FILOSOFÍA Y ÉTICA

El pecado original en el pensamiento moderno

La Tentación de Adán y Eva, Catedral de Notre Dame (París)

El periodo filosófico de la era moderna parece, a primera vista, completamente antitético respecto a los problemas teológicos y religiosos de la época medieval. Se señalan como sus raíces la revolución científica, la autonomía del poder político, la reivindicación de la racionalidad como único criterio de verdad. Y, sin embargo, si pasamos de las impresiones globales a examinar en detalle los acontecimientos y las obras de los principales filósofos de este período, descubrimos con asombro que los problemas especulativos a los que se enfrentaban tenían a menudo como interés de investigación cuestiones propias de la reflexión teológica.

Pensemos, por ejemplo, en una cuestión específicamente bíblica y teológica como el pecado original. Una amplia y profunda recopilación de estudios sobre el tema, fruto de la actividad académica durante un lustro de treinta investigadores y especialistas[1], traza el largo y articulado período de la modernidad a este respecto, mostrando no sólo la presencia constante y a veces obsesiva del tema, sino también la relevancia de tal cuestión para el conocimiento propiamente filosófico. Como observó Pascal, se trata de un tema que a primera vista resulta extraño e incomprensible y, sin embargo, cuando se excluye de la reflexión, el mundo y el hombre aparecen aún más extraños e incomprensibles[2].

El pecado original tiene que ver, ante todo, con el inquietante enigma del origen del mal, pone en tela de juicio la supuesta bondad innata del hombre (J.-J. Rousseau), y, al mismo tiempo, desestabiliza el pensamiento, interrogándolo sobre el posible fundamento del sentido del conocimiento, de la vida, de la historia. Porque si estamos radicalmente habitados por el mal, ¿qué sentido puede tener oponerse a la injusticia, a la maldad, al error? ¿Cómo distinguir la cordura de la locura?[3]

Son preguntas que inquietan el curso filosófico de la modernidad: consideradas en su desarrollo histórico, los aportes del libro muestran cómo ésta nació con la exaltación entusiasta de la dignidad del hombre y del poder de la razón, pero acaba constatando el declive inexorable de ambos, obligada a dar paso a las derivas de la irracionalidad, el nihilismo y las filosofías de la muerte del hombre[4].

Sería imposible en este escrito dar cuenta, siquiera sumariamente, de los numerosos y articulados aportes del libro. Por ello, hemos preferido destacar los principales paradigmas interpretativos que parecen haber unido a la mayoría de los filósofos de la modernidad en torno a esta cuestión, a pesar de la diversidad de perspectivas, intereses y puntos de llegada.

La hipótesis de trabajo del libro es que, ante el problema del pecado original, pueden reconocerse dos concepciones opuestas del mundo y del hombre: la concepción bíblica (en particular el pasaje de Gn 3, texto que se ha revelado rico en implicaciones filosóficas para el pensamiento occidental), y una concepción que simplemente asocia el mal al ser, considerándolo no consecuencia de una decisión libre del hombre, sino necesariamente ligado al surgimiento de todo.

Estas dos perspectivas son ejemplificadas en este artículo por dos grandes filósofos de esta época. El primero, al reflexionar sobre el mal, interactúa en sus escritos con algunos puntos fundamentales del relato bíblico: se trata de un autor aparentemente alejado de intereses y especulaciones teológicas como I. Kant.

La otra concepción, expresada en un famoso fragmento de Anaximandro, se expone dentro de la filosofía de Nietzsche, retomada explícitamente para elaborar su concepción trágica de la vida.

Este doble «canal hermenéutico» del pensamiento moderno fue señalado por primera vez por V. Solov’ev, y retomado después a nivel historiográfico por A. Del Noce[5].

La peculiaridad filosófica del relato del Génesis

Según la lectura del capítulo 3 del Génesis, el mal surge porque el hombre elige libremente rechazar el plan de Dios, reconocerse como su criatura, contraviniendo sus instrucciones (cfr. Gn 2,16): esto se expresa simbólicamente en el acto de arrancar el fruto de la ciencia del bien y del mal[6]. La libre responsabilidad del hombre en el origen del mal es una característica peculiar del relato bíblico, que difiere de todas las demás literaturas y tradiciones relativas al origen del mal[7].

