FILOSOFÍA Y ÉTICA

Los «Pensamientos sobre la religión» de Blaise Pascal

Retrato anónimo de Blaise Pascal

Hace cuatrocientos años, el 19 de junio de 1623, nació el filósofo francés Blaise Pascal. Es uno de esos pensadores modernos cuya profesión es difícil incluso de definir. A los 16 años, Blaise presentó su primer trabajo sobre secciones cónicas. A los 19, construyó su calculadora mecánica, llamada «Pascalina», que anticipó nuestros ordenadores. A los 24, consiguió demostrar experimentalmente la existencia del vacío, refutando así la del éter. Unos años más tarde, se interesó por el cálculo de probabilidades. Tras la muerte de su padre y el ingreso de su hermana Jacqueline en el monasterio cisterciense de Port-Royal, frecuentó la refinada sociedad parisina, donde se familiarizó con la filosofía del cartesianismo: en el salón de Madame de Sablé conoció, entre otros, al ensayista François de La Rochefoucauld.

La noche del 23 de noviembre de 1654, Pascal vivió una experiencia que le marcaría para el resto de su vida. Esa misma noche escribió lo que le había sucedido en un trozo de pergamino, que luego llevó consigo cosido al forro de su chaqueta. El llamado Mémorial, comienza aludiendo al encuentro de Moisés con Dios en la zarza ardiente: «Fuego. Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no de filósofos y sabios»[1]. Esta frase es emblemática para el filósofo de la religión Pascal. Por una parte, relata una experiencia inmediata de Dios y expresa una profunda religiosidad; por otra, el autor reflexiona sobre el contenido de su experiencia. Al Dios cristiano del Antiguo y del Nuevo Testamento, contrapone el Dios de una religiosidad filosófica o erudita. El efecto final es claro: este segundo Dios no enciende ningún fuego de entusiasmo en nadie; nadie derrama «lágrimas de alegría» por el Dios de los filósofos, y los que viven «separados de él» no tienen nada de qué arrepentirse[2].

Jansenistas y jesuitas

En aquella época, los seguidores del jansenismo se reunían en torno al monasterio de Port-Royal, no lejos de Versalles. El movimiento, que tomó su nombre del obispo flamenco Cornelius Jansen (1585-1638), propugnaba una reconsideración de la doctrina de la gracia de san Agustín en el contexto de las disputas sobre la gracia del siglo XVII. En su obra póstuma en tres volúmenes, Augustinus, Jansenio abordó las cuestiones de la naturaleza del hombre, el pecado original, la redención por Jesucristo y la predestinación divina. Al igual que Agustín había defendido la gracia de Dios contra las herejías de los pelagianos, Jansenio luchó contra la teología de los jesuitas, en quienes veía a los herejes de su tiempo.

Agustín acusó a Pelagio y a sus seguidores de no tomarse suficientemente en serio el pecado de Adán y la gracia de Cristo. Para ellos, el hecho de que Dios creara al hombre bueno significaba que todo hombre posee la capacidad de evitar el mal y hacer el bien por sus propias fuerzas. Por el contrario, Agustín enseñaba que, desde el pecado original, los hombres sólo pueden escapar de la condenación eterna con la ayuda y la elección de Dios. La disputa sobre la gracia divina era, al mismo tiempo, una disputa sobre la libertad. Si la salvación del hombre dependía en última instancia de Dios, esto significaría una limitación de la voluntad humana: por mucho que me esfuerce, todos mis esfuerzos nunca serán suficientes si no interviene la voluntad salvadora de Dios. En este contexto, los pelagianos aparecen como los campeones de la libertad humana. Sin embargo, el precio que pagan por su posición es el desapoderamiento parcial de Dios. O la redención depende de la voluntad del hombre individual, o al final es Dios quien decide quién se salva.

En la Edad Moderna, las disputas volvieron a recrudecerse. El jesuita español Luis de Molina (1535-1600) formuló una propuesta sobre cómo conciliar el libre albedrío del hombre y la presciencia divina. Para ello, desarrolló la discutida teoría de la llamada «ciencia media», según la cual Dios podría predecir, para cada individuo que actuase, cómo se comportaría si se encontrase en una situación determinada. Correspondiendo a tal presciencia, Dios determinaría las circunstancias de la vida de cada persona. Por tanto, en cuanto el hombre se encuentre en esa circunstancia concreta, decidirá libremente actuar como Dios quiso.

