FILOSOFÍA Y ÉTICA

«El ser y la nada», de Jean-Paul Sartre

© YIN Renlong / La Civiltà Cattolica

Este año se cumple el 80º aniversario de la publicación de El ser y la nada, la obra filosófica más importante de Jean-Paul Sartre (1905-1980)[1]. Pensador prolífico y de intereses muy diversos, conocido también por sus aportes en los ámbitos literario y teatral, Sartre marcó profundamente la escena cultural de la posguerra – no sólo en Francia –, desde una perspectiva política y social. Siempre sostuvo que el intelectual está llamado a comprometerse con los problemas de su tiempo, entablando un diálogo con la gente corriente; en este sentido, pueden verse sus numerosas intervenciones en relación con la guerra de Argelia, los levantamientos en Hungría y Checoslovaquia, durante el Mayo francés, que abrió la protesta de 1968 en toda Europa, así como algunos gestos de disidencia que causaron revuelo (como su negativa a aceptar el Premio Nobel de Literatura el 22 de octubre de 1964, para no comprometer su libertad de pensamiento). En el plano académico, como universitario se distanció de un modo de hacer filosofía demasiado abstracto y conceptual (como sus contemporáneos Husserl y Heidegger, aunque admirados y retomados por su enfoque fenomenológico), prefiriendo un estilo de pensamiento de intelectual comprometido (engagé), atento a los problemas de la vida ordinaria.

El ser y la nada intenta sentar las bases para ello, aun cuando su modo de proceder no resulta ciertamente fluido: se trata de un texto potente, complejo y nada fácil de leer, que ha quedado incompleto y que pretende presentar los principales temas de la filosofía. En él confluyen también intereses e investigaciones anteriores, especialmente sobre la imaginación, las emociones y la psicología. Recorramos, a continuación, brevemente su itinerario.

La indagación acerca del ser

El libro está atravesado por diferentes vertientes, no siempre compatibles, que reflejan la variada trayectoria del autor. En primer lugar, puede observarse la lección de la fenomenología, mencionada ya en el subtítulo de la obra. La indagación acerca del ser remite a la indagación de la conciencia que lo lleva a la palabra, mostrando la estrecha correlación entre conciencia y mundo. Al explicarla, se aprecia también la influencia de la Fenomenología del Espíritu de Hegel: en efecto, esta relación se caracteriza por la oposición entre mundo y conciencia. Esta es la parte más famosa, original y discutida de la obra, el carácter ontológico de su propuesta fenomenológica. El ser tiene dos aspectos fundamentales: el ser de las cosas y el ser de la conciencia, que Sartre denomina en sí y para sí respectivamente.

El ser en sí es todo aquello que la conciencia muestra. Sartre lo caracteriza en términos completamente opuestos a los de la conciencia: «el ser es opaco a sí mismo precisamente porque está lleno de sí mismo» (35). Además, el ser en sí es autónomo e increado: «El ser, si existe frente a Dios, es su propio soporte y no conserva el menor vestigio de la creación divina» (33).

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El ser para sí tiene dos características fundamentales: intencionalidad, es decir, está abierto a otra cosa (in-tentio); y autoconciencia, es presencia para sí, es «conciencia de existir» (18). Esta segunda característica la pone en relación con la nada. La conciencia, en efecto, para hacerse presente, toma distancia, negándose a sí misma, y así se distingue de sí misma, escindiéndose: conciencia significa anular lo que es en sí (néantiser), insertar en el ser la brecha de la nada (cf. 59). De ahí el binomio, que da título al libro, del ser y la nada, donde uno remite necesariamente al otro. Es propio de la conciencia, al separarse del ser, producir la nada: el ser en sí, como se ha señalado, es opaco y pleno. Una consecuencia importante de este distanciamiento es que la conciencia, al negar un sentido establecido, es autónoma y libre: si existiera Dios, esto sería imposible, porque la conciencia dependería de Él. El ateísmo es, pues, el presupuesto de la libertad humana: una libertad total, absoluta, sin limitaciones ni criterios. Este es el estatuto ontológico del hombre, del que no puede escapar: «Somos una libertad que elige, pero no elegimos ser libres: estamos condenados a la libertad» (597).

