FILOSOFÍA Y ÉTICA

Joseph Ratzinger

Lector de Teilhard de Chardin

Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955), jesuita, antropólogo y destacada figura espiritual, atravesó las fuertes tensiones de un siglo XX complejo, marcado por guerras, ideologías y grandes descubrimientos[1]. Entre los lectores de De Chardin se encontraba también Joseph Ratzinger. El nombre de Teilhard aparece seis veces en Introducción al cristianismo, una obra de Ratzinger de 1968 que ya se ha convertido en un clásico. El nombre del paleontólogo jesuita es, de hecho, uno de los más mencionados en este libro, que sigue fascinando por su frescura y novedad dentro de la tradición cristiana. Guste o no, Ratzinger admira a Teilhard. Y, desde sus primeras obras, considera al jesuita como un autor fundamental para el aggiornamento cristiano en el mundo moderno. En palabras del teólogo convertido en Papa, podemos reconocer que la «síntesis» propuesta por Teilhard permanece «fiel a la cristología paulina, cuya orientación profunda es bien percibida y restituida a una nueva inteligibilidad»[2].

Es a través de los escritos de Ratzinger que podemos ver cómo la recepción de la visión teilhardiana también estuvo presente en el Vaticano II, aunque de forma algo marginal. Fue él quien planteó la hipótesis, como figura destacada del Concilio, de que hubo una cierta influencia de la obra de Teilhard en la redacción de la famosa constitución pastoral Gaudium et spes, especialmente en lo que se refiere al «lema teilhardiano» de que «cristianismo significa mayor progreso»[3].

Al inaugurar el Concilio Vaticano II, Juan XXIII resumió bien su objetivo pastoral: volver a las fuentes y adaptar la acción de la Iglesia al mundo moderno. Se trataba, en esencia, de «poner en contacto el mundo moderno con las energías vivificantes y perennes del Evangelio». Como Sumo Pontífice, Benedicto XVI cita esta frase de su predecesor, San Juan XXIII, revelando su interpretación del Concilio como un diálogo constructivo entre la Iglesia, la historia y el «mundo de la cultura» en general. Con una «renovada conciencia de la tradición católica», el Vaticano II quiso tomar «en serio […] las críticas que están en la base de las fuerzas que caracterizaron la modernidad», para discernirlas, transfigurarlas y superarlas dialógicamente. Al hacerlo, «la Iglesia acoge y recrea lo mejor de las instancias de la modernidad», al tiempo que sienta «las premisas de una auténtica renovación católica y de una nueva civilización: la “civilización del amor”»[4].

Por tanto, entendemos que el Papa teólogo no defiende la continuidad intrínseca de la tradición cristiana de forma reaccionaria o fundamentalista. Es cierto que para él la continuidad a lo largo de la traditio es importante, incluso fundamental, al igual que la unidad de la Iglesia. Pero la llamada «hermenéutica de la continuidad» no se entiende nunca sin renovación o sin «reforma», y no se reduce en modo alguno a la simple sucesión de declaraciones magisteriales de los Papas.

Para Benedicto XVI, la continuidad no es la repetición de una letra muerta, porque la tradición está viva. Y vive dialógicamente. De hecho si, como decía Pablo VI en la encíclica Ecclesiam suam, «la Iglesia se hace diálogo»[5], la continuidad debe construirse como una vida que florece en contacto con las diferentes culturas que el ser humano ha conocido a lo largo de la historia.

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De este modo, la continuidad propia de la tradición viva de la Iglesia va más allá del rico encuentro entre Atenas y Jerusalén. No se trata sólo de continuidad entre razón y fe, entre filosofía y revelación, ni siquiera de unidad entre distintos períodos de la historia humana. Por supuesto, todo esto es muy importante en Ratzinger. Pero su relación con Teilhard también le permite ver una continuidad cósmica en la que el ser humano camina hacia la plenitud de su existencia de forma integral, es decir, floreciendo en todas las dimensiones de su ser y de su cultura.

Revisando las referencias de Ratzinger a Teilhard a lo largo de su obra, podemos ver que, más que la razón universal y moderna, son el amor y la belleza los elementos centrales de su teología.

Ratzinger y la visión teilhardiana

Ratzinger comienza elogiando a Teilhard de Chardin, por haber introducido en Occidente la conciencia, ya presente en el Oriente cristiano, de una continuidad entre la creación y la redención como acontecimientos cósmicos[6].

