Pastoral

El arte de la comunicación según San Gregorio Magno

El Papa Gregorio I (590-604) era un gran comunicador y quería que los pastores de almas fueran comunicadores eficaces[1]. Pero, para ello, se necesitan reglas, una especie de deontología de la comunicación[2]. Hoy comunicamos todo sobre todo, pero el problema sigue siendo el mismo: ¿quiénes son los comunicadores? ¿Cómo se les forma? ¿Quién juzga si una comunicación es buena? ¿Con qué criterios? ¿Cómo determinar la veracidad de una información?

Gregorio afirma que hay cuatro maneras de comunicar, y lo dice en su latín, que a nosotros puede parecernos un mero juego de palabras, pero que es más eficaz que cualquier traducción: «Toda comunicación – escribe – puede tener lugar de cuatro maneras: aut mala male, aut bona bene, aut mala bene, aut bona male» (ComJb V, 23, 5). Y he aquí cómo explica esta fórmula suya.

Mala male, ocurre cuando el mal (mala) se presenta sin ser condenado, o cuando incluso es aprobado, y esto es ciertamente mala comunicación (male). Bona bene, ocurre cuando las cosas buenas (bona) se comunican de la manera correcta (bene), es decir, aprobándolas e incitando al bien. Mala bene, significa que también se pueden comunicar cosas malas en sí mismas (mala), siempre que se haga desaprobándolas, y esto es bueno (bene). Por último, también existe la bona male, y esto ocurre cuando el contenido de la comunicación es bueno en sí mismo (bona), pero se presenta de forma que se le da una mala imagen, ridiculizándolo o devaluándolo, y esto es malo (male).

Gregorio da algunos ejemplos bíblicos de esta cuádruple comunicación. Así, el primer caso (mala male) incluye a la mujer de Job, cuando dice a su marido: «Maldice a Dios y muere de una vez» (Job 2,9). En efecto, la mujer sugiere una cosa mala, como es maldecir a Dios, e incita a hacerlo, lo cual es malo. En el segundo caso (bona bene) caen las palabras de Juan el Bautista, que dice: «Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca» (Mt 3,2). En efecto, el Bautista anuncia un bien (bona), el reino de Dios, e indica cómo acogerlo, es decir, con la conversión (bene). En el tercer caso (mala bene) entra Pablo, cuando habla del pecado contra natura (mala) para condenarlo (bene) (cfr. Rm 1,26-27). Por último, en el cuarto caso (bona male) caen las palabras de los fariseos, que dicen al ciego de nacimiento: «¡Tú eres su discípulo!» (Jn 9,28), con la intención de burlarse de él y maldecirlo. Querer ser discípulos de Jesús es algo muy bueno (bona), pero burlarse de esta intención es algo malo.

A Gregorio le interesa la comunicación que se practica dentro de la Iglesia. En su época, consistía casi exclusivamente en la predicación oral, y esta tarea estaba reservada a los «curati», es decir, a quienes ejercen la «cura» espiritual de las almas. Gregorio considera que la predicación es la principal tarea del sacerdote; la considera un arte, de hecho «el arte de las artes» (RegPast 1, 1), porque tiene que ver con las personas, o más bien con las almas[3]. No se improvisa como «curador» de almas: es un «arte» que hay que aprender y practicar.

«Bona bene»: saber a quién va dirigida la comunicación

La primera exigencia del buen comunicador es considerar no sólo qué decir, cuándo y cuánto hablar, sino también a quién se debe hablar. En la Parte III de la Regla pastoral, Gregorio describe 36 tipos de oyentes, ordenados de forma binaria, hasta un total de 72 tipos diferentes. Sería demasiado largo enumerarlos todos aquí, pero pongamos sólo algunos ejemplos.

Para que la comunicación sea eficaz, escribe Gregorio, es necesario tener en cuenta la condición del oyente, porque es diferente hablar a hombres o a mujeres, a jóvenes o a viejos, a pobres o a ricos, a sanos o a enfermos, a casados o a solteros, a personas leales o a simuladores: «El que predica debe tener en cuenta el nivel del oyente, para que la predicación misma crezca en proporción al crecimiento del oyente» (ComJb 17, 38).

