CIENCIA Y TECNOLOGÍA

El dilema del infinito

© compare-fibre / unsplash

… ma che sono eglino comparati a’ secoli eterni che è lo spazio e la misura del ver, cioè dell’immortal vivere nostro?

D. Bartoli[1]

El problema

El enigma del infinito ha fascinado e intrigado a la humanidad desde los primeros albores de la civilización, alimentando algunas de las preguntas más complejas con las que se enfrenta la mente. La cuestión invade las ramas más dispares del saber: de las matemáticas a la filosofía, de la teología a la cosmología. No es éste el lugar para trazar una historia exhaustiva del concepto de infinito. Un tema, éste, que queda fuera del alcance de nuestra discusión, que se centra específicamente en la cuestión cosmológica y, por tanto, en el concepto de infinito «espacial», que sólo concierne a la extensión del universo (no a la duración, inherente al infinito temporal), cuestión que se desarrolla fijándose sobre todo en las discusiones suscitadas por el Kant «dialéctico».

Sin embargo, son indispensables algunas consideraciones previas. En primer lugar, aclarar que la reflexión de Kant pone en primer plano una disputa que se inició en el ámbito de la cultura occidental ya en la época clásica, y que luego resultó crucial en el seno de la modernidad, sobre todo cuando se crearon fructíferos cruces entre la antigua reflexión teológica y la nueva visión del cosmos surgida de la revolución copernicana, pasando por el descubrimiento del cálculo infinitesimal (entre los siglos XVII y XVIII), para allanar el camino a ulteriores desarrollos del pensamiento filosófico y científico actual. En resumen, Kant es un punto de inflexión crucial, pero que no abre ni cierra (ni pretende hacerlo) una cuestión aún abierta. Y esta puede sintetizarse, en cierto modo, en la siguiente pregunta: ¿es el universo infinito o finito? Y, sobre todo: ¿puede la razón humana dar una respuesta definitiva?

Kant ubica significativamente esta cuestión en el primer lugar de las antinomias de la razón pura[2]. Es fundamental para la reflexión filosófica y científica inmediatamente posterior. Baste mencionar aquí en passant a Hegel, ansiosamente empeñado en tratar de esclarecer el punto de unión entre lo finito y lo infinito[3]. O a Leopardi, que de forma imaginativa, en su Storia del genere umano, identifica varias veces la búsqueda del infinito como uno de los impulsos primordiales y naturales del hombre[4].

El viejo y el nuevo cosmos

Es bien sabido que Copérnico, en su De revolutionibus orbium coelestium (1543), no quiso o no supo abordar de forma exhaustiva el problema de la extensión del universo. En efecto, su visión parece más bien anclada en la idea de un universo finito, sustancialmente análogo, desde este punto de vista, al universo aristotélico-ptolemaico. En cambio, la infinitud del cosmos es afirmada sin ambages por el cardenal Nicolás de Cusa (1401-64). Mucho antes que Copérnico, fue capaz de desarrollar una reflexión sobre la dimensión del cosmos de gran relevancia metafísica, y muy rica en implicaciones filosóficas y teológicas. No es casualidad que después de él, partiendo de posiciones muy distantes, incluso Giordano Bruno (1548-1600) tuviera que reconocer la deuda que había contraído con «el divino Cusano», al sostener, en De l’infinito, universo e mondi (1584), la tesis de la infinitud del universo[5].

A finales del siglo XVI, se perfilan así claramente las posiciones antagónicas: por un lado, están los partidarios de la concepción clásica ptolemaica, que considera finito el universo físico; por otro, Nicolás de Cusa, que en cambio atribuye al cosmos una extensión espacial infinita, y por tanto desprovista de centro y periferia. Sobre el filo de esta contradicción, Kant establece su argumentación destinada a demostrar, digámoslo sin rodeos, la imposibilidad para la razón humana, debido a sus límites insuperables, de desatar este nudo gordiano con sus propias fuerzas[6]. La cuestión cosmológica es, no obstante, cualquier cosa menos ociosa, puesto que surge «natural e inevitablemente» de la actividad racional del sujeto[7].