Es cierto que, en esta obra de 1968, Ratzinger parece evitar citar directamente los textos de Teilhard, en particular El fenómeno humano, que había sido publicado una década antes, en 1955. Esta elección es comprensible en el contexto planteado por las intuiciones de Teilhard, formuladas a veces con cierta ambigüedad. En cualquier caso, incluso después del Monitum de 1962[7], es significativo que Ratzinger asuma la visión teilhardiana tratando de escuchar las palabras del jesuita, incluso cuando son citadas por otros, como Claude Tresmontant[8]. En efecto, el cuidado en no citar los textos de Teilhard directamente, sino sólo indirectamente, confirma la estima que Ratzinger le tiene.

Volviendo a la cuestión de fondo, el joven teólogo ya se refiere a Teilhard de forma positiva en sus cursos de los años sesenta, especialmente en lo que se refiere a la relación entre cristología y antropología[9]. Ratzinger apela a Teilhard para buscar una inteligibilidad total de la vida humana integrada en la evolución de todo el universo.

Se trata, pues, de buscar una inteligibilidad más amplia que el racionalismo puro de ciertas ideologías que nos amenazan, como el cientificismo positivista. En lugar de ver los fenómenos aislados unos de otros, como un científico puro en un laboratorio, Teilhard trata de vislumbrar el futuro de esta evolución que, en cierto sentido, somos, y que queremos ser. Y lo que él ve, y nos enseña a ver, consiste en una unión intrínseca y progresiva entre todos los seres que componen el universo.

Para ello, será necesario llevar a cabo plenamente el dinamismo que caracteriza a la evolución. Para que el universo que ha llegado hasta nosotros no sea absurdo, debemos conducir su movimiento hacia una plenitud insuperable.

Teilhard ve este movimiento con ojos que complementan el método de las ciencias naturales, pero que no se limitan a él. Para ver el universo entero, incluido todo su futuro, debemos darle una inteligibilidad total, una coherencia que integre las ciencias naturales, la filosofía y la religión. Teilhard nos enseña así a ver cómo la evolución se ha desarrollado siempre a partir de la aglomeración de diferentes singularidades. Que surjan nuevas ramas del Árbol de la Vida a partir de la unificación de diferentes singularidades significa que hemos tenido que pasar por un proceso de socialización intrínsecamente ligado a la progresiva complejización de las formas de vida[10].

Se trata de ver la evolución del universo y la progresiva complejización de la conciencia hasta llegar al ser humano. Además, esta socialización aún no ha alcanzado su punto culminante. Mientras que en el pasado el universo parecía haberse acercado al ser humano, ahora su evolución puede continuar sobre la base de nuestras elecciones libres. Si no queremos que la evolución descienda al absurdo, estamos llamados a seguir marchando progresivamente hacia una socialización cada vez más radical de lo diferente.

Una de las grandes lecciones de Teilhard, según Ratzinger, es mostrarnos que la mónada humana «sólo puede ser absolutamente ella misma dejando de estar sola»[11]. Para Teilhard, la evolución del universo está intrínsecamente ligada al cristianismo, ya que es el amor cristiano el que mejor realiza la socialización de los diferentes hombres. A partir del ser humano, la evolución puede seguir produciéndose continuando la socialización de las diferentes personas. Y es precisamente tarea de Teilhard encontrar el sentido de la evolución, su apogeo, a través del cristianismo.

Ratzinger señala que la inteligibilidad que propone Teilhard se construye sobre la práctica del amor, como unión progresiva entre todas las personas y también entre todas las criaturas, humanas o no. La vida se juega así en una dimensión cósmica.

Y, cuando evoca la resurrección de la carne, Ratzinger retoma la visión teilhardiana para mostrarnos que sólo se trata de la victoria del amor. La resurrección no es el logro de un superhombre autónomo, sino de aquel que vive ofreciéndose a sí mismo, realizando así la victoria de la vida como comunión que unifica a personas distintas.

Por eso, la continuidad de la que habla Ratzinger concierne también a todas las dimensiones del hombre y de sus culturas integradas en la historia del universo.