Por eso sería un error exponer toda la ciencia ante oyentes que dan sus primeros pasos, sin tener en cuenta a los que aún están en camino: «El que enseña debe tener cuidado de no predicar más de lo que los oyentes pueden comprender. Debe imponerse un límite y descender al nivel de los que escuchan, porque si dice cosas sublimes a los pequeños, sus discursos serán inútiles y parecerá que está más preocupado por lucirse que por ayudar a los que escuchan» (ComJb 20, 4).

«Bona bene»: comunicación humilde y veraz

El verdadero comunicador «se esfuerza por exponer con la palabra y mostrar con la vida la humildad, que es maestra y madre de todas las virtudes, para presentarla a los discípulos de la verdad más con el ejemplo que con las palabras» (ComJb 23, 24). No basta «poseer la altura del saber si se rehúsa la gracia de la humildad» (ComJb 26, 43).

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Por eso, el verdadero comunicador nunca olvida quién es: «El que habla de Dios a los hombres debe recordar ante todo que también él es un pobre hombre, para que desde su propia debilidad juzgue cómo enseñar a sus débiles hermanos. Consideremos, pues, que somos iguales a aquellos a quienes queremos corregir, o que lo fuimos en otro tiempo, aunque por la acción de la gracia divina ya no lo seamos. Corrijamos, pues, con corazón humilde, tanto más moderadamente cuanto más sinceramente nos reconozcamos en ellos» (ComJb 23, 25).

Por otra parte, «los predicadores arrogantes pronuncian con cierta altanería lo que creen haber entendido de un modo muy singular, de modo que sucede que su predicación no puede ser coherente, porque por su detestable orgullo contradicen lo que siembran con su palabra» (ComJb 24, 38). Por el contrario, «las palabras de los verdaderos predicadores proceden de la raíz de la humildad y son capaces de producir el fruto de la piedad; y sin vanagloria, sino con compasión, procuran lo que han podido ganar. Por el poder de la caridad, se identifican con sus oyentes o identifican a sus oyentes consigo mismos, como si aquellos por medio de estos enseñaran lo que oyen, y aprendieran lo que estos enseñan con sus palabras» (ibid.).

«Bona bene»: decir el bien hace bien

La predicación hace bien ante todo a quien la practica: «Porque el que proclama públicamente el bien con la predicación, recibe un aumento de riqueza interior y, empeñándose en embriagar saludablemente los ánimos de sus oyentes con el vino de la palabra, él mismo se embriaga con la bebida de una gracia cada vez más abundante» (RegPast 2,25). Es verdad que al comunicar «uno siente cierta irritación, si es despreciado, o cierta vanidad, si es bien recibido por los oyentes» (ComJb 19,22). Sin embargo, no es vanagloria que el predicador se alegre del buen fruto de su predicación.

Además, no hay nada de malo en que los que se afanan en la predicación reciban su justa recompensa, «no porque la actividad de la predicación tenga por objeto el sustento, sino para que el sustento debido sea en beneficio de la predicación. Por tanto, los buenos predicadores no esperan la predicación con vistas al sustento, sino que aceptan el sustento para predicar» (ibid.).

«Mala male»: falta de preparación

Un primer obstáculo para la buena comunicación se produce cuando el propio locutor no está preparado, porque entonces acaba comunicando cosas falsas o erróneas: «No se puede pretender enseñar un arte sin haberlo aprendido antes con intensidad de esfuerzo» (RegPast 1,1). Sería como si alguien que sólo tiene nociones de medicina se hiciera pasar por médico: «La falta de preparación de los pastores es reprochada por la voz de la Verdad, como cuando el profeta dice: “Los mismos pastores carecen de entendimiento” (Is 56,11). El Señor mismo los detesta, cuando dice: “Ni siquiera los guardianes de la Ley me han conocido” (Jer 2,8)» (ibid.). Sin embargo, algunos, aunque saben que no están preparados, movidos por la ambición, «con el pretexto del ministerio pastoral, pretenden obtener honores, anhelan ser considerados maestros» (ibid.). Son comunicadores «pobres en ideas y palabras» (ComJb 8, 58). Se convierten así en «guías de perdición» (RegPast 1, 2)[4].