Inscríbete a la newsletter

Cada viernes recibirás nuestros artículos gratuitamente en tu correo electrónico.

En su descripción de la doctrina agustiniana de la gracia, Jansenio comparó al jesuita Molina con los pelagianos. Mientras que la doctrina de Molina no ha sido confirmada ni condenada por los papas, el Augustinus de Jansenio fue incluido en el Índice. En mayo de 1653, el Papa Inocencio X publicó una lista de cinco errores de Jansenio. Pronto quedó claro que las proposiciones condenadas no se encontraban textualmente en el libro de Jansenio. Los jansenistas reconocieron que las proposiciones eran ciertamente heréticas, pero objetaron que no correspondían al pensamiento del autor. Entre los seguidores de Jansenio se encontraba el teólogo Antoine Arnauld; su hermana Angelique era abadesa de los cistercienses de Port-Royal. Cuando Arnauld publicó una larguísima carta en defensa de Jansenio, acabó en el punto de mira de su Facultad. Una comisión examinó su escrito y lo declaró herético. A finales de enero de 1656, Arnauld perdió su cátedra en la Sorbona.

Mientras tanto, Pascal se había acercado cada vez más al círculo jansenista de Port-Royal. Allí, el filósofo de 32 años se enteró de las intrigas contra Arnauld. Inmediatamente, compuso una ficticia «Carta a un provincial», en la que ridiculizaba todo el asunto. Hasta el verano de 1657, aparecieron un total de 18 cartas, que fueron un gran éxito de ventas. Pascal demostró ser un polemista dotado, que denunciaba el alejamiento de la vida y el carácter contradictorio de los juegos de palabras teológicos, devolviendo a las cuestiones religiosas su auténtica seriedad. Así, criticó a los teólogos de la Orden de los Dominicos, porque si bien reconocían que todos los hombres tenían la «gracia suficiente» (gratia sufficiens) para hacer el bien, invocaban la hipótesis adicional de una «gracia eficaz» (gratia efficax). «Porque el mundo se contenta con palabras; profundizan poco»[3].

Pero el verdadero blanco de los ataques y burlas en las Cartas Provinciales eran los jesuitas. De la cuarta a la décima carta, el autor anónimo describe sus conversaciones con un padre jesuita sobre la teología moral de la Orden. Para ello, toma una serie de citas, a veces estrambóticas, del español Antonio Escobar y Mendoza (1589-1669), entre otros. El punto de partida es el concepto de gracia presente, que al parecer los jesuitas interpretaban en el sentido de que Dios sólo atribuye un pecado al hombre si previamente le ha dado el conocimiento del mal. De este modo, para Pascal, se sentaban las bases de una casuística que adaptaba los criterios estrictos del Evangelio a las necesidades humanas. Para ilustrarlo, cuenta la grotesca historia de la búsqueda de una motivación que pudiera dispensar del mandamiento de ayunar. El jesuita le pregunta a su interlocutor si le pesa acostarse sin cenar. Cuando el hombre responde afirmativamente, el padre se pone contento: «Me alegro mucho – responde – de haber encontrado este medio para aliviarle sin pecar. Vamos, que de ninguna manera está obligado a ayunar»[4].

Que Pascal no sólo se interesaba por la sátira lo atestigua la décima carta. El autor anónimo acusa al jesuita de enseñar a los confesores que el miedo al castigo es suficiente para absolver a alguien de sus pecados. «Así nuestros padres dispensaban a los hombres de la penosa obligación de amar a Dios concretamente»[5]. Queda claro, por tanto, cuál es el centro del enfrentamiento. Para Pascal, sólo cuenta el amor del creyente a Dios. Este amor debe ser lo más perfecto posible y no puede estar contaminado por ningún motivo ulterior u otras intenciones. Pascal acusó a los jesuitas de laxismo porque prestaban (demasiada) atención a las circunstancias concretas. A esto añadía la insinuación – no pocas veces justificada – de que los padres espirituales jesuitas servían ante todo a los intereses de los poderosos y los ricos, aumentando así su influencia.