Teilhard y la continuidad entre «eros» y «agape»

Entre otras fuentes teológicas, la conexión entre la visión del jesuita y el magisterio de Benedicto XVI puede ser útil para entender por qué el Papa teólogo se preocupa por defender el amor en todas sus dimensiones. A este respecto, cabe señalar que el magisterio de Benedicto XVI parece centrarse menos en cuestiones explícitamente morales, al menos en comparación con los pontificados de Pablo VI o Juan Pablo II.

La encíclica Deus caritas est, de 2005, constituye ya un hito decisivo en el magisterio de este tercer milenio. Hablando de amor sin complejos, en un diálogo franco con filósofos como Nietzsche, a quien nunca habíamos visto aparecer así en un documento papal, Benedicto XVI hace una apología del eros. Escandaloso, quizá, pero sólo para quienes se apresuraron a condenar las intuiciones de Teilhard sobre el Cristo cósmico.

Si el amor no fuera la única experiencia de eternidad que podemos tener en este mundo finito y contingente, nos sorprendería que un Papa pudiera decir, sin pudor ni reservas: eros. En su primera encíclica de 2005, que puede calificarse de «programática», la virtud teologal del amor cristiano aparece como una unidad de eros y agape. La posición equilibrada de Benedicto XVI le impide menospreciar una u otra de las expresiones del amor humano. En la medida en que el amor se experimenta como «una realidad única», se trata de una experiencia humana con dimensiones distintas[12].

Hay un dar y un recibir. Hay que darse al otro y acoger el don recibido de él. Y, para el teólogo Papa, esto es cierto tanto en el amor puramente humano como en la experiencia religiosa de quien se siente amado por Dios. Unirse al amado, que a su vez nos ama, es tanto poseerlo como dejarse poseer por él. Por eso el amor oblativo nunca se opone al amor del deseo posesivo de atracción. El agape encuentra su condición de posibilidad en el eros, y éste sin el amor oblativo degenera en violencia. Cuando el placer de poseer al otro se realiza en el acto de ofrecerse totalmente a él, hay verdadera comunión. Así es como la cruz de Cristo se encuentra con la gloria de Dios, del mismo modo que el sacrificio del amor agape se encuentra con el goce del eros en el banquete de la santa misa.

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Es cierto que en la encíclica Deus caritas est no se hace ninguna referencia a Teilhard. Sin embargo, Benedicto XVI se mantiene cercano a la visión teilhardiana, cuando afirma la atracción hacia Dios que siente la persona humana en armonía con todo el universo. En palabras del Papa teólogo, «El amor engloba la existencia entera y en todas sus dimensiones, incluido también el tiempo. No podría ser de otra manera, puesto que su promesa apunta a lo definitivo: el amor tiende a la eternidad. Ciertamente, el amor es “éxtasis”, pero no en el sentido de arrebato momentáneo, sino como camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento de Dios»[13].

¿Cómo no ver a Teilhard en esta visión del amor como un camino que nos realiza en todas las dimensiones de nuestra existencia? Por supuesto, se podría argumentar que se trata simplemente de Agustín. Sin embargo, no debemos olvidar que Ratzinger, como teólogo y profesor, se acercó a la escuela franciscana, y no sólo a Agustín. Tan querida por Teilhard, esta escuela fue un lugar de encuentro entre el teólogo convertido en Papa y el paleontólogo jesuita. Así lo atestigua la tesis de habilitación en la que Ratzinger sostiene, con san Buenaventura, que el devenir de la historia no es in-sustancial, sino que constituye la posibilidad fundamental para que el sentido de la vida florezca a partir de las obras libres producidas por el amor[14].

La fe como experiencia de belleza y esperanza

Para Teilhard, el amor no sólo se realiza en el estado final del proceso evolutivo, sino que es una dinámica, una mezcla de atracción y oblación de los individuos que se unen en un cuerpo social. Como cuerpo de Cristo, la Iglesia consiste en esta unión de todas las criaturas, incluidas las no humanas.