Por otra parte, «hay algunos que tienen grandes dotes morales y sobresalen en guiar a los demás: son puros por su compromiso de castidad, sólidos por la seriedad de la mortificación, dotados de tesoros de doctrina, humildes por su gran paciencia, dignos por la fuerza de la autoridad, benévolos en la gracia de la piedad, estrictos en la severidad de la justicia», y, sin embargo, «rehúsan asumir la carga de la predicación» (RegPast 1, 5). Pero cuando es Dios quien llama de verdad, negarse no es verdadera humildad, y puede esconder orgullo, y es en todo caso una falta de amor: «Cuando Jesús dijo a Pedro: “Simón de Juan, ¿me amas?”, y él respondió inmediatamente que le amaba, se oyó decir: “Si me amas, apacienta mis ovejas” (Jn 21, 15-16). Si, por tanto, el compromiso pastoral es la prueba del amor, quien, a pesar de tener los dones, se niega a apacentar el rebaño de Dios, es señal de que no ama al pastor principal» (ibid.).

«Bona male»: incomunicación o silencio culpable

La mala comunicación se produce de varias maneras, como cuando uno «es eficaz al hablar, pero no tiene profundidad de pensamiento, o tiene un pensamiento profundo, pero no puede decir dos palabras» (ComJb 8,58). También está el caso de quien, por negligencia, pereza o miedo, omite decir lo que debe decir. Es como «si un médico ve una herida sobre la que es necesario actuar y se niega a hacerlo; por esta pereza sería sin duda culpable de la muerte de un hermano» (RegPast 3, 25). Esto se aplica a los pastores de almas: «Que se den cuenta, pues, de la culpa en que incurren quienes conocen las heridas del alma y se niegan a curarlas por la intervención de la palabra divina» (ibid.).

Varias veces en los Evangelios el Señor reprende a los siervos negligentes: «Acordémonos del siervo perezoso, que no hizo buen uso del talento que había recibido y fue privado de él con sentencia de condenación» (ibid.). Así, quienes «privan a los hermanos que están en pecado de la palabra de la predicación, les privan de los remedios de la vida cuando están a punto de morir» (ibid.). Si una población se viera azotada por el hambre y los propietarios retuvieran el grano, serían responsables de la muerte de muchas personas. ¿Qué ocurriría entonces «si, cuando las almas mueren hambrientas de la palabra divina, los predicadores no distribuyen el pan de la gracia recibida?» (ibid.).

Para Gregorio, es una falta grave descuidar el ministerio de la predicación. Lo descuida quien calla, cuando debería hablar: «¡Los que nos han sido confiados abandonan a Dios y nosotros callamos! Mienten en sus malas acciones y no extendemos la mano para corregirlos. Cada día perecen a causa de sus muchas iniquidades, ¡y los vemos dirigirse al infierno sin ningún cuidado!». (HomEv I, 17, 14). Ocurre con frecuencia que «se dice lo que se debe callar, y se calla lo que se debe decir» (RegPast 2, 4). Un «discurso precipitado» puede inducir a error a los oyentes, pero también «un silencio culpable puede dejar en el error a quienes deberían haber sido enseñados». A menudo, en efecto, «por miedo a perder el favor popular, los pastores irresponsables temen decir francamente lo que es justo decir» (ibid.). Son como esos mercenarios que, «si viene el lobo, huyen, escondiéndose en su silencio. El Señor los reprende con estas palabras del profeta: “Perros mudos que no saben ladrar” (Is 56,10)» (ibid.). Ellos «no saben oponerse a los poderosos de este mundo con voz libre, en favor del rebaño» (ibid.). «El miedo a proclamar la verdad, ¿qué es para un pastor sino un alejarse en fuga con su propio silencio?» (ibid.). «Un sacerdote que no predica es como un heraldo mudo» (ibid.).