Antiguos y modernos

Sin embargo, sería imposible comprender los matices y las implicaciones de la reflexión kantiana sin una consideración, aunque sea somera, del problema del infinito.

Para los antiguos griegos, el infinito constituía en sí mismo un enigma y un concepto negativo. Para ellos, el elemento positivo y plenamente conocible del ser debía buscarse en la dimensión limitada de lo finito, en sí mismo completo y claramente delimitado. Basta pensar en el Filebo de Platón, en el que la evocación del apeiron (indefinido) por Anaximandro seguía siendo un hito.

Para el filósofo griego, el infinito, como elemento susceptible de continuo aumento (o sustracción), elude simplemente la posibilidad de convertirse en objeto de un conocimiento cierto: es completamente inasible, precisamente porque está indeterminado; es continuo devenir, y por tanto imposible de catalogar.

Siguiendo su estela, Aristóteles no dudó incluso en negar la existencia de un infinito concreto[8]. Al ser susceptible de mutación continua, se trata sólo de una realidad potencial; es decir, es un proceso que nunca se completa. Por tanto, no sólo es inexistente en acto, desde un punto de vista ontológico, sino incluso impensable en el plano gnoseológico. En resumen, es pura posibilidad y no realidad.

El hombre no puede hacer otra cosa que moverse dentro del recinto de la finitud. De ahí la consiguiente afirmación de la limitación del cosmos, jerárquicamente ordenado en dos regiones distintas: la del mundo sublunar (caracterizado por los cuatro elementos y el movimiento rectilíneo) y la del mundo supralunar (encerrado en el marco de las estrellas fijas). Más allá de estos límites se encuentra el vacío.

Esta visión proviene de la incapacidad de Aristóteles, y de los antiguos griegos en general, para considerar el infinito no sólo como una entidad material ligada a la existencia física de las cosas, sino también como algo inmaterial. Habría que esperar al advenimiento del cristianismo para superar esta visión, gracias a la cual se impondría una concepción positiva de lo infinito, concebido como atributo esencial de la divinidad, que superaría con mucho los límites de la dimensión material del ser.

La imagen aristotélica de un universo cerrado fue legada a la Antigüedad tardía y a la Edad Media, ignorando por razones obvias la posición excéntrica del poeta latino Lucrecio, quien, desde una perspectiva radicalmente materialista, había afirmado la existencia del infinito y la infinitud del universo en los versos 957-1117 del Libro I de su De rerum natura.

Sin embargo, con Plotino (205-270 d.C.) primero, y con el advenimiento del cristianismo después, la cuestión adquiere un aspecto decididamente nuevo. Si, en efecto, la imagen del cosmos finito y geocéntrico permanece intacta, el infinito deja de ser un concepto negativo al que no corresponde ninguna realidad, y se convierte exactamente en lo contrario: en el pivote metafísico sobre el que descansa la nueva visión de la divinidad. Lo infinito, entonces, no es una abstracción carente de realidad actual, sino que, por el contrario, es el ser en sentido fuerte y pleno: es Dios. Se crea así una clara distinción entre los planos físico-cosmológico y teológico-ontológico.

Inscríbete a la newsletter

Cada viernes recibirás nuestros artículos gratuitamente en tu correo electrónico.