La libertad

Es la característica que define al hombre, que le permite planificar su existencia y, a diferencia del en sí, actuar: «No hay acción si no es intencionada. Un huracán no es una acción, es un suceso: por tanto, es un suceso lo que el hombre realiza sin intención. Ahora bien, actuar intencionadamente significa proponerse un fin»[2].

Pero, ¿cómo emplear la propia libertad? En otras palabras, ¿cuál es el fin del hombre? Para Sartre, no hay respuesta, salvo negativa. La acción de la conciencia es anular el en sí; esta negación del ser es lo que la constituye; de ahí que no se dé otro criterio a su acción que el propio ejercicio de la libertad como ideal a perseguir. Precisamente porque Dios no existe, el hombre no debe la existencia a nadie, sino que la hace posible mediante el ejercicio de la libertad. En este sentido, la libertad precede a la esencia. Por tanto, no hay otro motivo para que el hombre actúe que la propia acción; se construye a sí mismo mediante sus elecciones. Todo lo que ha hecho – el pasado – sólo tiene el sentido que él decide atribuirle, y los obstáculos que se interponen son la condición para la realización de su proyecto: un proyecto siempre en ciernes, porque el hombre, surgiendo de la nada, de la negación del ser, se experimenta a sí mismo como incompleto, desea alcanzar la plenitud, que Sartre llama «el valor», sin conseguirlo sin embargo, ya que sólo puede existir como la falta de ser[3].

De ahí la condición de angustia existencial: la conciencia tiende hacia algo que no puede alcanzar; sólo puede esforzarse por tender hacia el valor, no puede prescindir de él, pero al mismo tiempo no puede alcanzarlo, porque está más allá del mundo de que dispone. Sartre llama a esta plenitud «Dios», pero como Dios no existe, la tarea del hombre es intentar convertirse en Dios, sin conseguirlo nunca. Una situación, ciertamente angustiosa, descrita con una imagen elocuente: «Recuérdese al asno que va arrastrando un carricoche en pos de sí y que procura atrapar una zanahoria fijada al extremo de un palo sujeto a las varas. Todo esfuerzo del asno para coger la zanahoria tiene por efecto hacer avanzar el coche entero y la zanahoria misma, que permanece siempre a igual distancia del asno. Así corremos tras un posible que nuestra propia carrera hace aparecer, que no es sino nuestra carrera y que se define por eso mismo fuera de alcance. Corremos hacia nosotros mismos y somos, por eso mismo, el ser que no puede alcanzarse. En cierto sentido, la carrera está desprovista de significación, ya que el término no es dado nunca, sino inventado y proyectado a medida que corremos hacia él» (269).

De ahí la desconsoladora conclusión del análisis de Sartre: «El hombre es una pasión inútil», un dios que no puede ser tal (747).

Los demás

La conciencia no sólo se relaciona con las cosas, sino también con otras conciencias. Se reconocen no conceptualmente, sino existencialmente, por el sentimiento de ser mirado y por la resonancia emocional que suscita esta mirada: una resonancia expresada sobre todo por la vergüenza. En efecto, uno no se avergüenza cuando está solo: «La vergüenza es, por naturaleza, reconocimiento. Reconozco que soy como el prójimo me ve» (272). La mirada, como acto impalpable, atestigua que el otro no puede ser sólo cuerpo; el otro que me mira revela su ser como sujeto, pero con su mirada tiende a hacer de mí un objeto, un en sí: «Supongamos, por ejemplo, que el Otro me mira. En este instante, me experimento como enteramente alienado y me asumo como tal. Aparece un Tercero. Si me mira, yo Los experimento comunitariamente como “Ellos” (ellos-sujeto) a través de mi alienación. Ese “ellos” tiende, según sabemos, hacia el se impersonal. La mirada del tercero, al objetivarme, hace desaparecer mi proyección, que siento como una posibilidad muerta» (515).

De ahí que el choque sea el desenlace irremediable de la relación, entendida en términos de lucha por afirmar el poder de cada sujeto sobre el otro, para que no le sea arrebatado su mundo y sobre todo su lugar central: «La esencia de las relaciones entre conciencias no es el Mitsein, sino el conflicto» (531). Una conclusión polémica en relación a Heidegger (suya es la famosa expresión alemana citada) y cercana a los análisis que Hegel dedica a la dialéctica del siervo y el amo en la Fenomenología del Espíritu.