Humildemente, el Papa Gregorio pide entonces a los fieles que recen por él mismo, para que como predicador no eluda su oficio: «Rezad por nosotros, para que seamos capaces de trabajar por vosotros como conviene, no sea que nuestra lengua se trabe en la exhortación y nuestro silencio nos condene, a nosotros que hemos asumido el oficio de predicadores, ante el justo juez» (HomEv I, 17, 3). A veces, el predicador calla a causa de sus pecados; a veces son los pecados del pueblo los que le impiden hablar. Sin embargo, «se sabe con toda certeza que el silencio del pastor a veces lo perjudica a él mismo, y siempre a los fieles sometidos a él» (ibid.).

«Bona bene»: comunicación prudente

En la comunicación, sin embargo, a veces es necesaria una adecuada reserva, dictada por la prudencia. Escribe Gregorio: «Muchas cosas deben ocultarse prudentemente, dejando claro al mismo tiempo que se sabe todo. El pecador que se sabe reconocido y, sin embargo, aguanta, se avergonzará de aumentar sus faltas. Muchas faltas, incluso las notorias, necesitan un aguante consciente, ya que no hay oportunidad de corregirlas abiertamente. Cuando se interviene en una herida antes de tiempo, sólo se consigue empeorarla. Los medicamentos administrados a destiempo pierden sin duda su eficacia» (RegPast 2, 10).

Los que hablan en público a menudo sólo muestran su incompetencia o su estupidez, porque es difícil encontrar personas que sean a la vez competentes e inteligentes. Por eso, el buen predicador «teme mucho por sí lo que se manifiesta con la palabra; y observando que para muchos es más seguro callar, si a él se le permitiera callar, le gustaría callar, y considera más felices a los que dentro de la santa Iglesia permanecen ocultos en el silencio, a causa de su posición inferior» (ComJb 23, 8). Sin embargo, «acepta la tarea de predicar por necesidad, porque la fuerza de la caridad le obliga a hablar en defensa de la santa Iglesia, pero su inclinación es por el silencio. Mientras espera el servicio de la palabra, su alma se consagra al silencio» (ibid.).

«Bona male»: cosas que son ciertas, pero dichas con arrogancia

Una segunda actitud que acaba dañando la propia comunicación, haciéndola ineficaz o contraproducente, es la de quienes dicen cosas verdaderas, correctas, pero de modo arrogante: «Incluso dentro de la santa Iglesia hay muchos que no se preocupan de comunicar rectamente las cosas correctas que saben» (ComJb, Pref. 19), es decir, «no saben comunicar humildemente lo que enseñan» (ComJb 23, 23).

Hay personas cuya fe es irreprochable, pero son soberbias: «Por la ortodoxia de su fe están dentro de la Iglesia, pero la soberbia les impide ser aceptables para Dios» (ibid.). Ellos «profesan creer rectamente en Dios, pero por su soberbia lo alejan» (ibid). Los arrogantes, «cuanto más se creen justos a sus propios ojos, más duros se vuelven con el dolor de los demás. No saben trasladar a sí mismos el sufrimiento de la debilidad ajena ni compadecen la dolencia del prójimo como si fuera propia. Como tienen una alta opinión de sí mismos, no son capaces en absoluto de ponerse al nivel de los humildes» (ComJb 26,6).

«Bona male»: predicar bien y comportarse mal

Otra manera de estropear una buena comunicación es comportarse de manera distinta respecto a lo que se dice: «Si, pues, alguno, puesto en una condición que exige santidad, estropea a los demás, ya sea con la palabra o con el ejemplo, más le valdría seguir desempeñando tareas mundanas y con atuendo profano, que asumir oficios sagrados y convertirse, a causa de las faltas, en un mal ejemplo para los demás» (RegPast 1, 2). En efecto, «no se acepta fácilmente la palabra de quien parece ligero de conducta» (HomEz I, 3, 4). «El verdadero predicador no alcanza la perfección si su vida no está en perfecta armonía con su palabra. Es, pues, necesario que, en la predicación, palabra y vida concuerden perfectamente» (ComJb 31, 44).

En efecto, «enseña con autoridad quien primero hace y luego dice. Cuando la conciencia refrena la lengua, quita confianza a la comunicación» (ibid.). «Predicamos a los demás con verdad lo que es justo, si a las palabras sigue el testimonio de los hechos» (HomEv I, 17, 10).