En resumen, la materia, y por tanto el cosmos, es limitada e imperfecta; la divinidad, inmaterial y perfecta, es infinita. La presencia de límites se vincula así a al aspecto físico del universo, mientras que en la esfera superior del ser, connotada como pura espiritualidad, se afirma el reino de la infinitud espacio-temporal. Esto explica la posición de Santo Tomás, que contrapone la infinitud «negativa» de la materia a la infinitud «positiva» de Dios, Ens perfectissimum[9]. El infinito se convierte así en el objetivo propio de la reflexión teológica, situado en una dimensión «otra» y superior a la dimensión material y propiamente humana. En la concepción de Santo Tomás, se evoca explícitamente el inevitable fracaso de la razón humana ante el enigma de lo infinito. Dentro de este horizonte teórico, en el que la materialidad es sinónimo de negatividad, la cuestión cosmológica queda así degradada a un problema secundario, ya resuelto en la perspectiva aristotélica, frente a la crucial perspectiva teológica.

Sin embargo, con Guillermo de Ockham (1290-1349), se plantea la posibilidad de que el cosmos sea también espacialmente infinito, y de que exista un número igualmente infinito de «mundos». Se trata sólo de una hipótesis provisional, formulada de forma bastante oscura, ya que el Creador (infinito) y la criatura (finita) siguen estando conceptualmente separados. Sólo con Nicolás de Cusa, aunque desde una perspectiva exquisitamente metafísica, se rompió este equilibrio secular y se sentaron las bases, en el plano filosófico, de la desaparición de la concepción tradicional del infinito.

Cosmos, infinito, infinitos

Nicolás de Cusa examina el concepto de infinito tanto desde un punto de vista teológico, considerándolo como un atributo específico de Dios («infinito en acto»), como desde un punto de vista gnoseológico, como una cualidad del intelecto humano (partícipe de la creatividad infinita de Dios), y también desde un punto de vista cosmológico. En este último ámbito, el universo, como leemos en el segundo libro de De docta ignorantia, es considerado efectivamente infinito (como su Creador), en la medida en que es una «explicación» de Dios en la multiplicidad física[10]. El infinito mismo, añade inequívocamente el filósofo, «puesto que se sustrae a toda proporción, nos es desconocido»[11].

En efecto, es evidente que, del mismo modo que el conocimiento de lo infinito en sí mismo es imposible, con mayor razón el intelecto humano, en tanto que finito, nunca podrá comprender la infinitud espacial del cosmos. Efectivamente, la realidad físico-material es el terreno en el que domina la dimensión de lo relativo, cuyo rasgo esencial es la presencia de «más y menos». Y, por tanto, susceptible sólo de un conocimiento conjetural, es decir, que procede por aproximaciones sin llegar nunca a nada cierto. En consecuencia, «el mundo es ininteligible, y Dios mismo es su centro y su circunferencia». No se puede afirmar con certeza que el cosmos sea finito o infinito, ya que esto está más allá de los límites infranqueables de la racionalidad humana, que, para conocer, debe establecer siempre una relación entre lo que le es conocido y lo que le es desconocido[12]; entre lo finito y lo infinito, si se quiere.

El propio Cusano tuvo el mérito de postular la existencia de un doble infinito, llegando a la conclusión de que el Dios creador no puede limitar su omnipotencia creando un cosmos espacialmente limitado. Se tiende así un puente entre el infinito divino y el infinito físico.

Desde un punto de vista gnoseológico, el Cusano puede considerarse el precursor más lúcido de Kant. En efecto, la imposibilidad de resolver el enigma ligado a la primera antinomia de la Razón Pura está claramente prefigurada en sus reflexiones. Sin olvidar, desde luego, el papel de Copérnico y, desde un punto de vista más filosófico, el de Pascal[13]. Baste recordar aquí el famoso fragmento de Pascal sobre los dos infinitos, fundado en la dolorosa conciencia de la imposibilidad de conocer lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande, lo que se resuelve en la conciencia igualmente aguda de la imposibilidad para el hombre de encontrar una respuesta convincente y definitiva a las preguntas sobre la esencia de la naturaleza externa e interna.