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Estos presentan una gran variedad literaria y cultural: están los mitos cosmogónicos, que se centran en el contraste/lucha entre el caos y el orden (cfr. el Enuma Elish, Gilgamesh, Los trabajos y los días, los mitos órficos y pitagóricos); luego están los mitos trágicos (cfr. Homero, Esquilo), en los que lo divino muestra una coexistencia del bien y del mal, y se considera un competidor del hombre. El relato del Génesis es el único que niega al mal la característica de realidad originaria, pues de lo contrario constituiría un escándalo para el logos: ser es, en efecto, sinónimo de bien, y ésta es la condición esencial de todo decir y pensar sensibles, capaz de reconocer y expresar la verdad y la realidad de las cosas[8].

Sin embargo, este relato presenta también elementos característicos de la naturaleza trágica del mal, en primer lugar el hecho de que es una realidad superior al hombre, que le precede: «El mal ya está ahí», afirma el filósofo P. Ricœur, interpretando así el símbolo de la serpiente. En segundo lugar, aunque el hombre no esté obligado a pecar, tiene sin embargo en sí la capacidad de hacer el mal, la «falibilidad» que puede conducir a ese misterioso salto de la finitud a la culpabilidad: «Los dos estados, el de inocencia y el de pecado, no están en sucesión, sino en superposición; el pecado no sucede a la inocencia, sino que, en el instante, la pierde»[9]. El paso de la «finitud» a la «culpabilidad», retomando el título de la obra de Ricœur, sólo puede hacerse con la imagen de la «caída», una imagen sugestiva, precisamente porque no tenemos otra manera más rigurosa de presentarlo.

La raíz del pecado, de todo pecado, se encuentra en la pérdida de la diferencia entre Dios y el hombre, que decide arbitrariamente llamar al mal bien y al bien mal, destruyéndose a sí mismo y al mundo (cfr. Is 5,20). Esta pérdida de la propia identidad es indicada por el relato con algunas actitudes precisas: el miedo, la incapacidad de aceptarse a sí mismo y al otro en su condición de criatura, la culpabilización de Dios por el mal realizado (cfr. Gn 3,12s).

Pero frente al mal, el relato adánico contiene sobre todo una promesa de salvación, a diferencia de los mitos trágicos y cosmogónicos, o del ciclo de reencarnaciones del alma exiliada. La mirada de Dios, que recuerda la culpa cometida, es un elemento decisivo, porque sitúa la realidad del mal en un contexto relacional y abre la posibilidad del perdón. La relación con Dios, diferencia el pecado de la culpa psicológica, del reproche despiadado del narcisista o del tormento inquieto del escrupuloso: «Basta que se suprima el sentido del pecado como ser ante Dios para que la culpa lo devaste todo; sólo queda una acusación sin acusador, un tribunal sin juez y un veredicto sin autor. Ser maldecido sin ser maldecido por nadie es el último grado de la maldición, como se ve en Kafka»[10].

Una consecuencia filosófica fundamental de esta lectura, es que el mal no puede concebirse como una sustancia en sí autónoma, separada, especularmente opuesta al bien; el bien sigue siendo la única realidad, mientras que el mal es su fracaso, su destrucción.

Es en virtud de esta santidad original, comenta Ricœur, que el hombre puede reconocer el mal como una «disonancia» en el ser: «Decir que el hombre es tan malo que ya no sabemos lo que es la bondad, es no decir nada en absoluto; pues si no entiendo el “bien”, tampoco entiendo el “mal” […]: por muy original que sea el mal, la bondad es aún más original»[11].

Una segunda consecuencia, igualmente importante, es que el mal ni siquiera puede identificarse con la finitud del hombre, que sigue siendo, como condición de su existencia, buena y la raíz de la bondad[12]. La finitud es el lugar desde donde puede surgir la acción buena o mala: siempre permanece abierta a posibilidades diferentes y nunca necesarias.