Por eso, el que tiene la tarea de la palabra, «en todo lo que dice, examínese diligentemente, no sea que se ensoberbezca en todo lo que predica con razón, no sea que su vida esté en desacuerdo con su lengua, y no sea que, predicando el bien y comportándose mal, pierda en sí mismo aquella paz que anuncia a la Iglesia» (ComJb 23, 8).

«Bona male»: exposición larga y desordenada

La exposición prolongada y desordenada arruina también la comunicación: «A menudo la eficacia de la palabra se desvanece cuando se debilita por una verborrea inoportuna y descuidada, que deshonra al mismo predicador, porque no consigue ser útil a sus oyentes» (RegPast 2, 4). El cuidado de los pastores-predicadores debe consistir no sólo en evitar decir cosas perjudiciales para la fe, «sino también en evitar la prolijidad y los discursos sin pies ni cabeza. A menudo la fuerza del discurso pierde su eficacia cuando llega al corazón de los oyentes acompañado de una verborrea irreflexiva e inapropiada» (ibid.). Un discurso eficaz es «adecuado al progreso espiritual del oyente», capaz de convertirse en «semilla de futuras meditaciones» (ibid.).

El predicador es un verdadero «sembrador de la palabra». «El orden en el hablar genera una santa reflexión en el corazón de los fieles, mientras que la locuacidad irreflexiva esparce la semilla no para fieles, sino en detrimento de ellos» (ibid.). Es verdad que Pablo escribe a Timoteo: «Te ruego delante de Dios y de Jesucristo […]: proclama la Palabra, insiste en el momento oportuno e inoportuno» (2 Tim 4,1); sin embargo, antes de decir «inoportuno», dijo «oportuno», porque «en el ánimo de los oyentes la importunidad se destruye a sí misma por su propia bajeza, si no encuentra el lenguaje oportuno» (ibid.).

Si el deber del pastor es proclamar la Palabra, no basta con hablar de cualquier manera: la predicación es un arte que debe cultivarse cuidadosamente. Es necesario, dice Gregorio, «que cuando el pastor se disponga a hablar, lo haga con gran cautela y cuidado. Dejarse llevar por el afán y la impulsividad al hablar puede herir con el error el corazón de los fieles. A veces alguien, con el deseo de parecer sabio, acaba tontamente por romper la unidad de los creyentes. Por eso la misma Verdad dice: “Tengan sal en ustedes y esten en paz entre ustedes” (Mc 9,49). La sal indica la sabiduría de la Palabra. Por tanto, quien vaya a tratar asuntos eruditos, cuide de que su discurso no dañe la unidad de la fe de sus oyentes» (RegPas 2,4). «A menudo, el corazón de los oyentes se turba por la sobreabundancia de palabras» (ComJb 17:38).

«Mala male»: «Fake news»

La táctica de los falsos comunicadores es mezclar noticias verdaderas con otras veraces, pero infundadas, para confundir al oyente: «Suelen mezclar cosas verdaderas con otras falsas, para que sus mentiras sean más fácilmente creídas por reconocer en ellas algo de verdad» (ComJb 23, 27). «Los arrogantes tienen esto de suyo, que cuando exageran en invectivas, mienten también injuriando; y cuando no pueden criticar justamente las cosas como son, critican cosas que no existen, recurriendo a la mentira» (ComJb 26, 16).

El tono de un discurso también suena falso cuando se mezclan palabras espirituales con palabras vacías: «El soberbio tiene esto en sí, que, diciendo cosas que son verdaderas y espirituales, inmediatamente, por el orgullo de su corazón, mezcla expresiones vacías y altaneras» (ComJb 24, 36). Pero los oyentes, si no son necios, se dan cuenta de esta hipocresía y son llevados no a respetar, sino a despreciar al orador. El resultado es que «cuando las palabras necias se mezclan con expresiones sabias, los oyentes, despreciando la necedad, tampoco tienen en cuenta la sabiduría» (ComJb 23, 28).