Todas las posibilidades puestas en juego para relacionarse con el otro están condenadas al fracaso, del mismo modo que toda posibilidad de relación se convierte en fallida. De hecho, sería necesario cuestionar la pretensión absoluta de libertad: una libertad que se convierte en sinónimo de soledad. Incluso el camino del amor resulta ilusorio: «El amor es un esfuerzo contradictorio por sobrepasar la negación de hecho, conservando al mismo tiempo la negación interna. Exijo que el otro me ame y pongo por obra todo para realizar mi proyecto: pero, si el otro me ama, me decepciona radicalmente por su amor mismo; yo exigía de él que fundara mi ser como objeto privilegiado manteniéndose como pura subjetividad frente a mí» (469). En otras palabras, el amor como relación entre dos sujetos, dos alteridades, es imposible; sólo se puede seguir siendo sujeto (para uno mismo) reduciendo al otro a objeto, garantizando así la propia centralidad absoluta[4].

Pero la presencia del otro no puede reducirse a las propias categorías: sigue existiendo como condena de su propio deseo de ser Dios. «El infierno son los otros»: es el famoso comentario que Sartre pone en boca de uno de los personajes de la obra de teatro A puerta cerrada.

Algunas observaciones

El ser y la nada es un texto extremadamente rico y agudo que representó una época, pero que extrañamente cayó en el olvido tras la muerte del autor. Muchos temas merecen ser retomados de forma más amplia que la breve presentación que se hace de ellos: ante todo, la libertad, signo de la dignidad del hombre como unicum respecto a los demás seres; la corporeidad; los afectos; las relaciones; el deseo de absoluto. Al presentar estos múltiples temas, sin embargo, se observa una tendencia al extremismo, que capta la atención, provoca, pero al mismo tiempo suscita no pocas perplejidades, que quizá estén también en el origen del rápido olvido de esta obra.

Un primer punto se refiere a la ontología, cuya estructura pretende justificar las diversas tesis del libro. Como hemos visto, para Sartre el hombre se hace a sí mismo, es causa sui: éste es el fundamento de su libertad, que se deriva de la ausencia de Dios, una afirmación que retomará en la reflexión posterior[5]. Todo esto, sin embargo, corre el riesgo de reducirse a un juego de palabras. Como observa Adriano Bausola, tal hipótesis «es imposible, porque presupondría que la conciencia es real – para producirse – antes de producirse a sí misma y, por tanto, de ser»[6]. En ese caso, el hombre podría no experimentar nunca la muerte, ya que se debe la existencia a sí mismo.

También la categoría «nada» es introducida por Sartre como si fuera algo: el para sí surge negando el en sí, distanciándose de él. Pero también esto es un modo de ser, como ya había reconocido Platón, corrigiendo la mera contraposición ser/no ser establecida por Parménides; es posible, y la realidad lo atestigua, entender el no-ser como la nada y también como otro modo de ser[7].

Y, en efecto, en El ser y la nada tanto el en sí como el para sí son considerados como si fueran algo; ambos son el ser, y el hombre se relaciona con ambos, con conocimiento y autoconciencia. Lo que fuerza el análisis es hablar de la relación en términos de anulación, tanto del en sí como del otro. Pero que esta anulación no se produce realmente lo reconoce el propio Sartre: «La paradoja no es que haya existencias por sí, sino que no haya solo ellas. Lo que es verdaderamente impensable es la existencia pasiva» (23). Sin embargo, la existencia pasiva se piensa y se expresa con palabras. Esto significa que el en sí no es simplemente referible a la conciencia, a lo para sí, sino que tiene su propia existencia y autonomía, su propia objetividad. Es una confesión de realismo, aunque Sartre evite tal denominación, porque negaría la pretensión de la conciencia de ser el origen de todo: «La conciencia humana no está en el origen de las cosas, sino en medio de ellas, como bien reconoce Sartre y como había reconocido Heidegger. Por tanto, debe elaborar una metafísica a partir de las cosas en medio de las cuales se encuentra y no imaginando lo que sucedería si estuviera en el origen»[8].