La razón, incluso para Pascal, es de hecho una herramienta inadecuada para desentrañar los misterios ligados a los infinitos, y por tanto para apaciguar las angustias metafísicas del sujeto sumido en la infinitud cósmica. Si «nada puede fijar lo finito entre los dos infinitos que lo encierran y lo rehúyen»[14], el sujeto sólo puede reconocer que «lo finito se aniquila en presencia de lo infinito, y se convierte en pura nada. Así es nuestro espíritu ante Dios». En suma, existe ciertamente un infinito metafísico y un infinito físico, pero «ignoramos su naturaleza».

La polémica posterior sobre los infinitesimales, en la que participaron Leibniz y Newton[15], y cuyo eco se percibe claramente en el pensamiento de Kant, no ayudará a resolver el dilema de la extensión del cosmos. Y ésta sigue siendo una cuestión científica, pero también filosófica.

El propuesta kantiana

En la Crítica de la razón pura, Kant señala que la razón humana es la «facultad de lo incondicionado», que impulsa inevitablemente al sujeto a investigar las regiones del ser situadas más allá de lo finito. Esto significa que la búsqueda de lo infinito es una necesidad humana natural, pero es una necesidad ineluctablemente destinada a permanecer insatisfecha. Por tanto, es precisamente la razón la que produce esas ideas universales, como la teológica o la cosmológica, que acaban por enredarla en contradicciones insolubles. Podría decirse entonces – aunque suene paradójico – que la propia racionalidad no puede evitar tender esas trampas en las que acaba quedando atrapada.

Las contradicciones que Kant denuncia en la Dialéctica trascendental en el contexto de la cuestión de la finitud o no del cosmos son, pues, enteramente atribuibles a la pretensión de la razón de ir más allá de los límites del «fenómeno» (la apariencia que el hombre puede experimentar), para llegar al conocimiento de la «cosa en sí». Por consiguiente, las antinomias no conciernen al objeto que se desea conocer (en este caso, el cosmos), sino a la razón misma[16]. Surgen precisamente cuando la razón pretende conocer lo que no puede ser experimentado. Y, sin embargo, la prueba es necesaria, ya que, como escribe Kant: «No podemos eludir la obligación de una solución, al menos crítica, de las cuestiones racionales propuestas, planteando cuestiones sobre los estrechos límites de nuestra razón […] y repitiendo […] que está por encima de las facultades de nuestra razón determinar si el mundo está ahí desde la eternidad o si tiene un principio»[17].

Aquí es donde el problema cosmológico se viene abajo: en efecto, es imposible determinar experimentalmente si el universo es finito o infinito. Además, el propio concepto de cosmos parece elusivo en su esencia (¿existe realmente un cosmos?). Si luego el espacio y el tiempo son meros esquemas mentales del sujeto pensante, se corre el riesgo de reducirlos – como sucederá en Schopenhauer – a meras ilusiones, socavando los fundamentos sobre los que descansa el concepto mismo de infinito (¿es una ilusión de la mente?).

De esta condición de incertidumbre, de la que el hombre no puede escapar en modo alguno, surgen las antinomias de la razón pura. Ésta, tanteando en la oscuridad, acaba diciendo y contradiciendo, construyendo argumentos aparentemente legítimos, sólo para contradecirse y demostrar su fragilidad intrínseca. De ahí la imposibilidad de crear una cosmología racional, es decir, una ciencia capaz de resolver las cuestiones que plantea la definición del cosmos. La razón fracasa, pues, exactamente del mismo modo que la experiencia.

¿Es infinito el cosmos?

En la tesis de la primera antinomia de la razón pura, Kant vuelve a proponer la posición de quienes sostienen que el mundo tiene un comienzo en el tiempo y, en lo que se refiere al espacio, es limitado[18]. En la segunda parte de la tesis, sin embargo, presenta la posición de quienes sostienen que el mundo es infinito, es decir, producido por una infinidad de cosas simultáneamente existentes y ya dadas. De este contraste no se sale ni por los caminos del empirismo, que acaba incluso desbordándose en la afirmación dogmática de la finitud del cosmos[19], ni por los de un racionalismo obstinado e infundado.