La reflexión de Kant: el mal es «radical», pero no «originario»

Esta lectura del origen del mal se encuentra en muchos filósofos de la época moderna (Pascal, Malebranche, Leibniz, Vico…). Entre ellos, destaca el análisis de Kant, que atribuye al mal un carácter «radical», pero no «originario», porque no pertenece a la naturaleza constitutiva del hombre, aunque siga siendo invencible y racionalmente inexplicable: «Este mal es radical, pues corrompe el fundamento de todas la máximas; a la vez, como propensión natural, no se lo puede exterminar mediante fuerzas humanas, pues esto sólo podría ocurrir mediante máximas buenas, lo cual no puede tener lugar si el supremo fundamento subjetivo de todas las máximas se supone corrompido […]. Para nosotros, no existe ningún fundamento concebible por el cual el mal moral pueda haber llegado por primera vez a nosotros»[13].

El hecho de que el mal no esté en el origen del ser, constituye para el filósofo alemán el fundamento de la esperanza, que a su vez es condición indispensable de la vida moral[14], porque al hombre le está dada la capacidad de reconocer el mal hecho y de oponerse a él, rompiendo el círculo del destino y de la necesidad fatal: «Si la ley moral ordena que debemos ahora ser hombres mejores, se sigue ineludiblemente que tenemos que poder serlo»[15].

En el curso de su análisis, Kant no teme aventurarse en la lectura e interpretación del texto bíblico. Reflexionando sobre el sentido de la historia humana, observa: «Al mismo tiempo que declaro que me aventuro en un viaje de placer, pido el favor de que se me permita utilizar la Sagrada Escritura como documento e imaginar que el camino que recorro en alas de la imaginación, pero sin abandonar el hilo de la razón y de la experiencia, corresponde exactamente al camino trazado históricamente por la Biblia. Que el lector tenga presentes esos documentos (capítulos II-IV del Génesis) y, siguiéndome paso a paso, observe si el camino que sigue la filosofía a través de los conceptos concuerda con el de la historia»[16].

Al estudiar filosóficamente el problema del mal, Kant reconoce, sin embargo, que no puede ser explorado adecuadamente porque socava las pretensiones de la razón. Queda así un plano de la realidad inalcanzable para la filosofía: «Nuestra razón es absolutamente incapaz de comprender la relación entre un mundo tal como nos es dado conocerlo, siempre por la experiencia y la sabiduría suprema»[17].

De hecho, el mal radical rebate la voluntad de encerrar la religión «dentro de los límites de la sola razón», para evocar el título de la obra, que en cualquier caso tenía múltiples objetivos[18]. El mal elude la posibilidad tanto de «análisis» como de «síntesis» (parafraseando la conocida terminología de la Crítica de la razón pura): «En definitiva, la razón, lejos de poder acoger plenamente en sí misma el contenido histórico-positivo del discurso bíblico, se verá obligada a salir de sí misma para abrirse, en el límite de su horizonte especulativo, a lo que va más allá de ella; prefigurando así, hasta cierto punto, precisamente aquel contenido del discurso bíblico que no es posible albergar dentro de los límites de la razón ni especulativa ni práctica […]. El mal radical es de hecho “impenetrable” (unerforschlich), porque su causa u origen no puede ser comprendido […]. Y es “inextirpable” (nicht ausgerottet werden kann), en la medida en que habría que, para erradicarlo, realizar un acto libre sobre la base de una máxima suprema del bien que, hipotéticamente, no está presente en nosotros»[19].

Así emergen los límites de una razón que se erige en tribunal de la realidad, utilizando como criterio la sensibilidad espacio-temporal, para retomar la famosa imagen de la Crítica de la razón pura: esta debe, por el contrario, reconocer su propia impotencia, sobre todo si no concede validez a saberes igualmente fundamentales, como la historia, la narración y la imaginación (esta última, sin embargo, está muy presente en el curso de las investigaciones llevadas a cabo por el filósofo de Königsberg, en su crítica de las posibilidades del conocimiento), saberes que son esenciales no sólo para el discurso religioso, y a los que recientemente se ha hecho justicia en el ámbito especulativo por su inagotable riqueza semántica[20].