Con respecto a la dialéctica yo/otro, la relación no puede concebirse sólo en términos conflictivos: es un resultado posible, que atestigua no la verdad, sino más bien la inautenticidad de la conciencia, que por definición es siempre «conciencia de», un punto de vista sobre la realidad, una perspectiva, nunca la totalidad absoluta. Así lo demuestran, entre otras, las páginas dedicadas al carácter dialéctico, proyectual, del para sí, que hace de este conciencia y no una cosa estática, capaz de cambiar de punto de vista. También lo muestra el significado de la amenaza que, según Sartre, puede provenir del otro; el otro viene a decir que yo no soy el centro de todo, redimensiona esta pretensión irreal, mostrando la presencia de una posible mirada diferente sobre la realidad: «La mirada del otro sólo es reconocible como tal por analogía, y la analogía contiene tanto la identidad como la diferencia. La diferencia, a su vez, puede socavar la identidad, pero también puede permitir que ésta se manifieste: puede convertirse en su propio proyecto, es decir, en el proyecto de mirar desde la mirada del otro»[9].

En efecto, sabemos que hay muchas maneras diferentes de mirar y de ser mirado, que abren diferentes salidas relacionales, de conflicto pero también de apreciación y de conocimiento, ya que nadie puede mirarse a sí mismo. El propio Sartre, como hemos dicho, descartó la posibilidad de que la conciencia pudiera llegar a considerarse una totalidad; más bien podría decirse que es esta pretensión irreal la que hace imposible la relación, aislándose de todo y convirtiéndose en una «conciencia infeliz», por tomar prestada otra famosa expresión de Hegel.

¿Una libertad sin moral?

Como se ha señalado, la libertad ocupa un lugar central en la obra, que la celebra en pasajes de gran impacto narrativo, presentándola como el modo de ser de la conciencia[10]. Pero la tendencia al extremismo del filósofo francés se presta a graves aporías. Porque si la libertad no tiene otro criterio que ella misma, se podría concluir que cualquiera de sus opciones puede estar justificada. ¿Lleva esto entonces al relativismo y al nihilismo? Sartre no comparte esta conclusión y se distancia claramente de ella. Como escribe en una obra posterior: «Es muy inconveniente que Dios no exista, puesto que con Dios se desvanece toda posibilidad de encontrar valores en un cielo inteligible; no puede haber bien a priori puesto que no hay conciencia infinita y perfecta para pensarlo; en ninguna parte está escrito que exista el bien, que hay que ser honrado, que no hay que mentir, y por esta precisa razón: estamos en un plano en el que sólo hay hombres. Dostoievski escribió: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Ése es el punto de partida del existencialismo»[11].

Es desde este punto de partida desde el que Sartre concibe la moral, basándola en la libertad responsable, es decir, en la capacidad de responsabilizarse de las consecuencias de los propios actos, sin culpar a otros (circunstancias, salud, tradiciones). Un criterio de autenticidad sin duda importante, pero incompleto, porque niega el otro gran pilar de la vida moral: la finalidad[12]. No basta con haber elegido libremente para ser auténtico; muchos dictadores y opresores han actuado libremente, pero eso no los convierte en figuras auténticas, ni disminuye la gravedad de las opciones que tomaron. Cada opción corre así el riesgo de ser justificada, ya que no existe un criterio externo y objetivo, lo que, a la luz de lo ocurrido en los dos últimos siglos, parece bastante inquietante. Sobre todo, la demanda de justicia de las numerosas víctimas olvidadas por la historia sigue sin ser escuchada.

¿Por qué valdría la pena ser auténticos? Si la libertad no tiene más criterio que su propio ejercicio, ¿qué pasa con quien piensa no comprometerse, sino que prefiere dejarse llevar por el curso de los acontecimientos y vivir pasivamente? Y, sobre todo, ¿quién tendría autoridad para reprenderlo?

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En las últimas líneas del libro, Sartre se adentra en el tema mismo de las cuestiones morales, esperando tratarlo en una obra posterior, que de hecho nunca vio la luz; hay un rastro de ella en algunos escritos publicados póstumamente (Cahiers pour une morale, 1945-1947; y Vérité et existence, 1948). Pero es significativo que aquí y allá, en El ser y la nada, surja el beneficio de la duda. En un pasaje rápido pero elocuente, hablando de la indiferencia, el odio y el sadismo hacia el otro, Sartre señala: «Estas consideraciones no excluyen la posibilidad de una moral de liberación y salvación. Pero esta debe alcanzarse al término de una conversión radical, de que no podemos tratar aquí» (511, nota 1). Sartre no explica a qué se refiere con la expresión «conversión radical»; sin embargo, es digno de mención que concluya su obra reconociendo que el atropello no es más que una de las muchas posibilidades de que dispone el hombre, abriéndose a una exigencia de salvación[13].