Sin embargo, las cuestiones cosmológicas son ineludibles, pues no es «lícito al filósofo evitarlas disculpándose por su oscuridad impenetrable»[20]. Estas surgen de la confrontación entre el sujeto y el mundo físico. Se trata de establecer si es posible conformar a la idea racional lo que viene dado por la experiencia (el mundo físico), manteniendo un dato como punto fijo en la investigación de la realidad: por mucho que uno se proyecte hacia adelante en busca de la «totalidad absoluta» del cosmos, que no puede ser objeto de ninguna experiencia[21], es menester resignarse a su carácter de inalcanzable. La razón debe, pues, afrontar el desafío, pero sin perder el sentido de su propio límite y la conciencia de que el espacio sigue siendo una representación, «que no puede existir fuera del alma», y que por tanto incluso su mensurabilidad está anclada a los límites del sujeto. La única solución definitiva a la cuestión del infinito (espacio-temporal) está, pues, fuera del conocimiento (empírico o racional).

Al margen de estas reflexiones kantianas, Cantor comenta: «El concepto de infinito es tratado por Kant, sin una premisa aclaratoria seria, en su Crítica de la razón pura, en el capítulo de las “Antinomias de la razón pura”, en relación con cuatro cuestiones, para proporcionar la demostración de que pueden responderse con igual rigor mediante una afirmación y una negación. Incluso teniendo en cuenta el escepticismo pirrónico y académico, con el que Kant tiene tantos puntos de contacto, tal vez nada haya desacreditado más a la razón humana y su capacidad que esta parte de la filosofía trascendental crítica»[22]. En realidad, la noción de infinito desarrollada por el propio Cantor en 1883 representa una auténtica revolución en el campo matemático, por lo que no es en absoluto conciliable con la visión kantiana[23].

A Kant se le reprocha su confusión entre el concepto de infinito real transfinito y el de infinito real absoluto[24].

Los infinitos

Llegados a este punto, conviene presentar algunas definiciones de los distintos tipos de infinito. Diremos que una cantidad es un infinito potencial si, al tomar un elemento de esa cantidad, siempre es posible encontrar otro elemento de esa que sea mayor que el elemento elegido. Por poner un ejemplo matemático concreto, diremos que un conjunto numérico es un infinito potencial si, cualquiera sea el elemento del conjunto que se tome, es posible encontrar otro elemento, perteneciente a él, que sea todavía mayor. Tal es el «infinito malo» del que hablaba Aristóteles.

El infinito real, en cambio, consiste en una cantidad formada por un número no finito de elementos. Sin embargo, a diferencia del infinito potencial, no crece más y más: ya está dado. Por ejemplo: el conjunto de puntos que constituyen un segmento de recta en un plano. El número de estos puntos contenidos entre los dos extremos del segmento es infinito. Sin embargo, en este caso se trata de un infinito contenido entre los dos extremos de un segmento: por tanto, está dado. Es diferente del número de puntos contenidos en una semirrecta que tiene un origen. Cualquiera que sea el punto que se elija en ella, siempre hay otro punto que le sigue. Este infinito no se alcanza nunca.

Otro concepto diferente es el de infinito real absoluto[25]. Este consiste en una cantidad que ya está dada y que es mayor que cualquier elemento (a este respecto, el propio Kant habla de «cantidad máxima», reiterando que generalmente nos limitamos a definir el infinito en relación a una cantidad que este siempre sobrepasa). El infinito en sí mismo no es conocido ni conocible: está siempre en relación con una cantidad finita. Es decir, es una cantidad infinita absoluta que nunca se da. Esto invalidaba, para Kant, la posibilidad de la infinitud en una serie temporal y la existencia de una extensión infinita del mundo. No es casualidad que Cantor, al igual que Dedekind y Russell, insista en la validez de mecanismos mentales abstractos, es decir, que operan más allá de la dimensión espacio-temporal, con los que se puede justificar la existencia del infinito. De este modo, la disputa se desplaza del plano cosmológico al matemático[26].

