción.

Por eso, siempre hay que volver a despertar la memoria. En la Nochebuena, Bergoglio pide a los ángeles que despierten la memoria del pueblo fiel de Dios (cfr. p. 11), que nos ayuden a volver a la memoria del encuentro con Dios, «a la memoria del primer amor» (p. 13), aprendiendo cada día «a hacer memoria de lo que Dios ha hecho en nuestra vida» (p. 76).

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Una «acumulación de sentimientos encontrados». El Papa, que fue guía espiritual y maestro de novicios, está muy atento a estas dinámicas interiores. Sabe que el movimiento exterior es activado por la vida interior. El discernimiento espiritual es, precisamente, discernimiento de las mociones interiores, de esos movimientos que Ignacio de Loyola llama «consolación» y «desolación»: la primera acompaña el vínculo con Dios; la segunda, el alejamiento de Él. El objetivo de una vida cristiana es tomar decisiones siguiendo la consolación, la paz interior que viene de Dios y no pasa. Pero el Papa sabe también que a menudo tomamos decisiones movidos más bien por la incertidumbre, la inseguridad, el miedo. Y éste es el contenido de la mayor parte de sus discursos pascuales, el nudo central, que repite en muchas circunstancias, porque le es realmente cercano.

Es interesante observar el modo en que Bergoglio, en sus homilías pascuales, se sumerge en los sentimientos de los personajes, constatando «un cúmulo de sentimientos encontrados« (p. 43). En ellas hace un fino discernimiento. En particular, advierte en los testigos del Resucitado una reacción de miedo.

Ante el hecho de que el sepulcro está vacío, esto es lo que sucede según la descripción de Bergoglio: «desconcierto, miedo y apariencia de delirio: sentimientos que son un sepulcro y allí se detiene durante siglos el progreso de un pueblo. El desconcierto desorienta, el miedo paraliza, la apariencia de delirio sugiere fantasías. Las mujeres “asustadas, inclinaban el rostro hacia el suelo” (v. 5). Confusión y miedo, cerrando su mirada al cielo; desconcierto y miedo sin horizonte, torciendo la esperanza» (p. 19). ¿Cómo debemos interpretar esta confusión interior descrita por el papa Francisco? ¿No debería la resurrección traer sólo alegría y entusiasmo? ¿Por qué trae «miedo»?

Estas son las preguntas que nos hacíamos al principio, observando cómo Bergoglio pregunta mucho sobre los sentimientos. ¿Cuáles son los verdaderos sentimientos que acompañan los acontecimientos pascuales? ¿Cuál es la profunda dinámica espiritual que desencadenan? ¿Qué le dicen a nuestra vida cotidiana hoy?

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El miedo a la libertad. Es necesaria la presencia del ángel que dice: «No teman», para que el miedo de las mujeres desaparezca. «Es ese miedo instintivo a toda esperanza de felicidad y de vida, el miedo a que lo que estoy viviendo o lo que me dicen no sea verdad, el miedo a la alegría que nos regala una efusión de gratitud» (p. 5s).

En la homilía de la Misa celebrada en Santa Marta el 12 de junio, el Papa, hablando de la ley del Espíritu como cumplimiento de la ley, dijo: «En este camino hacia la madurez de la ley, que llega precisamente con la predicación de Jesús, siempre hay miedo, miedo a la libertad que nos da el Espíritu. La ley del Espíritu nos hace libres. Esta libertad nos da miedo». En estas palabras, pues, encontramos la explicación del miedo de las mujeres: la ley de la libertad de nuestras tumbas, la ley del Espíritu puede darnos miedo. Como le ocurrió al pueblo de Israel que, confundido, no veía la hora de volver sobre los pasos de la esclavitud, llegando incluso a «reprochar al Señor que nos puso en el camino de la libertad» (p. 20s). En estas expresiones encontramos la clave interpretativa de la lectura que Bergoglio hace de los complejos sentimientos que agitan a los personajes de la escena pascual.

En resumen: tenemos miedo de la libertad, «miedo de la alegría», dice eficazmente el Papa. En su homilía de Navidad de 2004, habló incluso del «miedo a la dulzura de Dios». Es sobre este sentimiento que recae la frase: «¡No tengan miedo!». Sólo así «la dificultad se convierte en puerta de entrada» (p. 27). La noche de Pascua es, por lo tanto, aquella en la que el Señor vuelve a decir a su pueblo fiel que no tenga miedo: «Lo dice en el silencio de todo corazón dolorido, afligido, desconcertado; lo dice en las coyunturas históricas de confusión, cuando el poder del mal se apodera de los pueblos y construye estructuras de pecado. Lo dice en las arenas de todos los Coliseos de la Historia. Lo dice en cada herida humana…. Lo dice en cada muerte personal e histórica» (p. 25). Pascua es percibir que la roca sepulcral se convierte en la puerta, el muro en el camino de entrada. Esto puede asustar, puede incluso aturdir y perturbar. Pero necesitamos ser sacudidos para emprender un nuevo viaje.