La defensa del cristianismo

Pascal no sólo participó en los debates sobre matemáticas y ciencias naturales, sino que también fue testigo de las controversias que tuvieron lugar en el seno de la Iglesia francesa. Quienes hoy se acercan a su obra principal, los Pensées, no deben pasar por alto este elemento. El propio filósofo, que en la disputa sobre Jansenio no quiso someterse ni al juicio del Papa ni al de la Sorbona, promete en el Mémorial «sumisión total a Jesucristo y a mi director»[6]. No da una explicación precisa de por qué su padre confesor, Louis-Isaac Lemaistre de Sacy, sobrino de Arnauld, merecía más confianza que otros religiosos. Al interpretar su filosofía de la religión, hay que considerar muy detenidamente si la fe cristiana implicaba para él una obediencia ciega a cualquier persona.

Mientras seguía escribiendo las Cartas provinciales, Pascal comenzó a redactar sus reflexiones filosófico-religiosas de forma sistemática. Su objetivo era defender el cristianismo frente a observaciones como las formuladas por las personas cultas de su época. Pero murió el 19 de agosto de 1662, a la edad de 39 años, antes de poder terminar su Apología del cristianismo. Dejó una colección de unas 1.000 notas, la mitad de las cuales fueron publicadas en 1670 por sus amigos con el título de Pensamientos sobre la religión. Al tratarse sólo de fragmentos, el texto sigue planteando hoy considerables dificultades a los editores. Ciertamente, se ha conservado un texto autógrafo, pero las notas de Pascal se encuentran en una secuencia absolutamente aleatoria, ya que fueron pegadas por su sobrino en grandes hojas de papel. El propio Pascal había ordenado sus notas en series temáticas. Afortunadamente, se conservan dos transcripciones de su época de los fragmentos, ordenados por series. Sin embargo, estos muestran algunas intervenciones editoriales y no coinciden del todo entre sí en su agrupación. Por ello, existen varias ediciones modernas de los Pensées, que presentan una numeración diferente de los fragmentos.

Entre filósofos y teólogos de todo tipo se debate sobre un argumento de Pascal que ha circulado bajo el título de «la apuesta» y en el que el pensador aparece también bajo la apariencia de un matemático. La reflexión descansa en dos supuestos, de los cuales quizá sólo el primero corresponda a la sensibilidad actual. En efecto, Pascal parte de la idea de que todos los intentos teóricos de demostrar la existencia de Dios acaban en un callejón sin salida, porque la fe se defiende quizá con la razón, pero nunca se puede demostrar. La segunda hipótesis de Pascal, por la que probablemente recibiría menos aprobación hoy en día, afirma que algunos hombres – aunque ciertamente no todos – están destinados por Dios a una vida de bienaventuranza eterna. Esta vida el hombre ciertamente no puede ganársela por sí mismo, pero es la fe cristiana la condición por la que algunos pueden esperar obtenerla.

El argumento de la apuesta debe mostrar, por tanto, que en esta situación es absolutamente razonable decidirse a creer en Dios. Pues si Dios existe de verdad, los que creen pueden obtener la vida eterna; si, por el contrario, Dios no existe, los que creen sólo pierden algunos bienes terrenales de los que se han privado por su vida religiosa. Para los que no creen, ocurre exactamente lo contrario: si Dios existe, corren el riesgo de perder la vida eterna; si, por el contrario, Dios no existe, al menos no hacen ninguna renuncia innecesaria. Pero ante la desproporción entre una vida terrenal finita y una vida eterna infinita, apostar por la fe cristiana parece una simple cuestión de cálculo. El que cree apuesta por «una ganancia infinita»[7].

Las objeciones al argumento de Pascal llenan estanterías enteras de libros, pero muchos pasan por alto el verdadero fondo de la cuestión, que es que la imposibilidad de demostrar con certeza la existencia de Dios no se deriva en absoluto de la impotencia de la razón humana en materia religiosa. Quien quiera convencer a los demás de que crean y no quiera recurrir a la violencia o a la manipulación, debe utilizar su propia razón. Con su apuesta, Pascal llama la atención sobre el hecho de que podría ser claramente irrazonable no prestar atención a la posibilidad de dar sentido a la vida a través de la religión. Con este telón de fondo, debe entenderse la frase de Pascal, continuamente citada, de que el corazón tiene razones (raisons) que la razón (raison) no conoce[8]. Las razones del corazón no son en absoluto contrarias a la razón, sino que son reflexiones que conciernen al hombre individual en su propia existencia.

¿Una miseria que es culpa nuestra?