En su carta del 12 de diciembre de 1873 a Dedekind, Cantor declara haber descubierto un infinito real transfinito, siempre aumentable y no absoluto: «Otra confusión frecuente surge con el intercambio entre dos formas del infinito real, y precisamente cuando se ponen juntos el Transfinito y el Absoluto, siendo que estos dos conceptos están rigurosamente separados, ya que el primero es relativo a un infinito [real], sí, pero todavía aumentable, y el segundo [a un infinito] que no es aumentable y por tanto no es matemáticamente determinable».

Dona

APOYA A LACIVILTACATTOLICA.ES

Queremos garantizar información de calidad incluso online. Con tu contribución podremos mantener el sitio de La Civiltà Cattolica libre y accesible para todos.

La punzante polémica de Cantor se dirige aquí expresamente a Kant. En efecto, en la misma carta leemos: «Después de Kant, ha ganado popularidad entre los filósofos la falsa idea de que el límite ideal de lo finito es el absoluto». La posición de Kant, según la cual el infinito es una cantidad de la que no se puede pensar nada mayor, le parece así insuficiente e insostenible a Cantor, precisamente porque, en relación con su nueva definición de un infinito transfinito, parece reductora. Al matemático se le escapa que el filósofo alemán había dejado claro que la antinomia relativa a la extensión del cosmos no puede basarse en tal definición del infinito. No explicita el tamaño del cosmos, ni concuerda con lo que comúnmente se entiende por un todo infinito. Es decir, Kant se limita básicamente a afirmar que al hombre le está vedado un conocimiento a priori de lo infinito. En consecuencia, la única forma posible de tener un concepto de lo infinito es recurrir a un juicio sintético a priori (fructífero, pero no derivado de la experiencia concreta).

No es casualidad que, en el párrafo de la Crítica que sigue a la introducción del concepto matemático de infinito, el autor hable de un «verdadero (trascendental) concepto de infinito». Es muy consciente de que, partiendo de un quantum finito, no se puede llegar a un concepto de infinito cuya extensión se conozca. Por poner un ejemplo, imaginemos una línea recta y tomemos un segmento de la misma. Para comprender lo que significa la infinitud de la línea, podemos imaginarnos midiéndola posteriormente en unidades basadas en el segmento elegido. El único resultado al que llegamos de este modo es hacernos una idea de la infinitud potencial y no real de la línea recta, porque materialmente el proceso de medición basado en el quantum elegido no terminará nunca. Esta posición es reiterada por Kant en las dos notas a la tesis.

Las objeciones de Cantor se sostienen en una concepción del infinito basada en una deducción puramente formal y abstracta (racional), mientras que en Kant la concepción del infinito permanece conectada a experiencias sensibles concretas[27]. Lo que no significa en absoluto que Cantor considerara que el infinito en sí no fuera real.

Intento de conclusión

La posición expresada por Kant está tan bien fundamentada, aun en su carácter de aporía, que fue inmediatamente retomada y declinada de forma original en el ámbito del Romanticismo, en cuyo seno la «sed de infinito» llevó a muchos artistas e intelectuales a señalarlo como el Streben (la tensión) en torno al cual gira la actividad creadora y cognoscitiva del sujeto.

La relación entre el hombre y el infinito campea, por ejemplo, en la obra de Friedrich Schlegel, que identifica en la filosofía, y más aún en el arte, el camino para captar el infinito mismo. Y, también, en el ensayo de Novalis, La Cristiandad o Europa[28], marco ideal de esos Himnos a la noche[29], en los que la noche misma se convierte en símbolo de lo absoluto, de lo que sólo se puede extraer gracias a la cruz triunfante de Cristo. Y considérese la fascinante reflexión que Schleiermacher dedica al infinito, particularmente en Sobre la religión (1799)[30], donde la esencia de la religión se identifica precisamente en la intuición del infinito, del que el hombre se convierte en expresión e imagen.