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Percibir el estremecimiento de la verdadera libertad del Espíritu puede llevar a los temerosos a refugiarse en el sepulcro, a añorar las vendas de la muerte, que para nosotros son los ídolos, las «vanidades mundanas» (p. 33) que nos atrapan pero nos dan una sensación de comfort, nos dan seguridad. A veces, dice el Papa, nos sucede como a las mujeres que huyeron del sepulcro llenas de miedo y espanto (cfr. Mc 16,8), y que «se acobardaron en la seguridad de un fracaso seguro, en lugar de ceder a la esperanza» (p. 52). Y así, a veces, «preferimos refugiarnos en nuestras limitaciones, mezquindades y pecados, en las dudas y negaciones que, bien o mal, nos esforzamos por gestionar» (p. 53).

Preferimos vivir encapsulados en la decepción. Preferimos la seguridad del sepulcro cerrado a la inseguridad de la esperanza: «¿Corremos hacia la vida con la promesa de encontrarla en esa Galilea del encuentro, o preferimos el soborno existencial que nos asegura cualquier piedra que cierre y anule nuestro corazón?» (p. 49). Por desgracia, a menudo creemos en el poder del sepulcro cerrado y «lo adoptamos como forma de vida» (ibid.), alimentando de tristeza nuestro corazón. Vivimos con miedo, por lo que «es mejor ir a lo seguro». Y esto ocurre también dentro de la Iglesia; y por eso, por ejemplo, a veces se encuentran «sacerdotes tristes, convertidos en una especie de coleccionistas de antigüedades» (p. 64s). Como leemos en la Exhortación Apostólica Evangelii gaudium del papa Francisco, en la que cita a Bernanos a este respecto: «Se desarrolla la psicología de la tumba, que poco a poco convierte a los cristianos en momias de museo. Desilusionados con la realidad, con la Iglesia o consigo mismos, viven la constante tentación de apegarse a una tristeza dulzona, sin esperanza, que se apodera del corazón como “el más preciado de los elixires del demonio”» (n. 83).

La Evangelii gaudium está en neto contraste con todo esto (cfr. p. 49). En la misma línea, Bergoglio reivindicaba en 2011: la alegría de la libertad del Evangelio, la libertad del Espíritu. El Papa, al dar este título a su primera Exhortación apostólica, quiso así dejar claro que el Evangelio nunca puede ser presentado como si fuera un piedra, una carga. Asimismo, afirmaba que nuestras opciones no deben estar movidas por el deseo de seguridad, que en última instancia nos impide dar al movimiento del tiempo su verdadera relación con el plan de Dios, y leer el Evangelio a la luz de los desafíos de hoy.

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El riesgo en este punto es el que vislumbró el papa Francisco en su homilía en Santa Marta el 10 de septiembre de 2013: «Hay muchos cristianos sin resurrección, cristianos sin Cristo resucitado: acompañan a Jesús al sepulcro, lo lloran, lo aman tanto, pero solo hasta allí». Sin Evangelii gaudium, el cristianismo implosiona.

Por eso, para Bergoglio, el anuncio «no tengan miedo» debería ser literalmente «gritado» (cfr. p. 32s): «Hoy necesitamos que el poder de Dios nos toque, necesitamos un gran terremoto, necesitamos que un Ángel haga rodar la piedra de nuestro corazón, esa piedra que obstaculiza nuestro camino, necesitamos un resplandor y mucha luz. Hoy necesitamos que nos sacudan el alma, que nos digan que la idolatría del quietismo cultural y posesivo no da vida. Hoy necesitamos, después de haber sido sacudidos por tantas frustraciones, volver a encontrarnos con Él y que nos diga “No teman”, ponernos de nuevo en camino, volver a la Galilea del primer amor» (p. 37 f).

 

La Civiltà Cattolica

  1. En este texto, en particular, citaremos fragmentos de las homilías reunidas en el libro Omilie Pasquali (Città del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 2014), que recoge sus homilías entre los años 2000 y 2012.

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