Frente al mal, diría Pascal, la razón encuentra una posibilidad de sentido, a expensas de la imposibilidad misma del conocimiento filosófico y racional; esta presencia de sentido, sin embargo, va más allá de sus posibilidades de investigación. La razón puede, a lo sumo, indicar la necesidad de una remisión a un plano que la sobrepasa, si no quiere rendirse al sinsentido del conjunto. Esta remisión sigue siendo, no obstante, un paso plenamente racional: en efecto, una característica peculiar de la inteligencia, incluso en el sentido kantiano, es la conciencia de sus propios límites[21].

Nietzsche: el mal como necesidad

F. Nietzsche, hijo de un pastor protestante, quiso distanciarse radicalmente del cristianismo, al que consideraba la negación más fuerte de la vida en la historia del pensamiento. En sus escritos, la vida presenta los rasgos de la maldad, el caos, la irracionalidad y el sufrimiento. En todo ello, su tarea, una especie de investidura mesiánica, es volcar la tabla de valores transmitida hasta entonces, tanto desde el cristianismo como desde la metafísica[22], y desatar por fin las velas hacia el impulso de la vida: «Es la religión misma – y la moral y la supuesta filosofía que desciende de ella – lo que para Nietzsche constituye, más que explica, el pecado original, en su sentido propio como origen del sufrimiento intrínseco a la existencia humana. No es que eliminando la religión se pueda eliminar el dolor del hombre. Sin embargo, haciendo añicos los ídolos dogmáticos, es posible una nueva inocencia del hombre, que ofrezca sentido y salud a la vida, aceptando su ineludible sufrimiento»[23].

La «gran mentira», raíz de la negación de la vida, es creer que el hombre es libre y responsable de sus propios actos: de ahí el surgimiento de palabras como «culpa», «responsabilidad», «castigo», «escarmiento», base del cristianismo. Sin embargo, según Nietzsche, las cosas no siempre fueron así: uno de los primeros filósofos de la antigua Grecia, Anaximandro, había presentado otra concepción, ampliamente retomada por los trágicos: «El principio de los seres es el infinito […]. Pues ahí donde los seres tienen su origen, allí tienen también su destrucción según la necesidad: pues se pagan unos a otros la pena y la expiación de la injusticia según el orden del tiempo»[24].

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Este fragmento ha planteado enormes interrogantes a la crítica posterior, no sólo desde el punto de vista hermenéutico (existe una fuerte tentación de atribuirle cuestiones posteriores), sino sobre todo para poner de relieve las posibles influencias culturales y religiosas que se esconden tras este pasaje. En particular, parece estar presente la tradición mistérica del orfismo, según la cual el hombre es una mezcla del bien y del mal, nacido de las cenizas de los Titanes, fulminados por Zeus por haber matado a su propio hijo Dioniso»[25].

A diferencia de la concepción bíblica, el mal, en esta perspectiva, está necesariamente ligado al nacimiento de las cosas, es sinónimo de finitud. Nacimiento y disolución no son más que «pagar la pena» de una falta, una falta (se podría precisar, con categorías posteriores) no moral sino ontológica, consecuencia no de una elección sino del hecho mismo de existir.

De ahí la negación de la libertad del hombre, porque el mal está ligado a su propio ser, a su individualidad (el principium individuationis), de la que por tanto no tiene ninguna responsabilidad. La existencia es una continua repetición de lo idéntico y del Todo (como en el mito del eterno retorno) en la que el hombre está llamado a anularse a sí mismo, haciendo así de la necesidad virtud. Es la actitud fundamental, en la base de la vida, que Nietzsche denomina (retomando libremente la doctrina órfica) «espíritu dionisíaco», muy distinto del frío, abstracto, aparente «espíritu apolíneo», completamente desligado del impulso vital, propio de la filosofía de Sócrates y Platón, que hace del alma y de lo suprasensible la verdadera realidad.

Para Nietzsche, la concepción de Anaximandro ha encontrado finalmente su valor especulativo en el pesimismo trágico de A. Schopenhauer, cuya obra, Parerga y paralipómena, afirma: «El criterio correcto para juzgar a todo hombre es ver en él a un ser que no debería existir en absoluto, pero que paga su existencia con muchas clases de dolor y muerte: ¿qué podemos esperar de un ser así? ¿Acaso no estamos todos nosotros, pecadores, condenados a muerte? Expiamos nuestro nacimiento en primer lugar con la vida y en segundo lugar con la muerte»[26]. En efecto, la muerte nos devuelve a la nada de la que procedemos, destruyendo el principio de individuación, raíz de nuestro sufrimiento.