Los verdaderos comunicadores, como los verdaderos profetas, cuando se dan cuenta de que han dicho algo menos que justo, son capaces de corregirse enseguida, mientras que los falsos comunicadores, como los falsos profetas, «persisten en su falsedad» (HomEz I, 1, 17). Así sucede que «el que predica el error se hace fuerte por su habilidad oratoria, que le envanece y le hace despreciar a los demás: despreciando a todos, en su interior presume de ser el único maestro» (ComJb 17, 6).

«Bona male»: la búsqueda excesiva de aprobación

Hoy en día, en las redes sociales, la gente cuenta los likes que recibe, es decir, los signos de aprobación. Esta actitud denota un narcisismo excesivo, que desemboca en la autorreferencialidad, como señaló Gregorio: «No les importa la vida de sus oyentes, sino su propio éxito personal, pues sólo saben decir lo que suscita aplausos» (ComJb 8, 72). Así se acaba adulterando la palabra de Dios (cfr. 2 Cor 2,17): «El adúltero no busca en la unión carnal descendencia, sino placer. Así, el que está al servicio de la vanagloria es un pervertido que adultera la palabra de Dios, porque mediante la predicación sagrada no quiere engendrar descendencia para Dios, sino hacer exhibición de sus propios conocimientos» (ComJb 16, 74).

Por supuesto, uno puede vanagloriarse de las cosas correctas que dice, siempre que no pretenda meramente ganar aplausos, sino seducir a sus oyentes para que acepten la verdad. Los soberbios, en cambio, «que no poseen ante Dios el testimonio de su conciencia, buscan ante los hombres el testimonio de otra voz y, al no encontrarlo inmediatamente, se lo procuran incluso descaradamente: pues si no encuentran la voz de los hombres, que esperan ansiosamente, ellos mismos exaltan su propio conocimiento con alabanzas» (ComJb 16, 42).

«Mala bene»: también los temas candentes

El predicador también debe abordar temas candentes, como los relativos a la sexualidad, para formar una conciencia recta. Sin embargo, una cosa es hablar a personas que han tenido experiencias sexuales negativas, y otra muy distinta comunicarse con personas que desconocen tales experiencias (cfr. RegPast 3,28). A las primeras, hay que invitarlas «a reflexionar con atención vigilante sobre la bondad con que Dios nos abre las entrañas de su misericordia si volvemos a Él después del pecado» (ibid.). A los segundos hay que advertirles que no se consideren superiores a los demás, porque están siempre expuestos a la tentación, y además no basta llevar una vida sin pecado si luego es estéril: «A menudo es más agradable a Dios una vida de amor después de la culpa que un estado de inocencia que adormece en la seguridad» (ibid.).

Para Gregorio, los cinco sentidos – vista, oído, gusto, olfato y tacto – «son vías por las que el alma puede salir y desear lo que no pertenece a su naturaleza» (ComJb 21,4). Los sentidos son como las ventanas del alma, y puede suceder que «la muerte entre por estas ventanas y penetre en la casa, cuando la concupiscencia, que surge a través de los sentidos del cuerpo, penetra en la morada del alma» (ibid.). Permitirse mirar todo imprudentemente y sin razón puede tener consecuencias devastadoras: «Quien mira imprudentemente hacia fuera por las ventanas del cuerpo, en su mayor parte, aun sin quererlo, cae en la concupiscencia pecaminosa y, cautivado por los deseos, comienza a querer lo que no quería» (ibid.). Hay algo infantil o adolescente en el hecho de no saber controlar la mirada: «La atracción de la carne es fuerte y, una vez que una forma bella a través de los ojos se ha adherido al corazón, se necesita una dura lucha para vencerla» (ibid.). Por tanto, «para preservar la pureza del corazón, es necesario observar también la disciplina de los sentidos externos» (ibíd.).

La pertinencia de las reflexiones de Gregorio es evidente cuando se consideran los datos sobre el número de sitios pornográficos en Internet y la adicción a la pornografía, incluso entre los más jóvenes. Hoy en día, ningún otro vicio encuentra tanto espacio público en la red.