En este sentido, la alabanza a Dios dentro del culto que se le debe se realiza a través de una liturgia cósmica en la que el hombre tiene ya la experiencia de estar armoniosamente conectado con todas las criaturas, y en un proceso que alcanza su meta en la comunión íntima y total de todo en Dios y con Dios. Ya el joven teólogo Ratzinger corrobora la interpretación teilhardiana de San Pablo, especialmente en el contexto de la liturgia: «El cosmos es también movimiento, que va de un principio a un fin, y en este sentido es historia. Esta noción puede entenderse de diferentes maneras. Teilhard de Chardin, por ejemplo, basándose en la concepción moderna de la evolución, describió el cosmos como un proceso de ascensión, compuesto de uniones sucesivas. […] A partir de ahí, Teilhard ofrece una interpretación nueva y personal del culto cristiano: la hostia transformada sería para él una anticipación de la transformación de la materia y de su deificación en “plenitud” cristológica. La Eucaristía daría de algún modo su dirección al movimiento cósmico; anticiparía su meta y, al mismo tiempo, aceleraría su cumplimiento»[15].

Ratzinger sigue, por tanto, la interpretación de Teilhard de la Carta a los Efesios, viendo el amor como la energía que lleva al florecimiento de la vida hacia su plenitud en Dios, su omega. Lo mismo ocurre con el Papa teólogo. En una homilía, comentando el pasaje de una carta del Apóstol de los gentiles, Benedicto XVI cita explícitamente a Teilhard para subrayar el carácter cósmico de la Eucaristía: «Precisamente este es el contenido de la primera parte de la plegaria que sigue: “Haz que tu Iglesia se ofrezca a ti como sacrificio vivo y santo”. Esta súplica, dirigida a Dios, también se dirige a nosotros mismos. Es una alusión a dos textos de la carta a los Romanos. Nosotros mismos, con todo nuestro ser, debemos ser adoración, sacrificio, restituir nuestro mundo a Dios y transformar así el mundo. La función del sacerdocio es consagrar el mundo para que se transforme en hostia viva, para que el mundo se convierta en liturgia: que la liturgia no sea algo paralelo a la realidad del mundo, sino que el mundo mismo se transforme en hostia viva, que se convierta en liturgia. Es la gran visión que después tuvo también Teilhard de Chardin: al final tendremos una auténtica liturgia cósmica, en la que el cosmos se convierta en hostia viva»[16].

Benedicto XVI se refiere sin duda a La misa sobre el mundo, donde Teilhard describe una experiencia, que podemos calificar de mística, de plenitud en armonía con el universo y en comunión con Dios. En este sentido, yendo más allá de una inteligibilidad puramente racional de todo el universo, el Papa teólogo se libera, con Teilhard, de cualquier posible positivismo científico. Se trata de ver y dejar ver desde una experiencia concreta de amor, belleza y esperanza.

La Misa sobre el mundo es un texto poético y místico en el que Teilhard nos revela que su cosmovisión nunca fue un puro ejercicio de razón abstracta o especulativa. Se trata de la comunión viva con Dios, en la unidad del cosmos que se mueve por atracción hacia su omega. En palabras del propio Teilhard: «Esta Hostia total que la Creación, movida por tu atracción, te presenta en el nuevo amanecer. Este pan, nuestro esfuerzo, no es en sí mismo (lo sé bien) más que una inmensa desintegración. Este vino, nuestro dolor, no es, por desgracia, hasta ahora, más que una bebida disolvente. Pero, en el fondo de esta masa informe, Tú has puesto (estoy seguro, porque lo siento) una aspiración irresistible y santificadora que, desde el impío hasta el fiel, nos hace exclamar a todos juntos: “¡Oh Señor, haznos uno!”»[17].

La visión de conjunto que nos enseña Teilhard incluye una dimensión estética en la que se realiza la fe auténtica. La continuidad, tan evocada en relación con la teología de Ratzinger, concierne también a esta unidad de la persona humana, en todas las dimensiones de su existencia.

Esta conexión con el místico y poeta Teilhard nos ayuda a profundizar en la importancia de la belleza en los discursos de Benedicto XVI. Es «la auténtica belleza [la que] abre el corazón humano a la nostalgia, al deseo profundo de conocer, de amar, de ir hacia el Otro, hacia el Más Allá»[18].

La experiencia de la belleza nos libera, de este modo, de un determinismo científico cerrado donde la fe no tiene cabida. Para abrir los horizontes de la razón, debemos tener esta experiencia de armonía con todo el cosmos en Dios. La visión teilhardiana consiste, entonces, en una especie de fenomenología performativa, en el sentido de que nunca se limita a describir un fenómeno en bruto, sino que conduce a una experiencia que el lector, tal vez, aún no ha alcanzado. Es la experiencia humana, muy humana, de quien se asombra ante la belleza de la naturaleza, la que nos acoge en un camino aún por recorrer.