La negación del pecado es, pues, parte esencial de este camino de desenmascaramiento de la mentira, liberándose de las «apuestas doctrinales y metafísicas» que impiden su progreso[27]. El punto de llegada, aunque el proceder de nuestro autor sea deliberadamente aforístico y no sistemático, es, como señalamos, la adhesión al eterno retorno, aceptando la verdad de la existencia en su dureza, tal como es[28].

Dos concepciones frente a frente

La liberación del mal coincide así con la liberación del ser, por medio de su aniquilación. Este es el resultado nihilista de la reinterpretación nietzscheana del espíritu dionisíaco: «Rígido e inmóvil, el demonio calla; hasta que, obligado por el rey [Midas], emerge finalmente entre estridentes carcajadas con estas palabras: “[…] Lo mejor es absolutamente inalcanzable para ti: no nacer, no ser, no ser nada. Pero lo segundo mejor para ti es morir pronto”»[29].

Para el hombre puede haber, pues, disolución pero no redención, la vida es a la vez absurda y necesaria; por eso hay que desterrar todo sentido posible, incluso el semántico-gramatical de la palabra, porque implicaría el reconocimiento de un orden y, por tanto, de Dios: «Me temo que no nos libraremos de Dios porque seguimos creyendo en la gramática»[30].

Buscar un sentido, incluso hablar de realidad, es volver a caer en las profundidades de la metafísica y del cristianismo; por eso hasta la propia palabra se desvanece para dejar paso a la decisión: «El mal – el sufrimiento, la muerte, la insignificancia – no tiene redención, porque la autodestrucción por necesidad interna y la muerte, la aniquilación, son las únicas garantías de la vida, que descansa sobre sí misma y del eterno renacimiento de las formas vivas»[31]. La única alternativa sigue siendo, pues, el caos, la renuncia al entendimiento, al saber, a la ciencia, que presuponen leyes y normas no establecidas por el sujeto. En este sentido, como observa MacIntyre, el realismo, como reconocimiento de una realidad irreductible al sujeto, «es intrínsecamente teísta»[32].

Esta es la conclusión de una concepción del mal como una necesidad de la historia; por lo tanto, de aceptarla tal como es, sin posibilidad de redención, estamos ante una concepción ciertamente antitética al cristianismo. Pero, ¿es realmente sostenible? ¿Puede la filosofía, y por tanto el hombre como tal, resignarse al mal como algo dado, como se acepta un día nublado? ¿Es realmente posible vivir sin preocuparse por encontrarle un sentido a la vida?

Ya se ha observado en contribuciones anteriores cómo, en ausencia de un sentido reconocido y practicado, la vida humana deja de ser tal[33]. En este sentido, la deriva de Nietzsche hacia el caos y la locura personal puede considerarse, más que un accidente del camino, el punto final de su filosofía.

Si no quiere aceptar esta deriva, la filosofía, al enfrentarse al problema del mal no como fatalidad sino como negación de sentido, termina por entablar un diálogo con el relato bíblico[34].

  1. Cfr. G. Riconda et Al. (eds), Il peccato originale nel pensiero moderno, Brescia, Morcelliana, 2009, 885. Para una introducción teológica del problema, cfr. D. Hercsik, «Il peccato originale, una dottrina ancora attuale?», en Civ. Catt. 2010 IV 119-132.

  2. «Sin este misterio, el más incomprensible de todos, seríamos incomprensibles para nosotros mismos. El nudo de nuestra condición se enrosca y retuerce en este abismo, de modo que el hombre es más inconcebible sin este misterio de lo que este misterio es inconcebible para el hombre» (B. Pascal, Pensieri, n. 438 [ed. Chevalier], en Id., Pensieri, opuscoli, lettere, Milano, Rusconi, 1978, 566).