La novedad de la apología de Pascal reside en su enfoque antropológico. Pascal subraya a partes iguales los puntos fuertes y débiles de la naturaleza humana. No era un mero optimista, pero tampoco un pesimista total. Por un lado, era consciente de sus dotes intelectuales y conoció el éxito como joven genio científico. Por otro, tuvo mala salud durante toda su vida, sufriendo un ataque de depresión antes de su conversión. En sus Pensées, describe la vida humana como una búsqueda, a menudo inútil, de la verdad y la felicidad. El hombre quiere comprenderse a sí mismo y al mundo, pero sus relaciones más íntimas le permanecen ocultas; anhela una vida despreocupada, pero en algún momento sus expectativas se ven defraudadas. Muchos reaccionan ante ello refugiándose en los placeres.

Pascal ofrece a continuación un agudo análisis de lo que denomina divertissement, entendido en el sentido de distracción, diversión. Del mundo de la nobleza parisina toma el irónico ejemplo de la caza de una liebre. A nadie le importa poseer el animal. Una liebre comprada «no nos protegería de la visión de la muerte y de las miserias que nos distraen de ella, pero la caza sí, nos protege»[9]. Del mismo modo, quien persigue la tranquilidad, la mantiene sólo durante un tiempo limitado, y luego vuelve a caer en el bullicio.

A diferencia de muchos existencialistas que vinieron después de él, Pascal no se contenta con saber que el conocimiento limitado y la fortuna pasajera son inherentes a la naturaleza humana, sino que cuestiona las razones de esta laceración. ¿Por qué el hombre aspira a más si no puede alcanzarlo? ¿Por qué ningún hombre alcanza aquello a lo que aspira? En lugar de calificar esta aspiración simplemente de ilusión, o la futilidad de trágica, el filósofo retoma un modelo explicativo de la tradición judeocristiana. En la historia bíblica del pecado original ve la explicación religiosa de lo que debe seguir siendo un enigma para la antropología. La miseria actual contrasta con la grandeza original del hombre. «Si el hombre hubiera sido siempre corrupto, no tendría idea ni de la verdad ni de la dicha»[10].

La distancia que separa a Pascal de los lectores de nuestro tiempo se manifiesta en su relación con el texto bíblico. Creía que el capítulo 3 del Génesis era el relato, escrito por Moisés, de un acontecimiento histórico del comienzo de la historia humana. Ignoraba la interpretación etiológica del relato del pecado original propuesta por la exégesis histórico-crítica que se impondría unas décadas después de su muerte. En su lugar, se basó en la idea de que el relato había sido transmitido por una cadena ininterrumpida de hombres y mujeres que eran testigos fiables. Además, creía en la transmisión de la culpa de Adán, así como en sus consecuencias para todas las generaciones posteriores. Por eso, para él es «asombroso que el misterio más remoto de nuestro conocimiento, el de la transmisión del pecado, sea algo sin lo cual no podemos tener conocimiento de nosotros mismos»[11].

Al observar la relación acrítica o ingenua de Pascal con la revelación bíblica, se puede reaccionar de distintas maneras: desde el rechazo del filósofo como pensador pre-ilustrado sin esperanza, en un extremo, hasta el intento de armonizar las profecías y los milagros con la imagen del mundo que ofrecen las ciencias naturales, en el otro extremo. En nuestra opinión, se pasa por alto el aspecto por el que el cristianismo se erige o cae como religión de redención. ¿Por qué iba Dios a prometer al hombre una mejora de su condición si no hubiera una causa para la miseria del hombre? Independientemente de lo que se piense del misterio del pecado original, tiene precisamente el efecto para el que Pascal lo utiliza. El pecado original explica por qué, a pesar de toda la miseria, no es irrazonable esperar la redención del Dios que creó a Adán y a sus descendientes.

Llegar a ser cristiano

Si dejamos a un lado la discusión sobre la credibilidad de las Sagradas Escrituras, buscaremos inútilmente en la Apología de Pascal argumentos filosóficos o teológicos a favor del cristianismo. Y no es casualidad. En la sección que contiene la famosa apuesta, el autor hace que su interlocutor ficticio le pregunte qué podría hacer para llegar a la fe. La respuesta es que no hay que multiplicar las pruebas de la existencia de Dios, sino reducir la cantidad de las propias pasiones. El camino hacia la fe no es un esfuerzo puramente intelectual, no consiste simplemente en reflexionar sobre si vale o no la pena apostar. Como Pascal considera que sus consejos no han satisfecho a su interlocutor, añade una referencia a los que ya están más avanzados en su fe: «Sigan como al principio: haciendo todo como si creyeran, tomando agua bendita, haciendo decir misas, etc.»[12].