Teilhard habría podido suscribir así esta afirmación de Benedicto XVI sobre la belleza: «La belleza, desde la que se manifiesta en el cosmos y en la naturaleza hasta la que se expresa mediante las creaciones artísticas, precisamente por su característica de abrir y ensanchar los horizontes de la conciencia humana, de remitirla más allá de sí misma, de hacer que se asome a la inmensidad del Infinito, puede convertirse en un camino […] hacia Dios»[19].

Así, la gratuidad de la belleza nos permite vivir, desde ahora, más allá de la lógica calculadora de quienes controlan, diseñan o transforman todo a su antojo. Continuar el camino evolutivo hacia la plena realización del universo es más amar que dominar. Más que comprender todas las ciencias, más que ser capaces de reproducir mediante la tecnología todo lo que ya ha sucedido en el curso de la evolución, se trata de la libertad de unirnos unos a otros mediante la caridad.

Conclusión: cómo mirar la vida

Teilhard y Ratzinger tuvieron trayectorias muy diferentes dentro de la Iglesia. Mientras que uno vivió de exilio en exilio intentando que sus ideas fueran aceptadas en la Iglesia, el otro pronto se convirtió en obispo y cardenal; mientras que uno se dedicó a vivir su fe en el mundo moderno dialogando con colegas científicos, el otro pasó gran parte de su vida en puestos de gobierno de la Iglesia. Sin embargo, ambos han sido malinterpretados. Si uno ha sido a menudo malinterpretado por la ambigüedad de sus expresiones, que parecían cuestionar la ortodoxia de su visión, el otro ha sido considerado a menudo un conservador rígido en el rigor de su teología. Pero en realidad, aunque cada uno a su manera, ambos intentaron captar todo lo que la ciencia y la cultura de su tiempo ofrecían y encarnar la fe cristiana en el mundo moderno.

Para ello, en lugar de hablar de Dios a partir de las categorías del pasado, ambos se centraron en la cuestión del ser humano en el mundo. Dios sólo emerge en relación con la plenitud de lo humano, de lo contrario la salvación ya no estaría en el centro de la Revelación.

Nos guste o no, la teología de Ratzinger corrobora y apoya la visión integral de Teilhard, según la cual el universo evoluciona hacia Dios, su omega. La continuidad que afirman los dos autores concierne evidentemente a la tradición viva de la Iglesia. Pero es también una continuidad cósmica que se extiende a toda la creación. La continuidad histórica está ligada a la comunión entre todos los seres que componen el universo y caminan juntos hacia Dios. La teología de Ratzinger y la visión teilhardiana pretenden introducir a todos en este camino que conduce a la comunión mutua.

En el juego del ajedrez, evitamos lo que se llaman «islas de peones». Un peón aislado, sin otros a su alrededor, se vuelve demasiado frágil, deja de tener valor, es como si no existiera. En nuestra opinión, ésta es una bella metáfora de la naturaleza humana que Teilhard nos muestra en su visión. No podemos aislar al ser humano de su entorno. No tiene sentido pensar en nuestra esencia particular, y en nuestros intereses individuales, aislados de todo lo demás, porque las demás criaturas, los demás componentes del cosmos, forman parte de una esencia irreductible.

Si la vida fuera una partida de ajedrez, no habría que jugarla solo. Esto es lo que nos enseña Teilhard: no sólo a ver de otro modo, sino a jugar la partida de la vida en equipo. La victoria no depende sólo del individuo aislado y autónomo, ni sólo del colectivo que constituye la humanidad: para que la vida triunfe de verdad, necesitamos a Dios, nuestro omega, y permanecer en comunión con Él. Sin Él, la vida estaría perdida, como en el desierto de la soledad sin encuentro.

Al mostrar el camino que lleva a la energía constitutiva del amor a su plenitud, Teilhard nos invita a creer en la vida. En lugar de desesperarnos o rebelarnos contra el absurdo de la existencia, como Sísifo cargando inútilmente con la piedra que siempre y sin fin cae de la montaña, la visión de Teilhard nos llena de esperanza, nos abre al triunfo de la vida que la evolución nos ha regalado. Como Papa o como simple teólogo, Ratzinger, en la línea de Teilhard, ha aceptado mirar la vida de este modo.