  1. D. Bartoli, L’uomo al punto, cioè l’uomo in punto di morte, Turín, Utet, cap. II.
  2. Las «antinomias» (literalmente: «leyes en conflicto») constituyen aquellas contradicciones entre tesis opuestas que la razón pretende formular rebasando los límites de la experiencia y, por tanto, del único conocimiento posible para Kant. Son, pues, enunciados puramente racionales, indemostrables, y por tanto fuente de contrastes irresolubles para el sujeto, que sólo podría disolverlos si pudiera apoyarse en la experiencia.
  3. Particularmente en el Prefacio a la Fenomenología del Espíritu, en el que leemos la famosa crítica a la «mala infinitud» fichtiana y a la reducción schellingiana de lo infinito a lo indiferenciado en el que «todas las vacas son negras». Cfr. G. W. F. Hegel, Fenomenologia dello spirito, Milán, Bompiani, 2008.
  4. Cfr. G. Leopardi, «Storia del genere umano», en Id., Poesie e Prose, vol. II, Milán, Mondadori, 1988, 5-19. Sobre este problema, cfr. A. Prete, Finitudine e infinito: su Leopardi, Milán, Feltrinelli, 1998, 24 s. Hay notas sugestivas en A. Levi, Cristo mia dolce rovina, Cinisello Balsamo (Mi), Paoline, 1996.
  5. Cfr. P. Zellini, Breve storia dell’infinito, Milán, Adelphi, 1993, 109.
  6. Como leemos también en los Prolegómenos: «Ahora bien, cuando investigo el tamaño del mundo según el espacio y según el tiempo, es para todos mis conceptos igualmente imposible decir que es finito o infinito. Pues ninguna de las dos afirmaciones puede ser el contenido de la experiencia, ya que no es posible experimentar ni un espacio infinito ni un tiempo transcurrido infinito, ni la limitación del mundo mediante un espacio vacío o un tiempo previo vacío» (I. Kant, Prolegomeni ad ogni futura metafisica che voglia presentarsi come scienza, Bari, Laterza, 1982, 108)..
  7. El filósofo escribe: «Estas afirmaciones sofísticas son otros tantos intentos de resolver cuatro problemas naturales e inevitables de la razón» (I. Kant, Critica della ragion pura, vol. II, Bari, Laterza, 1985, 382). Queda abierta la cuestión de por qué esto es así.
  8. En la Física, Aristóteles afirma que el lugar (es decir, el espacio) es el «primer límite inamovible de lo que contiene» (en los pensadores medievales, terminus continentis immobilis primus); que el vacío no existe; que el infinito es imperfecto (y está ligado a la categoría de cantidad). Sobre estos aspectos, cfr. G. Reale, Introduzione ad Aristotele, Bari – Roma, Laterza, 1986, 77-84.
  9. El dualismo finito-infinito, reflejo del dualismo materia-espíritu, destaca en la Suma teológica, en la que se mencionan las graves implicaciones lógicas implícitas en la admisión de la creación de una materialidad absolutamente infinita. Propiamente infinito (positivo) es de hecho sólo el Ente Creador, mientras que el infinito material es una falsa infinitud. La distinción entre los dos infinitos sigue a la distinción entre infinito potencial y real. Caracteriza la reflexión que se desarrollará sobre el tema en la Edad Media cristiana y más allá. Cfr. P. Zellini, Breve storia dell’infinito, cit., 83-90.
  10. Cfr G. Santinello, Introduzione a Cusano, Bari, Laterza, 1971, 41-53. La del universo, aclara el erudito, es una «infinitud privativa», distinta de la divina. Lo que importa señalar aquí es que, de este modo, Cusano sienta las bases teóricas de una nueva cosmología (cfr. p. 49).