  3. De nuevo en palabras de Pascal: «¿Qué hará el hombre en esta situación? ¿Tendrá que dudar de todo? ¿Tendrá que dudar de que está despierto, de que le pellizcan, de que le queman? ¿Tendrá que dudar de que duda? ¿Tendrá que dudar de que existe? No se puede llegar a eso […]. La naturaleza acude en ayuda de la razón impotente y le impide desvariar hasta ese punto» (ibíd., 564).

  4. «La lucha entre el Dr. Jekyll y el Sr. Hyde, por ejemplo, no es más que otra variación de un tema tan antiguo como la literatura, si no tan antiguo como la humanidad, un tema que ha llegado hasta nosotros, tal vez en forma de la tentación entre el ángel de la guarda y el diablo tentador. Recibió un nuevo impulso en la segunda mitad del siglo XIX, precisamente a partir de doctrinas científicas que parecían tener que acabar con las mitologías […]. Se relaciona con la bestia que habita en Jacques Lantier, el protagonista de la Bête humaine de Zola […]. El tema de la radicalidad biológica del mal siempre ha permanecido vivo en la literatura (basta pensar en El señor de las moscas, de William Golding)» (A. La Vergata, «Positivismo ed evoluzionismo», en G. Riconda et al. (eds), Il peccato originale nel pensiero moderno, cit., 794-804); cfr E. Corradi, Filosofia della «morte dell’uomo»: saggio sul pensiero di Michel Foucault, Milano, Vita e Pensiero, 1977.

  5. «La explicación bíblica según la cual el mal fue introducido en el mundo por nosotros a través de un acto de libertad, es sustituida por otra según la cual el nexo de finitud y muerte es visto como necesario. Con lo cual volvemos en lo esencial a la explicación del mal contenida en el fragmento de Anaximandro» (A. Del Noce, Il problema dell’ateismo, Bolonia, il Mulino, 1990, 192); cfr. Riconda – M. Ravera, La explicación del mal en la Biblia. Riconda – M. Ravera, «Introduzione. Elementi per una discussione», en G. Riconda et al. (eds), Il peccato originale nel pensiero moderno, cit., 7 s.

  6. Como se sabe, la bibliografía sobre el tema es inmensa. Para una delimitación literaria y teológica, cfr. E. Bianchi, Adamo dove sei?, Magnano (Bi), Qiqajon, 2007; C. Westermann, Genesi, Casale Monferrato (Al), Piemme, 1995; G. von Rad, Genesi, Brescia, Paideia, 1978.

  7. «Sólo el mito “adánico” es verdaderamente antropológico; tres características lo indican: en primer lugar, relaciona el origen del mal con un antepasado de la humanidad actual, cuya condición es homogénea con la nuestra […]. En segundo lugar, constituye el intento extremo de escindir el origen del mal y del bien; su intención es dar consistencia a un origen radical del mal, distinto del origen más originario del ser-bueno de las cosas […]. Por último, subordina a la figura central del hombre primordial otras figuras que tienden a descentralizar la narración, aunque sin abolir la primacía de la figura adánica» (P. Ricœur, Finitudine e colpa, vol. II: La simbolica del male, Bolonia, il Mulino, 1970, 497-499). Cfr. L’Antico Testamento e le culture del tempo. Testi scelti, Roma, Borla,1990.

  8. Cfr. G. Cucci – A. Monda, L’arazzo rovesciato. L’enigma del male, Asís (Pg), Cittadella, 2010, 15-35.

  9. P. Ricœur, Finitudine e colpa, vol. II: La simbolica del male, cit., 517.

  10. Ibid., 401.

  11. Id., Finitudine e colpa, vol. I: L’uomo fallibile, cit., 241.

  12. «Me parece que es tarea de la filosofía del mal distinguir el mal y la finitud» (Id., «L’Essai sur le mal de Jean Nabert», in Id., Lectures 2, París, Seuil, 1992, 248). Se trata de una posición muy cercana a la de Santo Tomás: «Nada puede ser esencialmente malo, pues se demostró también, que todo ser, en cuanto tal, es bueno, y que el mal no se da más que en el bien como en su sujeto» (Summa Theol. I, q. 49, a. 3; cfr De malo, qq. 1 e 3).