Una filosofía enraizada en la vida

Sartre ve en la existencia de Dios la negación de la libertad humana: una libertad, como hemos visto, que no acepta límites, ya sean históricos, biológicos, relacionales. Una visión que el filósofo francés, a pesar de las trágicas negaciones de la historia, nunca ha querido cuestionar.

Como señala el propio filósofo (por ejemplo, analizando la obra de Flaubert), se puede comprender el pensamiento de un autor recurriendo a su biografía. Sartre nos dejó el testimonio de su infancia en su libro Las palabras, sin duda uno de los más bellos narrativamente. Huérfano de padre a los dos años, Jean-Paul fue confiado al cuidado de su abuelo, Charles Schweitzer, pariente del teólogo y médico Albert (que era primo de Sartre). El filósofo se describe a sí mismo como un niño que creció entre libros incluso antes de aprender a leerlos, libre para deambular por la casa y muy querido por todos. La lectura precoz le sumerge en un mundo de fantasía, pero vivido por él como real, un mundo del que es protagonista indiscutible: «Yo era el primero, el incomparable, en mi isla aérea: me encontré en último lugar cuando me sometí a las reglas comunes»[14]. Y escribir se convirtió pronto en su misión: «Durante mucho tiempo tomé la pluma por una espada: ahora conozco nuestra impotencia. No importa: hago, haré libros; hacen falta; y hacen falta, a pesar de todo. La cultura no salva a nada ni a nadie, no justifica. Pero es un producto del hombre, él se proyecta en ella, se reconoce en ella; este espejo crítico es el único que le ofrece su imagen»[15].

Otro aspecto sorprendente del pequeño Jean-Paul es la ausencia total de pesar por no haber conocido nunca a su padre Jean-Baptiste. Al contrario, ve en su partida la condición indispensable para la libertad total de la que pudo disfrutar; para él, su padre, freudianamente, sólo tiene el papel de un censor del deseo: «La muerte de Jean-Baptiste fue el acontecimiento más notable de mi vida: devolvió a mi madre sus cadenas y me dio la libertad. Si hubiera vivido, mi padre se habría extendido sobre mí y me habría aplastado. Afortunadamente, murió prematuramente»[16].

Si el «parricidio» como acto indispensable de autoafirmación parece estar presente desde los primeros recuerdos infantiles, lo mismo puede decirse de la decisión por el ateísmo. En el mismo libro, se relata un episodio en el que, tras esconder por diversión una pequeña alfombra quemada, Sartre siente la mirada acusadora de Dios, de la que no puede escapar. Furioso, comienza a blasfemar contra Él: «Nunca más volvió a mirarme […]. Hoy, cuando me hablan de Él, digo con tanta diversión […]: “Hace cincuenta años, sin ese malentendido, sin ese error, sin ese incidente que nos separó, podría haber habido algo entre nosotros”. No hubo nada»[17].

Sin embargo, según su prolífica obra, había algo. En 1940, durante el periodo de gestación de El ser y la nada, Sartre se encontró encarcelado en Tréveris. Y al acercarse la Navidad, por invitación de dos padres jesuitas, escribió una obra dedicada a María, Bariona o el Hijo del Trueno, de la que el teólogo René Laurentin dijo: «Sartre, ateo declarado, me hizo ver el misterio de la Navidad mejor que nadie, si excluyo los Evangelios».

El texto se publicó en 1962, con un prefacio de Sartre, en el que declaraba inalterada su posición atea[18]. Pero en esas páginas aflora poéticamente su asombro al ver al niño Dios tan parecido a su madre, a ese Dios deseado y opuesto, y sin embargo tan tierno y cercano al hombre. Hay un deseo de semejanza con Dios que nunca se ha acallado, ese deseo que, aunque con las debidas distancias, había expresado en la parte final de El ser y la nada: “Puede decirse, pues […] que el hombre es el ser que proyecta ser Dios. Dios, valor y objetivo supremo de la trascendencia, representa el límite permanente a partir del cual el hombre se hace anunciar lo que él mismo es. Ser hombre es tender a ser Dios; o, si se prefiere, el hombre es fundamentalmente deseo de ser Dios» (691).