  1. Pierre Teilhard de Chardin nació en Sarcenat (Francia) el 1 de mayo de 1881. Ingresó en la Compañía de Jesús en 1899 y fue ordenado sacerdote en 1911. Participó en la Primera Guerra Mundial como camillero y fue condecorado con la Legión de Honor por su heroísmo. Enseñó geología en el Institut Catholique de Paris, pero tuvo que abandonar Francia por su orientación evolucionista. De 1926 a 1946, su vida transcurrió en China, donde llevó a cabo numerosas investigaciones y estudios paleontológicos que le dieron fama internacional. Tras la Segunda Guerra Mundial, regresó a París. Viajó varias veces a Norteamérica y Sudáfrica. Finalmente, se trasladó a Estados Unidos. Murió en Nueva York el 10 de abril de 1955, el día de Pascua, como era su deseo. Es autor de numerosos estudios científicos. La mayoría de sus obras de contenido filosófico-religioso aparecieron después de su muerte y fueron traducidas a numerosos idiomas. Del 2 al 4 de junio de 2023 se inaugurará el Centro Teilhard de Chardin, un lugar dedicado al diálogo entre ciencia, filosofía y espiritualidad, en nombre del jesuita francés, en el centro científico de Saclay, a 20 kilómetros al sur de París.

  2. En este artículo, el autor cita sobre todo a J. Ratzinger basándose en la edición francesa de sus obras, que han sido traducidas a numerosos idiomas. En particular, la más conocida de ellas, Einführung in das Christentum, ha sido traducida a 17 idiomas y es bien conocida en español como: Introducción al cristianismo. La edición francesa se titula: La foi chrétienne hier et aujourd’hui, trad. E. Ginder – P. Schouver, París, Cerf, 2005. La referencia de las palabras citadas se encuentra en la p. 162.

  3. J. Ratzinger, Les principes de théologie catholique, París, Parole et Silence, 2008, 374.

  4. Benedicto xvi, Discurso al mundo de la cultura, Lisboa, 12 de mayo de 2010.

  5. Citado a partir de Benedicto XVI, ibid.

  6. Cfr J. Ratzinger, La foi chrétienne hier et aujourd’hui (Introducción al cristianismo), cit., 40.

  7. Se trata de una declaración de «advertencia» de la entonces Congregación del Santo Oficio sobre los escritos del P. Teilhard de Chardin.

  8. En efecto, Ratzinger cita a Teilhard a través de la obra (en versión alemana) de C. Tresmontant, Einführung in das Denken Teilhard de Chardins (Introducción al pensamiento de Teilhard de Chardin), Alber, Friburgo i.B., 1961.

  9. Cfr D. Lambert – M. Bayon de La Tour – P. Malphettes, Le phènomène humain de Pierre Teilhard de Chardin. Genèse d’une publication hors normes, Bruselas, Editions Jésuites, 2022, 270, n. 720.

  10. Cfr J. Ratzinger, La foi chrétienne hier et aujourd’hui, cit., 158-165.

  11. Ibid., 160.

  12. Benedicto xvi, Carta encíclica Deus caritas est, 25 de diciembre de 2005, n. 8.

  13. Ibid., n. 6.

  14. Cfr J. Ratzinger, La théologie de l’histoire de saint Bonaventure, París, PUF, 1988, 182.

  15. J. Ratzinger, L’esprit de la liturgie, Genève, Ad Solem, 2001, 24-25.

  16. Benedicto xvi, Homilía de la celebración de las Vísperas en la Catedral de Aosta, 24 de julio de 2009.

  17. P. Teilhard de Chardin, La messe sur le monde, en Hymne de l’univers, París, Éd. du Seuil, 1961, 23.

  18. Benedicto xvi, Discurso a los artistas, Capilla Sixtina, 21 de noviembre de 2009.

  19. Ibid.

Andreas Lind
Licenciado en Economía por la Universidad Nova de Lisboa en 2004, Andreas Gonçalves Lind ingresó en la Compañía de Jesús en 2005. Como jesuita, se graduó en Teología y Filosofía. Tras completar su doctorado en Filosofía en la Universitè de Namur (Bélgica) en 2020, actualmente es profesor de Ontología y Filosofía de la Religión en la Facultad de Filosofía y Ciencias Sociales de la Universidad Católica Portuguesa de Braga.

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