«Mala male»: alabar a quienes deben ser reprendidos

Ciertamente, el registro de la reprensión es el más difícil de utilizar, y por eso muchos predicadores lo evitan. El Papa Gregorio subraya esta deficiencia, apoyándose en un texto bíblico: «Tus profetas te transmitieron visiones falsas e ilusorias. No revelaron tu culpa a fin de cambiar tu suerte, sino que te hicieron vaticinios falsos y engañosos» (Lam 2,14), y comenta: «El texto sagrado les reprocha que vean cosas falsas, porque, en lugar de reprender las faltas, adulan en vano al culpable por miedo, asegurándole la impunidad» (RegPast 2,4).

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Por tanto, la tarea del pastor-predicador es también corregir como un padre corrige a su hijo, es decir, constructivamente, no destructivamente. Desgraciadamente, sin embargo, dice Gregorio, «el lenguaje de la reprensión es ignorado, mientras que podría ser la llave que abre a la toma de conciencia. En efecto, la reprensión pone al descubierto una falta cuya existencia a menudo ni siquiera sienten quienes la han cometido» (ibid.). Sin embargo, «los predicadores justos, cuando corrigen severamente, no pierden la gracia de la mansedumbre interior» (ComJb 24, 42). Actúan como Jesús: «Lloran por la vida de los pecadores, como Jesús lloró por Jerusalén (Lc 19, 41); se alegran por las buenas obras de los que les son confiados, y aman a los que actúan rectamente, como nuestro Redentor amaba a aquel joven que decía guardar los mandamientos; soportan los insultos y no los devuelven, como Jesús no devolvió el insulto, sino que respondió con mansedumbre; arden de celo por la justicia, como el Redentor que hizo un lazo de cuerdas, expulsó del templo a los que compraban y a los que vendían, volcó los mostradores de los vendedores y tiró por tierra el dinero de los cambistas; incluso cuando actúan con energía, tratan por todos los medios de conservar la humildad, como dijo nuestro Redentor: «aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón» (Mt 11, 29); aman incluso a sus perseguidores, como el Señor intercedió por sus perseguidores durante su pasión; exponen sus propios miembros al sufrimiento por sus hermanos, como el Autor de la vida se entregó a la muerte por la vida de los elegidos» (HomEz I, 2, 19).

Según las circunstancias, hay que ver qué actitud es más útil: «Los santos predicadores saben templar el arte de enseñar con una doble medida: cuando se encuentran ante una falta, saben corregir una veces con severidad, y otras con humildad» (ComJb 24:42). En cambio, los arrogantes, que quieren imitarlos, «aceptan las duras palabras de la corrección, pero no saben aceptar las oraciones inspiradas por la humildad. Se inclinan más a ser terribles que a ser mansos. Y no sabiendo amonestar con calma a los culpables, son incapaces de refrenar su cólera, que les lleva a ensañarse con excesiva severidad incluso contra los que se portan bien» (ibid.).

«Bona bene»: una palabra ardiente

Por último, para ser eficaz, la comunicación debe ser «ardiente», las palabras deben «incendiar los corazones para tocarlos», deben hacerlos «arder de deseo», y éste es el caso cuando los predicadores hablan de la «patria celestial» (HomEz I, 3, 5). Y para que no se trate de retórica vacía, en la que las palabras han perdido su peso, bastan incluso expresiones sencillas, siempre que procedan de quien «primero siente todo el ardor» (ibíd.). En efecto, «las palabras que salen de un corazón frío no pueden encender en sus oyentes el deseo de las realidades celestiales» (ComJb 8, 72).

Por eso «el Espíritu de Dios se manifestó en lenguas de fuego, porque hace ardientes y prontos para hablar a todos aquellos sobre los que se ha derramado. Los que anuncian la fe tienen lenguas de fuego, porque al proclamar que Dios es amado, hacen que los corazones de sus oyentes se llenen de ardor. Pues la palabra de los que enseñan es vana si no consigue hacer arder el fuego del amor» (HomEv II, 30, 5). «Por eso el Espíritu Santo vino sobre los primeros pastores en forma de lenguas y, habiéndolos llenado de sí mismo, los hizo inmediatamente capaces de convertirse en sus mensajeros» (RegPast 2, 4).