  13. I. Kant. La religión dentro de los límites de la mera razón, Alianza, Madrid, 1981, 47, 53.

  14. Kant reconoce que la esperanza, junto con el conocimiento y la acción, sigue siendo una de las cuestiones decisivas que unen «todos los intereses de mi razón (tanto los especulativos como los prácticos) […]. Toda esperanza, en efecto, se orienta hacia la felicidad, y es, con respecto al derecho práctico y moral, lo que el conocimiento y el derecho natural son con respecto al conocimiento teórico de las cosas» (Critica della ragion pura, vol. II, Bari, Laterza, 1981, B 832 f, 612).

  15. Id., La religión dentro de los límites de la mera razón, cit., 59.

  16. Id., «Congetture sull’origine della storia», en Id., Scritti politici e di filosofia della storia e del diritto, Turín, Utet, 2010, 196. Cfr. G. Ferretti, «Immanuel Kant», en G. Riconda et al. (eds), Il peccato originale nel pensiero moderno, cit., 543-567.

  17. I. Kant, «Sull’insuccesso di ogni saggio filosofico di teodicea», en Id., Scritti di filosofia della religione, Milán, Mursia, 1989, 55.

  18. En los cuadernos preparatorios, Kant aclara el sentido de su elección, no tanto de derivar la religión de la razón, sino de examinarla a partir de la razón: «Sobre el título. No debe sonar como religión de la sola razón (aus blosser); pues no sólo sería un mero (blosses) ideal, porque aparentemente ninguna ha surgido sólo de ahí, y así me habría confiado demasiado en esto y también habría limitado demasiado mi campo» (en Akademie-Ausgabe, Berlín, 1955, XXIII, 91). Para los turbulentos acontecimientos de este escrito cfr. M. Olivetti, «Introducción», en I. Kant, La religione entro i limiti della sola ragione, Bari-Roma, Laterza, V-XLV.

  19. G. Ferretti, «Immanuel Kant», cit., 554-558.

  20. Cfr P. Ricœur, «Une herméneutique philosophique de la religion: Kant», en Id., Lectures 3. Aux frontières de la philosophie, París, Seuil, 1994, 35-38.

  21. «El último paso de la razón es reconocer que hay infinidad de cosas que la superan: es débil si no llega a reconocerlo. Pues si las cosas naturales la superan, ¿qué decir de las sobrenaturales?» (B. Pascal, Pensieri, n. 466 [ed. Chevalier], en Id., Pensieri, opuscoli, lettere, cit., 582). Kant, en un pasaje inspirado en Mateo 7,17s, llega a una conclusión parecida: «Ahora bien, cómo es posible que un hombre naturalmente malo se haga él mismo un hombre bueno, eso sobrepasa todos nuestros conceptos; pues ¿cómo puede un árbol malo dar frutos buenos?» (La religión dentro de los límites de la mera razón, cit., 47). Esta disposición a volverse mejor, a pesar de las repetidas caídas, es incomprensible para el hombre y «revela un origen divino» (ibid., 115).

  22. «Conozco mi destino. Un día mi nombre se asociará con el recuerdo de algo prodigioso: con una crisis como nunca hubo en la tierra, con la colisión más profunda de las conciencias, con un veredicto conjurado contra todo lo que hasta ahora se ha creído, reivindicado, santificado. No soy un hombre, soy dinamita» (F. Nietzsche, Ecce Homo, «Perché sono un destino», n. 1, en Id., Opere 1882/1895, Roma, Newton, 1993, 894).

  23. F. Tomatis, «Friedrich Nietzsche», en G. Riconda et al. (eds), Il peccato originale nel pensiero moderno, cit., 840.

  24. Anaximandro, fr. 1, Diels, I, 89, 12-15, en I Presocratici. Testimonianze e frammenti, vol. I, Bari, Laterza, 1981, 106 s. Acerca de la controvertida interpretación de este fragmento, cfr. W. Jaeger, Paideia, vol. I, Florencia, La Nuova Italia, 1982, 299-303 y la célebre reanudación especulativa de M. Heidegger, «Il detto di Anassimandro», en Id., Sentieri interrotti, ibid., 1994, 299-348.