Dona

APOYA A LACIVILTACATTOLICA.ES

Queremos garantizar información de calidad incluso online. Con tu contribución podremos mantener el sitio de La Civiltà Cattolica libre y accesible para todos.

Quienes quieran recurrir al estereotipo de un Pascal intolerante y reaccionario encontrarán aquí lo que buscan. Algunos intérpretes lo etiquetan como el prototipo del matemático o naturalista extremadamente dotado, que en materia religiosa se aferra obstinadamente a la religiosidad popular de su infancia. Esta impresión se ve confirmada por las circunstancias casi legendarias de la curación milagrosa de una de sus sobrinas, Marguerite Périer, de una fístula purulenta: una curación atribuida a una reliquia de la corona de espinas de Cristo. El suceso ocurrió el 24 de marzo de 1656, en plena controversia jansenista, en la que Pascal había intervenido con las Cartas Provinciales. No pocos vieron en el milagro una confirmación divina de Arnauld y sus seguidores. Pascal nos ha transmitido un testimonio notarial del acontecimiento. Según la opinión de algunos eruditos, la experiencia del milagro en su propia familia le indujo a escribir los Pensées.

Pascal sigue siendo un pensador difícil de manejar. Quienes le consideran seguidor de una fe ciega o de un fideísmo se equivocan ciertamente. Quienes le consideran representante de una devoción eclesiástica tradicional, chocarán con el hecho de que no sometió su juicio al magisterio en la disputa sobre la doctrina de la gracia, sino que movilizó a la opinión pública francesa en favor del jansenismo. Los que ven en Pascal sobre todo a un campeón que lucha por el uso de la razón en defensa del cristianismo, se encontrarán mal con su religiosidad emocional. Pero la referencia al uso del agua bendita y a la celebración de misas también podría entenderse, de forma muy general, como un recordatorio de que la religión no puede vivir sin ciertos gestos comunes, y que ni siquiera es un asunto privado. Tampoco puede pasarse por alto que el acto ritual es sólo el principio del camino que conduce a la fe. Y menos aún de lo que pueda deducirse racionalmente, el cristianismo se agota en los actos externos.

Pascal concibe una escala graduada de tres órdenes entre los que nos movemos los seres humanos. La escala comienza con el orden natural de los cuerpos. Por encima, separado por una distancia infinita, está el orden de los espíritus (esprits). Las ciencias se dedican a la investigación de estos dos órdenes. Por encima de todas las verdades del mundo corpóreo o espiritual que podemos comprender, para los cristianos está el doble mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Pascal se esfuerza por ofrecer una comparación matemática: «La distancia infinita entre los cuerpos y las mentes (esprits) representa la distancia infinitamente más infinita entre las mentes y la caridad»[13]. El pensador tiene sin duda razón: en una época en la que la práctica religiosa disminuye y la revelación bíblica choca con el escepticismo, el cristianismo sólo podrá ser convincente si la fe religiosa corresponde a un orden que percibimos como diferente de los que encontramos en el mundo.

  1. B. Pascal, Pensieri, n. 757, en Id., Opere complete, Milán, Bompiani, 2020, 2743-2745.

  2. Ibid., 2745.

  3. B. Pascal, Lettere provinciali. Prima lettera, en Id., Opere complete, cit., 1011.

  4. Id., Lettere provinciali. Quinta lettera, ibid., 1053.

  5. Id., Lettere provinciali. Decima lettera, ibid., 1147.

  6. B. Pascal, Pensieri, n. 757.

  7. Id., Pensieri, n. 681, ibid., 2635.

  8. Cfr ibid., 2639.

  9. Id., Pensieri, n. 168, ibid., 2351.

  10. Id., Pensieri, n. 164, ibid., 2347.

  11. Ibid.

  12. Id., Pensieri, n. 681, ibid., 2637.

  13. Id., Pensieri, n. 339, ibid., 2441.

Georg Sans
Es un jesuita alemán. Luego de sus estudios en filosofía y teología, ha enseñado historia de la filosofía contemporánea en la Pontificia Universidad Gregoriana. Desde 2014 es profesor de Filosofía de la religión y de Teología filosófica de la Hochschule für Philosophie de los jesuitas en Múnich, Baviera. Su área de investigación abarca la filosofía clásica alemana, en particular la de Kant y Hegel.

    Comments are closed.