Conclusión

Desde Gregorio Magno, probablemente ningún Papa ha insistido tanto en la predicación como «arte» de comunicar el Evangelio como el Papa Francisco, que ha dado ejemplo con su propia predicación. Una gran parte de la exhortación apostólica Evangelii gaudium (EG) está dedicada a este tema[5]. Aunque Gregorio Magno nunca es mencionado allí, muchos puntos de la exhortación coinciden con las enseñanzas del Papa.

Así, Francisco, a propósito de la homilía, observa que tanto los fieles como los ministros ordenados «muchas veces sufren, unos al escuchar y otros al predicar» (EG 135); «Esto reclama que la palabra del predicador no ocupe un lugar excesivo» (EG 138); «el diálogo del Señor con su pueblo debe favorecerse y cultivarse mediante la cercanía cordial del predicador, la calidez de su tono de voz, la mansedumbre del estilo de sus frases, la alegría de sus gestos» (EG 140). Y de nuevo: «El desafío de una prédica inculturada está en evangelizar la síntesis, no ideas o valores sueltos. Donde está tu síntesis, allí está tu corazón. La diferencia entre iluminar el lugar de síntesis e iluminar ideas sueltas es la misma que hay entre el aburrimiento y el ardor del corazón» (EG 143).

Podríamos extendernos mucho con las citas, tan similares son los dos Papas en sus enseñanzas, a pesar de las diferencias de lenguaje y de época. Francisco también habla de «arte», pero aplicándolo al acompañamiento espiritual, que se recomienda con esta advertencia: «El acompañamiento sería contraproducente si se convirtiera en una suerte de terapia que fomente este encierro de las personas en su inmanencia y deje de ser una peregrinación con Cristo hacia el Padre» (EG 170).

Que las reflexiones de estos dos Papas sobre el arte de la predicación ofrezcan también valiosas pistas para quienes trabajan fuera del ámbito eclesial, en el espacio público. La comunicación es buena cuando es verdadera, pero la búsqueda de la verdad no es fácil y requiere una severa disciplina mental y una profunda rectitud moral.

  1. Gregorio rechazó el título de Patriarca oecumenicus, que algunos querían darle, optando por el de Servus servorum Dei. Sigue vigente la monografía de V. Paronetto, Gregorio Magno. Un maestro alle origini cristiane d’Europa, Roma, Studium, 1985.

  2. Nos valdremos de las siguientes obras de Gregorio Magno: Regla pastoral (= RegPast); Comentario moral a Job (= ComJb); Homilías sobre Ezequiel (= HomEz); Homilías sobre los Evangelios (HomEv). Traduciremos al español desde la versión italiana: Opere di Gregorio Magno, Roma, Città Nuova, 1990-2014.

  3. El término «alma» hace tiempo que desapareció del lenguaje eclesiástico; ya no se habla de «cura de almas», de «salvación de las almas», aunque el Código de Derecho Canónico concluya diciendo: Salus animarum, suprema lex. El término debe recuperarse, siempre que se entienda como referido a la persona en su totalidad, en su apertura a lo trascendente. En efecto, a la Iglesia no le interesan simplemente las «personas», sino las personas en su destino eterno, en su destino a Dios, y esto lo pone de relieve precisamente el término «alma».

  4. En tiempos de Gregorio, la preparación para el ministerio sacerdotal se dejaba a la iniciativa individual o a los centros monásticos. Sólo con el Concilio de Trento (1545-63) se crearon seminarios y facultades de teología.

  5. Cfr. Francisco, Exhortación apostólica Evangelii gaudium, sobre el anuncio del Evangelio en el mundo actual (24 de noviembre de 2013), nn. 135-175.

Enrico Cattaneo
Licenciado en Filosofía (Facultad de Aliosianum, 1967), laureado en Letras clásicas (Universidad de Padua, 1971), licenciado en Teología (Institut Catholique, París 1976), doctor en Teología y en Ciencias de las Religiones (Institut Catholique, París - Sorbonne, París IV, 1979). Ha enseñado Patrología y Teología Fundamental en la Pontificia Facultad Teológica de Italia Meridional (Nápoles) y Patrología en el Pontificio Instituto Oriental (Roma). Actualmente es profesor emérito.

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