  25. Sobre la doctrina del orfismo y su influencia en la filosofía griega, cfr W. Jaeger, La teologia dei primi pensatori greci, ibid.., 1982, 95-122; Id., Paideia, cit., vol. I, 310-316; E. R. Dodds, I greci e l’irrazionale, ibid., 1983, 204-209; G. Reale, Storia della filosofia greca e romana, vol. 1: Orfismo e presocratici naturalisti, Milán, Bompiani, 2004, 57-83.

  26. A. Schopenhauer, Parerga e Paralipomeni, II, 327, citado en F. Nietzsche, La filosofia nell’età tragica dei greci, n. 4, en Id., Opere 1870/1881, Roma, Newton, 1993, 212. Cabe precisar que Schopenhauer no menciona a Anaximandro en este pasaje.

  27. «Se alcanza un grado muy alto de cultura cuando el hombre se libera de conceptos y ansiedades supersticiosas y religiosas y, por ejemplo, ya no cree en los queridos angelitos ni en el pecado original, y también ha desaprendido a hablar de la salvación de las almas» (F. Nietzsche, Umano troppo umano I, n. 20, ibid., 530).

  28. «Qué te sucedería si un día o una noche se introdujera furtivamente un demonio en tu más solitaria soledad y te dijera: “Esta vida, así como la vives ahora y la has vivido, tendrás que vivirla una vez más e innumerables veces más; y nada nuevo habrá allí, sino que cada dolor y cada placer y cada pensamiento y suspiro y todo lo indeciblemente pequeño y grande de tu vida tendrá que regresar a ti, y todo en la misma serie y sucesión – e igualmente esta araña y este claro de luna entre los árboles, e igualmente este instante y yo mismo. El eterno reloj de arena de la existencia será dado vuelta una y otra vez – ¡y tú con él, polvillo de polvo!” […]. ¿Cómo tendrías que llegar a ser bueno contigo mismo y con la vida, como para no anhelar nada más sino esta última y eterna confirmación y sello?» (Id., La gaya ciencia, Monte Ávila, Caracas, 1985, 200 s.; cfr. Id., «La visione e l’enigma», y «Il convalescente», en Id., Così parlò Zarathustra. Un libro per tutti e per nessuno, ibid., 1984, P. III, 191-194; 263-270).

  29. Id., La nascita della tragedia, ibid., 1988, 31 s.

  30. Id., Crepuscolo degli idoli. Ovvero come si filosofa col martello, ibid., 1983, 44. Cfr. G. Cucci, «Il ritorno del realismo», en Civ. Catt. 2011 IV 131-140.

  31. S. Giametta, Introduzione a Nietzsche. Opera per opera, Milán, Rizzoli, 2009, 399.

  32. A. C. MacIntyre, Enciclopedia, genealogía y tradición. Tre versioni rivali di ricerca morale, Milán, Massimo, 1993, 109. Cfr. también Masini: «Esta voluntad de poder es deconstructiva porque en sí misma carece de estructura en la medida en que expresa, en su esencia misma, el derrocamiento radical de la centralidad del Logos y en este sentido se aproxima a la potencialidad pura, creadora-revolucionaria, del exceso. Su inseparabilidad del nihilismo es el signo revelador de la dominante trágico-dionisíaca a la que la voluntad de poder debe ser reconducida a través de todas sus máscaras y tortuosos caminos» (F. Masini, Lo scriba del caos. Interpretación de Nietzsche, Bolonia, il Mulino, 1978, 55).

  33. Cfr. G. Cucci, «Aspetti psicologici della speranza», en Civ. Catt. 2008 IV 31-40; Id., «Psicologia e religione. Un rapporto complesso ma necessario», ibid., 2011 III 226-239.

  34. Cfr. G. Riconda – M. Ravera, «Introduzione. Elementi per una discussione», en G. Riconda et al. (eds), Il peccato originale nel pensiero moderno, cit., 7-9.

Giovanni Cucci
Jesuita, se graduó en filosofía en la Universidad Católica de Milán. Tras estudiar Teología, se licenció en Psicología y se doctoró en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana, materias que actualmente imparte en la misma Universidad. Es miembro del Colegio de Escritores de "La Civiltà Cattolica".

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