  11. N. de Cusa, De docta ignorantia, libro I, cap. 1. La inefabilidad de lo infinito se reitera un poco más adelante en estos términos: «Si es en sí evidente que lo infinito no tiene proporción con lo finito, se sigue de la manera más clara que, allí donde es dado encontrar un más y un menos, no se ha llegado al máximo en todos los sentidos, puesto que las cosas que admiten un más y un menos son entidades finitas».
  12. Como se lee en De idiota, III. Cfr. E. Cassirer, Storia della filosofia moderna. Dall’Umanesimo alla scuola cartesiana, Turín, Einaudi, 1978, 56.
  13. Cfr. P. Zellini, Breve storia dell’infinito, cit., 138.
  14. El largo fragmento sobre los dos infinitos se encuentra en B. Pascal, Pensieri, Milán, Mondadori, 2008, 149-156.
  15. Para Leibniz, los infinitesimales son «ficciones bien fundadas»; por tanto, no son verdades determinables, y menos aún pueden aplicarse con certeza a la realidad cósmica.
  16. «Pues todas estas cuestiones se refieren a un objeto que no puede darse más que en nuestro propio pensamiento, a saber, la totalidad absolutamente incondicionada de la síntesis de los fenómenos. Si no podemos determinar nada cierto al respecto sobre la base de nuestros propios conceptos, no debemos echar la culpa a la cosa, que allí se oculta […], sino que debemos buscar la causa en nuestra propia idea» (I. Kant, Critica della ragion pura, cit., 395). La idea misma del cosmos como conjunto de fenómenos parece, pues, de definición incierta.
  17. Ibid., 394.
  18. Se trata de una antinomia de naturaleza matemática (como la segunda). Kant lo reitera también en los Prolegomeni a ogni futura metafisica che voglia presentarsi come scienza, cit., 107-109.
  19. «Si el empirismo, con respecto a las ideas […] se vuelve él mismo dogmático, y niega resueltamente lo que está por encima de la esfera de su conocimiento, entonces incurre también en el error de la indiscreción» (I. Kant, Critica della ragion pura, cit., 388).
  20. Ibid., 392.
  21. Cfr., ibid., 393. Una más: «El todo absoluto de la cantidad (el universo) […] no tiene nada que ver con ninguna experiencia posible» (p. 396).
  22. Carta de Georg Cantor a Gustav Eneström, 1885.
  23. Sobre el «transfinito» cantoriano, cfr. P. Zellini, Breve storia dell’infinito, cit., 201 s.
  24. Kant escribe: «El infinito es una cantidad de la que no es posible un número mayor [es decir, mayor que el número de una unidad dada que contiene]. Ahora bien, ningún número es un máximo, porque siempre pueden añadirse una o más unidades» (Critica della ragion pura, cit., 356).
  25. Cfr. G. Arrigo – B. D’Amore – S. Sbaragli, Infiniti infiniti. Aspetti concettuali e didattici concernenti l’infinito matematico, Trento, Erickson, 2010, 86-107.
  26. El precursor de este avance es el matemático Bernhard Bolzano.
  27. D. Hilbert, On the Infinite, in Philosophy of Mathematics, Londres, Cambridge University Press, 1985², 142.
  28. Novalis, La Cristianità o Europa, Milán, Bompiani, 2002.
  29. Id., Inni alla notte, Milán, Garzanti, 2002.
  30. F. Schleiermacher, Discorsi sulla religione, Brescia, Queriniana, 2005.
Gabriele Gionti S.I. – Alfredo Sgroi
Gabriele Gionti estudió un máster en Física Teórica Gravitacional en Nápoles y un doctorado en la SISSA de Trieste en gravedad cuántica. Su investigación busca conjugar la mecánica cuántica con la relatividad general de Einstein (gravedad cuántica). Es cosmólogo teórico de la Specola Vaticana. Alfredo Sgroi es profesor de Historia y Filosofía en la cátedra de Literatura Teatral Italiana de la Universidad de Letras y Filosofía de Catania.

    Comments are closed.