  1. Cfr. J.-P. Sartre, El ser y la nada, Buenos Aires, Losada. Al final de cada cita a la obra, se dará la referencia de la página entre paréntesis.

  2. S. Vanni Rovighi, «“L’essere e il nulla” di J.-P. Sartre», en Rivista di Filosofia Neo-Scolastica 40 (1948/1) 83.

  3. «El valor, en efecto, está afectado por el doble carácter, muy incompletamente explicado por los moralistas, de ser incondicionalmente y de no ser. En tanto que valor, en efecto, el valor tiene ser; pero este existente normativo no tiene ser, precisamente, en tanto que realidad. Su ser es ser valor, es decir, no ser ser. Así, el ser del valor en tanto que valor es el ser de lo que no tiene ser. El valor, pues, parece incaptable» (J.-P. Sartre, El ser y la nada, cit., 145).

  4. Como observa Adriano Bausola: «Está claro que [en Sartre] el nosotros no es una consciencia intersubjetiva, ni un ser nuevo que supere y absorba sus partes como un todo sintético, como la consciencia colectiva de los sociólogos. El nosotros es captado por una consciencia particular» (A. Bausola, Libertà e relazioni interpersonali. Introduzione alla lettura di «L’essere e il nulla», Milán, Vita e Pensiero, 1989, 120).

  5. «El existencialismo ateo, que yo represento, es más coherente [que el ateísmo del siglo XVIII]. Si Dios no existe, afirmaban ellos, hay al menos un ser en el que la existencia precede a la esencia, un ser que existe antes de que pueda ser definido por ningún concepto: este ser es el hombre o, como dice Heidegger, la realidad humana. […] Así pues, no hay naturaleza humana, puesto que no hay Dios que la conciba» (J.-P. Sartre, L’esistenzialismo è un umanismo, Milán, Mursia, 1965, 54).

  6. A. Bausola, Desiderio, amore e valori. Lo sguardo di Sartre sulle relazioni umane, Milán, Mimesis, 2023, 54.

  7. «Por tanto, según parece, la oposición de una parte de la naturaleza del otro y de la naturaleza del ser, que son antitéticas entre sí, no es, si puede decirse, menos real que el ser mismo, puesto que indica no un opuesto de aquél, sino simplemente algo diferente de éste» (Platón, Sofista, 258 a). Para un comentario sobre este pasaje fundamental de la filosofía, cfr. G. Reale, Per una nuova interpretazione di Platone. Rilettura della metafisica dei grandi dialoghi alla luce delle «Dottrine non scritte», Milán, Vita e Pensiero, 1987, 359-379.

  8. S. Vanni Rovighi, «“L’essere e il nulla” di J.-P. Sartre», cit., 88.

  9. V. Melchiorre, Metacritica dell’eros, Milán, Vita e Pensiero, 1977, 52 s.

  10. «La libertad no tiene esencia. No está sometida a ninguna necesidad lógica; de ella debería decirse lo que dice Heidegger del Dasein» (J.-P. Sartre, El ser y la nada, cit., 543).

  11. Id., L’esistenzialismo è un umanismo, cit., 40.

  12. Cfr. G. Cucci, «Le virtù cardinali. I pilastri della vita buona», en Civ. Catt. 2022 III 219-231.

  13. Cfr. G. Fornero – S. Tassinari, Filosofie del Novecento, Milán, Monda­dori, 2002, 700.

  14. J.-P. Sartre, Le parole, Milán, il Saggiatore, 1964, 55.

  15. Ibid., 175.

  16. Ibid., 17.

  17. Ibid., 73.

  18. Cfr M. Contat – M. Rybalka, Les écrits de Sartre, París, Gallimard, 1970, 565-633.

Giovanni Cucci
Jesuita, se graduó en filosofía en la Universidad Católica de Milán. Tras estudiar Teología, se licenció en Psicología y se doctoró en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana, materias que actualmente imparte en la misma Universidad. Es miembro del Colegio de Escritores de "La Civiltà Cattolica".

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